Miércoles 5 de agosto de 2020

III Acuerdos y desacuerdos en un mundo desigual


En estos días de encierro obligado, hay más tiempo para entregarse al ejercicio de poner la mente en funcionamiento. ¿Con qué pensamos? ¿Con la mente, con el cuerpo? Desde Platón a Poe, de Sartre a Caetano Veloso todos tuvieron algo que decir del misterioso acto de pensar.




En una de esas cenas prolongadísimas (y hoy tan extrañadas) en las que todo es deriva, un amigo entrañable planteó que desde que tiene auto ya no se le ocurren muchas ideas, que en su época de transporte público las cosas se le venían continuamente a la cabeza. Algo externo, pasar del asiento al volante, le había cambiado el régimen del pensamiento, lo había discontinuado si puede decirse así. Es que todos tenemos nuestros lugares favorables y favoritos para pensar, algunos casi innombrables.


Pensar es una de esas actividades, a pesar de que parece que no cesa nunca, de las que se habla poco y nada. Hablamos del contenido del pensamiento, que es como el estado previo a la acción. Pero no del hecho en sí, un bache que pretende cubrir el auge de las neurociencias con su nueva estrella, el cerebro. Lo que habría que saber es cuánto del pensar aclara la química cerebral y cuán verdaderas son las metáforas que se refieren a déficits en el pensamiento como ausencia de materia gris o de neuronas.


Se suele considerar que el cerebro es la sede del pensamiento, incluso alguna abuela nos diagnostica que el dolor de cabeza es resultado de haber pensado demasiado. Sin embargo, para casi toda la fenomenología del siglo pasado, la conciencia se expresa a través del cuerpo, teoría sustentada por Maurice Merleau-Ponty. Sartre compartirá esta postura durante sus primeros escritos.


Esta noción del cuerpo como espacio del pensamiento, permite entender muchas actividades en las cuales se piensa sin que intervenga el lenguaje formal. El fútbol, por ejemplo, y la mayoría de los deportes. Un jugador no piensa en términos de palabras la acción que va a realizar. Si se quiere, piensa con los pies, o para decirlo tal vez más exactamente son los pies los que piensan y deciden.


Algo parecido sucede con los pianistas. Le consulté a Adrián Iaies, quien se dedica al jazz, y esto es lo que me contestó: “Uno se mete dentro de un pensamiento netamente musical, casi como un matemático cuando trabaja en la resolución de ecuaciones”. Fabiana Galante, pianista de música contemporánea que frecuenta la música improvisada, dice que es el mismo sonido el que va indicando el camino y que sólo se cruzan palabras por la mente cuando hay alguna interferencia de afuera.


El mundo exterior plantea otro aspecto de la cuestión. Keith Jarrett no acepta que nada de afuera lo afecte y ha interrumpido conciertos porque no le permiten pensar en términos musicales, mientras que los roqueros suelen tocar a estadio lleno y acompañados del agitado bramido de sus fans. En los deportes de equipo, el pensar del cuerpo se abstrae de todo lo que ocurre alrededor. Por eso, se puede jugar al fútbol o al básquet con el fondo del aplauso, el aliento y el insulto de la afición. Con el tenis no pasa lo mismo y el sonido de un celular e incluso el llanto de un niño pueden hacer que se pierda un punto.


Cuando se trata de pensar en términos de palabras, aparecen otras cuestiones. Dice Caetano Veloso en una de sus composiciones: “Si tenés una idea increíble lo mejor es hacer una canción, se sabe que sólo es posible filosofar en alemán”. ¿Será que las lenguas nos hacen pensar de diferente manera? ¿Se pensará de igual modo en inglés que es un idioma sintético, que tiende a usar menos palabras para expresarse, que en español que ocupa más espacio para decir aparentemente lo mismo? En términos generales, una traducción del inglés al español agrega un veinte por ciento a la extensión original.


George Steiner plantea la posibilidad de que “el modo específicamente occidental de aprehensión del tiempo como progresión lineal se desprenda del sistema verbal indoeuropeo”.  Puede ser también que nuestros miedos y esperanzas se desprendan a su vez de la existencia del tiempo verbal futuro que no existe en todas las lenguas. Algo que nos sucede en estos días amenazados.

Un idioma es una posibilidad pero también un límite a lo que pueda llegar a pensarse. Lewis Carrol inventó una lengua (el jabberwocky). No fue el único, basta recordar el gíglico de Cortázar- que según uno de sus críticos tiene por objeto que “no se establezca en la mente ninguna conexión directa con ningún hecho que sea posible hallar en la experiencia”. Que pensar nos saque del mundo, en vez de obligarnos a comprenderlo.


Aunque también haya comprensiones inmediatas, eso que se da en llamar intuición y que ese gran estudioso de la mente (en sus aspectos más lúcidos y también en los más enfermos) que fue Edgar Allan Poe definía como el momento condensado y veloz de un acto de pensamiento con concatenaciones muchas veces complejas. Para Poe, pensar era placer y pesadilla, si les creemos a sus personajes que no pueden dejar de cavilar e interpretar, como su entusiasta Auguste Dupin o el torturado protagonista de “El gato negro”.


Woody Allen plantea que una idea es buena mientras la estamos pensando y se degrada a medida que intentamos llevarla a la práctica. En este punto se emparienta con Platón que hace más de 2.500 años creía que las ideas eran previas al pensamiento, que existían en estado de perfección antes de su realización concreta y, en consecuencia, imperfecta. Hay una mesa ideal, que reúne de modo perfecto todo lo que hace que una mesa sea una mesa, y otras, que son aquellas ante las cuales nos sentamos, que nos traen reminiscencias de aquel mueble ideal que, de acuerdo con el mito platónico, el alma ha podido contemplar antes de habitar un cuerpo terrenal


También el pensamiento es un bien deseado. Todos quieren saber qué pensamos, aunque no necesariamente les interese. De allí las encuestas y las entrevistas. Como Facebook que nos interpela con un apremiante “¿Qué estás pensando?”. Además de aquel dicho yanqui “Un dólar por tus pensamientos”.


Como sea, parece que pensar no da descanso, si vamos a creerle al psicoanálisis de que soñar es una forma, con sus propias reglas, de seguir pensando quiénes somos y porqué hacemos lo que hacemos.

Hay quien sostiene la posibilidad de la mente en blanco, del cuerpo que no piensa. No deja de ser envidiable. Al fin y al cabo, la sensación casi todo el tiempo es que algo nos hace pensar en lo que quiere y no que pensamos lo que queremos. El colectivo donde se producían las ideas de mi amigo tiene el recorrido predeterminado.

( http://socompa.info/cultural/que-sera-eso-de-pensar/ )


Las falsas utopías de una izquierda neoliberal


Que la izquierda, en ese momento, no tuviera coraje ni voluntad para ofrecer alternativas al neoliberalismo, no es adjudicable a los neoliberales", sostiene el autor. Desafíos e ideas para un rediseño de urgencia.


Si existiera una fecha del inicio real de la decadencia de la izquierda europea, podría ser el 21 de abril de 2002. Aquel día, la elección presidencial francesa dió pie al alejamiento del poder de la izquierda socialista de posguerra. Desde entonces buscaría, como medio de supervivencia, la “corrección política neoliberal”, en lugar de profundizar sus propuestas para transformar una sociedad injusta y desigual. El apoyo a Jacques Chirac en la segunda vuelta contra Jean-Marie Le Pen, fue el inicio de un proceso de confusión que, junto al esbozo de la tercera vía de Tony Blair y la sumisión al neoliberalismo de casi toda la dirigencia europea, marcaría su decadencia.


Chirac acababa de conseguir un hito histórico: correr todo el sistema político francés hacia la derecha, construyendo su propio legitimador gratuito (“la ultraderecha populista”). Cuando todo indicaba que la izquierda debía profundizar sus demandas de clase para volver al centro de la escena, decidió mansamente sumarse a la justificación del neoliberalismo, pero con “conciencia social”.

Aquel escenario llegó a nuestros días, extendido a muchísimos países. La crítica de la dominación y la filosofía de la emancipación, que otrora motorizaron las utopías de la izquierda, fueron reemplazadas por la justificación de la desigualdad, la religión del superávit fiscal y el elogio de las inversiones de capital, aun especulativas. La ilusión de un mercado “autorregulado” en función del bien común también estaría en su bagaje de ideas, como otro estrepitoso fracaso.


Esa izquierda, casi sin darse cuenta, empezó a defender valores individuales y ya no colectivos, asumiendo como propios aquellos dogmas antipopulares que se expresaron -tal vez como nunca- en aquella frase inolvidable de Margaret Thatcher: “¿Quién es la sociedad? no existe tal cosa, tan sólo hay individuos, hombres y mujeres”.


El ideal izquierdista de que “el individuo no existe, o sólo existe como error” empezó a quedar viejo. Aquello de que no hay “hombres libres”, sino seres humanos sometidos a la desigualdad emanada de su condición de clase, fue corriéndose desde el lugar de lo afirmado al lugar de lo dudado. El trabajador se fue haciendo individuo, el pueblo gente y el ciudadano consumidor.

Hoy, pandemia mediante, se puede observar que la fase neoliberal del capitalismo, sin importar lo evidente que pueda parecer su crisis, no colapsará automáticamente. Entonces cabe preguntarse,

¿está preparada la izquierda para responder al desafío que tiene por delante?


Hasta aquí lo que aparece es el módico propósito conservador de gran parte de la izquierda de “corregir” los aspectos más horribles del neoliberalismo, sin ninguna pretensión de transformarlo de manera fundamental en un sistema más equitativo, justo y productivo. ¿Se puede derrotar una idea usando la misma idea? Son necesarios conceptos, estrategias y sobre todo audacia política, para destronar el ideario neoliberal.


Para no cuestionar de plano al neoliberalismo y su pretensión de universalidad, esa izquierda se refugió en la “nuevas luchas”, las de las micro identidades anticlasistas. Así aparecieron organizaciones “transversales” pretendidas como un lugar inicial de resistencia, rápidamente reconvertidas por la globalización neoliberal en ámbitos de fragmentación; sacarían del eje central la lucha de clases y la disputa por la renta e impulsarían agendas múltiples, muchas veces inconexas e inviables.


Desde que empezó a despuntar la crisis de valores y de ideas a la que se enfrentaba la izquierda post soviética, hace más de treinta años, se ha venido pregonando una renovación mediante la colaboración con eso que se ha dado en llamar “nuevos movimientos sociales apartidarios”: grupos feministas, ecologistas, juveniles y muchos etcéteras más. Desde la frase hecha, desde la microscópica representación de muchos de esos grupos, se confundió “movimiento social” con “grupo de afectados”.


De buenas a primeras, cosas tan distintas como una burguesa conservadora y una trabajadora socialista se transformaron en “hermanas de lucha” por los derechos de género.


Las diferencias morales de fondo -la base solidaria del socialismo, el egoísmo en el conservadurismo- quedaron de lado ante los nuevos tiempos. La contradicción principal ya no era la clase social ni la participación en la distribución de la renta. Surgieron movimientos “transversales” como el LGBT, el Ecologismo, la defensa de la ballena franca austral, el veganismo y otros tantos ismos a los que la izquierda no supo que decirles, y a los que no se animó a plantearles la “organización de clase”. Movimientos valiosos como el feminismo, la defensa de la infancia y muchos otros fueron transformados en ámbitos anti políticos anclados en una supuesta “prístina y apartidaria” sociedad civil. La derecha mientras tanto celebró la fragmentación y el corrimiento de la “agenda de clase”, sumándole su reemplazo por la “agenda de multitud” al influjo de los olvidables textos de Tony Negri y Michael Hardt.


Las organizaciones de izquierda europeas, lejos de interpelar y resistir al violento despojo neoliberal, apoyaron con su acción u omisión la hegemonía del sistema de transferencia de las riquezas de los pueblos hacia las empresas privadas. El Estado de Bienestar era muy caro e ineficiente y llegó entonces la meritocracia, salvaje desde los conservadores, con mínimos subsidios estatales culposos desde los “progresistas”.


La fe inquebrantable en la universalidad del trabajador, en su acceso positivo a la racionalidad de clase y en el ascenso social material a partir de la lucha y la toma del gobierno, se redujo a una “agenda de bordes” donde el apoyo a la globalización financiera, la destrucción de los derechos laborales y la anulación de la salvaguarda previsional se universalizaron de repente, impulsados por la derecha y admitidos infelizmente por la izquierda, que se quedó hablando de agendas y derechos incomprensibles para los trabajadores expulsados del sistema por la ola neoliberal. El inolvidable Mark Fisher diría que “el ‘no hay alternativa’ no es atribuible a Thatcher sino a Tony Blair, él era la alternativa y decidió no serlo”.


Fisher fue crítico también de la “melancolía de la izquierda”, la remembranza paralizante de un pasado idealizado, que justifica la quietud conformista de hoy. Un status quo de derrota, que solo aspira a conservar lo que queda de la destrucción globalizadora, sin ninguna idea audaz, ningún riesgo político o teórico por asumir.

Milton Friedman, mientras tanto, diría con total honestidad intelectual que “solo una crisis –real o percibida– da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible que nosotros representamos, se vuelva políticamente inevitable”.

Que la izquierda, en ese momento, no tuviera coraje ni voluntad para ofrecer alternativas al neoliberalismo, no es adjudicable a los neoliberales.


Mientras esto pasaba en Europa, de este lado del Atlántico surgía -con ideas propias y con tradiciones bastante alejadas del eurocentrismo- el nuevo populismo del siglo XXI, al cual el coraje y la voluntad le sobraban.


Chávez, Lula, Kirchner, Lugo, Evo y Correa impulsaron una mirada del mundo (y de la relación de los estados con el capitalismo globalizado) que dejó desnudo al progresismo europeo. Era evidente que había una alternativa y que la defensa frente al “austericidio neoliberal” no era la única tarea que la izquierda podía cumplir.


En la primera década del presente siglo, la izquierda europea consolidó el abandono de la idea de entrar al poder por la puerta más difícil, la del cuestionamiento de la idea neoliberal. El alejamiento de postulados básicos como la lucha anti-sistémica, lentamente la deslizó a su declive representativo actual. No entendió (o no quiso hacerlo) que los medios no eran los fines y que la institucionalidad “per se” podía albergar contenidos intrínsecamente contrarios a los ideales de igualdad que pregonaba. Avanzar por la inexorable senda de la Historia del cambio era un imperativo no sólo doctrinario sino moral. Pero en este tortuoso camino, prefirió tareas menos enjundiosas, que mejor conservaban el status quo. Adoptó con complacencia su lugar de actor de reparto en el sistema político hegemónico.


El viejo consenso socialdemócrata de la posguerra, cuya base era el compromiso de un capitalismo regulado y distributivo, se fue a la basura. Sus defensores de antaño acompañaron ese destino asumido. La vieja promesa de regular los mercados para proteger a los ciudadanos de las consecuencias más desestabilizantes y destructivas del capitalismo, por medio de una variedad de programas sociales y servicios públicos, ya no fue considerada “necesaria” por esta nueva izquierda capitalista neoliberal.


La derrota autoinfligida fue facilitada y cimentada por un proceso deliberado de rendición ideológica. Los preceptos centrales del neoliberalismo se volvieron ampliamente aceptados entre los cuadros políticos y económicos de los viejos partidos socialistas y laboristas; su escasa resistencia institucional hizo que los programas educativos -sobre todo universitarios-, transformaran en dogma a las ideas sociológicas neoliberales y se impusieran en las áreas encargadas de la elaboración de políticas públicas, en el ámbito del derecho y sobre todo en el de la economía.


La mal llamada ultraderecha surge de aquí, de la traición de la izquierda que se hizo conservadora y neoliberal, y que dejó a los trabajadores gritando en la soledad de su desesperación, sin movilidad social ascendente a la vista y sabiendo claramente que, por primera vez en generaciones, sus hijos vivirían peor que ellos.

La misma izquierda que le dijo a los trabajadores que ya no los defendería del capitalismo salvaje y que debían buscar su felicidad “compitiendo en el mercado”, se decepcionó con la decisión de los propios trabajadores de buscar otras opciones electorales y abandonar a sus “viejos partidos”, y los acusó de fascistas con palmaria e injustificada soberbia.


Hoy podríamos decir lo obvio: vendrán tiempos difíciles después de la pandemia. Mientras no haya un cuestionamiento de plano a la globalización neoliberal todo seguirá igual o peor. Tal vez haya que escuchar algunas lúcidas voces, como la de Nancy Fraser cuando dijera recientemente: “Hay que crear una alternativa de izquierdas a estas dos horribles opciones que se nos presentan, el neoliberalismo progresista y el populismo reaccionario”.


Mientras la autodenominada “izquierda progresista” no tenga otra agenda que la justificación de la globalización financiera y su institucionalidad multilateral; mientras insista en su absurdo fundamentalismo de las formas vacías de contenido y su cuestionamiento envidiosos al populismo latinoamericano, le acechara aquella frase que hace más de 100 años se escuchó en la naciente Rusia bolchevique: “Ustedes son gentes aisladas y tristes, han fracasado, su papel ha terminado, vayan donde pertenecen, al basurero de la historia”.

( http://revistazoom.com.ar/las-falsas-utopias-de-una-izquierda-neoliberal/ )


Daniel Roberto Távora Mac Cormack

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