Viernes 4 de Setiembre de 2020

(única entrega)



A la derecha solo le queda la prensa

(Producir hechos que sean replicados mediáticamente)


El nivel de desorientación y perturbación ideológica en este colectivo es alarmante por su ignorancia política, sobre todo después de tantos años de recorrido democrático.


Hace muchos años, en los pueblos o ciudades pequeñas de casi todo el país, existía un medio de comunicación e información pública comunitaria, organizado a través de una red de altoparlantes ubicados a lo largo de la calle principal de la localidad. Las conocimos como “propaladoras”. Alrededor de las 16, comenzaban a difundirse noticias de toda índole, música popular de moda, información oficial municipal y muchísima publicidad de comercios locales.


Lo característico y llamativo era la potencia y la estridencia de las bocinas, como se llamaba a esos artefactos de amplificación, instalados en las alturas, en columnas de alumbrado o también en los árboles de las plazas y veredas. Este estruendo se percibía prácticamente en todo el pueblo.


Para todo aquél que se acercaba por primera vez al lugar, se creaba en su imaginación la existencia de un sitio urbano lleno de vida, alegre, con frondosa actividad comercial y social. Sin embargo, a poco de transitar el centro comercial, se advertía un penoso contraste. Poca gente desplazándose por las calles, automóviles circulando lentamente sin destino, aburrimiento y hasta cierta languidez popular. Muy poco que ver con la vocinglería de la propaladora.


Exactamente la misma sensación del forastero que arribaba a esos pueblos, es la que producen las movilizaciones de la derecha argentina actual. No forma parte de esta reflexión la pretensión de definirla ni identificarla. Pero de todos modos, no sería injusto imponer un reduccionismo, si se quiere arbitrario, a la hora de describirla, pero daremos por conocido el concepto.


Obviamente, la propaladora  en esta realidad está representada por los medios periodísticos hegemónicos. Estos se encargan de la estridencia en la comunicación y del aporte discursivo a los transeúntes de la queja y el reproche. Como un auténtico jeroglífico aún no descifrado, surge incomprensible la penosa conformación social-política-cultural de este nuevo agrupamiento. Pero luego, esta misma congregación se encarga de autodefinirse al momento de verbalizar su angustia. El nivel de desorientación y perturbación ideológica en este colectivo es alarmante por su ignorancia política, sobre todo después de tantos años de recorrido democrático.


Con la poderosa derecha estructural se convive y se confronta. Al poder económico y financiero argentino, a los empresarios parásitos del estado y a los medios de comunicación incorporados a dicho poder económico, hay que sumarle el Poder Judicial casi en su totalidad, los políticos conservadores, las Fuerzas Armadas y de seguridad y sectores de la Iglesia Católica, en retiro provisional. Esta derecha mantiene su capacidad íntegra instalada y se sostiene desde el fondo de la historia. Se manifiesta como un poder para institucional o meta institucional, que esporádicamente es perturbado por los movimientos políticos populares y democráticos y no ahorran medios para destruir la ilusión revolucionaria o al menos transformadora.


Pero ahora, el frente del poder real ha advertido que la continuidad democrática conspira contra él. Ha tenido que improvisar nuevas herramientas para conservar su estatus cuasi imperial. No dispone de las Fuerzas Armadas a mano como ocurrió históricamente. Ocasionalmente tampoco de la Iglesia Católica. El Poder Judicial corre el riesgo de ser penetrado por una nueva generación de abogados y juristas egresados de las universidades fundadas en períodos de gobiernos democráticos y progresistas.



Y es aquí donde aparece la derecha contingente, creada, instruida y arrojada al ruedo por aquel poder que tiene la potestad y la experiencia para hacerlo: La prensa. Los medios de comunicación de una identidad ideológica homogénea. Una derecha contingente subida a un teatro carente de pensamiento crítico, de principios democráticos y por qué no de ilustración. Arrastrados por el odio “anti”, pero sin futuro. Padecen la ausencia de cohesión discursiva. Pero lo peor de esa congregación básicamente destituyente, es que carecen del componente histórico imprescindible para constituirse en un movimiento político sustentable.


Hoy la poderosa derecha estructural juega sus fichas también en ese tapete. Alienta y festeja las movilizaciones de ese grupo social al que hubiesen llamado “turba” si se tratara de personas de otro signo político.


Es la derecha vocinglera, la que a través de sus bocinas atronadoras, los medios de prensa hegemónicos, se hacen escuchar en los centros urbanos despoblados, indolentes y desdeñosos. Reclaman cadalsos, rejas, hogueras para el enemigo. Vociferan ante los micrófonos audaces de los “prensa” temerarios. Se apropian de símbolos patrios y culturales, al punto de incurrir en blasfemia y herejía histórica. El demonio y la hostia.

El gran pueblo, indiferente. La “gente”, azorada. Y algunos hasta creen que llegó el carnaval.


A esa derecha solo le queda la prensa.

( http://vaconfirma.com.ar/?articulos/id_11973/a-la-derecha-solo-le-queda-la-prensa )


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La parábola bíblica de José el soñador nos habla de la existencia de un pueblo que planifica colectivamente su futuro. Tratar analizar cómo el COVID 19 desnuda el quiebre de la posibilidad de pensarnos como comunidad.


El hecho de que José interpretara el sueño del Faraón como siete años de bonanza y luego otros siete de malas cosechas le permite al pueblo egipcio ahorrar (acumular) en los siete años buenos para poder subsistir los siete años malos. De eso se trata una comunidad.


La cuarentena (herramienta muy antigua) pudo llevarse a cabo con esa lógica, en sociedades más pobres que las nuestras. Ante la aparición de un virus desconocido, se detenían todos los movimientos hasta conocer más y se vivía de lo que se había acumulado... ¿qué pasó esta vez?

No podemos decir que la humanidad no ha acumulado suficiente riqueza para poder protegerse unos meses y averiguar el nivel de letalidad del virus, conseguir la vacuna o conocer más acerca de las secuelas. Jamás hubo tanta acumulación de riqueza y capacidad de producción como hoy

Sin embargo, el 1% de la población que acumula dicha riqueza decidió que no estaba dispuesta a desprenderse de nada, aun si implicaba que murieran millones de personas, incluidos los propios miembros de su familia. Y no, ese 1% no son "los políticos"...

Algunos países (entre ellos el nuestro) amagaron con un primer intento de cuidado, pero duró bastante poco. El show del capitalismo debía continuar y eso ha quedado claro a límites absurdos como la actual apertura de bares y restaurantes en el momento de pico en subida en AMBA


Agradezco a Carlos Stortz por pasarme los números de muertos por millón, que muestran que en la última semana nos hemos colocado cuartos en el ranking mundial (4,76 diarios, sobre base de promedio semanal.), aunque pronto disputaremos no solo el puesto semanal sino también el de muertes acumuladas


Agradezco a Jorge Luis Aliaga por facilitarme los globales que ubican a Argentina en 177 fallecidos por millón (ya en el top 20 y subiendo) con un pico de 667 en la Ciudad de Buenos Aires (sí, ahí donde abrieron los bares y restaurantes)



Pero no se trata de un fenómeno argentino. Hubo directamente países sin cuarentena (Brasil), aperturas pese al rebrote (España, Reino Unido). Han sido muy pocos los países dispuestos a cuidar a su población distribuyendo algo de lo acumulado (N. Zelanda, Australia, Noruega)

A esta altura ya podemos decir que la decisión general (pese al reproche inicial a Trump o Bolsonaro) ha sido justamente la de Trump y Bolsonaro: cuidar a la población resulta muy caro y no se puede detener la máquina de producción de riqueza


Lo sorprendente no solo es la decisión de los gobiernos sino la convicción general acerca de la imposibilidad de tocar la riqueza más concentrada para cuidar a la comunidad y la percepción de que nuestros hábitos no pueden ser modificados ni siquiera ante el riesgo de muerte.

( https://www.lilianalopezforesi.com.ar/es/noticia/covid19-y-pensarnos-como-comunidad )



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En este artículo Claudio Véliz, Sociólogo y docente, analiza las operaciones mediáticas de exhibición y ocultamiento que consiguen producir como visible la fisonomía de una vulnerabilidad asociada con la violencia, la amenaza, la pereza y el abuso; y como contrapartida, producen como invisible la arquitectura del saqueo orquestado por los responsables directos o indirectos de las diversas formas de violencia de un capitalismo neoliberal que en virtud de dichas tecnologías y dispositivos ha logrado instaurar su voracidad destructiva y depredadora.



Publicidad y anonimato


Vamos a concentrarnos, en esta oportunidad, en el dispositivo de la transparencia; o mejor aun, en ese juego perverso de publicidad y anonimato (de exhibicionismo obsceno y celoso ocultamiento, de visibilidad y opacidad, de cinismo e hipocresía) a que nos someten las exigencias del capital en su obsesión por aniquilar todo residuo de negatividad, crítica, conflictividad, politicidad. Un capitalismo de lo ilimitado necesita de una comunicación sin límites que culmina en la desenfadada exhibición de lo privado: la transformación de la vida íntima en espectáculo público.


El neoliberalismo promueve un mundo de la “exterioridad total” en que nos entregamos desnudos (aportamos todos nuestros datos) a la extrema “curiosidad” del mercado y de las tecnologías bio y psicopolíticas que le allanan el camino. Así, la exposición de nuestra intimidad se constituye en la nueva clave de acceso al mundo. Si opusiéramos cierta resistencia frente a las incesantes sugerencias de “registrarnos”, nos hallaríamos en serias dificultades para visitar ciertos sitios, comprar determinadas mercancías, ser aceptados en algunos círculos o admitidos en las tramas reticulares de la visualización total. Frente a tamaña exigencia de publicidad y desnudez, el secreto, la extrañeza, el asombro o la angustia (esas afecciones y pudores que solían reservarse al mundo privado de los vínculos amorosos o afectivos) se tornan obstáculos insalvables de los que debiéramos desembarazarnos.


La sociedad de la transparencia –dice el filósofo coreano Byung-Chul Han (Byung-Chul Han (2013): La sociedad de la transparencia, Herder, Bs. As.) es una sociedad positiva que aplana y alisa cualquier vestigio de tensión-rugosidad-negatividad para que todo pueda ser devorado por el torrente incontenible del capital y la comunicación. Los objetos transparentes permiten su absoluta operacionalización; la claridad de las prácticas habilita su cómputo, control y adecuación a las exigencias del libre fluir; los cuerpos se vuelven traslúcidos cuando abjuran de su singularidad; el tiempo se torna diáfano cuando se lo percibe (y asume) como una sucesión homogénea y continua de lo siempre igual; el amor deviene cristalino cuando se libera de toda pasión/excitación, cuando se lo positiviza como cálculo de consumo y se lo domestica como objeto de confort. De este modo, la necesidad de “volvernos transparentes” (como requisito para la consolidación de un orden positivo, administrado y previsible) supone el borramiento de las tensiones, la confesión de los secretos, el abandono de la reflexividad crítica, la absoluta despolitización de los vínculos sociales e incluso el enfriamiento de los ardores y las pasiones (al menos, del erotismo y las sensibilidades amorosas).



Sin embargo, esta tecnología de la visibilidad nos oculta –valga la paradoja– su “lado oscuro”, su reverso inconfesable; la contracara de la exteriorización y la desnudez de los cuerpos expuestos a la voracidad de las mercancías y/o a los controles policíacos, es la absoluta invisibilización de la maquinaria de dominación que teje dicho entramado: las redes de poder, los negociados del gran capital, la violencia predatoria de la confiscación. Salvo que dispongamos del tiempo, los recursos y los medios necesarios para acceder a una información adecuada y rigurosa (cuya circulación suele hallarse restringida al interés de investigadores, académicos y de un puñado de periodistas), difícilmente podamos advertir las coordenadas de una matriz injusta, los nombres y/o los rostros de sus beneficiarios, la pista de sus maniobras evasoras, o los abultados montos de sus cuentas secretas fugadas hacia guaridas fiscales. Por otra parte, el anonimato también ha constituido un instrumento indispensable en esas mismas redes que todo lo “exponen”, con el objetivo de alentar la discriminación, el odio y la estigmatización de determinados sectores sociales, y de crear o difundir falsas noticias y eslóganes posverdaderos (Vale recordar aquí que aún opera en nuestras redes un ejército de trolls encargados de multiplicar hasta el hartazgo dichas prácticas desde identidades creadas ad hoc. Hasta el año 2019 eran asalariados del Estado nacional. Hoy continúan activos en virtud del financiamiento privado o bien del que reciben de algunos gobiernos provinciales o municipales afines a dicha “tarea”.). Si bien el cinismo es la expresión privilegiada de la ideología en los tiempos del neoliberalismo, no resulta muy acertado consentir una escisión decisiva entre la exhibición cínica y el falseamiento hipócrita. Tal como suele afirmar el filósofo esloveno Slavoj Zizek, todos los cínicos guardan un secreto, poseen una creencia oculta que, por temor o conveniencia, disimulan para seguir nadando en la cresta de la ola epocal, evitando, así, hundirse en las profundidades de su deseo inconfesable. Aun habiendo advertido la grosera falacia de sus arengas delirantes, nuestros cínicos del odio cacerolero continuarán sustentándolas orgullosamente para no quedar atrapados en la espesura de una verdad que aborrecen.


La cínica obscenidad de lo visible


Pero más que seguir abundando en elementos teóricos o estrategias argumentativas, quisiéramos ahora “desnudar” los ardides mediales de este eficaz dispositivo de visibilidad/invisibilidad. La maquinaria mediática ha optado, en las últimas décadas, por exhibir sistemáticamente ciertos rostros, escenas, retóricas y discursos; en algunos casos, con el objeto de presentar a sus protagonistas como violentos, demoníacos, vagos o abusadores; mientras que en otros, con la intención de vincular a las personalidades elegidas a tal efecto, con gestos racionales, actitudes dialoguistas y hasta con la ostentación de ciertos (pretendidos) saberes. En uno de los extremos de este constructo bipolar, los demonizados “humanoides” siempre son interpelados (con su consentimiento o no) durante el horario vespertino y “en exteriores”, ya que son los habitantes de las villas y las barriadas populares, los presos que reclaman por las injustas condiciones de hacinamiento en las cárceles, los piqueteros que cortan una ruta, los manifestantes que reclaman por un bolsón de alimentos, los militantes que acompañan sus demandas (o para decirlo en la jerga de la vulgata odiadora: marginales, vagos, planeros, presos, cartoneros, negros, populistas). En sus antípodas, en el horario nocturno, elegantes señores (en mayor medida que bronceadas señoras) pasean sus rostros maquillados por los sets televisivos para exhibir su cordura, sus gestos bienintencionados, su retórica mesurada y/o su experticia económica. Poco importa si los espectadores se detienen a analizar estos consejos y sugerencias ya que la eficacia del dispositivo consiste en el simple cotejo de las imágenes: la “violencia” y la “fealdad” callejera del reclamo contrasta con la racionalidad y amabilidad del diálogo afable en el estudio de TV. De este modo, los rostros y las expresiones de la población vulnerable/vulnerada que viene sufriendo la expoliación y la condena a la marginalidad desde (como mínimo) los tiempos del menemato (En que la pobreza alcanzaba casi a la mitad de los argentinos mientras que una tercera parte de la población económicamente activa se hallaba desocupada o subocupada. Hubo que esperar hasta la gestión de los gobiernos kirchneristas para lograr (incluso para el cálculo de las consultoras e instituciones privadas menos “generosas” y más hostiles a dichos gobiernos) una drástica reducción de la pobreza, el desempleo y la desigualdad.), son estigmatizados y discriminados hasta el hartazgo con el inestimable auxilio de los “operadores digitales”. Mientras tanto, desde los plácidos sillones de un living montado para la ocasión, honorables políticos, sabios economistas y expertos funcionarios nos lanzan sus consabidas recetas y sugerencias. Huelga decir hacia cual de ambos bandos resultará direccionada la agresividad de las audiencias.


La hipócrita invisibilización de la trama


Hasta aquí, solo aludimos a una de las fases del dispositivo: la que incita (y excita) la visibilidad, la exhibición, el cinismo, más allá de que resulten divergentes las estrategias del montaje, el léxico y la edición, según se trate de uno u otro de los grupos en cuestión. Ahora quisiéramos examinar el reverso de esta tecnología del poder, procurando advertir lo que en cada uno de ambos casos, la maquinaria mediática decide invisibilizar haciendo gala de una elección –subrayemos– ética, ideológica y política. Por un lado, los rostros oscuros del pobrerío plebeyo siempre aparecen desconectados de las razones y de los personajes que precipitaron sus desgracias: son simplemente vagos, chorros, presos o planeros. Por el otro, se ocultan celosamente los prontuarios de las figuras cordiales y equilibradas que pululan por los “interiores”: economistas ortodoxos (cuyos consejos han fracasado una y otra vez en el mundo entero), lobbistas de las grandes corporaciones o de los fondos-buitre, evasores recurrentes, endeudadores seriales, blanqueadores oportunistas, formadores de precios, exportadores que retienen la cosecha a la espera de una mayor devaluación, fugadores de divisas, o empresarios siempre dispuestos a “achicar los costos laborales”.



Esta aviesa maquinaria de visibilidades y opacidades, de exhibiciones y ocultamientos mediáticos es la que direcciona los afectos (los altera, los estimula, los induce, los excita) instalando estereotipos, discriminando a los excluidos del sistema, culpabilizándolos por todos nuestros males, despreciando sus voces, sus gestos y el desenfado con que encaran sus goces (he aquí lo que les resulta insoportable), al mismo tiempo que soslayan las causas del desamparo y desvían el foco de las problemáticas cruciales para la sociedad. No debiera extrañarnos, entonces, que nuestra indignada hostilidad se oriente hacia un joven morocho del conurbano, una mujer que vive de la ayuda social (“que se embaraza para cobrar un plan”), una empleada pública, una trabajadora trans, un marginal que se la rebusca con su “trapito”, o incluso hacia un médico cubano (por haber estudiado en un país con gobiernos indeseables). Esta eficaz maniobra mediática también consigue evitar que la bronca y el resentimiento (promovidos por el despojo neoliberal) apunte a los verdaderos beneficiarios y/o ejecutores de la miseria organizada: los responsables directos o indirectos del caos económico, el desmantelamiento del sistema sanitario, educativo y científico, el incremento de la pobreza, la desocupación y la desigualdad, o de las diversas formas de violencia contra los resistentes y excluidos.



Para resumir el propósito de este artículo, podríamos decir que dichas operaciones mediáticas consiguen producir como visible la fisonomía de una vulnerabilidad asociada con la violencia, la amenaza, la pereza y el abuso; y como contrapartida, producen como invisibles (4) los trayectos curriculares de sus distinguidos verdugos al igual que la arquitectura del saqueo orquestado por estos nobles señores de traje y corbata. Esta siniestra articulación entre la exhibición obscena (ya de la fealdad plebeya, ya de la blancura propietaria) y el ocultamiento de una trama inconfesable (el atraco virulento de unos muchos por parte de unos pocos), es otra de las tantas “estaciones ruinosas” de un capitalismo (neoliberal) que en virtud de dichas tecnologías y dispositivos ha logrado instaurar su voracidad destructiva y depredadora.

( https://lateclaenerevista.com/un-cinismo-demasiado-hipocrita-de-transparencias-y-opacidades-en-el-universo-mediatico-por-claudio-veliz/ )



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Sebastián Giménez es escritor y trabajador social. Escribió tres libros y ha publicado artículos en distintas revistas como Marfil, Zoom, El Sur, El Estadista y El Economista.


En la historia oficial, la que aprendimos de chiquitos en la escuela y se reproduce en muchas casas de estudios, hay algunos próceres indiscutibles. Sobre todo, San Martín y Belgrano. La inclusión de sus efigies en los billetes de cinco y diez pesos no despertó impugnaciones significativas, aún cuando la unanimidad es imposible de lograr en este y en otros menesteres. Y bien, ¿qué tienen en común las dos figuras que son más rescatadas por todos? Y uno podría arriesgar una respuesta: que nunca gobernaron. Es verdad que San Martín gobernó Mendoza y que ambos fueron figuras importantes en la consecución de la libertad de nuestra patria. Pero ninguno fue presidente o gobernador del país, líder político a cargo de la administración del Estado. Y bien ¿pasa siempre eso, aún en tiempos posteriores? Parece que subir al poder convierte a los líderes políticos en seres indignos de veneración, o encarnando odios y amores más profundos que las figuras de los próceres que sobrevolaron el mar de contradicciones sin embarrarse en esas reyertas cotidianas por el poder.


DESDE EL ORIGEN


Desde el origen mismo, Mariano Moreno se nos presenta como el prototipo del jacobino y revolucionario. Su muerte temprana le dio aún más abrigo ante las críticas e impugnaciones, porque si hubiera llegado al destino de representante de la Revolución naciente en Inglaterra, no hubiera faltado el que lo habría tildado de agente o amigo de los ingleses. Murió en alta mar, casi seguramente envenenado. La muerte a edad joven deja a la figura del revolucionario libre de la mácula de un recorrido vital más extenso que pudiera devenir en contradicciones, idas y venidas al compás de los devenires de los actores económicos y sociales. La muerte temprana salva de la corrupción al revolucionario sin tacha.


Más adelante en el tiempo, Manuel Dorrego se nos presenta como un tribuno, un diputado y gobernador de ideas avanzadas: federal a favor de los derechos de la plebe, durante su gestión estableció precios máximos a los consumos de primera necesidad y respetaba a la prensa opositora, que no le ahorraba epítetos descalificatorios. Demócrata y progresista para la época y no era Lisandro de la Torre. Murió fusilado por Lavalle, cuando sus rivales no emplearon los mismos métodos pacíficos que él. Incluso se permitió hacer llegar una carta a Estanislao López desde el patíbulo, para que su muerte no fuera ocasión de nuevas violencias. Muerte trágica, al demócrata con gran ascendente en los sectores populares no lo dejaron gobernar. ¿Qué puede leerse tal vez de esto? Que, si sos demasiado blando en posiciones de poder, te van a dar un garrote por la cabeza. El federalismo de Dorrego pasa con menos máculas a la historia al igual qu el de José Gervasio Artigas, el caudillo oriental que quiso una Confederación acompañada por medidas de progresividad social y repartiendo tierras a los desposeídos. Su periplo de influencia en las provincias mesopotámicas se extendió por casi una década y se disolvió como un terrón de azúcar cuando lo abandonaron sus lugartenientes López y Ramírez.


 ¿Quién terminó gobernando? Juan Manuel de Rosas, que estuvo por más de veinte años en el poder el líder de la Confederación Argentina. Está en el billete de veinte pesos pero es una figura mucho más polémica. Gobernar trae la aparición de partidarios y detractores furibundos. Si lo hubiera también fusilado Lavalle como a Dorrego, tal vez pensaríamos de él otra cosa. Sobrevivir no es gratuito y ejercer el poder por tantos años menos.


RADICALISMO Y PERONISMO


Dentro del radicalismo originario, tenemos las figuras sobresalientes de Leandro N. Alem e Hipólito Yrigoyen. El primero había llevado la voz de los humildes, de las provincias a la capital, revivido de alguna forma en su prédica el federalismo de los caudillos. Vencido o desilusionado, terminó suicidándose en 1896, en otro ejemplo en que parece cristalizarse eso de que a los buenos se los termina llevando la muerte. Su sobrino, Hipólito Yrigoyen, vivió y se convirtió en el primer presidente democráticamente elegido por la ley Sáenz Peña. Aportó a ampliar canales de participación política a los hijos de inmigrantes y los desclasados. Reconoció incipientemente el Estado los derechos de los trabajadores pero no todo fue color de rosas. Bajo su gobierno también tuvieron lugar la semana trágica, brutal represión del Ejército sobre multitudes obreras, el accionar de la Liga Patriótica y la Patagonia Rebelde recordada en el estudio célebre de Osvaldo Bayer. Y hubo bandos, los “personalistas” que seguían a Yrigoyen y los antipersonalistas o “galeritas” encabezados por Alvear. Yrigoyen murió en 1933, lejos del gobierno, y una multitud acompañó sus restos a la Chacarita. En medio de la década infame, despedían al caudillo que en algo los había ayudado. La muerte a veces un poco diviniza, exculpa de los errores.



En el peronismo, tenemos figuras que quedaron a mitad de camino como Domingo Mercante. El gobernador de la provincia de Buenos Aires se presentaba como un demócrata y con un avanzado pensamiento social. Su figura pasó prácticamente al olvido pero, incluso algunos que lo recuerdan desde el antiperonismo, apuntan a que “era un demócrata como no lo fue Perón, y que no se corrompió en la función pública”. Los contrincantes a veces elogian a los vencidos del bando contrario. Otra muerte joven es la de Eva Perón, en 1952, hecho trágico que no hizo desvanecer sin embargo el rencor de muchos sectores de la sociedad para con ella. Su figura vindicadora de los desposeídos ejerció un influjo muy fuerte acaparando amores y odios. Dentro del peronismo o por parte de pensadores progresistas o revolucionarios, su desaparición física temprana fue el caldo de cultivo para hacerla aparecer como revolucionaria en comparación a Juan Domingo Perón, situado en un lugar más conservador. “Si Evita viviera, sería Montonera”, bramó la juventud de los 70 buscando apropiarse de alguna forma de sus banderas y legado.


Juan Domingo Perón fue el hombre de las tres presidencias, que trajo épocas más promisorias a los trabajadores, gestionando un Estado interventor en la economía y distribuidor del ingreso y con una política social de dimensiones monumentales que vuelven toda enumeración insuficiente. También tuvo que lidiar con malas cosechas que obligaron a un giro un poco más ortodoxo de la economía e intentos de golpes de Estado furibundos que devinieron también en represiones oficiales o persecución de opositores. Un hombre que inauguró un movimiento que casi medio siglo luego de su muerte sigue perdurando. Si hubiera muerto en Madrid en 1974, nos habríamos quedado con esa década dorada y una memoria tal vez con más consenso. Pero volvió en el 73 a embarrarse en la gestión, con posiciones más bien centristas y enunciando un acuerdo nacional que lo hizo quedar como conservador a los ojos de los jóvenes radicalizados de su movimiento. Se embarró en esa disputa interna, furiosa, violenta por su legado entre la izquierda y la derecha del peronismo. Abrazó a los dirigentes sindicales pero no cortó del todo puentes con la juventud peronista hasta el final. Probablemente no viéndose completamente interpretado ni por una tendencia ni por la otra, en el trajín de ese berenjenal dijo “mi único heredero es el pueblo”.


En el 83, se recuperó la democracia y declaramos a un padre: Alfonsín, casi que omitiendo las escenas de los saqueos del 89 y del Pacto de Olivos de los 90. Lo dejamos ahí, en el 83, con los papelitos y una marcha multitudinaria que le daban la bienvenida luego de la más terrible dictadura.

De la década menemista, algunos creen ver en Duhalde la semilla de una disidencia desde la gobernación de la provincia de Buenos Aires hacia un modelo más productivista que nunca fue en ese contexto. Los enfrentaría aún más el correr de los años con Menem. Pero siempre lo mismo parece: el que gobierna es conservador, el que interpela lo hace desde abajo, no teniendo la brasa en la mano de la gestión.


Aún en el kirchnerismo, algunos enconados opositores se ocupan de reconocer que “la mejor Presidencia del kirchnerismo fue la de Néstor, del 2003 al 2007, después se fue todo a la mierda”.  Dicen eso, pero en el 2003 elegían a López Murphy, y en el 2007 probablemente a Carrió. Por lo visto, esta imagen es fuerte, y a ella aludió la campaña del Frente de Todos que catapultó a la Presidencia a Alberto Fernández. A recordar al Néstor Kirchner del 2003, con Lavagna y Alberto Fernández al lado. Nos quedamos con el Alfonsín del 83, el Menem que jugaba al básquet en el 89 y el Kirchner del 2003. Congelados ahí, luego tuvieron que gobernar y lo de siempre: a favor y en contra.


LA APORÍA ENTRE MORAL Y POLÍTICA


Este recorrido histórico a boca de jarro nos permite concluir someramente y sin ánimo científico algunas cosas, a modo de una explicación de esa sentencia habitual que suele traducirse en el dicho que “todo tiempo pasado siempre fue mejor”.


Un primer aspecto a destacar es que las personas que no toman el poder o duraron poco en él por muertes tempranas o furibundos golpes de Estado,  gozan en general de una valoración social más equilibrada o por lo menos alejada de la polarización. Los que ejercieron el gobierno, pueden lograr algún reconocimiento más transversal alejado el tiempo de sus mandatos o imaginándolos congelados en su momento inicial de gestión.


Un segundo aspecto consiste en la presunción de superioridad moral de los que no llegaron al poder. Y el reverso de esa discutible moneda: los que llegaron lo hicieron por ser más duchos en el arte de la venalidad o el oportunismo. La superioridad moral de Dorrego y Artigas sobre Rosas. La superioridad moral de Moreno sobre los otros revolucionarios de 1810. La superioridad moral de Alem sobre Yrigoyen. De Eva Perón sobre Juan Perón. Y así podríamos seguir.


Un tercer aspecto que puede consignarse es que lo apuntado no es casual, y que toda gestión está inmersa en un mar de contradicciones que hacen difícil la evaluación ecuánime en la coyuntura y también en el pasado. Que apoyos cercanos a la unanimidad se vuelven imposibles. Porque siempre los más puros parecieran ser los que más abajo están, sin poder aparente sobre el devenir de los acontecimientos. O sea, la superioridad moral va en supuesto maridaje con la impotencia política. Y el poder político de alcanzar la gestión va de la mano de la supuesta inmoralidad y la corrupción. Dos supuestos simples que se recrean a veces como sentido común político pero que no conlleva a otra cosa que a esterilizar la actividad y la promoción políticas.  Un ascenso a un nivel de representación mayor es acompañado de la sospecha, nunca del reconocimiento a la eficiencia o la capacidad. Sin embargo, podríamos concluir que los que al gobierno llegaron lo hicieron como representantes o líderes de un proceso histórico que incluyeron intereses económicos y sociales que los catapultaron con independencia de sus condiciones morales personales.


Ojalá este devenir haya servido para poner en cuestión las verdades simples de uso común que redundan muchas veces en la esterilización y sospecha general acerca de la actividad política, que no es otra cosa que el medio que tiene una sociedad en democracia para reformar y cambiar su devenir con medios pacíficos y con la participación de todos.”

( http://www.lavanguardiadigital.com.ar/index.php/2020/09/01/entre-campeones-morales-y-triunfadores-impiadosos/ )


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No pasamos por una revolución, pero sí por un cambio radical. Somos como el migrante que pisa una ciudad nueva y se esfuerza por crear analogías para mirar, sin pretensión de entender. El COVID-19 nos dejó a solas con la desaceleración. La puerta de casa parece la nueva frontera pero no. Las operaciones más interesantes pasan por las ventanas: ahí está lo que se percibe pero no se alcanza, deseo es su otro nombre. Un ensayo de Cristina Rivera Garza.


Freno de emergencia

 

La frase es de Walter Benjamin:

Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia.

Y viene a colación porque todo en estos días de pandemia parece llevarse a cabo en ese tiempo inédito inaugurado por la activación de la palanca de freno: la des-aceleración. No se trata, por supuesto, de la lentitud romántica de la que han escrito novelistas y activistas varios, sino de un impasse sin asideros en el que predomina la hipervigilancia y la ansiedad. La pandemia no es un remanso. Mucho menos de paz. Nos hemos detenido en seco, ciertamente, y aunque es claro que la mano que jaló el freno es una mano humana —el cambio climático y la alteración de ecologías terrestres son la forma misma del capitaloceno salvaje— es menos claro si ese freno será suficiente para transformar un sistema económico que, en su afán de producir la mayor ganancia posible, ha devastado sistemáticamente la Tierra. La así llamada normalidad, se dice mucho en estos días y con verdad, está en la raíz del problema que condujo a la pandemia. Y mucho se reitera la imposibilidad de regresar a ella, incluso si algunos así lo quisieran. Como lo comentaban vehementemente Angela Davis o Rita Segato, se abre ahora una posibilidad de reemplazar esa vieja normalidad con un mundo de solidaridades extendidas donde la conciencia de nuestra mutua interdependencia material y afectiva incluya de manera central a la Tierra.

 


Una mera aproximación

 

No pasamos por una revolución, pero sí por un cambio tan radical, tan diseminado por todas las esquinas del planeta, como para llamarlo un cambio estructural. No sabemos cuánto durará la transformación, ni cómo serán ni cuánto durarán sus consecuencias, pero vivimos estos días de pandemia con la ansiedad y la curiosidad del que ve fenómenos para los cuales todavía no existe lenguaje preciso. Vivimos con el botón de la hipervigilancia encendido. Somos la extranjera que, arrojada sin maletas en una ciudad extraña, se esfuerza por crear analogías para poder visualizar —entender es mucho más complicado— lo que sucede frente a sus ojos.


Esto se parece a. Bien podría tratarse de. El proceso de traducción, que incluye a la experiencia y al lenguaje en que esa experiencia es enunciada, es trabajoso, a menudo francamente intransitable. En cada esfuerzo se nota que el lenguaje no acaba de embonar con los contextos inéditos y los fenómenos que, ya de maneras obvias o ya de maneras sutiles, obedecen a reglas que todavía no quedan claras. Cada esfuerzo es sólo una aproximación.

 

Del verbo tocar

 

Como el contagio se lleva cabo por cercanía, especialmente a través del sistema respiratorio y el tacto, tenemos que ser conscientes de que somos cuerpos. Parece una operación sencilla. No lo es. La máquina de producir mercancías nos ha acostumbrado a vivir bajo la ilusión de que somos incorpóreos. Podemos trabajar sin cesar. Podemos consumir sin cesar. Si estuviéramos en un cuento de la escritora salvadoreña Claudia Hernández seríamos esos personajes que, incluso muertos, incluso vueltos ya cadáveres, continúan checando la tarjeta de entrada al trabajo o sacando la tarjeta de crédito frente a las máquinas registradoras de los comercios. El capitalismo al estilo USA es así: literalmente descarnado.

 

La ilusión de no tener cuerpo, a la que contribuyen pastillas y medicamentos varios, conduce a la ilusión de no tener otra conexión con el mundo que no sea la conexión electrónica. Del hechizo de la abstracción cuelga la falta de solidaridad con nuestro entorno y, a fin de cuentas, la indolencia. No nos duele lo que no nos toca —lo que no sabemos que nos toca—. Pero ahora que estamos detenidos, ahora que sabemos que nuestras manos son armas mortíferas y no sólo, como quería Kant, lo que nos diferencia de los animales, no podemos no pensarlo.


La rematerialización de nuestros mundos en tiempos de la desaceleración obliga a preguntas que son políticas en su mera raíz: ¿quién ha tocado esto que toco yo? Que es otra manera de preguntar: de dónde viene, quién lo produce, en qué condiciones de explotación o sanidad se fragua esto que viene hacia mis manos, con qué cantidad de virus. A la antropóloga Anna Lowenhaupt Tsing le llevó años y bastantes páginas contestarse esas preguntas respecto al matsutake, el hongo reverenciado en Japón que crece en zonas boscosas del mundo que han sobrevivido a un proceso de devastación. En efecto, hay un montón de manos en The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins, las de los trabajadores migrantes, las de los comerciantes, las de los guardabosques, las de los policías, las de los agentes de inmigración. Manos callosas y manos suaves. Manos acostumbradas a la caricia o manos que nunca han conocido la crema humectante.


Rastrear el quehacer de las manos en los procesos de producción y reproducción del mundo en que vivimos es una tarea eminentemente política. Y, justo ahora, es una tarea inescapable. Nuestras vidas dependen, de hecho, de hacer esas preguntas, y de poner justa atención a las respuestas. Todo lo que tenemos cerca —y justo ahora sabemos que siempre estamos, que siempre hemos estado, cerca de tantas manos— nos afecta porque nos compete. Este bien podría abrirle la puerta al fin de la indolencia.

 

La rematerialización del espacio doméstico

 

Despojados de rutinas que daban la impresión de ser inamovibles, expulsados de la prisa que hacía funcionar a tiempo las fábricas y los bancos y las universidades, condenados a un sedentarismo hogareño sin la seguridad de una presunta estabilidad económica, el COVID-19 nos ha puesto cara a cara con la desaceleración. Aquí vamos todos, hacia el inicio del día, checando cifras que resultan cada vez más alarmantes, poniendo atención a las nuevas medidas de seguridad. Mientras tanto, habitamos un hogar que antes, con alarmante frecuencia, sólo utilizábamos para parar unas cuantas horas, casi siempre en la noche, durmiendo con algo de dificultad. De repente, ese espacio que denominábamos como casa, como nuestra casa, se despliega en esquinas inéditas y cosas fuera de lugar. Es un ente extraño, desasido de sí, al que hay acostumbrarse poco a poco. Barrer, trapear, lavar los trastos, tender las camas, poner la ropa en la lavadora, sacudir —todas esas actividades cotidianas que, al menos en esta casa, siempre hemos llevado a cabo nosotros mismos—, muy a menudo recaen en los hombros de las mujeres, y usualmente pasan desapercibidas. La imposibilidad de salir, es decir, la imposibilidad de no verlas, las vuelve monumentales. De hecho, las transforma en el esqueleto del día, la única estructura que pervive cuando todo lo demás ha tomado rumbos desconocidos.


 

El tiempo que antes consumíamos en trasladarnos de un lado a otro, incluso para ir a comer, ahora lo ocupamos en seleccionar bien los insumos para cocinar a diario. Hay que lavar bien cada verdura o fruta. Hay que poner a remojar los frijoles con una noche de anticipación. Hay que calcular para cuántos días nos dura el arroz. Entre una cosa y otra hay que lavarnos las manos una y otra vez, en intermedios de veinte segundos que, bien mirados, constituyen una buena parte del día. En Houston la cuarentena nos obliga a estar en casa, pero todavía no nos prohíbe salir al supermercado a hacernos de provisiones o salir a caminar al perro (siempre y cuando se respete la sana distancia con los otros paseantes). Los restaurantes, que han cerrado, todavía producen alimentos para llevar. Pero en estos tiempos, cuando tenemos que pensar en todas las manos involucradas en la preparación del alimento, es mejor dejar pasar esa oportunidad. Quisiéramos hacerlo, sobre todo para apoyar a los restaurantes del barrio, que la están pasando mal, pero todavía no podemos persuadirnos a nosotros mismos. Cocinar, por lo demás, no es una actividad que se preste a la velocidad. Las cosas no se apuran o se detienen a capricho del que cocina. Todo tiene su tiempo. Las verduras, los granos, las frutas. Y parte de la rematerialización del hogar consiste en encontrar el ritmo de las cosas, su propio estar en el tiempo.

 

Los que entre nosotros no estamos detenidos en el afuera de la cárcel o el manicomio o la calle, sino adentro, nos enfrentamos a muebles, cucharas, espejos, que la cotidianeidad había vuelto invisibles y que, ahora, recuperan su presencia. Tratar a alguien como un mueble, recordaba la teórica Sara Ahmed en Queer Phenomenology: Orientations, Objects, Others, quiere decir que se le trata como si no existiese de verdad. Quiere decir que se le ignora. En un medio descorporalizado el lugar natural del mueble es el de la discreción, si no es que el de la invisibilidad más artera. Muy por el contrario, los objetos queeresa silla incómoda, la mesa que de repente brilla por su presencia— no se desvanecen en el trasfondo. Los objetos queer se resisten a fusionarse en el segundo plano de las cosas. La pandemia, que no nos ha dejado olvidar el límite material de nuestra experiencia, también ha obligado a la mirada, a todos nuestros sentidos, a reconocer los objetos de los que dependemos en su valor de uso (y no en su valor de cambio). Los sartenes, despostillados, ya casi sin teflón. El matamoscas. El sofá, que se ha movido de la sala donde nadie lo utilizaba hacia la barra de la cocina, donde es posible recostarse a leer algo mientras hierve el agua. La suela de los zapatos, con las huellas del afuera que dejamos a la entrada. La materialidad del hogar nos circunda, nos cerca, a algunos hasta los asfixia, pero al final del día está aquí, físico y sólido, contra las borrascas de la información y el miedo, en un tú a tú contra la abstracción del Estado y el capital, incitándolos o conminándolos a saberse cuerpo de nuestro cuerpo.


 La soledad es real

 

En Estados Unidos es común invitar a fiestas con horarios ceñidos: de 5:00 a 7:00 pm por ejemplo; de 6:00 a 9:00 pm, cuando hay ganas de echar relajo. Las manifestaciones callejeras precisan de un permiso, que no sólo incluye horarios sino también rutas específicas. Estudiantes y empleados comen ensaladas en contenedores de plástico frente a sus computadoras o teléfonos mientras checan sus mensajes o ven un video. A las puertas de las oficinas que se alinean en pasillos estrechos, siempre iluminados, no llega nadie sin antes avisar. Tampoco a los hogares. Decía Truman Capote que a Nueva York se iba para estar solo; pero yo no sería tan provincial. Ahora que la teleexistencia se ha vuelto el modo diario del trabajo y de la interacción es imposible no verlo: vivimos a través de ausencias estrictamente reguladas. Nos rodea una profunda soledad. Los ritmos de producción del imperio sólo son posibles a través de cuerpos aislados, cuyos deseos o necesidades son satisfechos de manera inmediata o automática con tal de no detener la marcha de las cosas.


La pandemia también ha rematerializado esta ausencia primordial, dejando en claro que nos cercan por todos lados espacios vacíos. Los profesores de la pandemia se han percatado de que salen más agotados de una hora de clase por Zoom que de cinco horas presenciales. La razón es sencilla pero sepulcral: parece que estamos ahí, todos juntos, hablando y discurriendo, viéndonos, pero el cuerpo sabe que no estamos ahí. Esa disonancia agota. Esa disonancia nos deja con la boca abierta. La distancia, que precede en mucho a la pandemia, se vuelve intolerable con ella. Resentimos ahora la separación de estos días sólo porque no podemos dejar de verla. No podemos hacer tonto al cuerpo de tantas maneras. Acaso por eso hemos regresado a la llamada por teléfono: nos quejábamos de que el sonido de la voz desconectado de los gestos del rostro o del movimiento del cuerpo era incapaz de producir cercanía. Pero nos queda claro ahora que el mecanismo de la voz, cuando va acompañado de la coreografía bastante estipulada del Skype o Zoom, es todavía más pobre. Ahora que hablo por teléfono todos los días con mis padres, que están viejos y en otra ciudad, su voz en sí, su voz llana y llena, con sus inflexiones y titubeos, con esos tonos que nos reconocemos bien, produce una intimidad densa, capaz de desatar la imaginación de los otros sentidos.

 

Todo es distinto a través de una ventana

 

La frontera de un hogar es su puerta, pero las operaciones más interesantes pasan por las ventanas. Ahí está lo que se percibe, pero no se alcanza. Deseo es su otro nombre. Una ventana es un pasadizo, con frecuencia secreto. Vislumbrar es un verbo que ocurre a través de un vidrio. Aunque muchos se imaginan Houston como un lugar seco por su asociación con la aridez texana, este sitio es, como bien lo dijera alguna vez Gabriela Wiener, el Amazonas mismo. La humedad y el bochorno lo vuelven propicio para la proliferación de encinos y magnolias, enredaderas y helechos, buganvillas y bambús. Estaban ahí antes, por supuesto, pero se notan más ahora que los jardineros han dejado de venir y las plantas crecen a su modo. La variedad de sus verdes explota en camellones y jardines, lotes baldíos y patios traseros. Las sombras que producen las ramas de los árboles se recortan, precisas, sobre las imperfecciones del pavimento. Acaba de pasar, ruidoso, un escarabajo enorme con sus alas extendidas.



Las mariposas, que se persiguen la una a la otra, chocan contra la malla en un acto de mera distracción. La disminución de los ruidos de la ciudad veloz, los de los autos sobre todo, ha permitido que otros sonidos se acerquen a nuestros oídos como si fueran nuevos. Rematerializados también pasan con su inédito estruendo los pájaros que, vistos de lejos, parecen variados y magníficos. Los maullidos de los gatos. Los ladridos de los perros. El zurear de las palomas. El zumbido de los insectos. Estas dos, tres, cuatro, cinco, seis gallinas que, orondas, caminan por la calle como si se tratara de un gran corral. ¿Es esto el canto de un gallo a media tarde? Lo que quiero decir es que nunca como en estos días ha sido tan visible esa interconexión entre animales y plantas, y los vericuetos de la ciudad, que es urbana sólo a medias. O cuya urbanidad es una compleja red de negociaciones con la naturaleza que, al menor descuido, muestra la cara o regresa. Si la ventana es frontera, fronterizo es también lo que acontece frente a ella.

 

Recuperar los pies

 

Hay una escena que retrata el mundo hiperconsumista de Estados Unidos en Wall-E, la película de ciencia ficción animada que se estrenó en el 2008. Si se acuerdan, en un contexto postapocalíptico una buena parte de la humanidad vive en el Axiom, donde sus deseos y necesidades son satisfechos de manera automática e inmediata. Esos humanos ven tanta televisión, y permanecen sentados por tanto tiempo, que han perdido el uso de las piernas. Así, una conducta específica (ser un coach potato) ha reconfigurado el cuerpo humano, mutilándolo de alguna manera. Frankensteins del capitaloceno. En ciudades como Houston, dominadas por un paisaje de numerosas carreteras de más de seis carriles, es fácil vivir sin caminar. De hecho, lo más difícil en una ciudad diseñada para la circulación de vehículos automatizados es caminar. Después de las 5:00 de la tarde, es decir, después del horario de trabajo, el centro de Houston es y ha sido un territorio desolado por el que sólo pasan, y eso a veces, vagabundos y despistados. Es el paisaje después de la batalla diaria: un cascarón de edificios deshabitados donde nunca deja de brillar la chispa ambarina de la electricidad.

 

Vivimos en un barrio tradicionalmente mexicano a un lado de la I-45 y, aunque está a sólo unos 30 minutos a pie de la universidad, es raro ver a estudiantes o profesores cruzando el espacio urbano. Las medidas sanitarias de la pandemia, que permiten salir a la calle pero sin contacto próximo, han sacado a las tribus solitarias de sus hogares y las han colocado en calles semivacías donde otras tribus solitarias se sientan en sus porches o sobre el pasto de sus jardines, que seguramente disfrutan por primera vez. El clima manso de esta primavera ayuda, por supuesto, pero hay algo en ese lento caminar de solitarios que lo vuelve todo distinto. Nunca como en estos días se han elevado tantas veces las manos desde lejos en un gesto de saludo o despedida, en todo caso de reconocimiento. Nunca como en estos días han pisado las mismas banquetas padres e hijos. Juntos.


Hay gente con mascarilla, pero en bicicleta. Los perros avanzan, correa de por medio, sobre estas calles una y otra vez. Tal vez no es extraño que el eco del español retumbe tan claramente en estos paseos pandémicos. Lo que está ahí, frente a nosotros y bajo nuestros pies, no es la calle de la producción estandarizada y veloz. No es la calle de los autos cerrados, celosos del quehacer de su aire acondicionado. Es, si se puede decir así, una calle doméstica. A medida que la esfera pública se retrotrae, las reglas de la fisicalidad interior, una de las cuales consiste en no olvidar que somos cuerpos, salen a la calle, inyectándole una velocidad pedestre a todo lo que acontece. Como si la rematerialización del hogar se hubiera vertido primero al jardín y, luego, a la banqueta, para luego rebosar en las calles. Están solitarias, es cierto, pero parecen, paradójicamente, más llenas que nunca. Ahí vamos todos los que hemos recuperado los pies.

 

Potencialidad

 

Es cierto que el número de contagiados y de muertos va en aumento, como aumenta también el número de desempleados. Encerrados en nuestros espacios domésticos, nuestros cuerpos han dejado de presentarse a la comunión del mercado excepto para adquirir las cosas más básicas: alimentos, productos de limpieza, agua. Ya lo sabíamos, pero lo confirmamos: los que producen los insumos básicos, esos que nos mantienen con vida, son inmigrantes que, incluso contando desde ayer con la estampa de trabajadores esenciales, siguen sin documentos y, peor aún, sin seguro médico. Además de los doctores y las enfermeras, dependemos del que cosecha lechugas y berenjenas, de la cajera del supermercado, de la que limpia los cuerpos de los viejos, del que arregla la lavadora, del cartero. No estaríamos aquí, cumpliendo digitalmente con nuestros trabajos ahora, si no hubiera hombres y mujeres allá afuera, inclinados sobre vastos campos de verdura, arriesgando sus vidas para poder seguir, paradójicamente, con vida.


Trabajo en una universidad pública cuya mayoría de estudiantes latinos la ha vuelto, oficialmente, una “hispanic serving institution”. Esto significa que muchos de nuestros alumnos son los primeros de sus familias trabajadoras en asistir a la universidad. Tal vez algunos entre ellos son hijos o nietos de hombres y mujeres que han dejado la vida en cosechas de betabeles o lechugas. Esto también significa que muchos de ellos tienen uno o dos trabajos para subsistir, pagar la renta y la colegiatura, ayudar en sus casas.


La pandemia los ha golpeado con especial furor. Pero no me extraña que, aunque enfrentan retos mayúsculos —varios han perdido el empleo y a otros los amenaza el espectro de la calle— siguen en pie de lucha, asistiendo a clases a través de una plataforma digital organizada a toda prisa y muy eficientemente por la universidad. No estamos inventando la rueda, pero sí un sistema más flexible, especialmente en lo que respecta a los horarios de clase, para facilitar su participación. No sé si van a convertirse en escritores, pero escriben en español en esta clase, escriben creativamente, volcando en sus textos visiones de mundos compartidos en los que se atraviesan críticas contra el statu quo, tanto el de Estados Unidos como de Latinoamérica, así como otros futuros posibles. Sofía escribe sobre una joven gimnasta que nunca se rinde. Rony sobre un general que reprime activistas en Centroamérica. Jessica sobre unos gemelos que tienen que acostumbrarse a convivir en paz. Alan sobre un jugador que, una vez que ha aceptado que su equipo ha perdido un partido de futbol, empieza a prepararse mentalmente para la siguiente temporada. Linda sobre una joven que finalmente se acepta a sí misma. Jonathan sobre una mujer que prepara su regreso a Chile. No hay lecciones morales en sus relatos, ni reiteraciones de una identidad que ha explotado de mil maneras, pero sí huellas de una experiencia vasta y crítica que alumbrará nuestra futuridad. Leerlos me mantiene alerta. Verlos actuar en relación con lo escrito me mantiene alerta. Porque no sólo es el contenido del texto en sí lo que me despierta, esperanzada, sino la manera en que se comentan los unos a los otros: el cuidado de la lectura y el cuidado de la opinión.


Esa conciencia del estado de vulnerabilidad que compartimos cuando nos sacamos un texto y lo ofrecemos a otros. Si estos jóvenes en serios aprietos son capaces de tanta responsabilidad y de tanto cuidado, sin son capaces de dar tanto de sí mismos durante estos tiempos tan difíciles, los creo capaces de todo. Y entonces puedo dormir.


Estado con entrañas


Cuando el campus de la universidad donde trabajo dio a conocer que extendía las vacaciones de primavera, preparándose así para la transición hacia la teleeducación y también para tomar otras medidas contra la diseminación del coronavirus, supe que la cosa iba en serio y llegaría pronto. Caminaba en ese momento junto a mi madre, una mujer saludable de 76 años, por las calles del barrio donde vivimos en Houston. Me había adelantado un poco para leer el comunicado en mi celular y, cuando terminé, me volví a verla. Avanzaba con esos pasos grandes que le permiten sus piernas largas. Llevaba la cabeza inclinada, poniendo atención a las imperfecciones del camino con tal de evitar cualquier caída. Me había acostumbrado ya a estos paseos diarios en los que, con pretexto de la salud, platicábamos de todo. La iba a extrañar, sin duda, pero se lo dije de inmediato. Tiene que regresar a México (yo a mi madre, como toda buena fronteriza, le hablo de usted). La decisión fue inmediata y, la razón, sencilla: en su calidad de turista, mi madre carecía del seguro médico que le permitiría ser admitida en un hospital en caso de enfermar. Sin ese documento sería rechazada, como los son muchísimos otros, a las puertas de cualquier establecimiento de salud. Esto es vivir en un país que carece de un sistema de salud pública y que insiste en proteger a las grandes farmacéuticas y no el bienestar de su población.



Como ella fue empleada de la UAEM una buena parte de su vida goza de una pensión muy escueta pero que incluye servicios médicos que, hasta ahora, han sido fundamentales para su vida como adulta mayor. Las tres cirugías que le realizaron para salvarla de la explosión de un aneurisma se llevaron a cabo, por ejemplo, en el Hospital de Neurología con una atención de inmejorable calidad y por la que no tuvo que desembolsar un peso. Pero acá, de este lado de la frontera, mi madre compartía el destino desentrañado de los miles y miles de habitantes de este país que, para cuidarse, tienen que recurrir con mucha frecuencia a remedios caseros y, cuando es posible, a medicinas que algún pariente o amigo trae desde México. La de veces que no he sido testigo del intercambio informal de vitamina B12, antibióticos o antihistamínicos, medicamentos todos que no curan las razones de la enfermedad, pero que ofrecen paliativos para cuerpos que no pueden darse el lujo de dejar de trabajar ni siquiera un día. Mi madre me dio la razón y actuamos de inmediato. En un día hicimos los arreglos necesarios para que pudiera reunirse con sus hermanas en la frontera antes de partir. Dos días después, mi madre abordó un avión que la depositó en la capital de un país en el que, con todo y todo, ella está más segura. Las cifras han demostrado que la COVID-19 no sólo ataca con particular saña a los adultos mayores, sino también a poblaciones precarizadas y minorizadas, precisamente aquellas que no pueden cubrir los gastos de un seguro médico, y para las cuales un contagio equivale a una sentencia de muerte.

 

Como una gran imagen de rayos X, la desaceleración que ha traído la pandemia deja ver, o incluso agranda, lo que ha estado ahí: un sistema económico guiado por la ganancia a expensas de todo lo demás, y un Estado sin entrañas, es decir, un Estado para el que los cuerpos no son materia de cuidado sino de mera extracción. Lo peor que nos podría pasar, argumentaba convincentemente Arundhati Roy, es regresar a esa normalidad salvaje. Y yo añado: a ese mundo inmisericorde que, preso del hechizo malvado de la incorporeidad, es incapaz de reconocer los lazos de reciprocidad que nos unen a los otros y a la tierra.


La conciencia inescapable de una cercanía material con los otros viene mezclada con angustia y desasosiego, pero también con potencialidad. Otro mundo es posible, eso nos dice claramente la vida, cuando se impone a la pandemia. ¿Será posible entonces, desde toda esta experiencia con la enfermedad, derrocar de una vez por todas esa normalidad desentrañada y participar, al mismo tiempo, en el surgimiento de un Estado con entrañas? En otras palabras, ¿cómo nos las arreglaremos para exigir que el Estado cumpla con su responsabilidad de proteger la salud de la población mientras, simultáneamente, producimos relaciones entrañables, es decir, modos de afecto y conexión que partan de la amplia admisión de que somos cuerpos y precisamos, y podemos brindar, cuidado? Me queda claro que, al menos en Estados Unidos, esta lucha inicia y está íntimamente ligada a la ausencia de un sistema de salud pública que, por no existir, ha sentenciado a una muerte cierta y cotidiana a un gran número de trabajadores, especialmente aquellos que siendo esenciales —y ahora la pandemia también ha confirmado este estatus— continúan siendo considerados como ilegales por este gobierno incompetente y genocida. En ese sentido la lucha por un sistema de salud pública y la lucha por una reforma migratoria en realidad son la misma lucha; ambas están centradas, primero, en la admisión básica de que somos cuerpos y, consecuentemente, en el hecho también básico de que en tanto cuerpos dependemos los unos de los otros en contextos ecológicos gravemente alterados.


Las medidas macro —exigidas por la salud pública que le corresponde al Estado— no se contraponen, y más bien complementan, las medidas minúsculas, cotidianas, de trabajo en conjunto, de las que dependen que la dañina alianza del Estado y la corporación llegue a su fin. La pandemia, que nos ha ayudado a ver claramente el talante descarnado de nuestro tiempo, no creará por sí misma las relaciones entrañables —acuerpadas, con otros, en conexión material con nuestras comunidades— que bien podrían cimentar una realidad otra. Haríamos bien en atender las preguntas a las que conmina la rematerialización, y que la rematerialización vuelve inescapables. De sus respuestas depende el inicio del fin de la indolencia. Y eso es algo.

( http://revistaanfibia.com/cronica/los-cuerpos-la-pandemia-calles-domesticadas/)



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¿Cúal es mi parte?


¿No sería esa la pregunta que deberíamos estar haciéndonos individuos libres e independientes <Sabemos ¿De que?>?, con capacidad crítica e inteligencia racional?


En realidad no porque siempre y en todas las épocas el miedo paraliza. Siempre y en todas las épocas revisar la propia conducta es un acto osado. Siempre y en todas las épocas la muerte ha producido, produce y producirá miedo. Tanto que anhelamos trascender. Alcanzar la inmortalidad. Y aunque lejos de cumplirse tal deseo, avanzamos. Ya casi duplicamos la expectativa de vida y aumento considerablemente la población mayor de 70 años, casualmente la mas expuesta a los efectos mortales del virus que enfrentamos.



Siempre y en todas las épocas el individuo humano logra sobrevivir a la hostilidad de su entorno, porque ha sabido agruparse. Constituir comunidad. Pero siempre y en todas las épocas el ego alimentado por el miedo, propone en su contrario la seguridad … “yo puedo”. Nos decimos y nos alentamos constantemente … “yo puedo”, el individuo inventa así la fortaleza individual y crea el poder que, imposible, solo lograr provocar relaciones de dominio y de influencia, de alienación y sometimiento, de diferencias inventadas para dar seguridad individual en la ilusión de alcanzar lo que nunca se logra solo.


Hay una base psicológica que entrama las formas de pensar de izquierdas y derechas. Las primeras resuelven la tensión en forma comunitarias de organización social, en agrupaciones que plantean los debates y las luchas por la emancipación de los muchos que quedaron sometidos por otros en esas construcciones temerosas del ego que produce las diferencias de poder (posibilidad) entre las personas. Pero casi siempre caen en sus propias trampas, creando pequeños grupos que deciden y resuelven por el colectivo. Se atribuyen “ser su voz”. La “voz de los pobres”, la “voz de tal o cúal colectivo” que en tanto y en cuanto representen esos sentires, pensares, decires, sostienen movimientos y bases populares, Cuándo pierden esa representación, se transforman, por el mismo ego, en sus dictadores. Las derechas, en contrario, surgen de grupos que ya tienen poder, heredado o alcanzado por las reglas injustas que determinan la distribución de las posibilidades y de los “fetiches” que utilizamos en su representación simbólica: El dinero, las posesiones materiales, el poder de convencer a otros con los medios de comunicación o las armas. Su taréa es mucho mas facil. Solo se trata de conservar. De sostener lo que hay que les permite concentrar mas riqueza, privilegios y poder. Lo hacen de forma sencilla, ejerciendo el poder, utilizando lo que poseen y les convalidamos los individuos que somos “ricos aspiracionales”. Nos convencen y algunos los dejan entrar en sus grupos y elites.


Atenta a los crecientes niveles de desigualdad que caracterizan al último ciclo del capitalismo, la literatura sobre las élites ha tendido a preocuparse

por tres grandes cuestiones: la concentración de la riqueza o el poder, la cohesión de los dirigentes y la reproducción en el tiempo de ciertos beneficios.


Si nos centramos en el funcionamiento de la economía, la concentración caracteriza al número de personas o empresas que controlan un mercado específico o las ganancias generadas en un momento determinado (Piketty, 2014). Desde un punto de vista sociológico, la cohesión se observa a través

de las redes que vinculan a los actores dominantes.

Bajo este interrogante, una profusa línea de análisis se dedicó al estudio de los directorios cruzados de las principales empresas (Carroll y Fennema,

2002; Mizruchi, 1996; Windolf, 2002).


Finalmente, desde una perspectiva sociohistórica, la reproducción se interesa en la permanencia de las principales empresas, hombres de negocios y familias en las más altas posiciones a lo largo del tiempo

(Bourdieu y Passeron, 1970; Bourdieu y de Saint Martin, 1978). Aunque son analíticamente discernibles, el lazo entre estos tres fenómenos suele darse por supuesto.


A la luz de los estudios clásicos, realizados en los países centrales, se postula que a mayor concentración de la riqueza, mayores niveles

de cohesión y mayor capacidad para perpetuarse en el tiempo en las posiciones más altas (Wright Mills, 1956; Scott, 1990; Denord et al., 2011).

En este marco, el caso argentino parece particularmente interesante en la medida en que su secular inestabilidad y las grandes transformaciones

económicas y políticas experimentadas en las últimas décadas pueden haber impactado en la composición de sus élites, con efectos diferenciales en las tres cuestiones identificadas. En efecto, Argentina no solo ha protagonizado el pasaje de gobiernos militares a civiles y la sucesión de administraciones de centro-derecha a centro-izquierda, como

veremos ha experimentado además modificaciones profundas en sus formas de organización económica. Los hallazgos sobre la transformación de las

élites plantean pistas interesantes pero no proveen argumentos concluyentes.


Por un lado, de acuerdo con los estudios disponibles, desde la década de

1970, se observan grados crecientes de concentración en mercados fundamentales, así como en la economía en su conjunto (Basualdo, 2006). Por otro lado, en la medida en que los estudios de directorios cruzados resultan problemáticos tanto por la estructura de la propiedad y el tipo de gobernanza corporativa prevaleciente en el país (Bebczuk, 2005: 9-10) como por la dificultad en el acceso a los datos (Cárdenas, 2016: 343), las c onclusiones disponibles resultan contradictorias.


Algunos análisis de redes indican “un proceso de destrucción de capital social” (Lluch y Savaj, 2014: 22), mientras otros postulan “una alta interconexión” entre los directores de las grandes empresas (Paredes, 2010: 46). Queda pendiente conocer hasta qué punto esta discrepancia se explica, como en el caso de México (Salas-Porras, 2006), por la profunda recomposición de las empresas y empresarios que actúan en el país.


Centrado en la tercera dimensión de análisis, el objetivo de este trabajo es precisar la capacidad de reproducción de las élites empresariales argentinas desde mediados de los años setenta con el fin de determinar si se produjo o no un proceso de renovación o consolidación de las posiciones adquiridas por las grandes firmas y sus principales directivos. Para ello, definiremos como élites empresariales al conjunto de grandes empresas (nacionales y extranjeras) que operan en el mercado argentino y sus máximas autoridades. En línea con la pregunta de Figueroa y Rentería (2016) sobre el grado de circulación de las élites, nos interesa explotar la escasa información empírica disponible para conocer la reproducción exitosa o fallida de las élites empresariales en Argentina. Específicamente, pretendemos establecer en qué medida los cambios a nivel político y económico experimentados por el país en las últimas cuatro décadas conllevaron a su permanencia o recomposición.


Para responder al interrogante planteado, construimos una base original de empresas, dirigentes y empresarios para el periodo que va desde 1976 hasta 2015. A partir del ranking de mayores empresas del país, identificamos las 50 compañías que se ubicaron en los primeros puestos en momentos clave y precisamos sus características fundamentales y tiempo de permanencia en las principales posiciones.


(…) la representación corporativa, aunque tenaz, no logró superar más que circunstancialmente su división por sector de actividad. Solo en contadas ocasiones las corporaciones sectoriales se agruparon en una instancia de representación común. En 1959, las principales entidades crearon la Acción Coordinadora de Entidades Gremiales Libres (ACIEL) que tuvo un funcionamiento breve. En 1975, fundaron la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE) que alentó el golpe de Es-

tado de 1976 y se disolvió hasta 1977 (Schvarzer, 1990). También las recurrentes crisis macroeconómicas y la desaceleración del crecimiento fueron adjudicadas muchas veces a las características del empresariado. Para algunos autores, el carácter marcadamente migratorio de las clases altas argentinas y el agotamiento del proyecto agroexportador a fines de los años treinta impidieron la conformación de un grupo con intereses y valores

comunes, portador de un nuevo modelo de desarrollo (de Imaz, 1964). Según otros, la burguesía argentina constituía un sector heterogéneo, con intereses estructuralmente contradictorios que oponían el campo a la ciudad, y los capitales nacionales a los extranjeros (Portantiero, 1977; O’Donnell, 1977). Finalmente, para otros, existía un núcleo cohesionado, multiimplantado, cuya singularidad residía en su preferencia por prácticas especulativas y cortoplacistas, contrarias a la consolidación de cualquier orden estable (Sabato y Schvarzer, 1985; Tokman, 1973) ( #Las dificultades de las élites para consolidar un orden estable se asociaron también a la capacidad de los sectores populares, mayoritariamente urbanos, con una fuerte inserción en la industria y con una representación gremial y política unificada bajo el liderazgo del peronismo (Torre, 1989; Villarreal, 1985).) .


La reproducción fallida de las élites. Inestabilidad y transformaciones

de las élites empresariales argentinas entre 1976 y 2015

Ana Castellani

Investigadora del Consejo Nacional del Investigaciones Científicas y Técnicas en el Centro de Innovación de los Trabajadores,

Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo


Mariana Heredia

Investigadora del Consejo Nacional del Investigaciones Científicas y Técnicas en el Instituto de Altos Estudios Sociales,

Universidad Nacional de San Martin

Revista Española de Sociología (RES) 2020 © Federación Española de Sociología doi:10.22325/fes/res.2020.30

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La edición local de la clásica lista de FORBES para conocer quiénes son y cuánto tienen los millonarios argentinos. 

Las mayores fortunas del país atesoran un patrimonio de US$ 70.000 millones, una cifra que, en el aire, suena a mucho (y lo es) pero que, en su debido contexto, representa la mitad de la fortuna que amasa Jeff Bezos, el fundador de Amazon. De hecho, si se compara el patrimonio de los 50 más ricos con el de los hermanos brasileños, basta reunir a los primeros cuatro para alcanzar el mismo monto. 

Paolo Rocca y familia

US$ 9.700 millones

Alejandro Bulgheroni y familia

US$ 7.300 millones

Gregorio Pérez Companc

US$ 3.900 millones

Jorge Pérez

US$ 3.000 millones

Eduardo Eurnekian

US$ 2.700 millones

Familia Werthein

US$ 2.300 millones

Edith Rodríguez

US$ 2.000 millones

Alberto Roemmers

US$ 1.800 millones

Hugo Sigman y Silvia Gold

US$ 1.600 millones

Marcos Galperín

US$ 1.600 millones

Javier Madanes Quintanilla

US$ 1.600 millones

Jorge Horacio Brito

US$ 1.500 millones

Federico Braun y familia

US$ 1.300 millones

Enrique Eskenazi y familia

US$ 1.300 millones

Familia Urquía

US$ 1.200 millones

Delfín Jorge Ezequiel Carballo

US$ 1.200 millones

Eduardo Costantini

uS$ 1.200 millones

Julio Patricio Supervielle

US$ 1.100 millones

Alfredo Coto y familia

US$ 1.100 millones

Felipe y Marcela Noble Herrera

US$ 1.000 millones

Héctor Horacio Magnetto

US$ 1.000 millones

Lilia Neumann de Sielecki

US$ 1.000 millones

Familia Götz

US$ 1.000 millones

Claudio Fernando Belocopitt

US$ 1.000 millones

Luis Alejandro Pagani y familia

US$ 950 millones

Wood Staton

US$ 900 millones

Familia Vicentín

US$ 860 millones

Familia Ayerza

US$ 860 millones

Héctor Pedro Poli y familia

US$ 850 millones

Carlos Pedro Blaquier y familia

US$ 830 millones

Carlos Miguens Bemberg y familia

US$ 820

Alfredo Alberto Román

US$ 800 millones

Juan Carlos y Sebastián Bagó

US$ 800 millones

Rubén Cherñajovsky

US$ 780 millones

Jorge y Ricardo Stuart Milne

US$ 760 millones

Eduardo Escasany y familia

US$ 740 millones

Julio Alfredo Fraomeni

US$ 730 millones


Ocupan los primeros lugares de la lista (https://www.forbesargentina.com/rankings/50-argentinos-mas-ricos-lista-completa-n700)


Un puñado de cien empresas, entre las cuales se entrelazan capitales públicos y privados, representan un tercio del PBI y concentran los segmentos más diversos. Conocé quiénes son los dueños de la Argentina.


El diario de mayor tirada, la popular bebida cola, todos los llamados telefónicos, el grueso de la soja que sale por los puertos, los check-in en cada aeropuerto, el 90% de los depósitos bancarios, cada biberón que se prepara, la totalidad del aluminio, los autos made in Argentina, cada cigarrillo que se enciende, la mitad del consumo masivo, cuatro de cada diez bolsas de cemento, tres cuartas partes de las cigüeñas que extraen el crudo y casi la totalidad de los surtidores, hasta incluso, la cerveza que está bebiendo mientras lee este artículo.


Absolutamente todo lo descripto, y mucho más, está en manos de un puñado de 100 empresas que, representan un tercio de la economía argentina, dotándola de esa característica cada vez más habitual alrededor del mundo: la concentración.


Los números


Los números suelen hablar por sí solos, pero si se los pone en su debido contexto, pueden ser aún más elocuentes. Los ingresos de este pelotón de corporaciones ascienden a US$ 195 mil millones, es decir, en promedio facturan US$ 1950 millones, cada 12 meses.


Desde unos “exiguos” US$ 657 millones que genera la suiza Nestlé, en el puesto 100; a los US$ 13.600 millones que tracciona la estatal YPF, en la cima.


En lo que a personas se refiere, generan de forma directa al menos 466.000 puestos de trabajo .


Entre sus principales dueños, está el propio Estado argentino como propietario de la mitad más uno de la primera firma en la lista: YPF.


Además de otras entidades de peso, como el BNA, custodio de un cuarto de los depósitos del sistema financiero formal. Enarsa, dotada de facultades para comercializar combustibles. Y Aerolíneas Argentinas, responsable de transportar a siete de cada diez argentinos que eligen atravesar el país por los cielos.


En la energía, se lee bien arriba Pan American Energy Group, la reciente fusión de PAE y Axion, donde atrás de británicos y chinos, con la voz de mando, aparece el clan Bulgheroni, la familia más rica, desde La Quiaca hasta Ushuaia.


Menos renombrados, pero con la totalidad de las acciones en su poder, detrás de Pluspetrol, las familias Rey y Poli hacen lo propio en el rubro energético.


Escasany, Braun y Ayerza, no son otra cosa que los apellidos que dieron vida a la nomenclatura EBA Holding. Unidos por el amor a la banca desde mediados del siglo pasado, hoy, atesoran al menos US$ 12.000 millones en activos vía el Grupo Financiero Galicia.


En el mismo segmento, aunque algo más acá en el tiempo, la dupla Brito-Carballo, gestiona Macro, un gigante financiero que llegó a valer US$ 8700 millones, hace apenas unos días, en Wall Street.


Eskenazi, Chirino, Nacusi, Stuart Milne, González Moreno y Supervielle, son solo algunos otros apellidos de estirpe financiera que mojan el hocino en la crema del poder económico argentino.


Si se trata de salud, quizás Belocopitt, Fraomeni o Macchiavello no le digan mucho, pero si se traducen esos nombres en empresas pueden comenzar a significar mucho: Swiss Medical Group, Galeno y Droguería del Sud.


Tanto Rocca y acero, como Madanes y aluminio, son pares inconfundibles de un mismo sistema concentrado de dinero y acumulación.


Y si de concentración se trata, casi nadie puede sorprenderse al decir que 32 aeropuertos, entre ellos los de Ezeiza, Aeroparque, Córdoba, Tucumán y Mendoza, están en manos del mismo operador. ¿Ah no lo sabíá Bueno, su nombre es Eduardo Eurnekian, tiene 84 años y al menos US$ 2200 millones de fortuna personal.


Entre los históricos, no pierden su prosapia Perez Companc ni Blaquier Arrieta. Entre los “nuevos”, Galperín con Mercado Libre, el mayor e-commerce de América Latina; Mindlin con la energía que le aporta Pampa; y Elsztain y sus “Altos” shoppings; se hacen un lugar.


Quizás menos distinguidos, pero no por eso menos afortunados, el supermecadista Coto, los retailers Garbarino y Frávega; y los constructores del clan Roggio, también forman parte del club.



Vicentín, Losón, Valli, Franchino, Urquía, Pagani y Navilli, meten presión desde el Interior y tanto Cherñajovsky como las hermanas Garfunkel proveen de electros y celulares a todo el país, desde el Sur.


En la cresta de la ola Pro, no pueden faltar Caputo y su holding Mirgor, ni los ex socios de Quintana, aún dentro de Farmacity.


En todos los casos, se reparten porciones importantes e incluso a veces, ni siquiera reparten segmentos estratégicos de la economía local, como la energía, las telecomunicaciones, las exportaciones de commodities, la banca, el consumo masivo, la industria automotriz y el rubro impostergable de alimentos y bebidas.


Este artículo comienza con “el diario de mayor tirada”, propios y extraños sabrán que no es otro que Clarín. La reciente escisión del grupo que comandan los apellidos Magnetto, Noble Herrera, Aranda y Pagliaro los dotó de una doble vara.


Ahora, son socios de la mayor corporación de telecomunicaciones del país con ventas proyectadas bien por encima de los US$ 5000 millones anuales, pero a su vez, retienen entre las 100 que más venden a su caballito de batallas, el diario, la radio, la tele y más, mucho más.

( https://www.forbesargentina.com/rankings/las-cien-empresas-manejan-economia-argentina-n158 )


Los datos en cuanto a números y los nombres propios son elocuentescuando se escucha y leé quienes son los que están de acuerdo o en contra del impuesto a las riquezas para cubrir el deficit de los gastos extraordinarios que debe enfrentar el Estado Nacional en estos tiempos de pandemia global.


Daniel Roberto Távora Mac Cormack


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