Miércoles 25 de marzo de 2020

Como te cambia la Pandemia …

Los discursos neoliberales y de libre mercado parecen desnudados frente a la realidad comunitaria que no respeta clase social o categorías binarias y polarizadas … “O nos salvamos todos o no nos salva nadie” se suele repetir por estos días de pandemia global que, paradójicamente, producto de la globalización neoliberal desnuda toda falacia de libertades individuales e inutilidad y  prescindencia de los Estados Nacionales y las políticas de Estados. La meritocracia y el empresariado  de uno mismo desaparecen como dogma frente a la necesidad del “otro”, ya como gesto solidario, ya como necesidad de supervivencia sin ningún tipo de “máscara” que la cubra de otra cosa para sostener relatos individualistas, egoístas, avaros y de cualquier privilegio individual por encima del interés comunitario o colectivo.



Alejadas de sus tradicionales recetas de ajuste, achique del gasto público, reducción de la intervención del Estado en la cuestión privada y los servicios básicos y elementales que se suponen mejor administrados por quienes lo administran en función de ganancias privadas y de sus recetas contrarias a políticas de expansión monetaria y mejora de las capacidades de consumo, El FMI y el Banco Mundial auspician la implementación de un años de gracia para quienes deben afrontar el pago de sus deudas en contextos de epidemia …

El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial pidieron públicamente a organismos internacionales y acreedores privados que congelen el cobro de sus deudas a los países más pobres y los ayuden a tener más liquidez para combatir la pandemia de coronavirus. El llamamiento está destinado a favorecer a un conjunto de 75 países en donde se concentran dos tercios de la población mundial en extrema pobreza.

"El Banco Mundial y el FMI creen que es imperativo en este momento dar un sentido global de alivio a los países en desarrollo así como una fuerte señal a los mercados financieros", indicaron en un comunicado conjunto. Este respiro permitiría analizar la situación y necesidades de cada país, destacaron las dos instituciones.

El pedido apunta a las naciones que califican para recibir préstamos de la Asociación Internacional de Fomento (AIF), que funciona dentro de la órbita del Banco Mundial. Se trata de países con ingreso per cápita por debajo de los 1.175 dólares o que, aun por encima de ese umbral, no tienen la capacidad crediticia para recibir préstamos del BM. La mayoría de ellos pertenecen al continente africano o a la región de Asia insular. Entre los americanos sólo figuran Haití, Nicaragua, Honduras y Guyana, más las islas caribeñas independientes de Dominica, San Vicente, Granada y Santa Lucía.

En un principio, la sugerencia fue formulada por el presidente del Banco Mundial, David Malpass, a los países del G-20. Luego fue extendida a todos los acreedores bilaterales. De la misma manera, ambos organismos se ofrecieron a realizar una evaluación de ese grupo de países para hacer la lista de los que tienen una deuda insostenible y trabajar en una reestructuración de sus pasivos.
( https://www.tiempoar.com.ar/nota/el-fmi-y-el-banco-mundial-piden-aliviar-la-deuda-de-los-paises-mas-pobres )

Hace más de un año, cuando campeaba el gobierno de Macri y no sabíamos que iba a ser derrotado electoralmente, circuló una remera o una frase que se asentó también en remeras: harta de mantener chetos. Pero si ese hartazgo se expresó en votos, 2020 podrá ser recordado como el año en que pasamos de esa destitución política -un luminoso día de octubre- a la condena social de la subjetividad cheta. Año que se despabiló con el horror por el asesinato en grupo de un joven en Villa Gesell y se volvió raro y difícil en la urgencia de confrontar la pandemia. Un deporte practicado por jóvenes de clase media alta y vinculado a una serie de conductas y valores, consistentes en afirmar la masculinidad más tradicional, la agresión y la distinción, es denominador común de personas que atacan y desconocen los pedidos de asunción del bien común.



Desde los rugbiers asesinos de Gesell al que atacó a un guardia de seguridad para escapar de su aislamiento obligado hasta el muchacho que fue de Europa a Punta del Este para luego subir al buque que cruza el río de la Plata con su análisis positivo de COVID. Cara de un virus que se expande por el turismo y por lo tanto empieza por los sectores más acomodados. Las blancas camionetas que hacen cola para entrar en los lugares balnearios irritan a televidentes y falta poco para que el vecindario espantado les tire un corchazo. Uno de los dueños de Vicentín (la empresa declarada en quiebra después de tomar millonarios e ilegales créditos del Banco Nación) fue detenido mientras paseaba en yate y un empresario tandilense descubierto cuando llevaba escondida en el baúl a su empleada doméstica.

Mientras el corona empezaba a circular por Argentina los patrones rurales intentaban parar la comercialización y circulación de granos, para seguir acumulando sus arcas que permiten, también, el turismo planetario ostentoso y esa disposición a andar en 4 x 4. Y es cierto que no todo viajerx pertenece a esa clase, pero quienes han vuelto y evitado el aislamiento ponen en juego una sociabilidad que se parece a la que lleva a votar a gobiernos neoliberales. Pero eso está, aunque parezca en cuarentena en este tiempo, y muchos callen respetando a un gobierno de origen popular que apuesta a reconstruir el estado y su capacidad de intervenir, lúcidamente, sobre la vida social. Un cierto modo de trato de los cuerpos, de pensar los derechos ajenos, de comprender lo público unifica esas conductas.

El virus parece producir una inversión inédita: no son los pobres, las madres luchonas, los pibes villeros, los que viajan desde el conurbano de las ciudades, los que encarnan la amenaza (por el contrario, ahí están atendiendo en las cajas de los supermercados, reponiendo las góndolas, trabajando en las fábricas, manejando colectivos, en las salas de salud y los servicios de seguridad), si no que son los que tienen vidas más privilegiadas.

Una de mis abuelas sugería, cuando yo niña, que cruzara de vereda cuando iba a pasar cerca de algún muchacho de los sindicados como consumidores de sustancias ilegales y que eran más bien vistosos ejemplares de la contracultura que inquietaba las vidas pueblerinas. La conducta general es la de acelerar el paso ante el pibe de gorrita o mirar con desconfianza su cercanía a la puerta. Como bien sabe todo ese piberío cuando bajamos de los trenes y es a ellos, por portación de facha, no a mí, que la policía para y pide documentos. En los días de la epidemia, lo que alarma es el retornado del invierno europeo (uy, los votantes de una señora que ojalá sea cierto se retiró) o pilchas de marca compradas en Miami. Diría que esa inversión es de los pocos elementos felices de este tiempo tremendo. Pero esa inversión no se hace como reposición justiciera del antagonismo social sino como señalamiento y denuncia de aquellos que atacan la unidad nacional.

Unidad de todos decía la tapa de los diarios y no pocas mascullamos sobre la velocidad con que se vuelve al supuesto universal masculino cuando la crisis arrecia, como si no fueran precisamente los momentos críticos los que exigen una más sensible imaginación política. El alivio ante la solidez del gobierno, la capacidad de planificación, la existencia de un ministerio de salud son datos fundamentales. Pero este no es un gobierno de chetos, claramente.

Ni que hablar del movidón de reconocer experiencias de gestión popular: la designación de un dirigente de la Unión de trabajadores de la tierra a cargo del Mercado Central, es la contracara formidable de los nombramientos que encumbraban, durante el gobierno anterior, a gerentes de empresas en puestos públicos. El pasaje de la Sociedad Rural a la UTT implica una transformación de las concepciones de la agricultura, de la producción y de la comercialización, que no podrá ser separada de otras discusiones como la de los agrotóxicos, las zonas de fumigación, sus efectos sobre la salud de la población. El reconocimiento de las militancias populares y comunitarias que se hacen cargo, cotidianamente, de la reproducción social; de los feminismos que hilan con paciencia lo común, es parte de ese horizonte en el que se pueda apostar al saber sobre el esfuerzo socialmente necesario antes que a la atribución de ingresos por disponer de una propiedad.


Ante la amenaza de la pandemia y la suspensión de la cotidianeidad aparece la pregunta por quiénes hacen lo imprescindible y lo impostergable. ¿De quiénes depende la continuidad de la vida? El virus se asienta sobre la base muy anterior de la desigualdad social y cuando se generaliza empeora o amenaza la vida de lxs más desposeídxs, de quienes tienen menor acceso a las instituciones de salud, cuerpos más frágiles. O quienes deben transitar las medidas preventivas en hogares precarios y en condiciones de hacinamiento. Puede ser ocasión de pensar y revisar la desigualdad, de conjugar la relación Estado y sociedad, de cambiar sistema tributario y lógica de trabajo. Pero también será la ocasión mundial de articular modos tradicionales de control policial de la población y formas nuevas del trabajo, la educación, la comunicación, el trato entre las personas. Muchas imágenes de sociedad futura se trazan durante la pandemia. El desafío de pelear por alguna de ellas no es menor al que nos exige cuidarnos para evitar la expansión del virus.
( https://www.pagina12.com.ar/255221-peligro-y-redencion )

TODO VIRUS ES POLÍTICO

El virus apesta pero tiene esta propiedad: le ofrece a cada uno la posibilidad de salvar al mundo


Está esta serie. Se llama Westworld, la produce HBO. La historia original la concibió un escritor mediocre de ideas brillantes llamado Michael Crichton. (El autor de la novela Jurassic Park, por ejemplo.) En su primera encarnación —una peli de los ’70 con el dolape Yul Brynner—, Westworld describía un parque temático al estilo Disney, con el Salvaje Oeste (el Wild West) como escenario y un montón de androides haciendo el papel de cowboys e indios, para delicia del público. Pero claro, los robotitos se rebelan y las cosas se complican, tanto para los visitantes al parque como para la corporación que lo explota. El clásico esquema que vertebra Frankenstein; o, El Moderno Prometeo (Mary Shelley, 1818) y que también, si queremos salir de la zona de confort, está presente en los primeros libros del Antiguo Testamento. Un cuestionamiento más que válido, que podría expresarse así: que me hayas creado, ¿significa necesariamente que sos mi dueño y que no me queda otra que hacer lo que ordenes?
Esta versión de Westworld va por su tercera temporada y ha sido remozada por Lisa Joy y Jonathan Nolan. (El hermano de Christopher y colaborador autoral de películas como Memento, The Dark Knight e Interstellar.) La serie nunca me conquistó del todo. Jonathan es como Christopher, un muchacho convencido de su propia inteligencia, pero que nunca termina de trasladar sus ideas al drama de manera satisfactoria. Son como un estudiante universitario que se levanta la remera, orgulloso, y te muestra que sobresale en su panza una forma geométrica inconfundible: que te hayas tragado un libro importante no significa que lo hayas metabolizado bien. Pero la serie se deja ver —su diseño de producción es de lo más deslumbrante de las pantallas de hoy— y, a juzgar por el primer capítulo de esta temporada, Joy y Nolan se han decidido a contar algo propulsivo en vez de seguir sentados en el charco de su propia importancia.

O a lo mejor mi entusiasmo actual se debe a que el contexto cambió, y en medio del coronavirus Westworld se ve —se lee— diferente.
La serie le debe tanto al original de Crichton como a Blade Runner (1982), el clásico de Ridley Scott inspirado en una novela del visionario Philip K. Dick. Aquí también se trata de una historia que desplaza sus simpatías paulatinamente, de sus personajes humanos a los androides. Al aproximarse el final, todo espectador sensible se ha pasado al bando de las inteligencias artificiales, o como mínimo les reconoce el derecho a decidir sobre su propia existencia, al igual que lo hacemos —o intentamos hacerlo— aquellos que estamos fabricados de carne y hueso. Lo inquietante de ambos relatos es que cuestionan el rol central que los humanos creemos ocupar en el universo. ¿Por qué la vida humana debería ser más importante que la vida animal o que otras formas de vida que, al menos en el caso de estas ficciones, son capaces de mirarnos a los ojos y decirnos yo también quiero existir en libertad?

Los virus también son formas vivas, con la característica de que sólo se multiplican dentro de un organismo ajeno. Yo creo ser empático, pero aun así no me da el cuero para simpatizar con agentes infecciosos que cagan a tanta gente. Sin embargo, no por eso voy a perderme el efecto catalizador que el coronavirus tiene en el mundo. Los bichitos no se ven —enemigo invisible, los llamó Alberto—, pero sus efectos son inescapables. Una emergencia como la que transitamos, disruptiva en materia de rutinas, tareas y relaciones, tiñe nuestra existencia de a poco, como un chorro de tinta en un vaso de agua. Y si hay algo digno de ser contemplado ahora, si existe en estas horas un espectáculo fascinante e imperdible, es el modo en que el virus potencia a diario todo lo horrendo y lo maravilloso que caracteriza a nuestra especie.

Verdugos en offside

Para justificar la primacía por encima de los seres vivos, los humanos inventamos a un dios que nos designaba al comando del mundo. (Algunos dioses se dejaron adoptar por un pueblo equis antes que por sus vecinos o los pueblos de otras latitudes. No eran muy afectos al turismo internacional.) En el fondo todos sabemos que llegamos hasta acá por una concatenación de hechos, muchos de ellos fortuitos, en los cuales tuvieron tanto que ver la química, la física y el azar. Basta con prestar atención a una red social y ver las cosas que bocha de gente dice, para que caiga la ficha y entendamos que, en buena medida, si duramos tanto en este planeta fue de milagro.
Crecimos prestándole atención a una ciencia de la Historia que contaba el cuento a partir de sus hombres (porque casi siempre eran hombres, según la versión oficial) más notables. Presumiendo que todavía tenemos por delante un futuro largo y venturoso, ¿qué pensarán nuestros herederos si la historia de hoy termina también siendo contada a partir de los hechos y omisiones de nuestros líderes?


El panorama no pinta alentador. El Presidente del país que se presume más poderoso —ese título será una de las tantas cosas que el coronavirus pondrá en cuestión— arrancó bajándole el precio al tema, después le echó la culpa a China y en el medio se mandó una manganeta que lo pinta de cuerpazo entero: ofreció un fangote de guita a un laboratorio alemán, CureVac, para hacerse con una potencial vacuna en exclusiva. El muy impresentable sólo considera la crisis en términos de su próximo desempeño electoral. Imagino que soñaba con presentarse ante su pueblo como el Mesías de la Cama Solar, y no dudo de que habría intentado promocionar la vacuna como producto del ingenio de su nación; si el resto del mundo sucumbía al virus, le importaba un rábano. El twitt de alguien que se hace llamar karola123 subrayó algo que, como la carta robada de Poe, está delante de nuestros ojos pero no siempre vemos: ¿Se dieron cuenta de que EEE.UU. sólo salva el planeta en películas? Lo paradójico es que los que parecen estar más cerca de producir una vacuna son aquellos que en las películas siempre ocupan el rol de villanos: alemanes, chinos y cubanos.

En la mitad sur del continente también tenemos lo nuestro. La adicción del chileno Piñera a las fuerzas militares ya es indisimulable. Se levanta un día con dolor de panza o se mosquea porque perdió Colo Colo y te saca el ejército a la calle. Bolsonaro empezó por echarle Flit al asunto, salió a darse un baño de masas, se abrazó con compatriotas que protestaban contra su propio Congreso y se trenzó en lucha libre con un barbijo que se resistía a besarlo. (Al igual que el Quetejedi, necesita un tutorial para salir airoso de la tarea.) Dado que parte de su entorno, en particular aquel que lo acompañó a visitar a Trump hace semanas, cayó enfermo de coronavirus y él sigue de pie, sólo cabe una conclusión: los virus carecerán de cerebro mas no de inteligencia, porque hay ciertos organismos en cuyo interior —¡microscópicos Bartlebys!— preferirían no reproducirse.

Si achicamos el cuadro, la cosa no es menos escandalosa. Imagino que la mayoría se enteró de los siguientes casos, pero vale la pena recordarlos, porque el fuego de la indignación inicial no debería consumirlos: hace falta rescatarlos y ponderarlos, porque hablan de un mal que no habrá desaparecido cuando pasemos de página y los medios elijan otros chiches para jugar. La médica chaqueña jubilada y su hija, que dejaron un tendal de infectados a su regreso de Europa, incluyendo un niño. El entrenador de rugby que atacó al vigilador que sólo le recordaba su deber cívico. Los que rajaron con sus autos a la costa, simbolizados por el Mercedes blanco de un ex funcionario macrista y la mujer del Honda Civic que se cagó en los controles y quiso burlarlos a través de los médanos. El cordobés que fue el primer detenido por violar la cuarentena, al grito de: «No tengo que darle explicaciones a nadie». El triste payaso mediático que defendió su «derecho» a circular por calles a pesar de ser una potencial bomba viral. El pendejo que se fugó del hospital de Colonia, mintió a las autoridades y dejó a 400 pasajeros de Buquebús cuarentenados. El machito imbécil que se fardó ante sus amigos de haber intimado con una cordobesa que llegó de Europa con síntomas y terminó obligando a cerrar las fronteras de dos pueblos. Conozco los nombres de casi todas estas personas pero no quiero repetirlos, porque cuento que, cuando ya no existan, la Historia los borre de sus registros como se hace con todo experimento fallido — en este caso, de la humanidad.



Estas son sólo muestras de lo que pulula por las redes. No serán las últimas, claro. Y habría que sumarles los casos que —estoy seguro— ya les constan a ustedes y no llegarán a los medios. (Una amiga me cuenta del sobrino al que rajaron el jueves 19 de una textil de Ramos Mejía, que seguro sobreactuará su malaria para cazar subsidios. Yo podría hablar de gente insolidaria que pretende arriesgar a compañeres de trabajo y de rascapautas que demandan que otros se expongan, desde la impunidad de su cuenta de Twitter. …Mas debo refrenar mi lengua, diría Hamlet.)

Este es momento de agrandar nuevamente el cuadro y alejarnos de las mezquindades de tanto burgués piccolo piccolo. Lo que hay que hacer es estudiar el panorama, sin abrumarse por la proliferación de casos que inspiran desesperanza respecto de la especie toda. Sí, hay mucho hijo de puta por ahí, dando rienda suelta a su egoísmo asesino. Salir a la calle cuando no es imprescindible y sin saber si estás infectado o no equivale a meterse en la popular de Boca haciendo malabares con una pistola cargada: la intención puede no serlo, pero en caso de ocurrir lo malo probable, el efecto es criminal. (Desafío el malhumor de cuarentena de la doctora Rockanfort y me dice que en efecto, un caso así sería como mínimo homicidio culposo. Si estabas conminado a cuarentena, puede tratarse de homicidio con dolo eventual. Y si te sabías infectado, ya entramos en el terreno del doloso liso y llano.)

El tema es que esa gente no nació así. Nadie nace así. Pero tampoco son un accidente. Cuando por torpeza te comés el marco de una puerta y dejás tu brazo en carne viva, eso es un accidente. Pero cuando, sin que te hayas chocado con nada, te aparece un bulto debajo de la piel, eso es un síntoma: la manifestación externa de un fenómeno que ya estaba teniendo lugar, aunque no nos diésemos cuenta.

El Indio Solari viene diciendo desde hace décadas —desde los primeros borradores de El delito americano— que nadie estará en mejores condiciones de heredar este mundo nuestro, así como está y lo padecemos, que los psicópatas. No es una expresión de deseo, claro, sino una observación desapasionada. En los ’80 la idea me hubiese sonado a boutade, el alarde de un visionario amateur. Hoy suena a descripción quirúrgica de un fenómeno evidente. Está claro que nadie prospera más en este sistema que los inescrupulosos, sin el menor respeto por la ley o norma ética alguna, que son capaces de cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Si buscás las características clínicas de estos personajes, vas a descubrir que describen a Cierta Gente Que Conocés, y a la perfección: encanto superficial, falsedad o falta de sinceridad, ausencia de remordimiento y vergüenza, egocentrismo patológico y carencia de empatía, tendencia a mentir de forma patológica, insensibilidad en las relaciones interpersonales, estilo de vida parasitario, comportamiento irresponsable.

Esta es la gente que brota como hongos en estos días, llamando la atención por su incapacidad de seguir las consignas de las autoridades sanitarias y por exponer a sus congéneres al daño. Quedan a la vista, flagrantes, porque el sistema al que hasta ayer se adaptaban hizo crisis, se pinchó, y en un contexto donde debería primar la solidaridad, se los pita por offside en las primeras jugadas. La gran lección de hoy es el proverbial elefante en el bazar, una monstruosidad que consume casi todo nuestro espacio y nuestro oxígeno y a la cual ya no podemos seguir fingiendo que no vemos: para la humanidad entera, no hay virus más mortal que el capitalismo salvaje.

 La mano invisible del mercado es la primera que te suelta ante el primer peligro para volar a su bunker o palacete, y arreglate. Lo grave no es tanto el coronavirus, sino el hecho de que el neoliberalismo hizo mierda todos los sistemas de salud y no estamos en condiciones de darle a la gente una mínima atención. Por eso el chiste que dice que el producto mejor terminado del capitalismo es el pobre de derecha, porque vota a quien lo caga («Son como los perros», decía Cooke, «cuidan la mansión pero duermen afuera»), aunque ingenioso, resulta incompleto y por lo tanto equívoco, en tanto induce al error.

El producto más puro del capitalismo, su progenie concebida de modo natural, son los y las psicópatas que no pueden pensar más que en sí mismos.



Por defecto profesional, no puedo dejar de admirar cuán eficiente es un virus como recurso narrativo. Lo metés en cualquier narración y funciona, porque remueve toda hojarasca, se lleva puestos los grises molestos que enturbian la escena y deja planteado el drama en términos de blanco deslumbrante y negro carbón. Lo mismo que veníamos gritando desde hace años sin que nos diesen bola, ahora resuena claro y lo escucha el mundo entero, porque la vida de todos depende de ello. El virus es como ese truco que te permite leer el mensaje que había sido escrito con tinta invisible, y del cual depende toda la trama. Un texto legible, ahora, que describe lo que el capitalismo salvaje venía haciendo sin que nadie le parase el carro: privilegiar a pocos y abandonar a las mayorías a la enfermedad, la desesperación y la muerte.

Lo que estamos padeciendo no es tanto el coronavirus como las consecuencias del neoliberalismo. Que apenas se lo permitimos —porque bajamos la guardia, o porque lo votamos—, agarra el hacha y elige como blanco los sistemas de salud y educación, condenados y decapitados en tanto «gasto innecesario». Fíjense cuán perverso es el sistema, que lo primero que hace es despojarnos de aquellos servicios que en situaciones como la presente marcan la diferencia entre vida y muerte. Sin servicios de salud pública y sin la educación adecuada —una formación en la noción esencial de comunidad, de la generosidad como regla número uno de toda convivencia—, estamos fritos.
( https://www.elcohetealaluna.com/todo-virus-es-politico/ )

Daniel Roberto Távora Mac Cormack

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