Lunes 23 de marzo de 2020


Actualmente circulan noticias dando cuenta de un “boom editorial”, primeramente ocurrido en Italia, y luego en los demás países de Europa: la novela La peste (1947), de Albert Camus, disparó sus ventas, junto a toda una serie de libros de temática “apocalíptica”: El último hombre, de Mary Shelley, el relato “La peste escarlata”, de Jack London, la novela Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, La carretera, de Cormac McCarthy, y más. Todo, al calor de la pandemia mundial del Corona virus o COVID-19: una crisis sanitaria que ya permite ver sus vastas consecuencias económicas y sociales, conviviendo a la par con otros letales fenómenos como la “guerra del petróleo” entre Arabia Saudita, Estados Unidos y Rusia, y los enfrentamientos armados, otra guerra, en Siria, lo que además derivó en una crisis migratoria.

  
Tan o más rápido que las noticias sobre el mismo, el Coronavirus se propagó, y es visto como un “efecto no deseado” de la llamada globalización: las constantes e intensas interrelaciones entre los países del mundo por vía aérea, especialmente, y por diversos motivos: negocios, turismo, vacaciones. Una intensidad que tiene que ver con el avance del capitalismo, que todo lo mercantiliza y precariza; piénsese en las empresas de vuelos low cost, por caso.

 Aunque hay voces de algún modo optimistas en Europa ante el freno abrupto de lo que se condena como “sobreturismo” (consumismo), lo cierto es que esta “globalización”, comenzada en la década de 1980, fue la “desregulación” y transnacionalización del capital financiero a diversas áreas antes no regimentadas –o no regimentadas a fondo– para la obtención de ganancias. El circuito cultural del turismo, que incluye museos y edificios y sitios históricos, hoteles y alojamientos, gastronomía, restaurantes y transportes de diversa índole, hoy está en estado crítico, atravesado por la pandemia. 
 
 Mientras el streaming reaparece y se reafirma, en un nuevo auge de las tecnologías digitales, óptimas, o al menos funcionales, para soportar el encierro de las cuarentenas dictaminadas por las autoridades de turno, otros establecimientos, como los museos y las universidades, adaptan y difunden sus contenidos también vía web. 

Las librerías también se adaptan a la situación, y ofrecen sus productos en versión digital (e-book), y, para el caso del papel, el envío a domicilio.
Volviendo a La peste, Camus se inspiró en el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Publicado en 1722, el libro impactó, y fue inspirador para diversos artistas: Jean-Louis Barrault dirigió en teatro la obra Estado de sitio –escrita por el mismo Camus, poco después de haber publicado su novela–, y Gabriel García Márquez eligió el Diario… como el libro que se llevaría para leer en una isla desierta.
La invención de Defoe, una versión de hechos históricos reales –la peste bubónica en Londres, en 1665–, presumiblemente basada en los diarios de un tío, tiene tantas similitudes como obvias diferencias con nuestro presente. Ya en su primera página se lee: “En aquellos días carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginación humana, como hoy se ve hacer”. Hoy, a la velocidad del “en vivo y en directo”, los móviles y “enviados especiales”, las redes sociales y demás ventajas tecnológicas, arrecian los memes, y también las fake news, además de la monomanía temática –machacante, estresante– en los noticieros y demás programas televisivos, y en muchos medios de prensa, promoviendo la histeria con el tema candente del tipo “Vea las imágenes más impactantes del Coronavirus”. Y, ayer como hoy, la enfermedad se ha ido extendiendo, a cuentagotas, con velocidades diferentes, sorprendiendo y abarcando diversos países y regiones.


Se lee en el libro de Defoe: “Todos los que podían ocultar sus malestares lo hacían, para evitar que los vecinos rehuyeran su presencia y se negaran a conversar con ellos, y también para evitar que las autoridades clausuraran sus casas; amenaza que aunque todavía no era cumplida, pendía sobre la población, en extremo asustada ante la sola idea del asunto”. Y poco después: “se murmuraba que el Gobierno estaba por expedir la orden de instalar barreras y vallas en la ruta para evitar que la gente viajara”. Llegan las restricciones, la prohibición de circular, y se apostan vigilantes en las puertas (marcadas) de las casas afectadas: hay cuarentena generalizada, y la crisis continúa. Cada casa es una situación particular, con uno o más miembros infectados, con médicos y funcionarios incapaces de ingresar, con sobornos a los guardias apostados las veinticuatro horas para poder escaparse en la noche –en algunos casos huyendo de la ciudad al campo, en otros vagando con demencia o desesperación, sin rumbo o destino fijo–. Ahora, se ve la militarización de las calles de España, y se conoció el actual caso de un italiano, el actor napolitano de la serie Gomorra, Luca Franzese, encerrado con su familia y el cadáver de su hermana, reclamando asistencia: “las instituciones me abandonaron”, dijo en un video que circuló ampliamente. Y en Argentina, otro video: el de un hombre que, regresado de los Estados Unidos, atacó a golpes al guardia de seguridad del edificio, en Olivos, quien le indicó que estaba violando la cuarentena.
En la novela de Defoe, tras largos meses –y mucho rezo a Dios–, la peste finalmente se calma, mengua, y todo retorna a la normalidad (las casas completamente abandonadas pasaron a ser propiedad del rey). Tanto en aquella experiencia como en la de ahora, hubo ganadores y perdedores: se beneficiaron charlatanes de todo tipo, como astrólogos y curanderos. Hubo robos y toda clase de bajezas humanas, al mismo tiempo que algunas acciones de solidaridad y altruismo. La crisis actual también dejará ganadores y perdedores.

 Seguramente, entre los primeros, los grandes supermercados, los laboratorios y farmacias, servicios médicos privados. Incluso, en el terreno de la posible y urgentemente necesaria vacuna contra el Coronavirus se encuentra la puja –tan “intelectual” como económica– por la patente del medicamento. ¿Surgirá, como vaticinó hace algunas semanas el filósofo Slavoj Žižek en un artículo, un cuestionamiento social, político e ideológico más profundo del sistema, y el impulso de cambiarlo? De cualquier modo, esta novela-catástrofe del siglo XXI llegó para quedarse un buen tiempo, y está en pleno desarrollo, al igual que sus posibilidades de narrarse.

Los apologetas del libre mercado detestan la actual Carta Orgánica del BCRA. Algunos de ellos que manchan la tradición anarquista, nominándose libertarios, venían machacando por la disolución del Banco Central, lo que no es otra cosa que quitarle al Estado su soberanía monetaria y su capacidad de creación de crédito. También es recurrente en muchos economistas de esa vertiente la prédica de la dolarización de la economía, extinguiendo la moneda nacional para reemplazarla por la divisa norteamericana. El condimento que agregan los neoliberales y su extremo “libertario” es la violenta crítica a la política. Su intención es la promoción de la ausencia estatal en el manejo de las políticas distributivas y productivas.

Hoy, ante la pandemia, como ocurrió durante la crisis de 2001, frente a circunstancias que muestran, incontrastablemente, la incapacidad del mercado de organizar la vida de la sociedad, eligen el bajo perfil, el silencio y/o el retiro.
Inmediatamente luego de que Alberto Fernández anunció el DNU por el cual se dispuso la cuarentena total hasta el 31 de marzo, el Banco Central tomó medidas para expandir la capacidad prestable de las entidades financieras. Esa expansión se instrumentará con la liberación de encajes (la parte de los depósitos que las entidades financieras están obligadas a mantener sin prestar) para los créditos que los bancos otorguen para los fines que el BCRA disponga, ligados a atender los efectos sobre el nivel de actividad que las medidas de prevención provocarán. También fijó una tasa anual máxima del 24% para esa gran masa de créditos a volcarse al sistema. Esas medidas están encuadradas dentro de la actual Carta Orgánica de la entidad sancionada cuando Mercedes Marco del Pont conducía la entidad y el actual presidente, Miguel Pesce, era su vice. No podrían haberse adoptado si hubiera regido la promulgada a principios de los ’90 por Menem-Cavallo, ni tampoco en el marco de una nueva que el gobierno de Macri se había comprometido a establecer cuando firmó la carta de intención con el FMI.
Matías Kulfas,Ministro deDesarrolloProductivo, anunció una resolución estableciendo precios máximos para productos esenciales, disponiendo que «las empresas que forman parte integrante de la cadena de producción, distribución y comercialización —de aquellos bienes considerados sensible— deberán incrementar su producción al máximo de su capacidad para satisfacer la demanda y asegurar el acceso de todas y de todos los ciudadanos a los productos».
Ni las tasas máximas, los encajes diferenciales, los precios máximos ni tampoco la expansión crediticia del 50% decidida por el BCRA son herramientas aceptadas por los economistas neoliberales ni por los organismos de la financiarización. Tampoco la asignación específica del crédito, ni la fijación de obligaciones cuantitativas de producción, como lo hace la resolución del ministerio de desarrollo productivo.


Los controles de precios que fueran devaluados por el permanente discurso del dispositivo de la economía de la financiarización articulada con el aparato mediático, muestran ser un instrumento necesario de la política económica. Hoy por la pandemia que atravesamos, pero también lo son cuando las políticas nacional populares necesitan doblegar las resistencias de grandes capitales al establecimiento de sus definiciones productivas y distributivas para una mayor justicia social. Unas veces son necesarios para evitar la inmoralidad de los “vivos” en momentos de emergencia, otras para lidiar con la indolencia de los “poderosos” cuando un gobierno democrático quiere mitigar la pobreza y reducir la desigualdad.
¿Cuáles hubieran sido las posibilidades de acción con un Banco Central maniatado, o sin siquiera su misma existencia? ¿O con un país sin moneda propia? ¿O con un gobierno sin la fuerza del Estado para controlar los precios? ¿O sin la exigencia de utilizar la capacidad productiva sobre los que tienen la propiedad de los medios para la producción de bienes esenciales?
Los más pragmáticos (oportunistas) de los neoliberales intentarán argüir que se trata de un hecho exógeno, extraordinario, que requiere de un modo de funcionamiento de emergencia. No lo es. Ni las enfermedades son ajenas a la vida habitual de las sociedades, ni las epidemias y pandemias transcurren en sociedades sin especificidades. Tampoco la capacidad para afrontarlas son una cuestión independiente de las relaciones sociales estructuradas con un tipo determinado de desarrollo tecnológico.
Con el estado de conocimiento actual, con la disposición para la producción aportada por el grado de desarrollo de la ciencia y la tecnología, con los recursos que la naturaleza dispone, el desarrollo de las capacidades para enfrentar esta pandemia podría haber sido mucho más potente y con mayor alcance y eficiencia. Sin embargo, el neoliberalismo y su combate contra los Estados del bienestar y otros modos de economía social desestructuró los sistemas de salud y redujo sensiblemente sus posibilidades y eficiencia. No sólo lo hizo en los países periféricos, sino que también en las naciones centrales. El predominio del libre mercado y la financiarización ha sido devastador para una correcta asignación de recursos para la salud. Las endebles infraestructuras en países europeos denotan que la pandemia del coronavirus no se despliega sobre el género humano en abstracto, sino en una instancia determinada de una formación económica y social: el capitalismo de la financiarización. Eso se traduce en la insuficiencia de número de camas, de respiradores, de establecimientos. No sólo en su número absoluto, sino en el número relativo por habitante comparado entre países (inclusive entre aquéllos de desarrollo no muy dispar). Además se expresa en la presencia de sistemas de salud quebrados, tabicados entre hospitales públicos, otras formas de medicina social, regímenes prepagos y medicina privada. El neoliberalismo desorganiza la salud.


Los intelectuales orgánicos del capital financiero no sólo cuestionaron la existencia de bancos centrales y monedas propias en los países con dependencia periférica. Impugnaron la propia existencia de los derechos humanos en su sentido positivo (de acceso, los que el Estado debe proveer). Negaron ese carácter a los Derechos Económicos y Sociales. Confrontaron con el paradigma de la Declaración Universal de posguerra, sin haber alcanzado a sustraerlos de la institucionalidad. Pero las políticas que pregonaron e impulsaron debilitaron su vigencia en la práctica. Los servicios sociales que cubren esos derechos fueron mercantilizados. Esa mercantilización no sólo implica la eliminación de su gratuidad, también define la posibilidad de su disposición en condiciones de igualdad, y transfiere las condiciones de su propia producción, en su cantidad, calidad y estructura a la lógica de la ganancia. La salud y la educación fueron degradadas en los últimos treinta años, época en que paradójicamente hubo una verdadera revolución diagnóstica y de posibilidades terapéuticas. Hayek, el pensador emblemático de la corriente neoliberal, los caracterizaba como falsos derechos, que al ser reconocidos como tales pondrían en peligro a los que él reconocía como únicos verdaderos derechos, los civiles de tradición liberal (que incluían el de propiedad) y los políticos con una lógica restrictiva.
Siendo las pandemias una cuestión de la medicina social, las deficiencias frente al coronavirus, manifiestas en la desesperada necesidad de “achatar” la curva de concentración de casos, indican hasta qué punto el acontecimiento actual no sólo es una catástrofe adjudicable a la relación del hombre con la naturaleza, sino también a la naturaleza de su organización social. A la financiarización.
En la crisis mundial sanitaria que hoy vivimos han resurgido por parte de los gobiernos, de las organizaciones políticas, de referentes sociales, los llamados a la solidaridad y a la responsabilidad social. El lazo social, el cuidado propio unido al cuidado del otro. La noción de una vida compartida. La necesidad de interrumpir la vorágine consumista. Esta lógica comunitaria se une a la reaparición de una irremplazable presencia estatal en roles sociales y económicos. 

Mientras se trazan estas abruptas modificaciones culturales, los mercados se derrumban, los incentivos de éstos a la producción se despedazan, incapaces de organizar nada emergen como espacios anárquicos donde el pánico inversor se despliega. Impotente, el régimen de la financiarización relegará su dinámica autorregulatoria por un tiempo, para que la sociedad se haga cargo en su conjunto de un drama cuya solución no se compadece con ninguna de sus lógicas. Es que el hombre solidario no es una categoría de su reino.

La de su reino es que, como Casparrino señala en su tesis de maestría defendida esta semana en FLACSO, La relación entre Economía y Derechos Humanos. Acumulación, hegemonía y genocidio, “(el) consumidor racional es el soberano absoluto en la representación neoclásica de la sociedad… constituye el centro de la teorización del agente económico… Las inversiones y distribución de recursos están marcados por sus gustos y elecciones racionales… 

Esta hipotética ilusión de soberanía supone, junto con la anulación de la concepción de clases basada en el conflicto por la distribución del excedente de los clásicos, un borramiento del poder económico, que sucumbe ante este sujeto… el agente representativo neoclásico (neoliberal), ya sea en su función de consumidor como de propietario indiscriminado de un factor productivo, se constituye no sólo en una caracterización de comportamiento de los sujetos del proceso económico. Representa el punto de apoyo de una modelización social exenta de ejercicio de poder económico y de contradicciones que deban ser gestionadas por actores o lógicas extraeconómicas, bajo la égida de un sujeto que transforma la soberanía política en la soberanía del consumidor”.

La anulación de la sociedad como un ámbito de contradicciones, que no sólo suprime la clase social, sino también la categoría de pueblo, implica componer la vida actual a partir de la relación del individuo con las cosas, y lo social por la simple sumatoria de las relaciones que cada individuo sostiene con el mundo de los objetos, sobre la base de sus deseos. La necesidad como concepto resulta suprimida, las necesidades de los sectores populares no es su problemática. 

Como dice Wendy Brown, los deseos o necesidades humanas se convierten en una empresa rentable, desde la preparación para ingresar a las universidades hasta los trasplantes de órganos, desde las adopciones hasta los derechos de contaminación. Hasta arribar al punto máximo de la financiarización de todo.


 ¿Qué comportamiento solidario puede transcurrir en esta arquitectura de lo social? Brown en El pueblo sin atributos sostiene que la “interpretación del homo economicus como capital humano no sólo deja atrás de sí la de homo políticus, sino la del humanismo mismo”. Las ideas de igualdad y libertad mutan del espacio de lo político al de lo económico, siendo sustraídas a la democracia para ser entregadas al mercado. La igualdad deviene en desigualdad y la inclusión se transforma en desregulación mercantil.
Estas sociedades desintegradas —organizadas en el paradigma expuesto—, con capacidades productivas abundantes pero pésimamente asignadas, con Estados debilitados a favor de los intereses corporativos, han recibido el impacto de la pandemia. Asociar los dolores y devastaciones sólo a una guerra con un enemigo inesperado emergente de la naturaleza indómita, omite los fuertes ingredientes socio-económicos que han condicionado y limitado la posibilidad de enfrentarla con todas las potencialidades que la Humanidad hoy tiene. Tanto en la atención y cura médica, como en la contención y remediación de las graves y dolorosas consecuencias económicas y sociales que provoca en el presente y legará para el futuro.
Cristina Fernández, en la carta que escribió previamente a su regreso de Cuba, expresa que “(la) salud… en tiempos de pandemias con ribetes bíblicos, vuelve a ser un bien comunitario que exige de todos y todas, solidaridad, humanismo y, sobre todo, compromiso social”.
Un verdadero programa que recupera a la salud como un bien y derecho social. Cuando superemos la pandemia, empezando ya ahora, habrá que emprender el camino de desmercantilizar y desfinanciarizar sustancialmente el sistema de salud. No solamente en la Argentina. Es una tarea para la Humanidad. La lógica individualista, de Estado ausente y poder en manos del capital financiero desarticuló muchas posibilidades para enfrentar el coronavirus con todas las (y mejores) armas.


Vivir es una invención arrancada del terror”, escribe Anne Dufourmantelle (París, 1964). Encendida opositora de la obediencia, filósofa y psicoanalista, escarba con pasión en las miserias emocionales de hombres y mujeres de clase media urbana bajo el capitalismo. “Un terror que algunos apaciguan entre brazos siempre distintos, otros en el alcohol, otros aún en una hiperactividad enfermiza: los seres son desiguales ante la angustia”. Nada más tramposo que la mentalidad del autoayudismo asustado y narcisista, plantea. Vivir ya es un riesgo, opina. Y sale al cruce de la conformidad con uno mismo, esa profusión de libros que forman el mercado mundial del reaseguramiento en un mundo donde no hay nada seguro. Nada más lejos del publicitado riesgo cero. Si Dufourmantelle carga contra los tabúes individuales, no menos va contra los sociales. Por ejemplo, en su “Trabajar, el undécimo mandamiento”, dispara: “El trabajo libera son palabras de siniestra memoria. En nuestras sociedades democráticas llamadas liberales, el trabajo es aquello sobre lo que reposa todo el sistema económico-político de la deuda. ¿Qué libertad permite esta sociedad a los individuos que preferirían no hacerlo? El imperativo, repetido desde el jardín de infancia hasta la vejez, que dicta que el trabajo es aquello que nos hará libres, ¿nos deja aún la opción de aceptarlo o de rechazarlo? De ahí se deriva —y de esto soy testigo como psicoanalista— una falta afectiva que mina a los seres hasta conducirlos, en ocasiones, a querer salir del juego”.

Dufourmantelle se aparta de los rebusques del hermetismo y prefiere la claridad. Su prosa es capaz de irrumpir en medio de un razonamiento discursivo con una frase cortante, una imagen que, con la potencia de la metáfora, descubre otra cosa, una que acechaba en lo reprimido y no podía ser expresada de otra forma. Y pregunta: “¿Por qué será que la extrañeza del mundo deja a ciertos seres como desollados en vida? Muchas veces éstos se vuelven creadores, a menos que sucumban – la angustia es insoportable en altas dosis o cuando dura demasiado tiempo – o bien abdiquen inmediatamente, se agarren de un objeto balsa (la botella, la jeringa, la crisis), único proveedor de esa posibilidad de un refugio que no han recibido o no han sabido recibir en la cuna. ¿Y por qué será que otros parecen haber sido inmunizados desde el nacimiento?” 

A Dufourmantelle no le intimida arriesgarse en sus intervenciones clínicas mediante la formulación de interrogantes tanto cuando se encuentra ante un paciente o en la situación silenciosa y meditativa de la escritura. Y sí, la escritura es esencial, constitutiva en ella. Reflexionando, anota que “el gesto de la escritura se parece a un deshechizo, a una promesa de fidelidad, pero, ¿a quién? ¿Lo sabrá el escritor en el instante en que escribe?”. Otra reflexión: “Contra la extrañeza del mundo, la escritura inventa un lenguaje para traducir lo intraducible, para hacer oír lo innombrable e intentar inscribir en él una forma nueva. Así nace una lengua propia, para parafrasear a Virginia Woolf, un recinto particular donde el sujeto a cubierto por un tiempo ha negociado su paso en la tormenta de lo real”. Importa señalarlo, además de haber escrito un ensayo sobre la hospitalidad con Jacques Derrida, Dufourmantelle ha publicado novelas.

La literatura, define, es la búsqueda de la belleza, “una parte desnuda del mundo que se nos revela”. Y escribe: “Seamos o no creyentes, la belleza abre un espacio a la trascendencia, o por lo menos a aquello que señala hacia lo que posibilita. Alcanza nuestro caos interior en la aflicción de nuestra relación con nosotros mismos, la desherencia de lo que dejamos al abandono”. No obstante, no es ingenua y va contra la idea de lo bello como salvación. “Hay en la belleza un espanto del que ha hablado toda una literatura. Aquello hacia lo cual nos señala desiste al mismo tiempo completamente”.
El año pasado, en una librería, encontré su “En caso de amor”, un pequeño tratado de psicopatología amorosa contemporánea, relaciones devastadas traducidas en una serie de ensayos provenientes de su labor clínica, pero no sólo. Si “En caso de amor” me impresionó, apenas al hojearlo, se debió a su estilo, eso que decía al principio, una legibilidad infrecuente en la escritura psi, por lo general engrupida. Sus temas: humillaciones, derrotas, vergüenzas, culpas, secretos que se resisten a la luz. Este es su material de trabajo y sus experiencias pueden leerse tanto como con un interés psi como de simple y pura curiosidad ficcional. ¿Acaso la novela familiar, esa que nos inventamos para seguir aguantando y aguantándonos, no es una ficción?
Con sólo leer uno de sus nuevos –nuevos para nosotros– breves y punzantes ensayos del 2011 que integran “Elogio del riesgo” uno ya se da cuenta con qué clase de inteligencia está entrando en tránsito, porque, hay que decirlo, Dufourmantelle exige eso, dejarse llevar, estar dispuesto a una introspección cuestionadora, ser otro, sentir de pronto que le tiraron a uno de la alfombra o como proponía Wittgenstein, al llegar a lo alto de la escalera, en el último peldaño, animarse a patearla sin tener de qué agarrarse. Pero, me pregunto, ¿acaso no es esta la impresión del comienzo desconcertante de un tratamiento, animarse a la primera sesión?
La vida es un riesgo inconsiderado que nosotros los vivos, corremos” escribe. Le importa dejar en claro que no se trata de otra cosa que arriesgarla. “Vivimos bajo anestesia local, envueltos en celofán, buscando desesperadamente una sustancia o un amor que pueda despertarnos sin asustarnos”. En esto coincide con Kierkegaard: somos nuestros propios enterradores. Entonces, nos desafía, por qué no arriesgar el porvenir. Su coherencia es profunda. Y sus apuestas al riesgo deben ser leídas como proféticas, un saber por anticipado acerca de cuál será su destino, un destino que sólo se puede captar desde la responsabilidad de la elección y reside, como en lo escritural, en una decisión ante una circunstancia que, como en una tragedia griega, no parece fortuita. Que este libro tan deslumbrante y sabio como su angustia existencial se titule “Elogio del riesgo” cobra un sentido admirable al enterarnos cómo terminó sus días. En julio de 2017, a los cincuenta y tres años, estaba en una playa de la Riviera cuando cambió el clima y el área de nado se volvió peligrosa. Divisó a dos chicos de una pareja amiga en peligro y, sin vacilar, se lanzó al mar. Logró salvarlos, pero sufrió un paro cardíaco. Unos rescatistas la sacaron inconsciente del agua y trataron de reanimarla pero no lo lograron. Los chicos sobrevivieron. 

En estos tiempos de pestes virulentas, el presente no debe alimentar la desmemoria. Hay un imperativo ético impostergable en transmitir a las nuevas generaciones sobre lo acontecido en esa época oscura, época de terror, desapariciones, torturas, exilio, cárcel, centros de exterminio para imponer un modelo económico neoliberal reaccionario y excluyente violando todos los principios e instituciones democráticas de los pueblos. No fue un hecho aislado, se implantó la Doctrina de Seguridad Nacional impulsada por los Estados Unidos y el Plan Cóndor en toda la región.

Democráticamente se concluyó una etapa de cuatro años que consistió en la prosecución de ese modelo excluyente, a través de una política del miedo, de una represión sistemática a toda manifestación de resistencia a las medidas del gobierno neoliberal, valiéndose de métodos como el lawfare, el accionar coordinado de las fuerzas de seguridad, más persecuciones de todo tipo y encarcelamiento de dirigentes, tal como ya ha sido denunciado por la ONU y otros organismos como Amnistía Internacional. Para imponer su programa económico oligárquico y la deuda con el FMI, se hacía necesario terminar con la práctica política y, así como en su momento se tuvieron que servir de las fuerzas represivas del estado para imponer un modelo de exclusión y cambiar la matriz de acumulación, hoy se sirvieron del poder judicial y el lawfare para consumar ese sistema. Una muestra de un nuevo modo de sojuzgar a los Pueblos, la vía de la dictadura institucional con el uso discrecional de las instituciones democráticas pero al servicio de un plan de exclusión. De más está aclarar que se trata nuevamente de un plan global. Basta mencionar los ejemplos de Bolivia, Ecuador, Chile y el avance de modelos neoliberales proto-fascistas como es el caso de Brasil.


Se trata de recuperar una vez más las marcas legadas en la memoria del pueblo, frente a  «la nueva razón del mundo» que se sirve de los métodos más diversos para custodiar su hegemonía, desde los más deleznables, que dan rienda suelta a las pulsión de aniquilar y las pasiones más oscuras hasta los recursos republicanos de las democracias. El objetivo es el mismo. Se trata entonces de señalar sin ambages que el neoliberalismo es incompatible con la democracia plural, igualitaria e inclusiva. Las luchas de los diferentes movimientos feministas y de los movimientos sociales nos iluminan el camino en ese sentido.


Una vez más, y a 44 años de la dictadura genocida de 1976, decimos: ¡Nunca Más!

Daniel Roberto Távora Mac Cormack

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