Sábado 25 de julio de 2020
LA CULTURA DE LA CANCELACIÓN Y
LOS DEBATES VIRTUALES
Cuando el mercado guía la
conversación pública
La carta abierta publicada
semanas atrás en la que reconocidos intelectuales del mundo
denunciaban el imperio de la “cultura de la cancelación”, es
decir de una cultura de la censura que, mediante simplificaciones
morales, hostigaría a quienes piensan distinto, abrió el debate
sobre las particularidades de la conversación pública. Para
Cosovschi, comprender la obturación del debate público actual
implica analizar el modo de funcionamiento del espacio digital en el
que hoy se suceden los intercambios.
El
pasado 7 de julio, la revista estadounidense Harper’s
publicó una carta abierta denunciando un deterioro profundo de las
condiciones de la discusión pública. Firmada por varias figuras
notables del mundo académico, artístico y periodístico, entre
ellos personajes tan diversos como Noam Chomsky, Steven Pinker,
Margaret Atwood y J. K. Rowling, la carta sostenía que “las
fuerzas del iliberalismo
están cobrando fuerza en todo el mundo” y afirmaba que “el
intercambio libre de ideas, el alma misma de una sociedad liberal, se
ve cada día más restringido”. Lejos de atribuir esta crisis
exclusivamente a la derecha conservadora, el mensaje denunciaba el
arraigo generalizado de una cultura de la censura que, basada en la
simplificación moralista de los debates, tendería a hostigar a
quienes piensan distinto y relegarlos al ostracismo. En un contexto
marcado por el ascenso global del feminismo #MeToo y por una reciente
ola mundial de protestas antirracistas tras el asesinato de George
Floyd en Estados Unidos, los signatarios de la carta apuntaron así a
un tema de discusión que se ha vuelto central: la existencia de una
supuesta cancel
culture
(en español, “cultura de la cancelación”) basada en los axiomas
de la corrección política y tendiente a restringir radicalmente la
libertad de expresión.
La
discusión sobre la cancel
culture
lleva su tiempo, pero fue el 3 de julio pasado cuando Donald Trump
avivó el debate al denunciar “la cultura de la cancelación de la
izquierda” en un discurso en el Monte Rushmore. La publicación de
la carta de Harper’s
unos días más tarde tuvo así un efecto explosivo y generó un
sinfín de debates en los medios y en las redes. Por un lado,
aparecieron los elogios de quienes sienten que el espacio de la
conversación pública se achica cada día más y que la enunciación
de posiciones disidentes sobre ciertos temas conlleva riesgos poco
compatibles con una sociedad democrática. Por otro lado, aparecieron
las críticas de quienes sostienen que el diagnóstico de la carta es
simplista, injusto y hasta cínico, y ciertas voces incluso dijeron
que los firmantes aspiran a enunciar sus posiciones sin someterse al
escrutinio y las críticas del público.
Los
argumentos
Es
difícil no reconocer que tanto los partidarios como los detractores
de la carta tienen argumentos en esta discusión. Efectivamente, la
conversación acerca de ciertos temas, en particular en lo que
concierne al estatuto de las minorías sexuales, étnicas, nacionales
o culturales en sociedades nominalmente igualitarias, pero
estructuralmente desiguales, ha estado marcada durante los últimos
años por una defensa de los grupos amenazados que muchas veces roza
la victimización e introduce con frecuencia chantajes morales que
terminan por restringir el espacio de lo decible. En uno de sus
últimos libros, David Rieff (David Rieff, Contra
la memoria,
Debate, 2012.) identificó una tendencia en la historia reciente a
santificar la memoria de la violencia pasada y a construir discursos
victimológicos que, arraigados en la idea de la reparación
histórica, plantean grandes desafíos a la formación de los
consensos generales que sirven de base a una sociedad democrática.
Desde una posición incluso progresista, se le achaca a estos
discursos una cierta reticencia a incluir a sujetos no minoritarios
en su agenda política, lo que resultaría en dificultades para
producir movimientos progresistas de base popular amplia.
En
las críticas de quienes se alzan como paladines de la libertad de
expresión, por otra parte, es frecuente ver una cantidad de
operaciones de simplificación muy llamativas. En general, quienes
rechazan todo lo que huela a políticamente correcto, tienden a
agrupar discursos diversos acerca de la identidad en una unidad no
del todo coherente, bajo denominaciones fantasmagóricas como “la
ideología de género”, “el posmodernismo” o “las políticas
de identidad”. Una cierta idealización del pasado se percibe
también en estas críticas, ya que muchos de sus representantes
tienden a criticar los efectos deletéreos de la cancel
culture
sin reparar en las múltiples exclusiones que operaban en el espacio
público de nuestras sociedades antes de la llegada de estos nuevos
discursos.
Por último, en algunos casos se
percibe un encono que arroja un cierto manto de sospecha sobre la
honestidad intelectual de los denunciantes. El caso de J. K. Rowling
es quizás ilustrativo: la autora de las novelas de Harry Potter
recibió críticas de una violencia inusitada por sus afirmaciones a
propósito de las personas trans y por su defensa de la condición
biológica como marcador definitivo de la identidad de la mujer. A la
vez, su insistencia por declarar a los cuatro vientos sus posiciones
sobre la cuestión en Twitter, muchas veces quizás subestimando que
dichas declaraciones atañen a la experiencia subjetiva y
frecuentemente traumática de muchos de sus lectores, invita a pensar
que quizás no es sólo una preocupación por el intercambio libre de
ideas lo que anima a algunos de estos críticos, sino también un
apasionado narcisismo que sólo puede resultar agravado por las
tecnologías de comunicación de hoy.
Es
el capitalismo digital
Aquí
es donde parecería esconderse un punto que la discusión sobre la
libertad de expresión obtura con notable eficacia. Gran parte de
aquellos que critican la cancel
culture
interpretan la realidad actual con ojos orwellianos, y acusan a la
censura popular de funcionar como un Gran Hermano contemporáneo. Sin
embargo, en la enorme mayoría de los casos, la reprobación no viene
del Estado, sino de masas informes de individuos cuyas opiniones
motivan las decisiones de los agentes privados encargados de
determinar aquellas políticas empresariales, académicas o
mediáticas que los críticos acusan de antiliberales.
El
caso de la comunicación digital es particularmente importante, pues
es en el dominio de las redes sociales y los medios digitales en el
que transcurren gran parte de estos episodios. El universo en el que
se intercambian hoy las ideas y las opiniones es distinto de todo
ámbito de discusión pública previamente conocido, y difiere
radicalmente de la esfera pública como espacio de comunicación
democrática tal y como fue concebida por pensadores como Jürgen
Habermas. Como sugieren los teóricos de la comunicación digital
Axel Bruns y Tim Highfield (Axel Bruns y Tim Highfield, “Is
Habermas on Twitter? Social Media and the Public Sphere Axel Bruns
and Tim Highfield”, The
Routledge Companion to Social Media and Politics, Routledge,
2015.), el modelo de la esfera pública habermasiana reflejaba en
cierta medida el contexto de los años sesenta, en el que un puñado
de medios de comunicación públicos y privados de alta calidad eran
capaces de imponer agenda y crear un escenario virtual más o menos
homogéneo, guiados por un cierto sentido de la ética pública. Pero
este modelo parece estar agotado, y aunque algunas de las denuncias
acerca de la cancel
culture
reflejen excesos que efectivamente plantean una amenaza al debate
público, se trata de un fenómeno ciertamente agravado por
condiciones de producción y circulación que no favorecen la
pluralidad sino la homogeneización. De manera que, en lugar de ver
este problema como la consecuencia de una falla moral o cultural, es
posible verlo como el resultado lógico de ciertas características
estructurales del capitalismo digital contemporáneo.
Como sabemos, la comunicación
global está casi enteramente sometida a las leyes de un mercado de
características oligopólicas, dentro de una ecología mediática
dispersa y confusa. Una parte enorme de los flujos de información
contemporáneos transcurren en plataformas controladas por unas pocas
manos privadas y guiadas, como no podría ser de otra manera, por
principios de utilidad económica y escaso sentido de la ética
pública. Si las diversas “tiranías de las mayorías” que se
manifiestan en las redes son tan poderosas, es ante todo porque
pueden influir sobre el flujo de las ganancias de dichos agentes
privados que, en lugar de velar por el pluralismo, deciden ajustar
los contenidos a la demanda y estandarizan sus contenidos a modelos
prefabricados y de probado éxito.
A
la vez, la lógica interna de la comunicación en las redes sociales
plantea numerosos problemas al desarrollo de un debate público
guiado por principios como los de la libertad de opinión y el
respeto de la diversidad ideológica. La utopía de los años ochenta
y noventa, que consistía en ver el surgimiento de Internet como un
campo lleno de posibilidades para la participación democrática y
como un espacio de ampliación de la libertad, se ha revelado
excesivamente optimista. En las redes sociales, las conexiones
humanas, alguna vez presentadas como el alma del Internet del nuevo
siglo, son reemplazadas por lo que la teórica holandesa José Van
Dijk (José van Dijck, The
Culture of Connectivity: A Critical History of Social Media,
OUP, 2013.) denomina la “conectividad automatizada”, es decir la
conexión de los usuarios en base a lógicas casi exclusivamente
algorítmicas y que apuntan principalmente a robustecer la
rentabilidad. De esta forma, las redes sociales, ese no-lugar en
donde se desarrollan muchos de los conflictos en torno a la
cancel culture
y a la corrección política, están lejos de alentar la pluralidad y
el intercambio libre y racional que supone un cierto ideal de
sociedad liberal. En cambio, alientan una participación tempestuosa,
basada en la afectividad y en la radicalización identitaria y
discursiva, así como una progresiva balcanización del espacio
digital que destruye el tejido de la conversación pública.
En
definitiva, es cierto que lo que algunos llaman de manera
excesivamente simplista “la cultura de la cancelación” plantea
amenazas y desafíos al debate público. Pero también lo es que las
peores tendencias de las culturas políticas contemporáneas no son
sino alentadas y llevadas al extremo por una estructura más amplia,
caracterizada por la concentración de la comunicación en manos de
unos pocos tech
giants,
por la decadencia de los medios tradicionales y, más en general, por
la crisis de la representación política en algunas de las
principales democracias del mundo. Hay razones para pensar que el
problema más urgente en el debate público hoy, el que debemos
atender inexorablemente si conservamos alguna esperanza de crear un
tejido más fuerte para el intercambio de ideas a escala global, no
es tanto el arraigo de la cancel
culture,
como la persistencia de una red de actores y factores que representan
una amenaza a cualquier debate democrático.
Dicho de otro modo, lo que está
roto no es la libertad de opinión. Lo que está roto es la
conversación pública.
Conocer, juzgar, indagar,
cuestionar, dudar
Dios
ha sido durante mucho tiempo la mejor explicación disponible, pero
ahora las tenemos mucho mejores. Dios no explica nada en absoluto, al
contrario, se ha convertido en algo que necesita una cantidad
insalvable de explicaciones.
Douglas
Adams
El
hombre es aceptado en la iglesia por sus creencias y rechazado por
sus conocimientos.
Mark
Twain
Las
relaciones con Dios han ido teniendo muy variadas manifestaciones.
Están los que adhieren con una seguridad que no parece tener
fisuras. Están los que dudan y critican las manifestaciones que le
atribuyen sus seguidores. Están quienes viven en constante conflicto
con la idea de la existencia de Dios como se vio en el caso de
Saramago. Pero hay otros que han hecho de su negación a la
existencia de Dios una causa que les acompañan en su obra y acción.
Se podrían poner muchos ejemplos, pero este capítulo se concentrará
en un reconocido escritor y pensador que falleció hace poco tiempo
1949/2011. Se trata de Christopher
Hitchens.
Conocido como un irascible
izquierdista sus adhesiones ideológicas fueron cambiando con el
tiempo y los acontecimientos históricos. Hitchens era un
periodista y escritor inglés (1949) que vivió muchos años en los
Estados Unidos de Norteamérica, cuya ciudadanía adoptó.
Ha escrito una veintena de libros
y un sinnúmero de artículos. En 2001 publicó “Juicio a Henry
Kissinger” donde se centraba en aquellas acciones del político que
podrían constituir una acusación penal referidos a crímenes de
guerra y crímenes humanitarios, como secuestros, asesinatos y
tortura. Pasaba revista a sus delictivas acciones en Indochina,
Bangladesh, Chile sacando a la luz los tejes y manejes de una sucia
política ejercida en esos lugares.
Posteriormente, sus encendidas
críticas fueron mermando y –como lo calificó el diario El País-
“el furibundo trotskista fue convirtiéndose en un furibundo
neoconservador”. A partir de los sucesos del 11 de Septiembre de
2001, justificó la invasión a Irak. No creyó que fuese totalmente
cierto que ese país careciera de armas de destrucción masiva y, por
sobre todo, argumentaba que el pueblo necesitaba librarse de un
tirano como Sadam Hussein puesto que “merecía un respiro para
pensar en la reconstrucción”.
La religión es y ha sido, al
mismo tiempo, un tema al que Hitchens ha dedicado buena parte de su
trabajo y de sus encendidas polémicas, llegando a ser igualmente
implacable cuando descubre una mentira o una injusticia, y no importa
de quien se trate.
En
1995 publica un provocativo libro sobre la Madre Teresa que suscitó
mucha controversia, pero contadas refutaciones respecto a los hechos
que denuncia. Con un título que algunos consideraron escandaloso y
petulante, “La posición misionera” (The
Missionary Position)
buscaba puntualizar la actitud de los misioneros en sus afanes
evangelísticos y, al mismo tiempo, en sus enseñanzas sobre las
conductas sexuales.
No considera a la Madre Teresa
“amiga de los pobres”, puesto que en lugar de establecer un
hospital escuela con el dinero que recibía para ellos se dedicó a
esparcir cerca de 150 conventos en el mundo. Señala, además, que
ella tenía relaciones con individuos ricos y poderosos que aportaban
mucho dinero a su obra, como el dictador de Haití Jean-Claude
Duvalier y Charles H. Keating, conocido abogado y banquero, que fue
condenado por un escandaloso fraude multimillonario.
Su investigación sobre la Madre
Teresa refleja la postura filosófica y ética que le lleva a
formular su rechazo a toda religión y que considera ampliamente en
su último libro “Dios no es bueno”. Aquí recuerda que, a la
muerte de la Madre Teresa, fue citado por el Vaticano (págs.
165-168) para ver si podía arrojar alguna luz sobre su vida, puesto
que estaban buscando acreditar el “milagro” que permitiera seguir
con su beatificación. La manipulación de la información y la
presión a transformar en milagrosos hechos comunes y corrientes
forman, en este caso y varios de los que cita, buena parte de la
decepción y rechazo a toda expresión de trascendencia y quiebre del
orden natural.
Uno
de sus últimos libros condensa buena parte de su pensamiento: “Dios
no es bueno”, título que es una versión más suavizada del
original en inglés: “Dios no es maravilloso. Como la religión
envenena todo” (God
is not Great: How Religion Poisons Everything),
que describe más acertadamente no solo el contenido sino el estilo
agudo y descarnadamente provocador de su autor.
Hitchens plantea cuatro
objeciones irreductibles a la fe religiosa: representa de forma
incorrecta los orígenes del ser humano y del cosmos; aúna el máximo
servilismo con el máximo solipsismo; es causa y consecuencia de
represión sexual y está basada en ilusiones.
Él considera que su mayor y más
demoledora crítica a la religión es que se trata de una creación
del ser humano. Se define como ateo y remarca: “mi ateísmo en
particular es un ateísmo protestante”. Por cierto, muchas de sus
argumentaciones son discutibles y resultan chocantes a quien profesa
una fe religiosa, pero no por eso deben dejar de ser escuchadas y
discutidas.
Su tesis básica, que toma de
varios autores, es que “la vida, la inteligencia y el razonamiento
comienzan precisamente en el lugar donde termina la fe”. No es que
confíe plenamente en la ciencia y en la razón, pero desconfía de
aquello que contradiga a la ciencia o atente contra la razón.
Rechaza el planteo del “diseño inteligente”, porque éste y
cualquier otro argumento sobre la existencia de Dios lo prueba.
Su libro se convierte, por
momentos, en una enciclopedia de temas que se vinculan con la
religión ya sean históricos, teológicos, o hechos de su propia y
amplia experiencia de viajero y corresponsal. En los primeros casos
muestra un buen conocimiento y uso de las variadas fuentes sobre las
que basa su argumentación. Eso no disminuye la validez de sus
conclusiones, pero le quita originalidad. Es en el desarrollo de sus
propias experiencias en las que apreciamos mejor una retórica ácida
pero más creíble.
Lamentablemente las experiencias
recogidas de acciones y posturas de las iglesias y de quienes dicen
servirlas, alimentan su rechazo visceral a toda forma de religión.
Hay que reconocer que Hitchens
con su estilo mordaz, no exento de inteligencia y buen decir, atrapa
con sus argumentaciones. Generalmente las críticas bien
fundamentadas provocan simpatías y mueven a aceptar los rechazos
propuestos. Pero en varias oportunidades fuerza sus conclusiones.
Así, por ejemplo, hace una lectura apresurada de ciertos personajes
por justificar sus argumentaciones.
Mientras hace una crítica seria
sobre la actitud de las iglesias cristianas durante el nazismo en
Alemania, solo puede rescatar a Dietrich Bonhoeffer y Martin
Niemoller porque “actuaron únicamente con los dictados de su
conciencia”. Hitchens deja de lado que ambos eran parte de la
“Iglesia Confesante” que se forma en 1934 en oposición a la
creciente dominación del nazismo. La crítica a las instituciones y
a muchos de sus líderes no necesariamente deja a los demás a merced
de “su conciencia”. La realidad es muy compleja, no puede
hacerse una lectura principista de un suceso histórico.
Lo mismo podría decirse de su
fuerte crítica a Gandhi por la actitud que asumió en la búsqueda
de que Gran Bretaña abandonara la India. El liderazgo de Gandhi
tiene puntos oscuros y recriminables, que los achaca a una postura
religiosa que encuentra divisionista puesto que mientras “lo que
más necesitaba la India era un líder nacionalista laico moderno,
tenía a un faquir y un gurú.” Pero Hitchens no busca comprender
la posición de Gandhi frente a la larga y dictatorial presencia del
Imperio británico en la dominación y división de ese país que,
lamentablemente, ni menciona.
Quizás con quien parece tener
más simpatía es con Martin Luther King (págs. 195-198). La
lectura de sus sermones le produce una emoción profunda por su
constante mensaje contra el racismo y su acento en la no violencia.
Luther King recurría para ello al Antiguo Testamento y a la
liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto. Hitchens tiene que
reconocer esa influencia, pero se esfuerza, innecesariamente, en
demostrar que lo hacía despojándose de todos los mitos que modelan
la historia bíblica.
Aun reconociendo las debilidades
de ciertas argumentaciones, sería muy difícil negar muchas de las
actitudes religiosas que han marcado el derrotero de iglesias que
imprimieron carácter y buscaron la sumisión de mucha gente. Por eso
tiene razón en rechazar con vehemencia la manifestación de la
religión que con su carga de condena eterna atormenta a los fieles
con indecibles sufrimientos, atemorizándolos con demonios que los
asechan, y buscando controlar su pensamiento y su vida sexual.
Han sido muchas de estas cosas las que han hecho huir de la religión
a quienes quieren conocer, juzgar, indagar, cuestionar, dudar, por
los caminos de la libertad.
Hitchens cree que “a la
religión se le han agotado las justificaciones” y “hoy solo
puede obstaculizar y retrasar los progresos constatables que hemos
realizado.” Por lo tanto, concluye, “desterremos del discurso a
todas las religiones”, y lo que se necesita es una Ilustración
renovada que “se fundamente en la proposición de que el objeto de
estudio adecuado de la humanidad es el hombre y la mujer.” Una vaga
y difusa proposición.
Sería muy difícil acometer esa
tarea dejando de lado lo que el ser humano ha sido y es como forjador
de estructuras religiosas o políticas, cuyos gérmenes de dominación
y sometimiento han plagado la historia humana. No hay duda que las
religiones han demostrado una capacidad llamativa para desarrollar
estructuras agobiantes, especialmente abusando de las necesidades
humanas de tener una comprensión del misterio de la vida.
Esas dolorosas manchas no han
podido ser dejadas de lado y la religión tendrá -¿sucederá algún
día?- que aceptar sus acciones oscurantistas y tergiversadoras de la
vida humana. A pesar de todo, persiste la innegable realidad del
misterio de la vida que seguirá presente y provocativa en el corazón
de la humanidad, y aquí Hitchens parece no darse por enterado y
lamentablemente ya no podrá hacerlo, aunque comparte agudas
reflexiones al fin de su vida.
Mortalidad
¿Por qué yo? ¿Por qué no?
Se publica en Londres el último
libro de Christopher Hitchens llamado “Mortality” que registra
sus reflexiones y comentarios después de enterarse que un cáncer,
al que llamó un “alienígena ciego y carente de emoción”,
acabaría con su vida.
En este libro, como dice uno de
sus amigos, Graydon Carter, “Hitchens confronta su propia muerte,
permaneciendo combativo, elocuente y digno hasta el último momento”.
Por eso, lo primero que hace es refutar la opinión de aquellos que
creen que el cáncer está ejerciendo “una consagrada misión del
cielo”. Alguien le ha escrito para que reconozca que su
enfermedad es el resultado de haber usado su cuerpo para blasfemar,
todo lo cual lo llevará al fuego del infierno donde será torturado
para siempre.
Polemista empedernido,
comentarista mordaz, escritor lúcido, innegablemente contradictorio,
Christopher Hitchens, frente a su enfermedad terminal objeta esta
dura afirmación dogmática que ha persistido por siglos. ¿Quién
puede estar seguro que conoce la mente de dios? ¿Creen quienes así
pontifican que ese dios dañará también a sus hijos? Por otra
parte, ¿olvidan que el cáncer se hace presente en santos y
pecadores, creyentes y no creyentes?
Tiene razón en rechazar con
vehemencia la manifestación de la religión que, con su carga de
condena eterna, atormenta a los fieles con indecibles sufrimientos,
atemorizándolos con demonios que los asechan, y buscando controlar
su pensamiento y su vida sexual. Sería muy difícil negar muchas de
las actitudes religiosas que han marcado el derrotero de iglesias que
imprimieron carácter y buscaron la sumisión de mucha gente.
Han sido muchas de estas cosas
las que han hecho huir de la religión a quienes, como se ha
afirmado, quieren conocer, juzgar, indagar, cuestionar, dudar,
por los caminos de la libertad.
De muy diversos sectores fue
recibiendo mensajes de aliento, y hasta se designó un día especial
para orar por él, lo que le hace preguntar: Orar ¿Para qué? Sabe
que sus amigos estaban preocupados por su salvación. Su círculo de
relaciones es muy amplio e incluye las más diversas tradiciones
religiosas y no puede decidirse por una.
Por eso simpatiza con Voltaire,
quien en su lecho de muerte, urgido a rechazar al diablo, dijo que ya
no tenía tiempo para hacerse de enemigos.
Recuerda como Ambrose Bierce
definió a la oración: “Una petición para que las leyes de la
naturaleza sean suspendidas en favor del peticionante; que se
confiesa a sí mismo indigno.” Hay un dejo de humor en esta
frase porque supone que dios ha arreglado mal las cosas y que se
puede instruir a Dios como corregirlas. Para Hitchens “El tono de
las oraciones replican la tontería del mandato, en el que se recibe
con gozo y agradecimiento lo que Dios de todas maneras va a hacer.”
No hay duda que las religiones
han demostrado una capacidad llamativa para desarrollar estructuras
agobiantes, especialmente abusando de las necesidades humanas
alrededor del misterio de la vida. Esas dolorosas manchas no han
podido ser dejadas de lado y la religión tendrá -¿sucederá algún
día?- que aceptar sus acciones oscurantistas y tergiversadoras de la
vida humana.
No está dispuesto a ser
alimentado por mitos contradictorios en sí mismos. “A la tonta
pregunta “¿Por qué yo? el cosmos apenas se molestaría en
replicar: ¿Por qué no?”, confesión que había compartido con
mucha entereza entre nosotros el recordado escritor argentino
Fontanarrosa. La conciencia de un fin inescapable necesita ser
reconocido. Eso no le impide procurar todos los caminos que
ofrece hoy la medicina, no importa su sofisticación.
Sabe que no está luchando contra
el cáncer, el cáncer está luchando contra él. El cáncer que
permanece y crece en él, no llega a ser un organismo vivo, lo mejor
que puede hacer es morir con quien lo hospeda. “No importa que
clase de carrera pueda ser la vida, pero abruptamente he llegado a
ser un finalista.” Así, se pregunta qué cosas no llegará a ver,
el casamiento de sus hijos o “ni leer o siquiera escribir los
obituarios de los ancianos villanos como Henry Kissinger y Joseph
Ratzinger.”
Va registrando, paso a paso, el
acelerado avance de su enfermedad que le va poniendo límites
insalvables. “Siento que mi personalidad e identidad se disuelven
cuando contemplo las manos muertas y la pérdida de las correas de
transmisión que me conectan a la escritura y la lectura.”
Reflexiona sobre la importancia del habla, del diálogo, de la
escritura que se nutre de lo oral, y lo hace en medio de las
limitaciones que experimenta. Irónicamente dice que lo que quiere es
recuperar “la libertad de la palabra”.
Pero no será posible, sus
fuerzas se debilitan aceleradamente y fallece, a los 61 años, el 15
de diciembre de 2011. Su pensamiento sigue presente como el desafío
de un agudo pensador, crítico contradictorio pero estimulante para
aquellos que están dispuestos a aceptar la provocación de su
pensamiento. Por cierto, muchas de sus argumentaciones son
discutibles –y ¿cuál no?- y resultan chocantes a quien profesa
una fe religiosa, pero no por eso deben dejar de ser escuchadas y
discutidas.+ (PE)
(
https://ecupres.com/2020/07/24/voces-de-la-vida-capitulo-v-conocer-juzgar-indagar-cuestionar-dudar/
)
Se habla de pospandemia y se
desestima este tránsito intrapandemia porque se supone que es como
antes de la pandemia. Pero la única relación de millones de
personas con el mundo son las redes y los medios, entonces la
ecuación de poder se asienta más en la propiedad de los medios que
en una representación democrática. “Ustedes no pueden aceptar que
son minoría” fue una frase que le soltó el jueves Cristina
Kirchner en el Senado a la oposición. Además el margen de
decisiones que puede tomar el Gobierno es como si estuviera dentro de
un submarino porque no sabe a ciencia cierta cuánto se va a producir
y cuánto se va a vender o se va a comprar y se maneja sin una
expresión del respaldo, más que la que le transmiten los medios. No
es tan extremo como la imagen que genera esa enumeración, pero sin
duda esos factores alteran el ejercicio del gobierno y distorsionan
el engranaje complejo de la democracia.
La expresión de los medios no es
democrática, eso ya se sabe, porque responden a los intereses de sus
propietarios. No es un poder republicano porque nadie lo elige ni lo
controla, aunque se lo quiera introducir por abajo de la mesa como el
quinto poder.
Las redes tienen un nivel de
distorsión por los mismos motivos a veces, ya sea por el manejo de
trolls y bots, pero también por la lógica con la que se publica.
Hay un tuit que circuló mucho con la frase de Jorge Rivas que
PáginaI12 publicó en el recuadro de tapa de ayer. El dirigente
socialista afirma que sin importar el contexto en que haya ocurrido
“la justicia por mano propia es inadmisible”. Y una persona le
contestó: “Es fácil hablar sin haberlo vivido”.
El contraste entre los dos
mensajes tiene una violencia inusitada que surge del malentendido o
la ignorancia, del borbotón y del todo vale. Puede tener un
transcurso normal y de repente el tono de las redes sube a esos
niveles de violencia tóxica, a veces insoportable.
La discusión del escenario del 9
de Julio en la Quinta de Olivos adquirió ese tono. Hebe publicó una
carta legítima con su crítica. Fue un gesto fuerte como ha sido
siempre la forma de expresión de Hebe.
Pero detrás de la carta pública
de Hebe hubo una catarata de mensajes que le agregaban otro sesgo:
“hasta aquí llegué” o “para mí se terminó”, que no era el
sentido de la crítica enérgica de Hebe, pero que crearon un clima a
partir del cual los que se sentían identificados con esa crítica
tenían que subirse al mismo plano de ruptura. El movimiento fue
empujar esa crítica hacia una posición de ruptura.
Algo similar, pero de manera más
abierta, se produjo con la posición del Gobierno ante Venezuela. En
el Frente de Todos, los acuerdos sobre ese tema van desde el no
intervencionismo hasta el reconocimiento de Nicolás Maduro como
presidente constitucional y un alineamiento regional en ese sentido,
por fuera del que impulsa Washington. Pero en el tema de los derechos
humanos siempre hubo matices, incluso durante los gobiernos
kirchneristas.
Esas diferencias, que bien valen
un debate interno, fueron utilizadas por Clarín, La Nación e
Infobae para sacarlas de contexto, anunciar con grandes titulares un
cambio en la posición de Alberto Fernández y hasta hubo un
comunicado del macrismo para felicitarlo por su nuevo
posicionamiento. Otra vez se trataba de manipular las diferencias que
existen dentro del frente que gobierna para llevarlas al plano de la
ruptura.
Esto produjo un fuerte debate en
las redes y en portales sobre el derecho a la crítica en el Frente
de Todos. El que no critica vendría a ser un olfa ultraoficialista y
el que critica, un torpedo macrista.
Los planteos extremos entre
posiciones que pueden resolverse en un debate más razonable surgen
de la vulnerabilidad que genera esta situación de pandemia y
aislamiento ante la prepotencia mediática para imponer su agenda y
arrastrar ese debate a una situación de no retorno y ruptura.
Cuando se impide la crítica en
una institución o agrupamiento, la presión que se genera es peor y
puede provocar la explosión. La crítica es necesaria porque
enriquece y equilibra. Y quedó claro que el Frente de Todos no tiene
ámbitos donde se puedan volcar estas discusiones. Menos aún en esta
situación de aislamiento. Pero también resultó claro que esa
discusión tiene que evitar la agenda, los tiempos y el tono que le
quiere imponer el adversario.
No es una tarea fácil. Las
formas celulares tradicionales siempre han funcionado más para el
control que para la discusión. Una organización de masas tiene que
encontrar formas que habiliten ese debate sin convertirla en uniforme
ni sectaria. La calle o la asamblea han sido el lugar de debate del
peronismo, pero ahora no se puede.
La frase de Cristina Kirchner en
el Senado tuvo la puntería de la síntesis porque en el marco de una
sociedad sumida en el aislamiento y el temor a la pandemia, la
oposición trata de llevar el debate a un escenario de realidad
virtual donde ellos valen lo mismo o más que la mayoría, según
queda plasmado en el diseño de las corporaciones mediáticas.
El macrismo gobernó con todo a
su favor, desde el poder económico hasta las corporaciones de
medios, y fue un desastre: ni siquiera pudo reelegir y perdió por
nueve puntos de diferencia. Desde las elecciones hasta ahora ha
perdido más base todavía. Son minoría real e indiscutible aunque
el escenario mediático trate de equipararlos.
De todos modos, resulta claro que
la perspectiva de quién y cómo pagará la salida de la pandemia ha
sensibilizado a los sectores más cerrados del poder económico. El
golpe que recibieron Mauricio Macri y María Eugenia Vidal en las
elecciones pasadas dejó vacante el liderazgo de la oposición. Y las
corporaciones mediáticas tienden a ocupar ese vacío con un discurso
cada vez más violento en representación de los grupos económicos
concentrados.
Con los antecedentes golpistas en
Bolivia y Brasil, algunos ven intenciones similares en esta fuerte
ofensiva en un momento tan crítico de la pandemia.
Está comprobado que el peritaje
y el testimonio que se usaron para la detención preventiva de
Roberto Baratta y Julio De Vido fueron truchos. La declaración
estuvo a cargo de Marcelo D'Alessio, el falso abogado que operaba con
la AFI macrista, y el peritaje lo hizo David Cohen, que está bajo la
misma sospecha en un juicio por falso testimonio. Situaciones
similares se plantean en la mayoría de las causas creadas por el
lawfare macrista.
Las declaraciones de los espías
de la AFI (ex SIDE) en el Congreso demuestran que Mauricio Macri puso
la agencia de espionaje al servicio del lawfare, ya fuera para
presionar testigos o jueces o para difundir intimidades de las
víctimas a través de políticos y periodistas amigos. El objetivo
no era alimentar a la Justicia con pruebas, sino usar a la Justicia
para destruir al opositor.
No hay cuadernos invisibles ni
cuentas de fantasía, ni testigos presionados. Son testimonios
directos de los actores de los hechos, pruebas documentales
concretas. Las pruebas son irrebatibles. Cualquier persona honesta
tendría que reconocer que se equivocó al creer en las falsas
acusaciones del lawfare.
Nadie refuta esas pruebas. Se
limitan a decir que no son ciertas, pero ni siquiera aportan datos
para desmentirlas. Los columnistas del macrismo se pusieron de
acuerdo para juntar estas causas con la propuesta de reforma
judicial. Afirman que unas y otra constituyen la vía para lograr
impunidad para Cristina Kirchner, que sería el verdadero gobierno.
La idea del golpe parece lejana
porque la derecha no tiene con quién reemplazar al Gobierno, está
descabezada. Pero es claro el objetivo de debilitar a Alberto
Fernández para condicionar la salida de la pandemia. Todo apunta a
que será un momento importante de definiciones.
Las
tensiones globales que se potencian y amplifican a la sombra de las
muertes provocadas por el Covid19 no dejan de tener sus sombras y
luces en las exposiciones públicas de intelectuales y lideres
mundiales y nacionales que presionan a uno y otro lado de las
posiciones ideológicas que hoy mas que nunca se hallan inmersas en
un mar de conceptos y palabras que lejos están de articular relatos
coherentes y convicciones en las cuales individuos, grupos,
instituciones afirman sus posiciones sociales y sostienen las formas
de pensar y pensarse en el mundo.
El
intento cobarde desde el poder, de repartir responsabilidades con
aquellos a quienes mantienen alejados de las decisiones y
definiciones de rumbos y formas que adopta la globalidad, utilizan
las debilidades de las democracias y de los Estados no militarizados
y financiera y económicamente debilitados, para imponer sus “lógicas
de mercado” por encima de la salud y la vida de sus pueblos.
“La
comunicación en el contexto capitalista: el mercado
de las ideas.
Las últimas dinámicas de la acumulación capitalista,
y fundamentalmente la neoliberal en sus formas más recientes, han
llevado a una conexión cada vez más intensa y cercana, cuando no
directamente, a una coincidencia entre los grupos empresariales que
controlan los medios masivos de comunicación y aquellos que
controlan el núcleo duro del capitalismo financiero. Esto es
resultado no sólo de la tendencia económica general hacia una cada
vez mayor concentración intersectorial del capital(Ramonet: 2007), y
de la necesidad cada vez mayor de gestión de la información por
parte de las empresas deslocalizadas, sino que responde a la
necesidad intrínseca del sistema de extender e intensificar
indefinidamente los mercados. Esta tarea no es compleja mientras hay
necesidades humanas concretas(materiales y abstractas) por
satisfacer, o mientras existan territorios por conquistar. Pero
cuando el capitalismo llegó a los lugares más recónditos del
planeta y cuando las necesidades fueron satisfechas (al menos para
una clase hegemónica), se necesita una potente maquinaria
ideológica que renueve y produzca mercados, y que al mismo tiempo
legitime las desigualdades creadas. A esto se han dedicado en las
últimas décadas incontables estudios psicológicos, cuyos
resultados fueron utilizados continuamente en estrategias de
marketing que, por un lado aseguraron la creación de nuevos merca
dos y, por otro,elevaron los márgenes de ganancia de las empresa s.
Según expresa Naomi
Klein (2002: 11):
“El
astronómico crecimiento de la riqueza y de la influencia cultural de
las empresas multinacionales que se ha producido durante los últimos
años tiene su origen en una idea única, y al parecer inofensiva,
que los teóricos de la gestión empresarial elucubraron a mediados
de la década de 1980: que las empresas de éxito deben producir ante
todo marcas y no productos”.”
COMUNICACIÓN
Y DEMOCRACIA. El rol de los medios en la construcción del discurso
político ciudadano Diego Segovia
Los
medios de comunicación se tornaron en esos instrumentos de creación
de subjetividades al servicio del poder financiero y del mercado de
“marcas” globalizado, dónde la información pasa a ser
mercancía propiedad de los productores de contenidos y de los
carteles de medios de comunicación que sostienen el negocio.
En
sociedades como las nuestras, dependientes, coloniales y poco
politizadas, surgen como la oposición real a cualquier intento
político de carácter nacional y popular.
De
como estas tensiones se vayan resolviendo en los próximos meses
dependerá el éxito del gobierno o de las posiciones neoliberales en
la instalación de la mal llamada “Nueva normalidad”.
Daniel
Roberto Távora Mac Cormack
Comentarios
Publicar un comentario