Sábado 25 de julio de 2020

LA CULTURA DE LA CANCELACIÓN Y LOS DEBATES VIRTUALES
Cuando el mercado guía la conversación pública

La carta abierta publicada semanas atrás en la que reconocidos intelectuales del mundo denunciaban el imperio de la “cultura de la cancelación”, es decir de una cultura de la censura que, mediante simplificaciones morales, hostigaría a quienes piensan distinto, abrió el debate sobre las particularidades de la conversación pública. Para Cosovschi, comprender la obturación del debate público actual implica analizar el modo de funcionamiento del espacio digital en el que hoy se suceden los intercambios.



El pasado 7 de julio, la revista estadounidense Harper’s publicó una carta abierta denunciando un deterioro profundo de las condiciones de la discusión pública. Firmada por varias figuras notables del mundo académico, artístico y periodístico, entre ellos personajes tan diversos como Noam Chomsky, Steven Pinker, Margaret Atwood y J. K. Rowling, la carta sostenía que “las fuerzas del iliberalismo están cobrando fuerza en todo el mundo” y afirmaba que “el intercambio libre de ideas, el alma misma de una sociedad liberal, se ve cada día más restringido”. Lejos de atribuir esta crisis exclusivamente a la derecha conservadora, el mensaje denunciaba el arraigo generalizado de una cultura de la censura que, basada en la simplificación moralista de los debates, tendería a hostigar a quienes piensan distinto y relegarlos al ostracismo. En un contexto marcado por el ascenso global del feminismo #MeToo y por una reciente ola mundial de protestas antirracistas tras el asesinato de George Floyd en Estados Unidos, los signatarios de la carta apuntaron así a un tema de discusión que se ha vuelto central: la existencia de una supuesta cancel culture (en español, “cultura de la cancelación”) basada en los axiomas de la corrección política y tendiente a restringir radicalmente la libertad de expresión.

La discusión sobre la cancel culture lleva su tiempo, pero fue el 3 de julio pasado cuando Donald Trump avivó el debate al denunciar “la cultura de la cancelación de la izquierda” en un discurso en el Monte Rushmore. La publicación de la carta de Harper’s unos días más tarde tuvo así un efecto explosivo y generó un sinfín de debates en los medios y en las redes. Por un lado, aparecieron los elogios de quienes sienten que el espacio de la conversación pública se achica cada día más y que la enunciación de posiciones disidentes sobre ciertos temas conlleva riesgos poco compatibles con una sociedad democrática. Por otro lado, aparecieron las críticas de quienes sostienen que el diagnóstico de la carta es simplista, injusto y hasta cínico, y ciertas voces incluso dijeron que los firmantes aspiran a enunciar sus posiciones sin someterse al escrutinio y las críticas del público.

Los argumentos

Es difícil no reconocer que tanto los partidarios como los detractores de la carta tienen argumentos en esta discusión. Efectivamente, la conversación acerca de ciertos temas, en particular en lo que concierne al estatuto de las minorías sexuales, étnicas, nacionales o culturales en sociedades nominalmente igualitarias, pero estructuralmente desiguales, ha estado marcada durante los últimos años por una defensa de los grupos amenazados que muchas veces roza la victimización e introduce con frecuencia chantajes morales que terminan por restringir el espacio de lo decible. En uno de sus últimos libros, David Rieff (David Rieff, Contra la memoria, Debate, 2012.) identificó una tendencia en la historia reciente a santificar la memoria de la violencia pasada y a construir discursos victimológicos que, arraigados en la idea de la reparación histórica, plantean grandes desafíos a la formación de los consensos generales que sirven de base a una sociedad democrática. Desde una posición incluso progresista, se le achaca a estos discursos una cierta reticencia a incluir a sujetos no minoritarios en su agenda política, lo que resultaría en dificultades para producir movimientos progresistas de base popular amplia.

En las críticas de quienes se alzan como paladines de la libertad de expresión, por otra parte, es frecuente ver una cantidad de operaciones de simplificación muy llamativas. En general, quienes rechazan todo lo que huela a políticamente correcto, tienden a agrupar discursos diversos acerca de la identidad en una unidad no del todo coherente, bajo denominaciones fantasmagóricas como “la ideología de género”, “el posmodernismo” o “las políticas de identidad”. Una cierta idealización del pasado se percibe también en estas críticas, ya que muchos de sus representantes tienden a criticar los efectos deletéreos de la cancel culture sin reparar en las múltiples exclusiones que operaban en el espacio público de nuestras sociedades antes de la llegada de estos nuevos discursos.

Por último, en algunos casos se percibe un encono que arroja un cierto manto de sospecha sobre la honestidad intelectual de los denunciantes. El caso de J. K. Rowling es quizás ilustrativo: la autora de las novelas de Harry Potter recibió críticas de una violencia inusitada por sus afirmaciones a propósito de las personas trans y por su defensa de la condición biológica como marcador definitivo de la identidad de la mujer. A la vez, su insistencia por declarar a los cuatro vientos sus posiciones sobre la cuestión en Twitter, muchas veces quizás subestimando que dichas declaraciones atañen a la experiencia subjetiva y frecuentemente traumática de muchos de sus lectores, invita a pensar que quizás no es sólo una preocupación por el intercambio libre de ideas lo que anima a algunos de estos críticos, sino también un apasionado narcisismo que sólo puede resultar agravado por las tecnologías de comunicación de hoy.

Es el capitalismo digital

Aquí es donde parecería esconderse un punto que la discusión sobre la libertad de expresión obtura con notable eficacia. Gran parte de aquellos que critican la cancel culture interpretan la realidad actual con ojos orwellianos, y acusan a la censura popular de funcionar como un Gran Hermano contemporáneo. Sin embargo, en la enorme mayoría de los casos, la reprobación no viene del Estado, sino de masas informes de individuos cuyas opiniones motivan las decisiones de los agentes privados encargados de determinar aquellas políticas empresariales, académicas o mediáticas que los críticos acusan de antiliberales.


El caso de la comunicación digital es particularmente importante, pues es en el dominio de las redes sociales y los medios digitales en el que transcurren gran parte de estos episodios. El universo en el que se intercambian hoy las ideas y las opiniones es distinto de todo ámbito de discusión pública previamente conocido, y difiere radicalmente de la esfera pública como espacio de comunicación democrática tal y como fue concebida por pensadores como Jürgen Habermas. Como sugieren los teóricos de la comunicación digital Axel Bruns y Tim Highfield (Axel Bruns y Tim Highfield, “Is Habermas on Twitter? Social Media and the Public Sphere Axel Bruns and Tim Highfield”, The Routledge Companion to Social Media and Politics, Routledge, 2015.), el modelo de la esfera pública habermasiana reflejaba en cierta medida el contexto de los años sesenta, en el que un puñado de medios de comunicación públicos y privados de alta calidad eran capaces de imponer agenda y crear un escenario virtual más o menos homogéneo, guiados por un cierto sentido de la ética pública. Pero este modelo parece estar agotado, y aunque algunas de las denuncias acerca de la cancel culture reflejen excesos que efectivamente plantean una amenaza al debate público, se trata de un fenómeno ciertamente agravado por condiciones de producción y circulación que no favorecen la pluralidad sino la homogeneización. De manera que, en lugar de ver este problema como la consecuencia de una falla moral o cultural, es posible verlo como el resultado lógico de ciertas características estructurales del capitalismo digital contemporáneo.

Como sabemos, la comunicación global está casi enteramente sometida a las leyes de un mercado de características oligopólicas, dentro de una ecología mediática dispersa y confusa. Una parte enorme de los flujos de información contemporáneos transcurren en plataformas controladas por unas pocas manos privadas y guiadas, como no podría ser de otra manera, por principios de utilidad económica y escaso sentido de la ética pública. Si las diversas “tiranías de las mayorías” que se manifiestan en las redes son tan poderosas, es ante todo porque pueden influir sobre el flujo de las ganancias de dichos agentes privados que, en lugar de velar por el pluralismo, deciden ajustar los contenidos a la demanda y estandarizan sus contenidos a modelos prefabricados y de probado éxito.

A la vez, la lógica interna de la comunicación en las redes sociales plantea numerosos problemas al desarrollo de un debate público guiado por principios como los de la libertad de opinión y el respeto de la diversidad ideológica. La utopía de los años ochenta y noventa, que consistía en ver el surgimiento de Internet como un campo lleno de posibilidades para la participación democrática y como un espacio de ampliación de la libertad, se ha revelado excesivamente optimista. En las redes sociales, las conexiones humanas, alguna vez presentadas como el alma del Internet del nuevo siglo, son reemplazadas por lo que la teórica holandesa José Van Dijk (José van Dijck, The Culture of Connectivity: A Critical History of Social Media, OUP, 2013.) denomina la “conectividad automatizada”, es decir la conexión de los usuarios en base a lógicas casi exclusivamente algorítmicas y que apuntan principalmente a robustecer la rentabilidad. De esta forma, las redes sociales, ese no-lugar en donde se desarrollan muchos de los conflictos en torno a la cancel culture y a la corrección política, están lejos de alentar la pluralidad y el intercambio libre y racional que supone un cierto ideal de sociedad liberal. En cambio, alientan una participación tempestuosa, basada en la afectividad y en la radicalización identitaria y discursiva, así como una progresiva balcanización del espacio digital que destruye el tejido de la conversación pública.

En definitiva, es cierto que lo que algunos llaman de manera excesivamente simplista “la cultura de la cancelación” plantea amenazas y desafíos al debate público. Pero también lo es que las peores tendencias de las culturas políticas contemporáneas no son sino alentadas y llevadas al extremo por una estructura más amplia, caracterizada por la concentración de la comunicación en manos de unos pocos tech giants, por la decadencia de los medios tradicionales y, más en general, por la crisis de la representación política en algunas de las principales democracias del mundo. Hay razones para pensar que el problema más urgente en el debate público hoy, el que debemos atender inexorablemente si conservamos alguna esperanza de crear un tejido más fuerte para el intercambio de ideas a escala global, no es tanto el arraigo de la cancel culture, como la persistencia de una red de actores y factores que representan una amenaza a cualquier debate democrático.

Dicho de otro modo, lo que está roto no es la libertad de opinión. Lo que está roto es la conversación pública.

Conocer, juzgar, indagar, cuestionar, dudar

Dios ha sido durante mucho tiempo la mejor explicación disponible, pero ahora las tenemos mucho mejores. Dios no explica nada en absoluto, al contrario, se ha convertido en algo que necesita una cantidad insalvable de explicaciones.
Douglas Adams
El hombre es aceptado en la iglesia por sus creencias y rechazado por sus conocimientos.
Mark Twain

Las relaciones con Dios han ido teniendo muy variadas manifestaciones. Están los que adhieren con una seguridad que no parece tener fisuras. Están los que dudan y critican las manifestaciones que le atribuyen sus seguidores. Están quienes viven en constante conflicto con la idea de la existencia de Dios como se vio en el caso de Saramago. Pero hay otros que han hecho de su negación a la existencia de Dios una causa que les acompañan en su obra y acción. Se podrían poner muchos ejemplos, pero este capítulo se concentrará en un reconocido escritor y pensador que falleció hace poco tiempo 1949/2011. Se trata de Christopher Hitchens.  



Conocido como un irascible izquierdista sus adhesiones ideológicas fueron cambiando con el tiempo y los acontecimientos históricos.  Hitchens era un periodista y escritor inglés (1949) que vivió muchos años en los Estados Unidos de Norteamérica, cuya ciudadanía adoptó.

Ha escrito una veintena de libros y un sinnúmero de artículos. En 2001 publicó “Juicio a Henry Kissinger” donde se centraba en aquellas acciones del político que podrían constituir una acusación penal referidos a crímenes de guerra y crímenes humanitarios, como secuestros, asesinatos y tortura. Pasaba revista a sus delictivas acciones en Indochina, Bangladesh, Chile sacando a la luz los tejes y manejes de una sucia política ejercida en esos lugares.

Posteriormente, sus encendidas críticas fueron mermando y –como lo calificó el diario El País- “el furibundo trotskista fue convirtiéndose en un furibundo neoconservador”. A partir de los sucesos del 11 de Septiembre de 2001, justificó la invasión a Irak. No creyó que fuese totalmente cierto que ese país careciera de armas de destrucción masiva y, por sobre todo, argumentaba que el pueblo necesitaba librarse de un tirano como Sadam Hussein puesto que “merecía un respiro para pensar en la reconstrucción”.


La religión es y ha sido, al mismo tiempo, un tema al que Hitchens ha dedicado buena parte de su trabajo y de sus encendidas polémicas, llegando a ser igualmente implacable cuando descubre una mentira o una injusticia, y no importa de quien se trate.
En 1995 publica un provocativo libro sobre la Madre Teresa que suscitó mucha controversia, pero contadas refutaciones respecto a los hechos que denuncia. Con un título que algunos consideraron escandaloso y petulante, “La posición misionera” (The Missionary Position) buscaba puntualizar la actitud de los misioneros en sus afanes evangelísticos y, al mismo tiempo, en sus enseñanzas sobre las conductas sexuales.

No considera a la Madre Teresa “amiga de los pobres”, puesto que en lugar de establecer un hospital escuela con el dinero que recibía para ellos se dedicó a esparcir cerca de 150 conventos en el mundo. Señala, además, que ella tenía relaciones con individuos ricos y poderosos que aportaban mucho dinero a su obra, como el dictador de Haití Jean-Claude Duvalier y Charles H. Keating, conocido abogado y banquero, que fue condenado por un escandaloso fraude multimillonario.

Su investigación sobre la Madre Teresa refleja la postura filosófica y ética que le lleva a formular su rechazo a toda religión y que considera ampliamente en su último libro “Dios no es bueno”. Aquí recuerda que, a la muerte de la Madre Teresa, fue citado por el Vaticano (págs. 165-168) para ver si podía arrojar alguna luz sobre su vida, puesto que estaban buscando acreditar el “milagro” que permitiera seguir con su beatificación. La manipulación de la información y la presión a transformar en milagrosos hechos comunes y corrientes forman, en este caso y varios de los que cita, buena parte de la decepción y rechazo a toda expresión de trascendencia y quiebre del orden natural.

Uno de sus últimos libros condensa buena parte de su pensamiento: “Dios no es bueno”, título que es una versión más suavizada del original en inglés: “Dios no es maravilloso. Como la religión envenena todo” (God is not Great: How Religion Poisons Everything), que describe más acertadamente no solo el contenido sino el estilo agudo y descarnadamente provocador de su autor.
Hitchens plantea cuatro objeciones irreductibles a la fe religiosa: representa de forma incorrecta los orígenes del ser humano y del cosmos; aúna el máximo servilismo con el máximo solipsismo; es causa y consecuencia de represión sexual y está basada en ilusiones.

Él considera que su mayor y más demoledora crítica a la religión es que se trata de una creación del ser humano. Se define como ateo y remarca: “mi ateísmo en particular es un ateísmo protestante”. Por cierto, muchas de sus argumentaciones son discutibles y resultan chocantes a quien profesa una fe religiosa, pero no por eso deben dejar de ser escuchadas y discutidas.


Su tesis básica, que toma de varios autores, es que “la vida, la inteligencia y el razonamiento comienzan precisamente en el lugar donde termina la fe”. No es que confíe plenamente en la ciencia y en la razón, pero desconfía de aquello que contradiga a la ciencia o atente contra la razón. Rechaza el planteo del “diseño inteligente”, porque éste y cualquier otro argumento sobre la existencia de Dios lo prueba. 

Su libro se convierte, por momentos, en una enciclopedia de temas que se vinculan con la religión ya sean históricos, teológicos, o hechos de su propia y amplia experiencia de viajero y corresponsal. En los primeros casos muestra un buen conocimiento y uso de las variadas fuentes sobre las que basa su argumentación. Eso no disminuye la validez de sus conclusiones, pero le quita originalidad. Es en el desarrollo de sus propias experiencias en las que apreciamos mejor una retórica ácida pero más creíble.
Lamentablemente las experiencias recogidas de acciones y posturas de las iglesias y de quienes dicen servirlas, alimentan su rechazo visceral a toda forma de religión.

Hay que reconocer que Hitchens con su estilo mordaz, no exento de inteligencia y buen decir, atrapa con sus argumentaciones. Generalmente las críticas bien fundamentadas provocan simpatías y mueven a aceptar los rechazos propuestos. Pero en varias oportunidades fuerza sus conclusiones. Así, por ejemplo, hace una lectura apresurada de ciertos personajes por justificar sus argumentaciones.

Mientras hace una crítica seria sobre la actitud de las iglesias cristianas durante el nazismo en Alemania, solo puede rescatar a Dietrich Bonhoeffer y Martin Niemoller porque “actuaron únicamente con los dictados de su conciencia”. Hitchens deja de lado que ambos eran parte de la “Iglesia Confesante” que se forma en 1934 en oposición a la creciente dominación del nazismo. La crítica a las instituciones y a muchos de sus líderes no necesariamente deja a los demás a merced de “su conciencia”.  La realidad es muy compleja, no puede hacerse una lectura principista de un suceso histórico.

Lo mismo podría decirse de su fuerte crítica a Gandhi por la actitud que asumió en la búsqueda de que Gran Bretaña abandonara la India. El liderazgo de Gandhi tiene puntos oscuros y recriminables, que los achaca a una postura religiosa que encuentra divisionista puesto que mientras “lo que más necesitaba la India era un líder nacionalista laico moderno, tenía a un faquir y un gurú.” Pero Hitchens no busca comprender la posición de Gandhi frente a la larga y dictatorial presencia del Imperio británico en la dominación y división de ese país que, lamentablemente, ni menciona.

Quizás con quien parece tener más simpatía es con Martin Luther King  (págs. 195-198). La lectura de sus sermones le produce una emoción profunda por su constante mensaje contra el racismo y su acento en la no violencia. Luther King recurría para ello al Antiguo Testamento y a la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto. Hitchens tiene que reconocer esa influencia, pero se esfuerza, innecesariamente, en demostrar que lo hacía despojándose de todos los mitos que modelan la historia bíblica.

Aun reconociendo las debilidades de ciertas argumentaciones, sería muy difícil negar muchas de las actitudes religiosas que han marcado el derrotero de iglesias que imprimieron carácter y buscaron la sumisión de mucha gente. Por eso tiene razón en rechazar con vehemencia la manifestación de la religión que con su carga de condena eterna atormenta a los fieles con indecibles sufrimientos, atemorizándolos con demonios que los asechan, y buscando controlar su pensamiento y su vida sexual.  Han sido muchas de estas cosas las que han hecho huir de la religión a quienes quieren conocer, juzgar, indagar, cuestionar, dudar, por los caminos de la libertad.

Hitchens cree que “a la religión se le han agotado las justificaciones” y “hoy solo puede obstaculizar y retrasar los progresos constatables que hemos realizado.” Por lo tanto, concluye, “desterremos del discurso a todas las religiones”, y lo que se necesita es una Ilustración renovada que “se fundamente en la proposición de que el objeto de estudio adecuado de la humanidad es el hombre y la mujer.” Una vaga y difusa proposición.
Sería muy difícil acometer esa tarea dejando de lado lo que el ser humano ha sido y es como forjador de estructuras religiosas o políticas, cuyos gérmenes de dominación y sometimiento han plagado la historia humana. No hay duda que las religiones han demostrado una capacidad llamativa para desarrollar estructuras agobiantes, especialmente abusando de las necesidades humanas de tener una comprensión del misterio de la vida.

Esas dolorosas manchas no han podido ser dejadas de lado y la religión tendrá -¿sucederá algún día?- que aceptar sus acciones oscurantistas y tergiversadoras de la vida humana. A pesar de todo, persiste la innegable realidad del misterio de la vida que seguirá presente y provocativa en el corazón de la humanidad, y aquí Hitchens parece no darse por enterado y lamentablemente ya no podrá hacerlo, aunque comparte agudas reflexiones al fin de su vida.

Mortalidad ¿Por qué yo? ¿Por qué no?

Se publica en Londres el último libro de Christopher Hitchens llamado “Mortality” que registra sus reflexiones y comentarios después de enterarse que un cáncer, al que llamó un “alienígena ciego y carente de emoción”, acabaría con su vida.
En este libro, como dice uno de sus amigos, Graydon Carter, “Hitchens confronta su propia muerte, permaneciendo combativo, elocuente y digno hasta el último momento”. Por eso, lo primero que hace es refutar la opinión de aquellos que creen que el cáncer está ejerciendo “una consagrada misión del cielo”.  Alguien le ha escrito para que reconozca que su enfermedad es el resultado de haber usado su cuerpo para blasfemar, todo lo cual lo llevará al fuego del infierno donde será torturado para siempre.


Polemista empedernido, comentarista mordaz, escritor lúcido, innegablemente contradictorio, Christopher Hitchens, frente a su enfermedad terminal objeta esta dura afirmación dogmática que ha persistido por siglos. ¿Quién puede estar seguro que conoce la mente de dios? ¿Creen quienes así pontifican que ese dios dañará también a sus hijos? Por otra parte, ¿olvidan que el cáncer se hace presente en santos y pecadores, creyentes y no creyentes?
Tiene razón en rechazar con vehemencia la manifestación de la religión que, con su carga de condena eterna, atormenta a los fieles con indecibles sufrimientos, atemorizándolos con demonios que los asechan, y buscando controlar su pensamiento y su vida sexual. Sería muy difícil negar muchas de las actitudes religiosas que han marcado el derrotero de iglesias que imprimieron carácter y buscaron la sumisión de mucha gente.

Han sido muchas de estas cosas las que han hecho huir de la religión a quienes, como se ha afirmado, quieren conocer, juzgar, indagar, cuestionar, dudar,  por los caminos de la libertad.
De muy diversos sectores fue recibiendo mensajes de aliento, y hasta se designó un día especial para orar por él, lo que le hace preguntar: Orar ¿Para qué? Sabe que sus amigos estaban preocupados por su salvación. Su círculo de relaciones es muy amplio e incluye las más diversas tradiciones religiosas y no puede decidirse por una.

Por eso simpatiza con Voltaire, quien en su lecho de muerte, urgido a rechazar al diablo, dijo que ya no tenía tiempo para hacerse de enemigos.

Recuerda como Ambrose Bierce definió a la oración: “Una petición para que las leyes de la naturaleza sean suspendidas en favor del peticionante; que se confiesa a sí mismo indigno.”  Hay un dejo de humor en esta frase porque supone que dios ha arreglado mal las cosas y que se puede instruir a Dios como corregirlas. Para Hitchens “El tono de las oraciones replican la tontería del mandato, en el que se recibe con gozo y agradecimiento lo que Dios de todas maneras va a hacer.”

No hay duda que las religiones han demostrado una capacidad llamativa para desarrollar estructuras agobiantes, especialmente abusando de las necesidades humanas alrededor del misterio de la vida. Esas dolorosas manchas no han podido ser dejadas de lado y la religión tendrá -¿sucederá algún día?- que aceptar sus acciones oscurantistas y tergiversadoras de la vida humana.

No está dispuesto a ser alimentado por mitos contradictorios en sí mismos. “A la tonta pregunta “¿Por qué yo? el cosmos apenas se molestaría en replicar: ¿Por qué no?”, confesión que había compartido con mucha entereza entre nosotros el recordado escritor argentino Fontanarrosa. La conciencia de un fin inescapable necesita ser reconocido.  Eso no le impide procurar todos los caminos que ofrece hoy la medicina, no importa su sofisticación.

Sabe que no está luchando contra el cáncer, el cáncer está luchando contra él. El cáncer que permanece y crece en él, no llega a ser un organismo vivo, lo mejor que puede hacer es morir con quien lo hospeda. “No importa que clase de carrera pueda ser la vida, pero abruptamente he llegado a ser un finalista.” Así, se pregunta qué cosas no llegará a ver, el casamiento de sus hijos o “ni leer o siquiera escribir los obituarios de los ancianos villanos como Henry Kissinger y Joseph Ratzinger.”

Va registrando, paso a paso, el acelerado avance de su enfermedad que le va poniendo límites insalvables. “Siento que mi personalidad e identidad se disuelven cuando contemplo las manos muertas y la pérdida de las correas de transmisión que me conectan a la escritura y la lectura.”  Reflexiona sobre la importancia del habla, del diálogo, de la escritura que se nutre de lo oral, y lo hace en medio de las limitaciones que experimenta. Irónicamente dice que lo que quiere es recuperar “la libertad de la palabra”.

Pero no será posible, sus fuerzas se debilitan aceleradamente y fallece, a los 61 años, el 15 de diciembre de 2011. Su pensamiento sigue presente como el desafío de un agudo pensador, crítico contradictorio pero estimulante para aquellos que están dispuestos a aceptar la provocación de su pensamiento. Por cierto, muchas de sus argumentaciones son discutibles –y ¿cuál no?- y resultan chocantes a quien profesa una fe religiosa, pero no por eso deben dejar de ser escuchadas y discutidas.+ (PE)

Se habla de pospandemia y se desestima este tránsito intrapandemia porque se supone que es como antes de la pandemia. Pero la única relación de millones de personas con el mundo son las redes y los medios, entonces la ecuación de poder se asienta más en la propiedad de los medios que en una representación democrática. “Ustedes no pueden aceptar que son minoría” fue una frase que le soltó el jueves Cristina Kirchner en el Senado a la oposición. Además el margen de decisiones que puede tomar el Gobierno es como si estuviera dentro de un submarino porque no sabe a ciencia cierta cuánto se va a producir y cuánto se va a vender o se va a comprar y se maneja sin una expresión del respaldo, más que la que le transmiten los medios. No es tan extremo como la imagen que genera esa enumeración, pero sin duda esos factores alteran el ejercicio del gobierno y distorsionan el engranaje complejo de la democracia.

La expresión de los medios no es democrática, eso ya se sabe, porque responden a los intereses de sus propietarios. No es un poder republicano porque nadie lo elige ni lo controla, aunque se lo quiera introducir por abajo de la mesa como el quinto poder.



Las redes tienen un nivel de distorsión por los mismos motivos a veces, ya sea por el manejo de trolls y bots, pero también por la lógica con la que se publica. Hay un tuit que circuló mucho con la frase de Jorge Rivas que PáginaI12 publicó en el recuadro de tapa de ayer. El dirigente socialista afirma que sin importar el contexto en que haya ocurrido “la justicia por mano propia es inadmisible”. Y una persona le contestó: “Es fácil hablar sin haberlo vivido”.


El contraste entre los dos mensajes tiene una violencia inusitada que surge del malentendido o la ignorancia, del borbotón y del todo vale. Puede tener un transcurso normal y de repente el tono de las redes sube a esos niveles de violencia tóxica, a veces insoportable.
La discusión del escenario del 9 de Julio en la Quinta de Olivos adquirió ese tono. Hebe publicó una carta legítima con su crítica. Fue un gesto fuerte como ha sido siempre la forma de expresión de Hebe.


Pero detrás de la carta pública de Hebe hubo una catarata de mensajes que le agregaban otro sesgo: “hasta aquí llegué” o “para mí se terminó”, que no era el sentido de la crítica enérgica de Hebe, pero que crearon un clima a partir del cual los que se sentían identificados con esa crítica tenían que subirse al mismo plano de ruptura. El movimiento fue empujar esa crítica hacia una posición de ruptura.


Algo similar, pero de manera más abierta, se produjo con la posición del Gobierno ante Venezuela. En el Frente de Todos, los acuerdos sobre ese tema van desde el no intervencionismo hasta el reconocimiento de Nicolás Maduro como presidente constitucional y un alineamiento regional en ese sentido, por fuera del que impulsa Washington. Pero en el tema de los derechos humanos siempre hubo matices, incluso durante los gobiernos kirchneristas.


Esas diferencias, que bien valen un debate interno, fueron utilizadas por Clarín, La Nación e Infobae para sacarlas de contexto, anunciar con grandes titulares un cambio en la posición de Alberto Fernández y hasta hubo un comunicado del macrismo para felicitarlo por su nuevo posicionamiento. Otra vez se trataba de manipular las diferencias que existen dentro del frente que gobierna para llevarlas al plano de la ruptura.


Esto produjo un fuerte debate en las redes y en portales sobre el derecho a la crítica en el Frente de Todos. El que no critica vendría a ser un olfa ultraoficialista y el que critica, un torpedo macrista.


Los planteos extremos entre posiciones que pueden resolverse en un debate más razonable surgen de la vulnerabilidad que genera esta situación de pandemia y aislamiento ante la prepotencia mediática para imponer su agenda y arrastrar ese debate a una situación de no retorno y ruptura.


Cuando se impide la crítica en una institución o agrupamiento, la presión que se genera es peor y puede provocar la explosión. La crítica es necesaria porque enriquece y equilibra. Y quedó claro que el Frente de Todos no tiene ámbitos donde se puedan volcar estas discusiones. Menos aún en esta situación de aislamiento. Pero también resultó claro que esa discusión tiene que evitar la agenda, los tiempos y el tono que le quiere imponer el adversario.


No es una tarea fácil. Las formas celulares tradicionales siempre han funcionado más para el control que para la discusión. Una organización de masas tiene que encontrar formas que habiliten ese debate sin convertirla en uniforme ni sectaria. La calle o la asamblea han sido el lugar de debate del peronismo, pero ahora no se puede.

La frase de Cristina Kirchner en el Senado tuvo la puntería de la síntesis porque en el marco de una sociedad sumida en el aislamiento y el temor a la pandemia, la oposición trata de llevar el debate a un escenario de realidad virtual donde ellos valen lo mismo o más que la mayoría, según queda plasmado en el diseño de las corporaciones mediáticas.


El macrismo gobernó con todo a su favor, desde el poder económico hasta las corporaciones de medios, y fue un desastre: ni siquiera pudo reelegir y perdió por nueve puntos de diferencia. Desde las elecciones hasta ahora ha perdido más base todavía. Son minoría real e indiscutible aunque el escenario mediático trate de equipararlos.


De todos modos, resulta claro que la perspectiva de quién y cómo pagará la salida de la pandemia ha sensibilizado a los sectores más cerrados del poder económico. El golpe que recibieron Mauricio Macri y María Eugenia Vidal en las elecciones pasadas dejó vacante el liderazgo de la oposición. Y las corporaciones mediáticas tienden a ocupar ese vacío con un discurso cada vez más violento en representación de los grupos económicos concentrados.


Con los antecedentes golpistas en Bolivia y Brasil, algunos ven intenciones similares en esta fuerte ofensiva en un momento tan crítico de la pandemia.


Está comprobado que el peritaje y el testimonio que se usaron para la detención preventiva de Roberto Baratta y Julio De Vido fueron truchos. La declaración estuvo a cargo de Marcelo D'Alessio, el falso abogado que operaba con la AFI macrista, y el peritaje lo hizo David Cohen, que está bajo la misma sospecha en un juicio por falso testimonio. Situaciones similares se plantean en la mayoría de las causas creadas por el lawfare macrista.


Las declaraciones de los espías de la AFI (ex SIDE) en el Congreso demuestran que Mauricio Macri puso la agencia de espionaje al servicio del lawfare, ya fuera para presionar testigos o jueces o para difundir intimidades de las víctimas a través de políticos y periodistas amigos. El objetivo no era alimentar a la Justicia con pruebas, sino usar a la Justicia para destruir al opositor.


No hay cuadernos invisibles ni cuentas de fantasía, ni testigos presionados. Son testimonios directos de los actores de los hechos, pruebas documentales concretas. Las pruebas son irrebatibles. Cualquier persona honesta tendría que reconocer que se equivocó al creer en las falsas acusaciones del lawfare.


Nadie refuta esas pruebas. Se limitan a decir que no son ciertas, pero ni siquiera aportan datos para desmentirlas. Los columnistas del macrismo se pusieron de acuerdo para juntar estas causas con la propuesta de reforma judicial. Afirman que unas y otra constituyen la vía para lograr impunidad para Cristina Kirchner, que sería el verdadero gobierno.


La idea del golpe parece lejana porque la derecha no tiene con quién reemplazar al Gobierno, está descabezada. Pero es claro el objetivo de debilitar a Alberto Fernández para condicionar la salida de la pandemia. Todo apunta a que será un momento importante de definiciones.

Las tensiones globales que se potencian y amplifican a la sombra de las muertes provocadas por el Covid19 no dejan de tener sus sombras y luces en las exposiciones públicas de intelectuales y lideres mundiales y nacionales que presionan a uno y otro lado de las posiciones ideológicas que hoy mas que nunca se hallan inmersas en un mar de conceptos y palabras que lejos están de articular relatos coherentes y convicciones en las cuales individuos, grupos, instituciones afirman sus posiciones sociales y sostienen las formas de pensar y pensarse en el mundo.

El intento cobarde desde el poder, de repartir responsabilidades con aquellos a quienes mantienen alejados de las decisiones y definiciones de rumbos y formas que adopta la globalidad, utilizan las debilidades de las democracias y de los Estados no militarizados y financiera y económicamente debilitados, para imponer sus “lógicas de mercado” por encima de la salud y la vida de sus pueblos.


La comunicación en el contexto capitalista: el mercado de las ideas. 

Las últimas dinámicas de la acumulación capitalista, y fundamentalmente la neoliberal en sus formas más recientes, han llevado a una conexión cada vez más intensa y cercana, cuando no directamente, a una coincidencia entre los grupos empresariales que controlan los medios masivos de comunicación y aquellos que controlan el núcleo duro del capitalismo financiero. Esto es resultado no sólo de la tendencia económica general hacia una cada vez mayor concentración intersectorial del capital(Ramonet: 2007), y de la necesidad cada vez mayor de gestión de la información por parte de las empresas deslocalizadas, sino que responde a la necesidad intrínseca del sistema de extender e intensificar indefinidamente los mercados. Esta tarea no es compleja mientras hay necesidades humanas concretas(materiales y abstractas) por satisfacer, o mientras existan territorios por conquistar. Pero cuando el capitalismo llegó a los lugares más recónditos del planeta y cuando las necesidades fueron satisfechas (al menos para una clase hegemónica), se necesita una potente maquinaria ideológica que renueve y produzca mercados, y que al mismo tiempo legitime las desigualdades creadas. A esto se han dedicado en las últimas décadas incontables estudios psicológicos, cuyos resultados fueron utilizados continuamente en estrategias de marketing que, por un lado aseguraron la creación de nuevos merca dos y, por otro,elevaron los márgenes de ganancia de las empresa s. Según expresa Naomi Klein (2002: 11): “El astronómico crecimiento de la riqueza y de la influencia cultural de las empresas multinacionales que se ha producido durante los últimos años tiene su origen en una idea única, y al parecer inofensiva, que los teóricos de la gestión empresarial elucubraron a mediados de la década de 1980: que las empresas de éxito deben producir ante todo marcas y no productos”.”
COMUNICACIÓN Y DEMOCRACIA. El rol de los medios en la construcción del discurso político ciudadano Diego Segovia

Los medios de comunicación se tornaron en esos instrumentos de creación de subjetividades al servicio del poder financiero y del mercado de “marcas” globalizado, dónde la información pasa a ser mercancía propiedad de los productores de contenidos y de los carteles de medios de comunicación que sostienen el negocio.

En sociedades como las nuestras, dependientes, coloniales y poco politizadas, surgen como la oposición real a cualquier intento político de carácter nacional y popular.

De como estas tensiones se vayan resolviendo en los próximos meses dependerá el éxito del gobierno o de las posiciones neoliberales en la instalación de la mal llamada “Nueva normalidad”.

Daniel Roberto Távora Mac Cormack

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