Sábado 11 de julio de 2020

Geopolítica, Biopolítica y globalización en tiempos de pandemia …
(2da parte)

1.- La era del Individualismo.
“Les daremos una felicidad tranquila, resignada,
la felicidad de unos seres débiles, tal y como han sido creados…
Les obligaremos a trabajar, pero en las horas libres les
organizaremos la vida como un juego de niños,
con canciones infantiles y danzas inocentes.
Les permitiremos también el pecado…
¡son tan débiles e impotentes! y ellos nos amarán
como niños a causa de nuestra tolerancia (…) y
ya nunca tendrán secretos para nosotros
(…) y nos obedecerán con alegría”.
Fyodor Dostoyevski.

El Estado del bienestar se encuentra en crisis. Quizás seremos testigos de su eclipse terminal, tal como lo hemos conocido, en unas décadas. La conquista histórica de una generación puede ser derrumbada por los herederos de la misma. La globalización liberal, y sus efectos críticos parecen erosionar las bases del sistema del Bienestar social occidental.




 
Aquí y ahora, hic et nunc, vivimos un cambio histórico. Los hijos, por primera vez en la crónica occidental, sin mediar guerra o catástrofe, vivirán peor que los padres. Pero tanto padres como hijos son educados, por los medios de comunicación de masas (que sustituyen a la formación en el hogar y en las escuela), en un individualismo vital cada día más incompatible con la supervivencia del Welfare state.

El desempleo se hace crónico y los derechos laborales desaparecen ante la necesidad de productividad y competitividad; las privatizaciones avanzan sin freno y la población envejece y la natalidad cae sin solución; los valores de solidaridad, moral o mérito desaparecen del diccionario vital de nuestros jóvenes; millones de migrantes acechan en las fronteras en busca del mismo sueño que los europeos; las comunidades naturales sobre las que descansaba dicho Estado (familiares, sindicales) se destruyen progresivamente; y se sacraliza la difusión sin precedentes de las tendencias individualistas, que derrumban las viejas vinculaciones comunitarias en pro de relaciones mediáticas y digitales de usar y tirar. Este es el panorama histórico, cuantitativa y cualitativamente demostrado.

El problema reside, ahora, en la interpretación de las causas de dicha crisis y las consecuencias que tendrá la misma. Parece, en este sentido, que el desarrollo humano, entendido en clave occidental, se ha ligado al llamado progresismo liberal individualista: derechos sin responsabilidades. Así somos formados; desde mi exclusiva voluntad podría hacer y deshacer, supuestamente, cuándo, dónde y cómo quisiese, sin explicaciones, sin remordimientos, sin consecuencias. Las antiguas identidades y lealtades comunitarias (de la Familia a la Nación) dejaban paso a un “nuevo Adán” solo sometido a las exigencias de las fidelidades temporales marcadas por las elites políticas y económicas del nuevo tiempo histórico, para vender sus productos, para conseguir sus votos. Así, el individualismo hiperconsumista, como idea y como praxis, viene marcando la agenda política del mismo, a izquierda y derecha del espectro político-social, en Occidente: primero la competencia entre naciones, después entre empresas, y ahora entre ciudadanos... por un empleo, por un salario, por la mera supervivencia. Y varios escenarios confirman esta afirmación.

Todo es individual, todo es relativo. El obrero daba paso al ciudadano, y éste, al consumidor. Los derechos sociales transitaron de la Cuestión obrera a mi cuestión personal. El impactante progreso industrial del siglo XIX, con sus inventos patentados y sus fábricas humeantes, derrumbó las comunidades naturales artesanales (de la Cofradía al Gremio), creando el arquetipo salvador del proletario. El traumático devenir postindustrial finiquitó las clases sociales, haciendo vacuos sus lemas y ridículos sus símbolos, consagrando al ciudadano como portador de derechos sin límite. Y la era digital puso en manos del consumidor el destino de lo público, sometiendo lo el bienestar a la ley de la oferta y la demanda. Por ello, es más fácil reclamar por una lavadora rota, que por una nómina impagada.

Yo y mis circunstancias. El logro individual, el éxito personal se ha convertido, pues, en la meta de todo avance, de toda superación. Ilustración sin ilustrados en estado puro (el libro, como símbolo, ya no se lee). Las identidades colectivas se configuran rápidamente desde modelos preconcebidos individualmente, y se destruyen a los pocos segundos, a golpe de clic en las redes sociales modernas, desde el acto personal, y casi anónimo, de la esfera digital. Nada de fidelidades, de lealtades, de trascendencia. Compromisos de usar y tirar. Adam Smith parece tener razón. El consumo es la razón del progreso, de nuestra libertad; nada más.


Lo público a mi servicio. El Estado, por ello, debe cuidarme de la cuna a la tumba, siendo mi única obligación contribuir fiscalmente, directa o indirectamente, a su financiación. En manos exclusivas de la partidocracia, que hacen y deshacen en función de modas ideológicas o encuestas electorales; así pierde su razón. O en manos de lobbys de presión que lo convierten en mera fachada de intereses inmediatos; así pierde su esencia.

Ni público ni privado. Como señaló, polémicamente, Robert Michels en su “ley de hierro de la Oligarquía”, la elite que siempre domina, se adapta en todo momento a las exigencias del terreno. Como autoridad carismática, tradicional o racional (siguiendo la propuesta de Max Weber), siempre prefiere individuos aislados que comunidades responsables, fieles compradores o votantes en vez de colectivos autosuficientes. De esta manera, el paradigma interpretativo aquí señalado hace de la dialéctica Estado-Mercado mera fachada de la eterna lucha por los recursos, como nos señaló Georg Simmel.

Los escenarios citados nos muestran que, siempre, toda acción tiene un efecto. Desde ese consumo masivo, siquiera irracional, de entornos y energías, se pretendía financiar secularmente la Política social “providencial”. Occidente debía y podía cumplir, a costa de recursos propios y ajenos, dar bienestar sin esperar responsabilidad. El hombre occidental era el "centro del mundo". Pero la emergencia del fenómeno de la globalización, con espacios anticoloniales, potencias regionales crecientes y viejos imperios renacidos, ampliaron la competencia, y con ello la lucha por los recursos, por el bienestar; y la proclamada reducción constante de recursos naturales, como Schumacher nos advirtió hace varias décadas en “Lo pequeño es bello”, abre un escenario de combate económico (entre naciones, entre empresas, entre ciudadanos) y de riesgos medioambientales de alcance aún desconocido.

La Política social siempre ha sido una mediación colectiva. Sus orígenes en Europa nos remiten a la búsqueda de ese equilibrio imperfecto entre los factores económicos y políticos propios del siglo XIX, resultante de la industrialización, el progreso de la democracia en el seno de los Estados centralizados y la creciente conciencia sobre los derechos políticos y sociales. Para Patrick de Laubier esta primera Política social fue el resultado del “conjunto de medidas para elevar el nivel de vida de una nación, o cambiar las condiciones de vida materiales y culturales de la mayoría conforme a una conciencia progresiva de derechos sociales, teniendo en cuenta las posibilidades económicas y políticas de un país en un momento dado”. Esta definición cubría para De Laubier “un dominio que se sitúa entre lo económico y lo político como medio de conservación o reforzamiento del poder el Estado”. Así nació la Política Social, mediando histórica y epistemológica entre economía (el bien-estar) y la política (el bien-común), realizada siempre jurídicamente, y que en primer término se concretó bajo la primera Cuestión social laboral y proletaria, el problema obrero, como estudió el profesor Jerónimo Molina.

Pero a inicios del siglo XXI, esta Cuestión ha cambiado, significativamente, de rumbo, y buena parte de la mediación, de equilibrio ha sucumbido. El modelo interpretativo situado en el “hecho industrial”, con trabajo y capital como protagonistas, parece insuficiente para determinar, como paradigma heurístico, los nuevos conflictos que la globalización de ideas y la revolución tecnológica conlleva en la transformación de las formas individuales y colectivas de existencia, de los “espacios vitales”. Asimismo, el “hecho ciudadano” parece incómodo de defender ante las creciente manifestaciones de la “menesterosidad social” actual, persistentes o emergentes, cifradas en nuestra capacidad adquisitiva para ser o tener en función de la presión comercial. El “hecho consumidor”, de todo y a toda costa, prende el vuelo en nuestra forma de vivir y de pensar.

Este nuevo horizonte atisbado supera las fronteras del Estado-nación del Viejo continente, del Leviatán de Thomas Hobbes, ante el impacto de nuevas tendencias (unificación europea, revolución tecnológica, globalización, cambio climático), de situaciones conflictivas no superadas, y de “problemas-necesidades” emergentes (inmigración, igualdad de oportunidades, cooperación y desarrollo, asociacionismo, salud, etc). Fenómenos que muestran la necesidad de nuevos paradigmas e interpretaciones, e incluso de nuevos términos, para construir y enseñar la Política Social. La pobreza y la miseria, el recorte y el ajuste, la desigualdad y la exclusión, no entraban en los planes de los políticos profesionales y de los consumidores satisfechos. La crisis desatada en 2008 persiste en el tiempo y en las almas. Los datos cuantitativos y los dramas cualitativos, todos ellos humanos y no solo estadísticos, impelen a una renovación profunda de la Política social, en sus fundamentos e instrumentos.

2. El Estado del Bienestar.
"Sólo las virtudes producen en los pueblos
un bienestar constante y serio".
José Martí.

El Estado del Bienestar debía ser la última fase de la Política social. Dejaba atrás las formas caritativas y benéficas de asistencia, la infructuosa experiencia de la democracia sin Estado o auto-organización social (del utopismo francés al anarquismo antiestatista). Tras el primer Estado social nacido en la pujante Prusia bismarckiana, el obrero fue el prototipo de los "tiempos modernos" de Chaplin. Pero ese proletario, casi mítico a ojos de Serguei Eisestein, fue sustituido, en la prensa y en la prosa, por el soldado de Ernst Jünger (en esas trincheras recientes) y finalmente por el ciudadano de John M. Keynes. El "fin de la Historia" se había planteado antes de que Francis Fukuyama se consagrara como intelectual-hechicero.



Durante su corta existencia, naciente tras el fin de la Segunda Guerra mundial, el Bienestar público ha presidido los momentos más importantes de nuestra vida, siendo el abrigo de nuestra intemperie y el pozo mágico en el que pedir los deseos más acuciantes, o el cruel traidor que desaparece cuando uno menos lo espera y más lo necesita. Era el gran logro de la civilización occidental, que nos cuidaría de la cuna a la tumba, como defendía su promotor, Lord Beveridge: nunca más pobreza (el pleno empleo era su objetivo), no más delitos (la desigualdad no volvería), solo ciudadanos miembros de clases medias homogéneas bajo la omnímoda protección estatal (la desigualdad se reduciría drásticamente). Así llegaba la hora del Bienestar para todos, como sistema social flexible y adaptativo. Los derechos obreros, con su carga de reivindicación y conflicto (entre capital y trabajo, entre mercado y democracia) daban paso a los derechos de ciudadanía, con su esencia de concordia y progreso. Una sociedad cuasi perfecta donde el delito era confinado, como hecho social, al campo de la marginalidad, de la desviación, ante un progreso ilimitado y unos derechos protegidos. Ya no era producto de un desigual reparto de la riqueza (clasismo, desigualdad) ni una pérdida de los valores tradicionales (espirituales, consuetudinarios); era la elección personal en un mundo de oportunidades infinitas.

El viejo proletario daba paso al nuevo ciudadano como protagonista de la Política social, y el Estado asumía casi en exclusiva la dirección y gestión de la misma. Nacía un modelo que situaba al poder público como responsable de cuidar al individuo “de la cuna a la tumba” (como Lord Beveridge tomó del escritor inglés Edward Bellamy). Los derechos sociales pasaron de su vinculación con el mundo del trabajo, a su dependencia del ideal de progreso ciudadano, que pareció convertirse en el fundamento último de toda acción político-social. Y el ciudadano, protegido omnímodamente, quería cada día más y más. Posiblemente la terminología francesa al respecto -L'État-providence- nos pueda hacer vislumbrar la trascendencia, real o mítica, de este modelo.

Surgía, en este contexto, el Estado del Bienestar (welfare State) como último modelo de institucionalización de la Política social contemporánea, bien como forma actual del Estado social o como posible Sociedad del Bienestar. Nacida tras la Segunda Guerra mundial [1939-1945], esta modalidad aún se manifiesta como una mediación tradicional entre las exigencias de lo político y lo económico (capital-trabajo), aunque focalizada en su dialéctica democracia-mercado ante el impacto del paradigma de los “derechos sociales de ciudadanía”; una serie de derechos que transformaban el sujeto de la Política Social: del trabajador se llegaba al ciudadano; término que el arzobispo anglicano William Temple [1881-1944) oponía al “warfare” de la Alemania nacionalsocialista en plena Guerra mundial (véase Christianity and the Social Order, 1942). Ahora bien, Rafael Aliena advertía que “Estado de bienestar y política social no son dos conceptos que puedan asimilarse por completo”, ya que este modelo de Estado es “la representación institucional de la política social tradicional del último medio siglo”; una distinción “que permite liberar la discusión sobre la política social del futuro sin hipotecas y prejuicios innecesarios”.

Pero todos los cuentos no tienen final feliz. La historia del Bienestar sufrió otro episodio tenebroso cuando la penúltima crisis mundial, escenificada desde 2008 (y de efectos aún por descifrar en su significado histórico), mostraba una nueva transformación de la Política social ante una globalización de los usos y costumbres. Se proclamaba incluso el fin de su existencia, su ocaso ante un Mercado que todo lo podía satisfacer y un Estado centrado más en ideología que en técnica. La vieja dialéctica de Eric Fromm, entre “ser o tener” se había resuelto en el mundo global occidentalizado. Había que consumir, compitiendo consigo mismo y con los demás, para ser, para estar con y en el mundo. Consumir tecnología de usar y tirar, consumir arte a velocidad de vértigo, consumir el medio ambiente y reciclar después, consumir identidades a golpe de clic, consumir relaciones a diestro y siniestro. Se erigían los derechos al consumo, donde el viejo obrero era miembro de esa infinita clase media, y el ciudadano daba paso al consumidor. Las fracturas sociales emergentes comenzaban a hacer referencia a la desigualdad a la hora de consumir, a la incapacidad personal de poder hacerlo como el resto de ciudadanos, a las restricciones injustas al gasto de bienes y servicios, y a las consecuencias medioambientales y familiares de su uso masivo y rápido.

a) Retrospectiva. Breve Historia del Bienestar social.

El Estado de Bienestar europeo, diverso en sus diferentes realizaciones nacionales, nacerá bajo las directrices del pensamiento social-demócrata europeo, tras la II Guerra mundial, en especial desde las tesis del “socialismo fiscal” alumbrado por el llamado keynesianismo. La amenaza colectivista del modelo soviético (popularizada bajo la llamada “Guerra fría”), con sus proclamas en pro de la igualdad total y la dictadura del proletariado, impulsó en el mundo occidental la construcción de un Estado benefactor o Estado protector, donde Mercado y Democracia situaron a la autoridad estatal como responsable de la generación y difusión de los citados derechos de ciudadanía. El ciudadano aparecía como el antagonista del proletario, y se superaba la equiparación “social igual a obrero”, siguiendo el modelo de la "modernización norteamericana" en versión europea, como establecía la teoría de Walt Whitman Rostow [1916-2003].





Este nuevo Bienestar se reconocía, por ello, constitucionalmente. Todo individuo merecía, por el mero hecho de serlo, la satisfacción inmediata de sus necesidades vitales, primero objetivas después subjetivas, a través de una serie de recursos públicos en áreas definidas como básicas (de forma singular, educación y sanidad), independientemente de su situación laboral y su nivel de renta. Ahora bien, esta idea de la Política Social como “bienestar” surgía en función de tres principios básicos: a) el concepto democrático-partidista de Estado Social; b) la noción del Estado como garante del Bienestar colectivo (Welfare State); c) la corrección socialdemócrata de la libertad de Mercado. Principios que, como señalaba García Pelayo, fundaban este modelo estatal en la “redistribución de riqueza” entre los ciudadanos de un país para alcanzar, en su esquema, los fines de la Política Social (como hemos visto Justicia social, Bienestar social y Orden social).

La referencia inicial de esta etapa la encontramos en la experiencia del Estado de Bienestar británico de postguerra, surgida como síntesis de supervivencia entre los postulados sobre el socialismo fiscal del economista J.M. Keynes [1883-1946] y sobre los derechos de ciudadanía del político laborista W. H. Beveridge [1879-1963], recogidos en el "Informe Beveridge” (1942), Report to the Parliament on Social Insurance and Allied Services o “Informe al Parlamento acerca de la seguridad social y de las prestaciones que de ella se derivan”. Esta síntesis dio lugar a un modelo configurado, según Mishra, desde este principio central: la responsabilidad estatal a la hora de garantizar los derechos sociales a la ciudadanía en función de un nivel de vida aceptable en sus mínimos, democratizando el presupuesto socialista de igualdad de resultados. Así se pusieron los pilares ideológicos del “sistema social” británico sostenido por el ideal del pleno empleo (Full Employment) y la institucionalización de una Seguridad social universalizada (Social Insurance). Por ello se actuó, inicialmente, en tres grandes dimensiones: 1) Impulsar el “pleno empleo”, mediante la regulación directa y preeminente del Estado en la economía de Mercado, tanto en la oferta como en la demanda; 2) Asegurar la “nivelación social, cultural y económica” mediante un sistema público y universal de Servicios Sociales, financiado estatalmente mediante la transferencia de rentas y la financiación estatal, tanto a nivel general (educación, asistencia sanitaria, viviendas protegidas, rentas mínimas, etc), como a nivel específico (servicios sociales ante situaciones de exclusión social); 3) Reducir o prevenir los niveles de pobreza mediante una red de asistencia social de carácter no contributivo.

Este paradigma se fue haciendo ley, primero, en los países bajo ocupación aliada, adaptándose a las tradiciones político-sociales nacionales. En el seno de las naciones continentales donde se acogió este modelo, su institucionalización giró en torno al papel del intervencionismo estatal, especialmente sobre el equilibrio entre las dos grandes posiciones de partida: el Bienestar individual (liberal-conservadurismo) y el Bienestar colectivo (socialdemocracia). La República federal alemana (RFA), pionera en la constitucionalización de este Estado del Bienestar, contó con una serie de particularidades en su propia concepción, en especial la influencia de la soziale Marktwirtschft (economía social de Mercado) en la génesis del llamando “milagro alemán de posguerra”. Ludwig Erhard [1987-1977], uno de sus políticos más destacados, señalaba su posición en contra del Estado benefactor de carácter socialista, y la protección total y general del ciudadano. A su juicio esta tutela, al parecer tan bien intencionada, no solo creaba unas dependencias tales que a la postre “sólo producía súbditos” y forzosamente “mataba la libre mentalidad del ciudadano”, sino también porque esta especie de auto-enajenación, es decir, la renuncia a la responsabilidad humana, debía llevar, con la paralización de la voluntad individual de rendimiento, a un “descenso del rendimiento económico del pueblo”.

De un lado, en el seno del pensamiento socialdemócrata, y en especial en el laborista inglés (P. Townsend, A. Walker), fue común la posición sobre una Política Social fundada, casi en exclusiva, sobre la intervención pública estatal en la promoción del bienestar social de los individuos, en busca del objetivo central de alcanzar los principios de igualdad y la seguridad, mediante instituciones de cohesión social gestionadas por un mecanismo redistributivo de recursos y rentas disponibles. En suma “un socialismo fiscal” capaz de financiar el Welfare State y, paralelamente, subvencionar a los nuevos movimientos sociales afines (en el campo feminista, multicultural, etc.). Así, las Políticas Sociales socialdemócratas se caracterizarán por fomentar la redistribución de la riqueza nacional, así como los niveles de estatus y poder asociados a los recursos, entre la ciudadanía; como corrección a las fórmulas capitalistas de relación social y económica, modelando el orden político-social a imagen y semejanza de sus marco-estructuras sociales.

Mientras de otro lado, en el laxo pensamiento liberal-conservador se contrapusieron, en líneas generales, las posiciones críticas de la ortodoxia neoliberal de M. Friedman [1912-2006] y F. von Hayek [1899-1992], heredando los postulados de L. von Mises [1881-1973] y la escuela liberal austriaca); o del liberalismo social de K. Galbraith, R. Dahrendorf o de la misma economía social de Mercado, en pro de la sanción político-social de principios clave como el respeto a la libertad individual, la responsabilidad de la gestión pública, el reconocimiento del mérito y la capacidad, y el fomento de la competencia y la productividad.



En ambos casos, el Estado del Bienestar venía a demostrar como la Política Social seguía siendo una moralización de la economía, ya que la mediación político-social se configuraba entre las exigencias políticas (legitimación de la gobernanza democrático-partidista) y las económicas (corrección de la libertad de Mercado); siempre en un orden social basado en la “igualdad de oportunidades”, en la corrección de las desigualdades (fin de la Justicia Social) y en la “seguridad social” (fin del Bienestar Social). Se revelaba de nuevo el “compromiso histórico de la Política Social”, pero que cierta concreción ideológica vinculaba (en especial tras el impacto de la ideología de género), a principios como la “calidad de vida”, la transformación social, e incluso, la felicidad. Como señalaba el art. 25.1 de la Declaración Universal de los derechos humanos (1948): “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”.

La social Policy se convertía, pues, en una institucionalización del “altruismo social” (Titmuss, 1968) identificando la intervención estatal con la producción del bienestar colectivo e individual (en términos de seguridad). Pero por ello llegaba incluso más allá, vinculándose a plataformas ideológicas de transformación social progresiva en clave de la “relaciones sociales”, al atender, desde su obligación ética, los aspectos no económicos de las relaciones humanas, institucionalizando las relaciones comunitarias generadas en las sociedades modernas. Para Marshall (1975) el Bienestar suponía una reacción a la política económica convencional, liberal, incapaz de atender la satisfacción de las necesidades básicas de todo ciudadano de manera justa.

b) Perspectiva: las posibilidades presentes del Estado del Bienestar.
¿Qué Estado del Bienestar queremos?. ¿Uno donde el Estado sea el protagonista indiscutible?, ¿otro donde el Mercado marque la pauta?, o ¿aquel donde la Comunidad sea capaz de unir lo político y lo económico en imperfecta armonía?. Tres perspectivas, tres elecciones (muy generales, eso sí) sobre el devenir del modelo de Bienestar que nos debe proteger individual o colectivamente; ante los discursos que anuncian si no su fin, sí su transformación inmediata, en un contexto de crisis coyuntural o estructural, por el cambio global en las formas de producir-consumir, en las formas de pensar-vivir.

Crecimiento y desigualdad. El impacto de la crisis de 2008 puso de nuevo sobre la mesa, directa o indirectamente, este debate. El Estado debía reducirse, dando paso a la libertad absoluta de elección y competencia. Las condiciones de vida y trabajo se precarizan, los sueldos se congelan o se reducen, se abre el debate sobre la viabilidad de las pensiones futuras, la vivienda digna vuelve a ser un lujo, la corrupción política o financiera es el pan de cada día, las prestaciones asistenciales se reducen sistemáticamente, se recortan servicios sanitarios y educativos, el cambio climático avanza, la privatización de la gestión de recursos públicos se acelera, la deslocalización industrial se agudiza, se despueblan zonas rurales y crecen las áreas urbanas deprimidas, aumenta la presión demográfica de los desheredados del Tercer mundo. Y la pobreza y la exclusión llaman a nuestras puertas. En España la desigualdad real (de recursos y oportunidades) creció entre 2007 y 2010 alrededor de 2,9 puntos (con una tasa de desempleo del 27%), la caída de los ingresos familiares fue del 10,9% en Islandia y del 6% en México, el índice de pobreza creció en los Estados Unidos hasta el 15% en 2012, y la tasa de desempleo de la Eurozona subió hasta el 12%.

Europa y el mundo. El Estado del Bienestar se ha llegado a definir, incluso en ciertos Tratados constitutivos de la UE, como el “modelo social europeo”. Pero la nueva cuestión social se ha hecho absolutamente mundial, ya que las fracturas sociales emergentes en la interrelación entre la actividad económica y la función política surgen e impactan a nivel internacional. Los Mercados y la circulación financiera parecen no tener frenos territoriales, y los Estados se someten a cambios decisivos en el tamaño, financiación y finalidad de sus políticas sociales.

Así, este modelo alberga distintas realidades jurídicas e institucionales que evolucionan constantemente ante factores endógenos o exógenos. En primer lugar podemos citar una primera distinción entre el “modelo institucional”, donde el Estado asume en exclusiva la regulación y ejecución de las instituciones y medidas político-sociales (paradigma presente en Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca), el “modelo residual”, donde la administración pública presenta niveles limitados de intervención político-social en competencia con el Mercado y la Iniciativa social privada (solidaria, caritativa, comunitaria o familiar), y el “modelo de logro personal”, que combina la acción pública y privada en el fomento de la meritocracia social. Asimismo, Esping-Andersen (1993) diferencia, desde el punto de vista ideológico, tres grandes modelos: a) Estado de Bienestar Liberal, o participación principal del libre Mercado en la asignación de recursos sociales; b) Estado conservador corporativo: o regulación sectorial de las competencias político-sociales; c) Estado social-demócrata, o institucionalización estatal de la igualdad social y universalidad de los servicios.





Y en segundo lugar, encontramos siete grandes modelos generales del Bienestar, bien de raigambre europea, bien emergidos durante la globalización, que nos hablan de la realidad presente del mismo y de su desarrollo futuro:

        1. El modelo norte-europeo o nórdico (Dinamarca, Noruega, Islandia, Finlandia, Suecia y Holanda) se caracteriza por la “provisión universal sobre el principio de ciudadanía”, y por ello presenta el mayor grado de protección social y de empleo público en el sector. Su sistema de Bienestar muestra el acceso más generalizado a los bienes y servicios sociales (ampliamente personalizados) y una mayor redistribución equitativa de la riqueza (financiado todo ello por una alta fiscalidad).

        2. El modelo continental (Austria, Bélgica, Francia, Alemania y Luxemburgo) hace referencia a una Política Social fundada en la combinación del sistema de Seguridad social (pensiones contributivas), de Previsión voluntaria (mutualismo, entidades privadas) y de Integración social (institucionalización de subsidios condicionado a la empleabilidad). Asimismo destacan por la tradición de concertación social a la hora de fijar y desarrollar las políticas activas de empleo.
        3. El modelo anglosajón (Gran Bretaña, Irlanda) fundado en la universalización de la Asistencia Social pública, y su función de estimulo a la formación y a la empleabilidad, dejando en manos de la iniciativa social privada amplios campos de intervención (desde la Sanidad a la educación).
        4. El modelo mediterráneo (Grecia, Italia, España) corresponde al Estado que o bien ha desarrollado tardíamente el sistema del Bienestar Social, o bien cuenta con un fenómeno social de atención familiar y comunitaria muy acentuado. También se caracteriza por una diferenciación acusada entre el nivel contributivo de protección y el nivel asistencial, y por una gran regulación y protección del mercado de trabajo.
        5. El modelo hispanoamericano (Brasil, Argentina, Chile, México): un referente plural, en función del sistema europeo de referencia y del nivel de influencia del universo cultural y económico “useño”; pero con puntos en común en sus orígenes (notables niveles de subdesarrollo), en su evolución (profundos procesos desarrollistas y afamados proyectos de innovación) y su actualidad (elevadas tasas de crecimiento general y amplios procesos de redistribución). Con tres niveles: pionero (Argentina, Brasil, Uruguay, Cuba, Brasil, Costa Rica), intermedio (Panamá, México, Perú, Colombia, Bolivia, Ecuador, Venezuela) y tardío-bajo (Paraguay, República Dominicana, Guatemala, El Salvador).
        6. El modelo oriental (Rusia, Bielorrusia, Armenia, Serbia, Hungría): modelo centrado en la defensa del orden social tradicional, con un Estado centralizado y soberano nacionalista, un Mercado controlado públicamente, y una Comunidad determinada por valores religiosos, tradicionales y familiares.
        7. Los modelos emergentes: países como China, India, Irán, Singapur, Turquía, Uganda o Nigeria ofrecen un notable aumento de su desarrollo económico y de su protección social, con sistemas de democracia limitada o directamente ausencia del mismo.

3. El desarrollo humano integral.
“La historia ha demostrado que las civilizaciones
que no son biológicamente capaces de
perpetuarse a sí mismas están destinadas a desaparecer y desaparecen.
Nuestra civilización, Europa, hoy no es capaz de hacerlo.
El sentido común dicta que Europa en el futuro debe hacer
frente a sus problemas demográficos por una vía natural,
respetando y protegiendo la familia y la paternidad”.
Viktor Orbán.

Es el momento del cambio, del tránsito del “Estado del Bienestar" de los derechos individuales al "Estado del trabajo" de las responsabilidades colectivas en buena parte del mundo global. El tiempo histórico nos indica un retorno a la comunidad: la emergencia de viejas formas de relación comunitaria e identitaria por un lado, en especial en los mundos antes marginados (árabe, africano, ruso, hindú, asiático), y nuevos movimientos comunitaristas en Occidente (nacionalistas o populistas) ante la corrupción de los partidos políticos tradicionales; la difusión, por otro, de modernas maneras de “atención en la Comunidad (community care); o la generación de nuevas mentalidades sociales e identidades novedosas ligadas a marcas publicitadas o redes sociales en boga.

Aquí y ahora, hic et nunc, es el momento de un nuevo tipo de desarrollo. Los fenómenos antes citados chocan con el "triunfo final del individualismo" y afectan, directamente a una Política social que debe atender a la realidad de esta ciclópea Cuestión social en el siglo XXI, de signo y naturaleza comunitaria. Un desarrollo humano que sitúe los valores morales como clave en el proceso de equilibrio entre la Tradición que nos hace diferentes y la Modernidad que permite mejorar; y que aparece como urgente ante graves fracturas sociales que cuestionan el ideal de progreso liberal-individualista sin límites, sin freno.




El presente del Estado del bienestar deja a muchos por el camino. La gente se siente sola, perdida, en un mundo interconectado. Muchos caminos se abren a nuestro destino, pero parece que debemos recorrerlos a solas, compitiendo con nosotros mismos y con los demás. Nuestra identidad se construye día a día, sin referentes colectivos estables. Y cuando caemos, somos despedidos, fracasamos, solo el Estado puede acogernos, siempre en función de nuestra ideología oficial o la disponibilidad presupuestaria. El sindicato no aparece, el colectivo se difumina, la familia está rota. Pero a veces el Estado se nos presenta como simple prestación de servicios, simple trabajo de casos, uno a uno.

El medio ambiente se contamina, se destruye poco a poco. Grandes urbanizaciones nos individualizan, enormes recursos se consumen en nuestro provecho, inmensos territorios se deforestan, y pequeños pueblos rurales desaparecen del mapa al morir sus habitantes. Y el Estado parece impotente para cortar el grifo del consumo masivo, para recuperar las viejas tradiciones, para despedir a los importantes magnates, o para generar alternativas de vinculación real entre hombre y naturaleza más allá de campañas de marketing ecológico o de puntuales estrategias de reciclaje.

Por ello, el desarrollo humano integral se demuestra, por acción u omisión, como la nueva Cuestión social del siglo XXI. Nos ayuda explicar, siguiendo al maestro Koselleck, la Historia de nuestro tiempo: las experiencias pretéritas que nos han llevado a un camino y no a otro; las posibilidades presentes, por herencia recibida o capacidad de trabajo personal; y las expectativas futuras que nos pueden guiar o nos pueden extraviar.

Dimensiones históricas que se reflejan en las causas y consecuencias de las citadas “fracturas sociales” presentes en el mundo globalizado e individualista, y que nos obligan a repensar y redefinir la Política social como matriz comunitaria. Matriz necesitada de nuevas reflexiones y métodos que hagan eficaz esta urgente mediación entre lo político (una Gobernanza transnacional) y lo económico (un Mercado mundializado), tanto frente al siempre espectacular nivel macrosocial como frente a la vida diaria, rutinaria de nuestros vecinos y amigos. Y con una serie de objetivos que convergen, inevitablemente, en el idea de “ciudad del hombre” (al modo de Tomás Moro); meta a alcanzar más allá de intereses privados y de lógicas de poder, causas directas de los efectos los disgregadores sobre la sociedad presente.

En primer lugar es imprescindible cuestionarse, desde la Historia de las ideas, el significado de la misma noción de desarrollo, concepto polisémico, y en cierto sentido complejo, en el campo de las ciencias sociales. Aparece su uso múltiple en el área de la cultura, de la economía, de la política, de la psicología o de la sociología, como sinónimo de evolución y progreso, de transformación y cambio. Surgen dudas, además, sobre en qué consiste “desarrollar”: cuál es su contenido, su finalidad, su método, sus indicadores, sus instrumentos. También podemos atisbar divergencias en la configuración doctrinal de esta noción, en función de la ideología de partida o del contexto histórico. Pero ante todo esta idea representa, para la Política social, el instrumento para analizar el tipo y nivel de ejecución, siempre en busca de un equilibrio imperfecto, de sus fines material (Bienestar), formal (Justicia) y legal (Orden). Así, al calor del éxito de la industrialización (de su pionera fase del carbón, hasta la actual era tecnológica), y en el seno de las primeras doctrinas político-sociales, la idea de desarrollo de las naciones ocupó un lugar preeminente en el pensamiento social y económico contemporáneo.

En el seno de la ciencia económica, el liberalismo vinculó el crecimiento económico, libre y competitivo, al desarrollo ético de una sociedad responsable. Adam Smith con La riqueza de las naciones, David Ricardo con Principios de Economía política y tributación (1817) o Thomas Malthus con Ensayo sobre los principios de la población (1798), se convirtieron en los referentes de cabecera. En contra, para el socialismo naciente crecimiento y desarrollo iban unidos en la transformación política y social: la “democracia social” de Henri de Saint Simon o Louis Blanc vinculó el crecimiento con una nueva forma política y social de asociación colectiva; el “socialismo de Cátedra” de los economistas Gustav Schmoller o Adolph Wagner sostuvo el papel intervencionista del Estado a la hora de asegurar el crecimiento y controlar el desarrollo; y la dialéctica materialista de Karl Marx consagró el desarrollo como “evolución de la historia”. Incluso desde el modo técnico de pensar se planteó, bajo las tesis de Henri Fayol y Frederick Winslow Taylor, el ideal de la administración científica del trabajo, dando lugar a las prácticas tecnocráticas.

Mientras, en el seno de la ciencia social encontramos propuestas de gran impacto en la definición de la esencia y contenido del desarrollo de las sociedades modernas. En el positivismo de Auguste Comte se contenía éste como el “ideal de progreso” humano de base técnica, que, a nivel general, se refería a tres etapas de evolución intelectual (Ley de los tres estados). El funcionalismo de Emile Durkheim ligaba todo desarrollo en función de la necesaria “solidaridad orgánica” de una sociedad, a través de una moral común y una perfecta organización y división de las funciones. El “humanismo” sociológico de Max Weber situaba el desarrollo social como la capacidad de adaptación o cambio en la ordenación de la existencia humana de una comunidad, en relación a su sistema de creencias (culturales y religiosas) y a su sistema económico (oportunidades vitales).

Este ideal primigenio de desarrollo se concretó, durante el siglo XX en tres modelos teóricos que lo trataron monográficamente: modernización, dependencia y sistemas mundiales (Reyes, 2001): a) la teoría de la modernización, que situaba el factor de “crecimiento económico” como la base para el mismo proceso de desarrollo social asimilándose al modelo norteamericano (Arthur Lewis puso el fundamento de la “acumulación de capital” como elemento desencadenante del crecimiento, y Rostow estableció las distintas fases de evolución: la sociedad tradicional, etapa de transición, el proceso de despegue, el camino hacia la madurez, y una sociedad de consumo masivo); b) la teoría de la dependencia, desde el “estructuralismo latinoamericano” y bajo el influjo del economista argentino Raúl Prebish y la CEPAL, defendía el crecimiento soberano de las naciones ante la existencia de una dualidad “centro-periferia” en el sistema de relaciones económicas internacionales, que explicaba las situaciones de desarrollo-subdesarrollo; c) la teoría de los sistemas mundiales, apuntada por I. Wallerstein, se situaba en la detección comparativa de la “condiciones sistémicas” de desarrollo que operaban a nivel mundial, en diferentes niveles en función del sistema de comunicación mundial, de mecanismos comercio mundial, de finanzas internacionales, de transferencia de conocimientos y de vínculos militares.



Modelos que se han conformado como interpretaciones heurísticas sobre el modo idílico de progreso de las naciones y sus sociedades en pro de ese equilibrio entre el Bienestar, la Justicia y el Orden social. Por ello tomaron como paradigmas de referencia, en su explicación de la “culminación del desarrollo”, bien el superado modelo comunista de planificación social, bien el modelo liberal de crecimiento; y además tomaron como campo de estudio las naciones más pobres del mundo (países subdesarrollados o en “vías de desarrollo”). Ahora bien, a comienzos del siglo XXI, el ideal del “desarrollo” ha ido asumiendo, en su progresiva delimitación conceptual, criterios medioambientales, culturales y sobre derechos humanos acordes con los límites descritos y con los retos de la globalización. Ya no bastaba con crecer (acumulando y redistribuyendo) sino progresar en función de principios humanistas e imperativos de sostenibilidad, aunque la televisión de masas intente desbaratar la moralización del espacio común.






El desarrollo debía contener una dimensión moral capaz de hacerlo duradero, sostenible, justo y humano; permitiría, así, el libre desenvolvimiento social de los ciudadanos, la gestión autónoma y responsable de las necesidades y los recursos, la concienciación sobre los deberes que conllevan los derechos sociales, y la necesidad de las comunidades naturales como mediadoras entre el individuo y el Estado en el cumplimiento de los fines propios de la Política social. En este sentido, desde finales del siglo XX varias escuelas de pensamiento han ido configurando una teoría sobre la relación entre desarrollo y globalización, al calor de la difusión mundial del conocimiento, la comunicación y las transacciones económicas. Pero esta teorización presenta una pluralidad de posiciones respecto al contenido último del “mundo global”, más allá de esotéricas versiones del “efecto mariposa”: la repercusión sobre el desarrollo de la interrelación global, rápida e inmediata entre conquistas individualistas y necesidades comunitarias, bien como amenaza bien como oportunidad para la Política social.

Dentro de la ciencia económica podemos distinguir, de un lado, la “economía del desarrollo”, centrada en la optimización de recursos, la liberalización del Mercado y la cooperación internacional. En este paradigma, denominado como “neoclásico”, encontramos a economistas como Paul N. Rosenstein-Rodan, Albert O. Hirschman, Ragnar Nurkse, Gunnar Myrdal, así como a colaboradores del FMI y del Banco Mundial como Peter Bauer, Jacob Viner, Anne Krueger, Ian Little o Bela Balassa, o al responsable del documento “Latin American Adjustment” (1990), John Williamson. En un lugar distinto, aparece “la teoría del desarrollo humano”, concebida por Amartya Sen, Paul Streeten o Martha Nussbaum, recogida en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y marcada por el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Además podemos señalar la doctrina sobre el desarrollo humano integral contenida en el más reciente Magisterio social católico, desde la Encíclica Populorum progressio (1967) de Pablo VI a la Encíclica Caritas in veritate (2009) de Benedicto XVI, o las teorías de la ecología humana (Derville) y del decrecimiento (Latouche).





Y este paradigma comunitario del desarrollo humano integral, como magistralmente desarrolló Joseph Ratzinger en Caritas in Veritate, nos habla de una Política social que acoge y supera, a nuestro juicio, las teorizaciones tradicionales sobre el “desarrollo”; y nos ilustra sobre la oportunidad para nuestra generación de ser la protagonista en la reconstrucción de un equilibrio verdaderamente humano, esencialmente colectivo, a través de un conjunto, posible y complejo, polémico y diverso, de rasgos definitorios:

1. Humano. El desarrollo tiene que ser por y para el ser humano, para "todo el hombre y todos los hombres"; y no como mero consumidor sino como un miembro responsable de la comunidad que le debe cuidar y apoyar, donde es y puede ser, donde hace y deshace.

2. Moral. Sin valores morales superiores (el respeto a las tradiciones, a la familia, a la nación) no hay posibilidad de un desarrollo social con Justicia, con Bienestar y con Orden; permiten moralizar "lo político" (democracia al servicio de los ciudadanos y no de los políticos) y "lo económico" (en los mercados financieros, en las relaciones de producción, en las acciones de empleo, en la lucha contra la pobreza o en la sostenibilidad medioambiental).

3. Responsable. Los derechos deben conllevar responsabilidades. Cada ciudadano debe tener sus derechos, pero también debe servir a su comunidad, en las buenas y en las malas situaciones. Y cada nación debe proteger esos derechos pero también conservar los bienes comunes: el Bien común medioambiental, moral y económico. Asimismo es imprescindible la “fraternidad” nacional y entre naciones, capaz de modificar las decisiones políticas hacía el deber comunitario, y los procesos económicos, políticos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas.

4. Soberano. Cada país debe elegir su vía de desarrollo, acorde a sus valores culturales, sus tradicionales nacionales, su propia Identidad, realizando su mediación político-social independiente entre "lo político" y "lo económico".

5. Laboral. El trabajo da bienestar, seguridad e identidad a todo ser humano. Nuevas formas de organización y de producción muestran la necesidad de sistemas renovados para la asociación socio-laboral, dónde las redes de solidaridad tradicionales y “las comunidades naturales” jueguen un papel destacado. Solo la dignidad y estabilidad del mismo puede hacer frente a numerosas situaciones de incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación, la posibilidad del despido injustificado o el desempleo masivo (que conducen a situaciones de deterioro humano y de restricción de la libertad).

 6. Educativo. El desarrollo personal y colectivo parte de la universalización de los bienes culturales y de los sistemas de formación. Una educación para todos, que combine lo técnico y lo humanista, que recupere los valores de siempre, y fomente el mérito y la responsabilidad, buscando la formación integral de la persona como miembro de la comunidad.

7. Autosuficiente. Progresar integralmente necesita de unos niveles mínimos de seguridad económica y de subsistencia material; pero la lucha contra el hambre o por los ingresos mínimos, para ser eficaz, requiere por un lado de una paralela acción educativa integral (humanista y técnica) que capacite al ser humano para su autosuficiencia; y por otro de una política económica activa y dinámica que genere puestos de trabajo suficientes y dignos, y aporte los recursos mínimos para financiar las prestaciones de la Seguridad social y los medios de los Servicios sociales.

8. Digno. La dignidad de la persona, el Bienestar social y las exigencias de la Justicia requieren que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades, y que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo, y la protección de las situaciones de exclusión del mismo.

9. Justo. El Mercado, como institución que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos, debe ser justo y estar regulado. La actividad económica debe someterse, pues, a los principios de la justicia distributiva y de la justicia social, en consonancia con las verdaderas necesidades sociales, orientada hacia el logro del bien común, y equilibrado con la comunidad política. Regulándola justamente, mostrará que “lo económico” no es una actividad antisocial, sino un instrumento justo al servicio del ser humano.

10. Solidario. La solidaridad debe integrarse plenamente en el Mercado mediante actividades productivas cooperativas, en el Estado difundiendo la identidad nacional, y en la Sociedad protegiendo a los más desfavorecidos (desde los excluidos a los migrantes).

11. Democrático. Pensar formas diversas de democracia política y económica, para que cada país elija sus modos de gestión y producción: donde el Estado esté al servicio del ciudadano y éste al servicio nacional, y donde el Mercado satisfaga las necesidades populares, pero sea limitado en sus prácticas no éticas. Es necesario, pues, desarrollar las libertades y competencias de las “comunidades naturales”, ante la lógica del Mercado (dar para tener) y la lógica del Estado (dar por deber), en una auténtica civilización de la economía. Sólo de esta manera se puede recuperar la solidaridad como seña de identidad comunitaria en las relaciones entre sus miembros, más allá de lo acordado en un contrato o por una ley.

12. Ético. La Política social debe atender, prioritariamente, a este tema de la relación entre empresa y ética. Inicialmente, desde la regulación equilibrada de los sistemas mercantiles y el fomento de las empresas sociales destinadas al beneficio (profit) y de las organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) vinculadas a la Justicia y al Bien común; y posteriormente, a través de una economía de utilidad social, de un “tercer sector” que obliga a darse la mano al sector privado y al público, potenciando a la empresa como comunidad ética donde se concibe el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de humanización económica.

13. Personalista. La globalización es una realidad humana, no el fruto de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad individual y colectiva. Tampoco es un simple proceso socioeconómico, sino una realidad protagonizada por una humanidad cada vez más interrelacionada, que supera fronteras en el plano de la comunicación y la cultura, que hay que regular desde una orientación cultural personalista y comunitaria, que demuestre que la libertad individual se realiza plenamente con y para los demás.

14. Familiar. La Familia, como célula social básica, fundamenta siempre la Política social, así como sus instrumentos de acción (desde la Seguridad social hasta los Servicios sociales). Sin ella, sin su protección y defensa, no hay recursos suficientes, no hay estabilidad social, no hay una correcta socialización humana y no hay posibilidades de crecimiento demográfico. Sin ella no hay futuro para el desarrollo, no hay comunidad viable.





15. Cooperativo. La comunidad es, siempre, cooperación, entre ciudadanos y entre naciones. solidaridad. Las sociedades tecnológicamente avanzadas deben hacer cooperar a sus ciudadanos en pro del Bien común; la ayuda al desarrollo a países pobres debe ser un verdadero instrumento de creación de riqueza pero sin imponer necolonialismos.

16. Medioambiental. El uso sostenible y compartido de los recursos representa una responsabilidad para con los pobres, nuestros hijos y toda la humanidad. El hombre puede y debe utilizar responsablemente el medio natural para satisfacer sus legítimas necesidades, materiales e inmateriales, pero siempre respetando el equilibrio legado por sus antepasados y las posibilidades de supervivencia de las generaciones futuras (en sus recursos y en su reparto).

17. Sostenible. La nueva Política social debe integrar una dimensión humana en constante crecimiento: los consumidores y sus asociaciones. El consumidor tiene una responsabilidad social específica, ligada al respeto de principios morales en la producción de los bienes y en el consumo de los mismos, sin que disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar: respeto de la dignidad del trabajo, de las condiciones de fabricación, del medio ambiente.

18. Tecnológico. La técnica y el mundo digital, sometidos a imperativos éticos superiores, son los instrumentos contemporáneos de crecimiento y comunicación, y no, como pudiera parecer. Un “instrumento humano” al servicio del respeto al medio ambiente y no de su agresión insostenible; de mejora de las condiciones sanitarias y perspectivas de vida de la población, y no de manipulación biológica injustificada y arbitraría; de perfeccionamiento de la producción y no de deshumanización del trabajo.

19. Bioético. Todo desarrollo debe anunciar el respeto a la vida: la lucha contra la mortalidad infantil, contra la modificación genética, la educación contra la violencia hacia la mujer o la limitación de las prácticas eugenésicas como medio de control demográfico o transformación social. La Cuestión social se ha convertido en una cuestión antropológica, al implicar no sólo el modo mismo de concebir, sino también de concebir la existencia y manipular la vida, cada día más expuesta ésta por la biotecnología a la intervención del hombre.

20. Colaborativo. Lo público y lo privado deben colaborar en el Bienestar común, desde el respeto y la complementariedad, entre las posibilidades de gasto y las necesidades sociales, al implicar en la financiación externa y en la producción interna de los “servicios sociales” a todos los miembros de la comunidad económica y política.

21. Integral. El desarrollo viable en el siglo XXI debe abarcar tanto un progreso material como uno antropológico, más allá de una economía reducida al mero mercantilismo y a una política sometida al poder de los partidos, sobre tres principios: a) Un desarrollo humano sostenible (no sólo material); b) El papel central de la comunidad (no sólo del individuo); c) Una protección social fundada en las responsabilidades (no sólo en los derechos).

22. Inevitable. Hic et nunc, la Política Social comunitaria, como hipótesis de trabajo e investigación sobre la nueva Cuestión social del siglo XXI, aparece como un tema ineludible, ante los retos humanos que nos impelen a abordar las relaciones entre los derechos individuales y las responsabilidades compartidas, la protección del medio ambiente y de la sostenibilidad nacional, y la defensa de nuestra herencia y de la justicia global.
( https://www.geopolitica.ru/es/article/hic-et-nunc-el-desarrollo-humano-integral-ante-la-crisis-del-estado-del-bienestar )

El Fondo Monetario Internacional estima que Latinoamérica experimentará una contracción económica este año equivalente a lo sucedido tras el crack del 29. En concreto, se prevé una demoledora caída del PIB de un 5,2 % en 2020, frente a un crecimiento esperado del 1,8 % en las estimaciones pre-COVID-19.

Sin embargo, las perspectivas pos-COVID pueden no ser tan catastrofistas. Existen dos motivos que explican la dramática caída de 2020, pero también la posible recuperación en 2021 para así evitar la maldición de otra década perdida.

El primero es la evolución de los efectos económicos propios de una pandemia, mucho más rápidos que en crisis derivadas de otros motivos (por ejemplo, crisis financieras cuyos efectos se dejan ver durante períodos prolongados).

Cuando China estornuda, Latinoamérica se constipa
El segundo se debe a razones intrínsecas a la región, como su fuerte dependencia del precio de las materias primas (principal exportación de la región), el turismo (sobre todo en el Caribe) y la vinculación China-Latinoamérica. Es decir, cuando China estornuda, Latinoamérica se constipa, y en mucha mayor medida que lo que sucede en otras regiones.

La mayoría de los países latinoamericanos son importantes exportadores de materias primas. El colapso en los mercados de productos, sobre todo en el precio del petróleo, pone en serias dificultades a Venezuela, Ecuador, México, Colombia, Brasil y Argentina.

Las explotaciones de Vaca Muerta en Argentina y de Pemex en México son inviables con el actual precio del barril. Por su parte, en países como Venezuela o Colombia el petróleo supone el 90% y el 40% de las exportaciones legales, respectivamente.

La fuerte caída en el precio de otros productos también ha hecho estragos. Por ejemplo, el cobre es un motivo de preocupación en Chile (primer exportador del mundo) o Perú, dado que las exportaciones se elevan al 30%.

Por otra parte, la región depende estrechamente de la evolución económica de sus principales socios: China y, en menor medida, Estados Unidos. Esta dependencia se manifiesta en la participación de los países latinoamericanos en cadenas de producción globales, paralizadas debido a las cuarentenas y las restricciones de movilidad.

Brasil y México han tenido que detener sus cadenas de producción en el sector automovilístico o de electrónica ante la parálisis de proveedores chinos de productos intermedios.

Asimismo, la caída en la demanda de China y Estados Unidos ha sacudido a la región. Por ejemplo, el 80% del PIB de México está vinculado a la actividad estadounidense, y otras grandes economías de la zona, como Perú, Brasil y Argentina, cuentan con Asia como principal destinatario de sus
productos.

Debilidades estructurales

Para complicar más las cosas, los impactos económicos de la pandemia podrían verse acentuados por las debilidades existentes en la región. Por ejemplo, la inestabilidad política y el descontento social tras las protestas masivas en Chile y otros países, el estancamiento económico en 2019 (PIB sin crecimiento) y algunos viejos conocidos, como los elevados niveles de corrupción e ineficiencia en las administraciones públicas. Además, es sabido que las infraestructuras son precarias (en concreto las relacionadas con la salud pública).

De hecho, solo Costa Rica y Uruguay siguen las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud y destinan un 6% del PIB a sanidad.

¿El escenario pos-COVID será tan dramático para Latinoamérica? Centremos la atención no tanto en cuán profunda será la contracción, sino en la velocidad de recuperación.
Las recuperaciones tras una pandemia son más rápidas: por ejemplo, las llegadas de turistas internacionales a nivel global volvieron a crecer en tan solo cinco meses tras la epidemia por SARS, un período mucho más corto que tras la debacle financiera de 2008. Además, las actuaciones expeditivas y globales por parte de bancos centrales y gobiernos acrecentarán la efectividad de las medidas en esta crisis.



El sector bancario, ¿parte de la solución o del problema?
La salud del sector bancario en la región, con buenos niveles de provisiones, supondrá esta vez parte de la solución y no parte del problema.

Por otro lado, la fuerte dependencia del comercio internacional y los precios de las materias primas hace que la fortuna de Latinoamérica esté necesariamente vinculada a lo que ocurra en China y EEUU. La desescalada global impulsará la demanda de materias primas y el dinamismo en el comercio internacional.
Hay quien argumenta que China estará en peores condiciones que en el pasado para ayudar a Latinoamérica. Sin embargo, China será la única economía grande, junto con India, que se espera crezcan en 2020.

Por otra parte, China aporta mucho más que comercio internacional. También es un gran emisor de inversión extranjera directa en la región, y su enorme proyecto Belt and Road es un importante catalizador de demanda de materias primas.
( https://es.weforum.org/agenda/2020/07/covid-19-hacia-otra-decada-perdida-en-america-latina/ )

Prioridades para la economía de la COVID‑19

Aunque ya parece historia antigua, no pasó tanto tiempo desde que las economías de todo el mundo comenzaron a cerrarse en respuesta a la pandemia de COVID‑19. Al principio de la crisis, casi todos anticipaban una recuperación rápida en forma de V; esto se basaba en suponer que una breve interrupción de la economía sería suficiente, y que tras dos meses de amorosos cuidados y montones de dinero, retomaría donde había dejado.

Era una idea atractiva. Pero ya estamos en julio, y la recuperación en forma de V es probablemente una fantasía. La economía pospandemia será casi con certeza anémica, no sólo en los países que no consiguieron controlar el virus (en concreto, Estados Unidos), sino también en los que se las apañaron bien. El Fondo Monetario Internacional prevé que a fines de 2021, la economía mundial apenas habrá crecido respecto de fines de 2019, y que las economías de Estados Unidos y Europa se habrán achicado alrededor del 4%.El panorama económico actual puede analizarse en dos niveles.


La macroeconomía nos dice que el gasto se reducirá, por el deterioro de los balances de empresas y hogares, una oleada de quiebras que destruirá capital organizacional e informacional, y una fuerte conducta precautoria inducida por la incertidumbre respecto del desarrollo de la pandemia y las respuestas oficiales. Al mismo tiempo, la microeconomía nos dice que el virus actúa como un impuesto a aquellas actividades que implican contacto humano cercano; como tal, seguirá impulsando grandes cambios en las pautas de consumo y producción, que a su vez provocarán una transformación estructural más amplia.Por la teoría económica y por la historia, sabemos que los mercados por sí solos no pueden manejar bien una transición de esta naturaleza, sobre todo con lo repentina que fue.

No hay un modo fácil de convertir empleados de aerolíneas en técnicos de Zoom. E incluso si se pudiera, los sectores que ahora están creciendo se basan menos en la mano de obra y más en el conocimiento especializado que aquellos a los que reemplazan.También sabemos que las grandes transformaciones estructurales suelen crear un problema tradicional keynesiano, por aquello que los economistas llaman «efecto ingresos» y «efecto sustitución». Aunque los sectores no dependientes del contacto humano estén creciendo al mejorar su atractivo relativo, el incremento de gasto asociado no compensará la disminución del gasto derivada de la pérdida de ingresos en los sectores que se contraen.

Además, en el caso de la pandemia habrá un tercer efecto: el aumento de la desigualdad. Como las máquinas no pueden contagiarse el virus, crecerá su atractivo relativo para los empleadores, en particular en los sectores en contracción que usan mano de obra relativamente menos cualificada. Y como las personas de bajos ingresos gastan en bienes básicos una proporción mayor de lo que ganan que las más pudientes, cualquier aumento que la automatización induzca en la desigualdad será contractivo.

A todos estos problemas se suman otros dos motivos para el pesimismo. En primer lugar, la política monetaria puede ayudar a algunas empresas a enfrentar restricciones de liquidez temporales (como sucedió durante la Gran Recesión de 2008‑09), pero no puede corregir problemas de solvencia ni estimular la economía cuando los tipos de interés ya están cerca de cero.Además, en Estados Unidos y algunos otros países, el necesario estímulo fiscal chocará con las objeciones de los «conservadores» al aumento del déficit y del endeudamiento. Claro que es la misma gente que estuvo muy dispuesta a reducir impuestos para ultramillonarios y corporaciones en 2017, rescatar a Wall Street en 2008 y echar una mano a megaempresas este año. Pero extender el seguro de desempleo, la atención médica y ayuda adicional a los más vulnerables es otra cosa.

Las prioridades inmediatas están claras desde el principio de la crisis. La más evidente es la necesidad de encarar la emergencia sanitaria (por ejemplo, garantizar un suministro adecuado de equipos de protección personal y capacidad hospitalaria), porque no puede haber recuperación económica hasta que se haya contenido el virus. Al mismo tiempo, para asegurar la rapidez de la recuperación llegado el momento, es esencial implementar políticas que protejan a los más necesitados, provean liquidez para evitar quiebras innecesarias y mantengan los vínculos entre trabajadores y empresas.Pero incluso acordadas estas necesidades obvias, hay decisiones difíciles que tomar. No debemos rescatar empresas (por ejemplo, tiendas minoristas tradicionales) que ya venían mal antes de la crisis, ya que eso sólo serviría para crear «zombis» y limitar en última instancia el dinamismo y el crecimiento. Tampoco empresas que ya estaban demasiado endeudadas para soportar cualquier shock. Puede decirse casi con certeza que la decisión de la Reserva Federal de los Estados Unidos de dar apoyo al mercado de bonos basura con su programa de compra de activos es un error. De hecho, estamos ante un caso donde la preocupación por el riesgo moral es realmente relevante: los gobiernos no deberían proteger a empresas de su propia temeridad.Como parece improbable que la COVID‑19 desaparezca en el corto plazo, hay tiempo suficiente para adecuar el gasto a nuestras prioridades.
 


La pandemia encontró a la sociedad estadounidense atravesada por desigualdades raciales y económicas, deterioro de los niveles de salud y una dependencia destructiva de los combustibles fósiles. Ahora que se lanzan programas de gasto público a gran escala, la ciudadanía tiene derecho a exigir que las empresas que reciban ayudas contribuyan a la justicia social y racial, la mejora de la salud y la transición hacia una economía más ecológica y más basada en el conocimiento. Estos valores deben verse reflejados no sólo en el modo en que asignemos el dinero del erario, sino también en las condiciones que impongamos a los receptores.Como varios colegas y yo señalamos en un estudio reciente, el gasto público bien dirigido, en particular la inversión en la transición a una economía verde, puede ser oportuno, muy demandante de mano de obra (lo que ayudará a resolver el problema del desempleo en alza) y sumamente estimulante; es decir, su relación costo‑beneficio es mucho mejor que, por ejemplo, la de una rebaja impositiva. No hay ninguna razón económica que impida a los países (incluido Estados Unidos) adoptar grandes programas de recuperación sostenidos que refuercen (o ayuden a hacer realidad) el tipo de sociedad que dicen ser.
( https://www.project-syndicate.org/commentary/covid-2020-recession-how-to-respond-by-joseph-e-stiglitz-2020-06/spanish )

Un conocimiento situado y desde el margen que defienda la vida

Las múltiples crisis que dejó en evidencia el COVID 19 y que se venían visibilizando desde años anteriores, nos recuerdan lo peligroso de los sentidos comunes instituidos de las prácticas discursivas académicas.

En el caso chileno, posterior al terrorismo en dictadura y la transformación del Estado hacia un sistema económico y político neoliberal, pero siempre dependiente y subdesarrollado a nivel mundial, se supeditó a las instituciones y los derechos fundamentales a una suerte de administración por el mercado. Así, se constituyeron sujetos precarizados, competitivos, que redujeron sus relaciones sociales y políticas, donde se negó lo popular y la acción colectiva. En este escenario, las ciencias sociales también han tenido responsabilidad, realizando análisis desde posiciones epistemológicas, teóricas y metodológicas que han servido para reforzar los discursos neoliberales y de desaparición de lo colectivo en la formación de profesionales y el entendimiento de las sociedades. Problemática que potencia el modelo de desarrollo como fin teleológico y, en consecuencia, se ha aportado muy poco a potenciar la transformación de las sociedades hacia el buen vivir o a pensar los conocimientos como bienes comunes.

Al contrario, las lógicas de mercado presentes en los sistemas de competición en la producción de conocimiento fomentan la estandarización y la lógica de la productividad como requisito para postular a becas, pasantías, o proyectos de investigación. Incluso ciertas teorías y metodologías tienen mejor aceptación en los currículos académicos, las evaluaciones internas de las universidades y desde instituciones que otorgan recursos para investigar o continuar estudios. Peor aún, cuando identificamos la influencia de grupos empresariales que concentran la riqueza en Chile1, en las líneas de financiamiento por medio de convenios y aportes. Entre el año 2001 y 2011, las universidades públicas y privadas recibieron $191.000 millones de pesos entregados por medio de la Ley de Donaciones2, principalmente por parte de mineras y bancos de propiedad de los principales grupos económicos del país, según señala una investigación del Centro de Investigación Periodística (CIPER) de 20183.

Las situaciones descritas en el contexto de crisis mundial y nacional demandan una transformación de las universidades chilenas, en tiempos en que el peso colonial y los conflictos de interés de estas instituciones no se pueden pasar por alto. Más aún, cuando necesitamos analizar y tratar el despliegue de la violencia que afecta en diferentes dimensiones a la población más pobre del país. Situaciones que se han traducido en hambre, muerte, hacinamiento, desempleo, militarización, y abandono de un indolente gobierno. Sin atender a esto en nuestras reflexiones y cuestionamientos, no existirán condiciones que posibiliten posicionar otras epistemologías, teorías y metodologías que tengan por finalidad aportar en sostener la vida.

Es relevante entonces un posicionamiento ético y político en tiempos en que es urgente apelar y construir derechos desde las bases, relacionados con la alimentación, la salud colectiva, la vivienda, economías en plural, sobre las infancias invisibilizadas y violentadas, entre otros. En definitiva, de más Estado, soberanía popular y menos mercado en su gestión. Así, los aportes que podamos construir desde las ciencias sociales deben ser suficientemente contundentes, capaces de abrirse al dialogo, de reconocernos como parte de los procesos que nos convoquen. La academia y la investigación deben encausarse hacia un paradigma emancipatorio, que transgreda a la institucionalización del conocimiento y, también, el sistema social y político desde el margen  (Torres, 2004).



En una posición feminista, el aporte sobre los conocimientos situados de Donna Haraway (1991), han abierto el cuestionamiento hacia las consideraciones éticas y políticas en la producción de conocimientos. Pensando en las finalidades colectivas que podrían tener, ante la necesidad de trabajar epistemológicamente en pro de la existencia y preservación de la vida cuando nos situamos en las realidades que buscamos comprender, y más aún, cuando declaramos queremos aportar en la transformación de lo social. Sin olvidar que, el conocer es una práctica por medio de la cual observamos y comprendemos insertas/os en mundos, que no son inamovibles, por lo tanto, todo acto de conocer es situado en un contexto y procesos particulares no estáticos. En que debemos poner atención, también influyen los contextos institucionales que nos respaldan.

Las múltiples crisis que dejó en evidencia el COVID 19 y que se venían visibilizando desde años anteriores, nos recuerdan lo peligroso de los sentidos comunes instituidos de las prácticas discursivas académicas4. Las cuales se justifican con retóricas de las buenas intenciones, como es el caso de los consentimientos informados, los comités éticos, nuevas formas de devolución de información, entre otras. Sin embargo, el buen sentido ante las contingencias que tensionan y ponen en peligro la vida en su conjunto, presenta más desafíos que las declaratorias. Sobre esta dimensión debemos interrogar nuestras prácticas, el cómo miramos y con qué fines; qué particularidades y por qué, cuáles son nuestros marcos interpretativos para hablar de nosotras y de otrxs. En definitiva, cuáles son los sentidos que se entrecruzan cuando pensamos en el bien común y buen vivir.

Esta reflexión, apela a la magnitud de las decisiones que se toman en las investigaciones, en las discusiones a nivel de universidad, en la posición política para la producción de conocimiento, y pone la alarma en los silencios cómplices. Para apelar a cómo proyectamos la academia, sus instituciones y su relación con el mundo social, en el proceso constituyente que vive Chile. Planteando la pregunta a las ciencias sociales, ¿Cómo abogamos por el sostenimiento de la vida ante la tensión del presente y la incerteza del futuro?
(https://iberoamericasocial.com/un-conocimiento-situado-y-desde-el-margen-que-defienda-la-vida/ )

Los textos que comparto y las reflexiones propias ponen de relieve la complejidad de la hora que nos toca atravesar. Los cambios que afectan toda dimensión de la experiencia vital humana tienen la particularidad de un bagaje impresionante de conocimiento e historia compartida que permite procesar en la conciencia un mayor número de elementos a la hora de tomar decisiones que no solo afectan las relaciones individuales en la cotidianidad, sino que forman parte de esa compleja trama de relaciones que define las distintas dimensiones en que la conciencia de lo humano se expresa.

De como vayamos resolviendo con responsabilidad y consciencia, los problemas a los que nos enfrentamos, de cara no solo a nuestro futuro, sino al que legaremos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos definirá el rumbo de la historia que será escrita dentro de cien años. Es la humana manera de engañar a la muerte.

Daniel Roberto Távora Mac Cormack

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