Viernes 19 de Junio de 2020
Primero, un robot no puede dañar
a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra
daños. Dos, un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres
humanos, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la
Primera Ley. Y tres, un robot debe proteger su propia existencia
siempre que dicha protección no entre en conflicto con la Primera o
Segunda Ley. ¡Derecha! ¿Ahora donde estamos nosotros? (Runaround.
Isaac Asimov, 1942)
En el año 1942, en pleno
conflicto bélico mundial, el científico y escritor Isaac Asimov
publicó «Runaround», un relato corto donde enumeraba por primera
vez las conocidas tres leyes de la robótica, abriendo paso a una
fecunda y exitosa producción de obras de ciencia ficción que tenían
en la robótica y en los adelantos de la inteligencia artificial uno
de sus ejes principales.
Los adelantos tecnológicos y
científicos vividos desde aquel momento han sido espectaculares,
transformando las sociedades en las que vivimos y nuestra manera de
organizar las actividades de producción, distribución, trabajo y
consumo.
Cada episodio de cambio
tecnológico abre oportunidades y genera beneficios sociales y
económicos, pero también representa riesgos y comporta costes,
porque la historia nos ha enseñado que ninguna ley económica
justifica que pérdidas y ganancias se tengan que repartir como
buenos hermanos. Cuando el cambio tecnológico impacta en el grueso
de las actividades humanas puede tener una naturaleza disruptiva, y
en estos casos se convierte en un reto para el estatus socioeconómico
de los países que están implicados en una transformación de base
tecnológica.
Actualmente se anuncia una
revolución tecnológica de amplio alcance que tendría en los
adelantos en robótica, en la inteligencia artificial o en el
internet de las cosas algunos de sus principales responsables. Así
pues, son frecuentes los estudios de impacto que presentan resultados
muy dispares, en función de las hipótesis asumidas y de los métodos
empleados, y que nos informan de una profunda transformación
tecnológica, de naturaleza transversal, que amenazaría con dejar
una huella duradera en los modelos de negocios, la organización del
trabajo y nuestra manera de relacionarnos y de vivir. Es muy
comprensible y legítima la preocupación existente sobre los efectos
que esta nueva etapa de cambio tecnológico pueda tener sobre todo en
los niveles y en la calidad del trabajo humano. Muchos años después
continuaría siendo vigente, pues, preguntarse dónde estamos ahora.
¿Cuáles son las características
y las consecuencias de la pomposamente llamada cuarta revolución
industrial? en primer lugar reflexionando sobre su naturaleza. El
artículo del profesor Aibar nos sitúa ante el espejo,
interrogándonos sobre si realmente estamos ante una auténtica
revolución industrial, a pesar de que el imaginario colectivo y
buena parte de la comunidad académica así lo crean, o bien si
estamos participando acríticamente de una profecía que se va
autocumpliendo, a modo de revolución premonitoria, y que responde a
algunos intereses políticos e ideológicos concretos.
¿Contribuimos
inconscientemente a promover la sustitución de la política por la
ingeniería?
Más allá del carácter
revolucionario de la colección de tecnologías que se cobijan bajo
el paraguas 4.0, y de las consecuencias de creer en un determinismo
tecnológico unidireccional que identifica la tecnología como el
agente causal principal de las transformaciones sociales que vivimos,
el cambio tecnológico digital es una realidad ya consolidada en
nuestro sistema económico. Al parecer su uso puede tener efectos de
complementariedad tecnológica que favorezcan mejoras de eficiencia y
de resultados empresariales. Ciertamente, las empresas de mayor
dimensión y de actividades más intensivas de conocimiento
probablemente sean también las más activas en la incorporación de
estas tecnologías. Las ventajas reveladas en generación de valor y
de posición competitiva parecen bastante evidentes. Poco más de una
cuarta parte de empresas hacen, sin embargo, un uso intensivo de
ellas.
Isaac Asimov afirmaba que el
aspecto más triste de la vida actual era que la ciencia avanzaba en
conocimiento más rápidamente de lo que la sociedad ganaba en
sabiduría. Confiamos en que con esta edición de la revista hayamos
mínimamente contribuido a la difusión de nuevo conocimiento sobre
la naturaleza y las consecuencias de una nueva realidad tecnológica
que probablemente nos pediría menos ligereza, sopesar más las
palabras y un mejor proceder estratégico.
Tomado
del editorial: LLADÓS,
Josep. Revolución 4.0: ¿progreso o precarización? Oikonomics
[en línea]. Noviembre 2019, no. 12, pp. 1-4. ISSN: 2339-9546.
https://doi.org/10.7238/o.n12.1908
El
término revolución proviene del vocablo latino revolutio,
que durante la edad media se utilizaba para referirse al movimiento
circular de los astros. Todavía durante el Renacimiento, en el año
1543, Nicolás Copérnico tituló la célebre obra donde exponía su
modelo heliocéntrico, fundamento de la astronomía moderna, Sobre
las revoluciones de las esferas celestes.
Su
uso más habitual en la actualidad, es decir, el que se refiere a
transformaciones más o menos radicales y repentinas del orden social
o político, parece tener el origen en la Inglaterra de finales del
XVII, cuando las clases altas se levantaron contra las inclinaciones
absolutistas del rey Jaime II, en la que fue conocida como la
Revolución
Gloriosa.
Esta nueva acepción del término, sin embargo, fue minoritaria y se
restringió a algunos círculos políticos e intelectuales europeos.
Fueron los ilustrados
franceses
de mediados del siglo XVIII quienes popularizaron el término para
describir su movimiento intelectual, básicamente porque querían
presentarse a sí mismos como subvertidores del Ancien
Régime
y como portavoces de un nuevo orden y de una nueva manera de ver el
mundo basado en la razón y los nuevos saberes. Es a partir de
entonces cuando el sentido más explícitamente político del término
empezó a aplicarse generalizadamente a las revoluciones burguesas
americana (1775-1783), en primer lugar, y francesa (1789-1799),
posteriormente.
Mientras
que el concepto medieval y astronómico hacía referencia a un
movimiento circular y repetitivo y, por lo tanto, connotaba un cambio
cíclico y periódico que, al fin y al cabo, dejaba las cosas tal
como estaban, el sentido moderno indica precisamente lo contrario: un
cambio
radical e irreversible
que comienza un periodo nuevo, una nueva época, en la historia de
una sociedad. Las revoluciones, al contrario de lo que ocurre con el
movimiento de los planetas alrededor del sol, implican un momento
singular de ruptura
y establecen una frontera temporal clara y abrupta entre el pasado y
el futuro. Además, son acontecimientos cataclísmicos, traumáticos,
y a menudo violentos, con una cierta coherencia interna a pesar de su
complejidad y de la multiplicidad de fuerzas o de agentes sociales
que pueden intervenir, y tienen lugar de manera repentina y más o
menos acotada en el tiempo y el espacio.
1. La Primera Revolución
Industrial
El
término revolución
industrial
se empezó a utilizar a principios del siglo XIX para referirse a lo
que hoy denominamos la Primera Revolución Industrial, un episodio de
cambio tecnológico y social que tuvo lugar originariamente en
Inglaterra durante el periodo 1760-1840, aproximadamente. El
economista francés Jérôme Adolphe Blanqui (1798–1854) fue uno de
los primeros autores en utilizar sistemáticamente el término en el
sentido actual vinculado al cambio tecnológico. En concreto, Blanqui
se interesaba especialmente por las consecuencias
sociales
de las innovaciones técnicas de finales del siglo XVII que, según
él, habían dado lugar, en Inglaterra, a una «revolución
industrial». Algunos años después, el filósofo alemán Friedrich
Engels (1820-1895), cofundador junto con Karl Marx del materialismo
dialéctico y del comunismo moderno, utilizó el término con
profusión en su obra Sobre
las condiciones de la clase obrera en Inglaterra,
publicada el 1845, en la que a partir de su estancia en Manchester y
tras un minucioso estudio social y demográfico, describía con mucho
detalle las penosas condiciones de vida de los obreros y sus salarios
míseros, y constataba que ambos elementos habían empeorado
considerablemente comparándolos con la situación de los
trabajadores agrícolas y ganaderos de la época. En esencia, Engels
entendía la Revolución Industrial como la conjunción entre las
innovaciones en el ámbito textil y la máquina de vapor.
La
obra de Engels no fue traducida al inglés hasta finales del siglo
XIX, y fue de hecho el historiador económico Arnold Toynbee
(1852-1883) quien popularizó el término en Inglaterra en una serie
de conferencias celebradas en 1881 y publicadas después,
póstumamente. No hay constancia de que Toynbee conociera la obra de
Engels, y en todo caso no compartía ciertamente su punto de vista
marxista, pero es remarcable que ambos autores pusieran el énfasis
en las consecuencias desastrosas y calamitosas que la Revolución
Industrial había tenido para la mayor parte de la población
británica. La Revolución Industrial era casi un sinónimo de
catástrofe
social
para estos autores.
En
todo caso, la tesis de que existió una verdadera revolución
industrial, en los términos modernos que hemos descrito
(acontecimiento repentino, irreversible, rompedor con el pasado y
acotado en el tiempo y en el espacio), fue ampliamente aceptada
durante el siglo XX por muchos académicos –principalmente
historiadores sociales, económicos y de la tecnología– hasta
convertirse durante la segunda mitad del siglo en una idea firmemente
fijada en nuestro imaginario cultural occidental. Progresivamente se
fueron añadiendo, además, otras revoluciones tecnológicas
anteriores y posteriores. Muy pronto, la Revolución Industrial se
desdobló en la Primera
y en la Segunda,
esta última comprendida entre 1870 y 1914, y caracterizada por el
inicio de la electrificación, el motor de combustión interna,
diferentes tecnologías de comunicación (telégrafo, radio y
teléfono) y una larga lista de nuevos materiales. La tercera, más
conocida como la Revolución
Digital,
empieza a finales de los cincuenta y está vinculada a las
tecnologías de base microelectrónica, y la cuarta, bautizada así
recientemente, está asociada a la robótica, la inteligencia
artificial, la nanotecnología y la biotecnología, y no tiene
todavía una definición temporal muy clara. Además de estas,
también han sido identificadas varias revoluciones tecnológicas en
el entorno agrícola preindustrial, incluso durante el neolítico y,
por supuesto, la alabada Revolución
Científica
del siglo XVII.
2. El mito de la Revolución
Científica
A
pesar de que la revolución científica queda fuera del alcance de
este trabajo, es sintomático cómo ha variado en las últimas
décadas, a medida que muchos autores han profundizado en su estudio,
nuestra comprensión de este fenómeno histórico que ha merecido
tanta atención durante el siglo XX y que ha representado uno de los
pilares centrales de la modernidad según las caracterizaciones
estándar. La concepción contemporánea de la revolución científica
se fraguó especialmente durante la década de los años treinta del
siglo pasado, cuando historiadores de la ciencia como Alexandre
Koyré, Herbert Butterfield o Alfred Hall agruparon toda una serie de
innovaciones en las técnicas y en la filosofía
natural
de los siglos XVI y XVII bajo la etiqueta de «revolución
científica», y con un conjunto de características supuestamente
comunes como la matematización
de la naturaleza
o el método
científico,
pensados en gran medida desde la filosofía de la ciencia. Durante la
década de los sesenta, esta historiografía tradicional quedó
todavía más legitimada con el concepto epistemológico de
revolución
científica
introducido por Thomas Kuhn en su influyente obra La
estructura de las revoluciones científicas
(1962).
Aun
así, la trayectoria del concepto ha tomado un nuevo rumbo en las
últimas décadas. A modo de ejemplo, el prestigioso historiador y
sociólogo de la ciencia Steven Shapin empieza su conocida obra The
Scientific Revolution
(2018) con la siguiente afirmación, a primera vista bastante
desconcertante: «There
was no such thing as the Scientific Revolution, and this is a book
about it»
(Shapin, 2018, 1). El argumento de Shapin, presentado de manera muy
sintética, se basa principalmente en dos hechos actualmente
incontestables desde un punto de vista historiográfico; por un lado,
no hubo ningún acontecimiento singular y discreto, bien acotado en
el tiempo y en el espacio, que corresponda a «la» revolución
científica, y, por otro, durante el siglo XVII no existía ninguna
entidad cultural coherente llamada «ciencia» que pudiera, por lo
tanto, ser objeto de un cambio revolucionario. De hecho, ni siquiera
existía el término científico,
que fue acuñado por William Whewell (1794–1866) en 1833.
El punto de vista de Shapin sobre
la revolución científica no es una opinión extravagante, más bien
al contrario, lo comparten la mayor parte de estudiosos actuales en
ámbitos como la historia y la sociología de la ciencia que no solo
han cuestionado las concepciones tradicionales en que se basa –como
por ejemplo la existencia de un supuesto método científico
compartido por todas las ciencias–, sino que han puesto en
entredicho la existencia misma de la revolución científica.
3. La crisis del concepto de
revolución industrial
Lo
que ha sucedido con el concepto de revolución
científica
presenta un gran paralelismo con el caso de la revolución
industrial.
Historiadores económicos tan reputados como Patrick O’Brien o Jan
de Vries califican directamente la revolución industrial como una
«denominación errónea», un «mito», o una más de una larga
lista de «revoluciones espurias» (O’Brien y Quinault 1992; de
Vries 2009). Los motivos fundamentales de esta crisis, como en el
caso de la revolución científica, son una larga serie de hallazgos
recientes en los muchos y minuciosos estudios históricos llevados a
cabo en las últimas décadas que cuestionan la visión tradicional
de este periodo, de las que han sido, supuestamente, sus
características principales e, incluso, del alcance de sus
implicaciones sociales.
En
primer lugar, algunas de las transformaciones que a menudo se asocian
a la Revolución Industrial son, de hecho, anteriores a ella: la
también llamada revolución
agrícola británica
tuvo lugar desde finales del siglo XVII y supuso un aumento sin
precedentes de la producción y de la productividad en el campo y,
por lo tanto, en el suministro de alimentos; y la red de conexiones
entre ciudades (mediante el transporte y los vínculos comerciales)
era también notoria en el periodo anterior. Como pasó en el caso
del Renacimiento respeto a la edad media, este tipo de mitos
históricos operan siempre construyendo un fuerte contraste, en
realidad ficticio, entre el pasado, en este caso rural, sin
crecimiento económico, socialmente estático y con una estructura
urbana débil y poco conectada, y un futuro industrial con las
características inversas.
Por
otro lado, la imagen convencional de la Revolución Industrial está
fuertemente asociada a una innovación tecnológica concreta: la
máquina
de vapor.
Se trata, de hecho, de un patrón recurrente en las narrativas
tecnorevolucionarias: la Tercera Revolución Industrial, por ejemplo,
también se asocia análogamente al circuito
integrado
(el chip, como hoy lo denominamos), precedente directo de los
microprocesadores que actualmente controlan ordenadores y teléfonos
móviles. Pero la realidad es que el periodo de la Revolución
Industrial está plagado de innovaciones técnicas en muchos ámbitos
diferentes: desde el telar mecánico, el proceso para obtener carbón
de coque (que sustituyó al carbón vegetal) y varios procesos para
la obtención más eficiente de hierro, hasta las primeras máquinas
herramienta como la fresadora. Hoy sabemos que el ahorro económico
que supusieron las máquinas de vapor fue, en realidad, bastante
modesto (von Tunzelmann, 1977). La mitología revolucionaria
acostumbra, sin embargo, a identificar innovaciones singulares (como
causa simple) que producen grandes efectos generalizados o
universales (como consecuencia compleja).
Otro
aspecto discutido de la Revolución Industrial es su acotación
temporal. Las diversas caracterizaciones existentes no han conseguido
un acuerdo claro sobre este extremo. Lo mismo ocurre, de hecho, con
la Segunda y la Tercera Revolución Industrial. En gran parte, estas
discrepancias son el resultado de dos supuestos erróneos de la
concepción tradicional de la tecnología; por un lado, la confusión
entre innovación
y uso
–con la preferencia casi hegemónica para destacar la primera– y
la supuesta concatenación mecanicista entre innovaciones técnicas y
efectos sociales. La Segunda Revolución Industrial, por ejemplo,
estuvo caracterizada por la extensión del uso de tecnologías que ya
se conocían antes, como las máquinas herramienta, las piezas
intercambiables o el proceso Bessemer para producir acero. Las nuevas
industrias basadas en las nuevas ciencias del siglo XIX, que se
consideran distintivas de la Segunda Revolución, eran en realidad
pequeñas en comparación con las «antiguas» y, de hecho, su máximo
histórico se produjo después de la Segunda Guerra Mundial. El
proceso de sustitución de las antiguas ruedas hidráulicas por
máquinas de vapor durante la Primera Revolución duró casi un
siglo, y estuvo lejos de ser un proceso repentino o vertiginoso
(Basalla y Rubio, 1991). El pico en el consumo de carbón en el Reino
Unido, que habitualmente se asocia también a la Primera Revolución
Industrial, se produjo, de hecho, ¡durante la década de 1950!
(Edgerton, 2004). Normalmente el mayor impacto social y económico de
una tecnología se produce en el momento de su máxima difusión, y
esto acostumbra a suceder mucho después de su invención.
De
hecho, algunas de las transformaciones más importantes durante la
segunda revolución no fueron de índole tecnológica en sentido
estrictamente artefactual; tuvieron que ver con las infraestructuras
(las redes de electricidad), con las formas de producción (la cadena
de montaje) o con los patrones de consumo (nació una verdadera
sociedad
de consumo,
donde los individuos ya no solo trabajaban para satisfacer sus
necesidades básicas) (de Vries, 2009).
4. Liberalismo, capitalismo y
colonialismo
Durante
los años cincuenta y sesenta del siglo XX, una serie de autores
británicos movidos, en parte, por una fuerte pulsión liberal y
antimarxista y, en parte, por un cierto fervor «tecnonacionalista»,
empezaron una campaña sistemática para rescatar el concepto de
revolución
industrial
de las connotaciones negativas (socialmente catastróficas, más
bien), que autores como Engels y Toynbee le habían asociado, para
presentarla como un hito histórico en el desarrollo del Reino Unido
y, por extensión, de la historia humana. Esta estrategia sintonizó
perfectamente con ciertas tendencias intelectuales y políticas
conservadoras que culminarían más tarde en los gobiernos
neoliberales de Thatcher, y con una creciente consideración de la
innovación tecnológica como eje básico del crecimiento económico,
una creencia que también empezaba a arraigar entre la izquierda.
Dicho de una manera simplista, la nueva narrativa defendía que el
individualismo
de John Locke más la economía
de libre mercado
de Adam Smith habían producido la Revolución Industrial y,
paralelamente, las revoluciones políticas que habían instaurado la
democracia
en el Reino Unido, los Estados Unidos y Francia; es decir, en
resumen, la esencia del capitalismo
liberal
(Coleman, 1992, 34).
Esta nueva perspectiva, que acabó
conformando el mito popular actual de la Revolución Industrial, se
basó en parte en una revisión de las consecuencias sociales
catastrofistas ya mencionadas. Algunos autores defendieron, por
ejemplo, que los principales efectos sociales de la Revolución
Industrial fueron un aumento enorme de la productividad y una
consiguiente mejora sostenida y sin precedentes en las condiciones de
vida de la población. Aun así, los estudios más recientes muestran
como el aumento del nivel de vida no se produjo en los países
industrializados hasta finales del siglo XIX y principios del XX, y
que, a corto y medio plazo, las condiciones de vida empeoraron
(Feinstein, 1998).
Otro
aspecto que debe ponerse de manifiesto es el profundo etnocentrismo
que rodea al concepto. En primer lugar, la Revolución Industrial fue
un fenómeno claramente británico que, durante mucho tiempo y
todavía ahora en menor medida, fue conocida como la Revolución
Industrial británica;
incluso muchos autores situaban el origen de la revolución, todavía
con más precisión, en el condado de Lancashire. Durante muchas
décadas, de hecho, transformaciones similares solo tuvieron lugar en
pocas naciones del planeta, en una pequeña parte de Europa (los
países con grandes imperios coloniales) y en los EE. UU.,
fundamentalmente. Las concepciones posteriores, sin embargo,
consideraron el fenómeno bajo el esquema de un tipo de destino
universal, inexorable, y muy pronto las sociedades y las naciones de
todo el planeta fueron clasificadas en función de su grado de
acercamiento a la industrialización de estos pocos estados: países
desarrollados,
en vías de desarrollo o subdesarrollados.
Incluso se propusieron argumentos etnocéntricos para explicar el
«retraso» de otros países (notoriamente, China) sobre la base de
la superioridad cultural, política y científica de Europa. En
general, el etnocentrismo asociado al concepto de revolución
industrial
ha provocado que, hasta hace poco, los vínculos notorios entre el
colonialismo
y la industrialización fueran a menudo obviados; no solo las
colonias proveyeron a la metrópolis de gran parte de las materias
primas, sino que la Revolución Industrial incrementó
considerablemente el alcance y la intensidad de la empresa colonial.
Por
último, muchos de los problemas y de las reticencias que el concepto
de revolución
industrial
ha generado en los últimos años tienen relación con el descrédito
actual de la idea de progreso asociada de forma automática,
durante buena parte del siglo XX, al desarrollo
tecnológico
y al crecimiento
económico.
No solo se han hecho patentes los efectos ambientales catastróficos
de la Revolución Industrial, principalmente debido a las emisiones
de CO2 y el consecuente cambio climático, que empieza a tener
efectos sociales devastadores, sino que el crecimiento económico que
se ha vinculado se ha traducido en un aumento sostenido de las
desigualdades sociales y económicas en la mayor parte de países
desde finales del siglo XIX hasta ahora. Es en este contexto que el
concepto mismo de ilustración
ha sido revisado para separar dos componentes que durante mucho
tiempo han parecido complementarios: por un lado, un proyecto
emancipador
de enfrentamiento a la autoridad, de insumisión al poder y de
combate contra la credulidad y, por el otro, el proyecto
modernizador
entendido como dominio y explotación de la naturaleza mediante la
ciencia y la tecnología (y a su instrumentalización en el
capitalismo industrial) y como sumisión de la mayor parte de
culturas y pueblos del planeta, mediante el colonialismo (Garcés,
2017).
5. Determinismo tecnológico y
autonomía de la tecnología
La
mayor parte de los discursos alrededor de la Revolución Industrial
o, en general, de las revoluciones tecnológicas, se apoyan en formas
más o menos explícitas de determinismo
tecnológico:
la idea de que la tecnología constituye el agente
causal
singular más importante en los cambios sociales a lo largo de la
historia, y la tesis de que el cambio tecnológico determina el
cambio social o, dicho de otro modo, que la tecnología es,
sencillamente, el motor de la historia. El determinismo tecnológico
se asocia a menudo a la llamada autonomía
de la tecnología,
la idea de que la tecnología sigue su propio curso al margen de la
intervención humana o social y que se desarrolla, fundamentalmente,
de manera incontrolada. Autores con orientaciones tan diferentes como
Jacques Ellul, John Kenneth Galbraith, Martin Heidegger, Marshall
McLuhan o Alvin Toffler se muestran de acuerdo con que la tecnología
se desarrolla según sus propias leyes inexorables, siguiendo una
lógica particular que siempre acaba imponiéndose a cualquier
intento de control humano (Winner, 1979).
La
perspectiva determinista se caracteriza por considerar la relación
entre tecnología y sociedad como unidireccional.
Mientras que la evolución de la sociedad (en sus aspectos
económicos, políticos o culturales) es consecuencia del desarrollo
tecnológico, la tecnología parece surgir de un ámbito externo al
medio social; es un factor exógeno
con una dinámica propia que no resulta afectada, en lo esencial, por
factores sociales (de hecho, en esta visión, la tecnología se
considera políticamente neutral).
El desarrollo tecnológico se entiende así, teleológicamente, como
una sucesión encadenada de invenciones o de innovaciones en las que
cada eslabón conduce casi necesariamente –o naturalmente– al
siguiente y donde cada artefacto parece haber sido diseñado con el
objetivo de llegar a la situación actual mediante aproximaciones
sucesivas.
Las
tesis del determinismo tecnológico y de la autonomía de la
tecnología han sido fuertemente cuestionadas por una gran cantidad
de autores y de estudios en las últimas décadas –desde la
historia, la filosofía y la sociología de la tecnología,
principalmente– y, actualmente tenemos teorías mucho más
fundamentadas sobre la interacción entre cambio social y tecnológico
(Aibar, 1996). A pesar de ello, estas tesis continúan siendo la
manera más popular e influyente de pensar la relación
sociedad/tecnología y fomentan una actitud fatalista
respecto al cambio tecnológico: dado su carácter inexorable, es
inútil intentar oponerse a él o reconducirlo desde la acción
social o política; la única opción factible es adaptarnos o, como
mucho, atenuar sus efectos negativos.
6. La Cuarta Revolución
Industrial
Se
atribuye el concepto de Cuarta
Revolución Industrial
al economista alemán Klaus Schwab, fundador del conocido Foro
económico mundial (o Foro de Davos), una reunión anual de la élite
del capitalismo global, donde líderes empresariales, políticos y
académicos celebran el triunfo del neoliberalismo con obscenidad y
gran fastuosidad. El vínculo entre el concepto y el foro no es
casual, como veremos.
La definición de Schwab no es
muy precisa. Menciona elementos como la robótica, la inteligencia
artificial, el internet de las cosas o la edición genética –la
mayor parte, técnicas originadas hace varias décadas– pero
poniendo el énfasis en su interconexión: «the inexorable shift
from simple digitization (the Third Industrial Revolution) to
innovation based on combinations of technologies (the Fourth
Industrial Revolution)» (Schwab, 2017, 52). Lo primero que se debe
decir de esta definición es que es idéntica a la que Rifkin (2011)
había dado sobre la tercera revolución industrial. Parece pues que,
paradójicamente, la nueva revolución nos llevará... ¡donde nos
debería haber dejado la anterior!
Aun
así, es más importante remarcar la inexorabilidad
que la definición también asocia a esta revolución. De hecho, la
obra de Schwab y la mayoría de los discursos que propagan
crédulamente e irreflexivamente su vaticinio constituyen un
compendio de todos los problemas, inconsistencias y debilidades del
concepto de revolución
industrial
que hemos expuesto: etnocentrismo, determinismo tecnológico,
autonomía y neutralidad de la tecnología, fatalismo, equiparación
automática entre desarrollo tecnológico y progreso social, etc.
Como particularidad –que también comparte con la tercera–
podríamos destacar el solucionismo
tecnológico
(Morozov, 2015) con que se presenta en la mayor parte de
formulaciones: la idea de que todos los problemas tienen una solución
tecnológica (incluso aquellos causados por la propia tecnología) y,
por lo tanto, las empresas tecnológicas y el mercado podrán
resolverlos. Pero a pesar del carácter omnipotente que se otorga a
esta nueva revolución industrial, algunos de los problemas más
graves y urgentes a los que nos enfrentamos –el calentamiento
global o la creciente desigualdad social, por ejemplo– no
acostumbran a mencionarse entre los objetivos de la cuarta
revolución. Como en la ideología
californiana
(Barbrook y Cameron, 1996), que fusiona el determinismo tecnológico
con un neoliberalismo extremo, se profesa una fe ciega en la
sustitución de la política por la ingeniería.
Pero
la característica diferencial más importante de esta revolución es
que, por primera vez, se trata de una revolución premonitoria:
no describe un periodo del pasado, un conjunto de innovaciones
conocidas o sus consecuencias sociales. Ni siquiera sabemos quiénes
son los actores que llevarán a cabo estas innovaciones, ni cuáles
serán sus objetivos. Considerando quién son sus portavoces, no
parece que sean otros que las grandes corporaciones tecnológicas que
dominan las tecnologías de la comunicación y de la información
actuales, o los entramados financieros que las sustentan. El único
mensaje que se transmite de manera clara es que habrá ganadores y
perdedores. Estos últimos serán los países, las instituciones o
los individuos que no sepan adaptarse.
El objetivo parece, pues, doble.
En primer lugar, el de convertirse una «profecía que se autocumple»
(Unwin, 2019), como ha ocurrido recientemente con la erróneamente
llamada ley de Moore, y perpetuar el dominio y la fortuna de las
instituciones y de las empresas que ya ahora están creando,
configurando e impulsando estas tecnologías. En segundo lugar,
extender el miedo y la angustia sobre un futuro incierto mediante un
discurso apocalíptico. En resumen, promover la creencia de que una
vez más no hay otra opción que la sumisión voluntaria, y que
reconfigurar, cambiar o subvertir el desarrollo tecnológico queda
fuera de nuestro alcance.
AIBAR,
Eduard. Revoluciones industriales: un concepto espurio. Oikonomics[en
línea]. Noviembre 2019, no. 12, pp. 1-8. ISSN: 2339-9546. DOI:
https://doi.org/10.7238/o.n12.1909
Eduard Aibar
Catedrático de Estudios de
Ciencia y Tecnología (Science & Technology Studies, STS) en los
Estudios de Artes y Humanidades de la UOC y director del grupo de
investigación sobre Ciencia e Innovación Abiertas (OSI). Imparte
docencia en los grados de Humanidades, Ciencias Sociales y
Antropología y en los másteres de Historia Contemporánea y de
Filosofía para los Retos Contemporáneos de la UOC, así como en el
Doctorado en Sociedad de la Información y el Conocimiento. Ha sido
profesor asociado en la Universidad de Barcelona, investigador
postdoctoral en la Universidad de Maastricht (Países Bajos) y en la
Universidad de Salamanca. Ha publicado numerosos trabajos sobre la
interacción entre el desarrollo cientificotecnológico y el cambio
social y organizativo en ámbitos como la administración
electrónica, el urbanismo o internet.
Resulta obvio que tanta
dedicación a presagiar y prevenir lo que vendrá post crisis global
una vez que la pandemia permita el regreso a la llamada “nueva
normalidad” (Oximorón con el que se precisa la incapacidad para
definir que futuro será el que nos depará la resolución de las
tensiones y conflictos acelerados y nuevos, que la crisis del Covid19
está produciendo en el sistema Neoliberal, capitalista, colonial y
patriarcal, de cuyos despojos estamos siendo protagonistas.), no es
mas que el temor de bastos sectores que presagian el deterioro de sus
situaciones, siendo parte o no de las elites de privilegios, porque
vaya novedad, a partir del 2009 y la crisis financiera, los centros
de poder sufren las consecuencias de sus propios desvaríos.
La Ciencia y la tecnología
bruscamente y de modo acelerado, se convierten en el centro de los
debates en torno a como transformar y reconstruir la realidad que
quede. Pero ni la ciencia ni la tecnología es imparcial o es ajena a
las decisiones de los colectivos que la crean, sostienen, administran
e impulsan, por tanto, será humana solo si signa las
transformaciones hacia maneras mas humanas de producir y repartir,
de socializar esfuerzos y retribuciones, de constituir sujetos que se
vuelquen voluntaria y libremente al desarrollo equilibrado de sus
entornos glocales, tan humanos como virtuales, tan cognitivos como
sensoriales y tan humanos como la capacidad de constituir
comunidades de sujetos libres, permita salirnos del nefasto
financierismo y de las formas de relaciones entre humanos y sus
productos, entre la naturaleza y las capacidades de interactuar con
ella y de modificar los principios de competición, depredación y
lucro individualista que lleva a la especie al borde del colapso.
Daniel Roberto Távora Mac
Cormack
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