Miércoles
10 de Junio de 2020
Vamos
a insistir con un tema que, al ser esencial, reclama un cambio de
mentalidad profundo. Es así: el
dinero que el Estado vuelca sobre la sociedad pertenece a la sociedad
y es la garantía del crecimiento nacional. La retención de esos
recursos con el objetivo de “ahorrar” desacelera su circulación
y perjudica un nuevo ciclo de consumo y producción.
AHORRO,
GASTO E INVERSIÓN.
Toda
la propaganda liberal, inserta en el cuerpo social por décadas a
través de los grandes medios sin que muchos dirigentes de nuestro
movimiento sean la excepción, apunta a controlar el gasto, evitar lo
que llaman “dilapidación” y a través de una sutil
identificación de niveles incluye como “corrupción”. Apunta a
promover el ajuste.
Así,
la gestión que inyecta dinero en la comunidad, en vez de ser apoyada
por su acción para fomentar el circuito de crecimiento, es evaluada
negativamente, mientras que la que restringe esa inversión, merece
aplausos por “austera”, “equilibrada” y “ahorrativa”.
Se
presume que de tal modo “cuida” el dinero del país.
Sin
embargo, al cortar el circuito, congela los recursos y anula el único
ahorro genuino de una sociedad, la circulación dinámica de la
moneda, que insufla vida a la economía general. Cuando
un gobernante guarda el dinero de la sociedad con el argumento de
ahorrar y no dilapidarlo, lo que hace es evitar que esos beneficios
vuelvan a incentivar la producción.
EL
PODER DE COMPRA SOSTIENE EL ESTADO.
Esto
es particularmente cierto en una sociedad como la Argentina que,
además de contar con una capacidad
instalada
de valor, un know
how
significativo y recursos
naturales
excepcionales, posee un esquema impositivo regresivo que necesita de
la adquisición directa de bienes de consumo para agrandar la
recaudación fiscal.
Más
allá de lo que cotizan las empresas en funcionamiento –menos de lo
que deberían-, el
fuerte de la tributación nacional radica en el Impuesto al Valor
Agregado,
que cada ciudadano abona a la hora de comprar los productos. Si ese
enorme volumen de dinero colocado a diario no es devuelto al cuerpo
social, se inmoviliza y pierde valor de uso.
Ese
es el sentido del crédito y por tal razón es importante la banca.
El
concepto nacional de las finanzas se asienta en insertar más dinero
en la cadena de producción y compra.
Está amortizado por su propio destino, ya que al generar elaboración
de bienes facilita su devolución a partir de las ventas generadas
por esa producción hacia un mercado con buena liquidez.
Por
supuesto que hay muchísimos factores más, como la discontinuidad en
la sustitución, lo cual origina una dolarización interna en el
valor de los productos debido a la necesidad de importar componentes
que contribuyen al producto final. También, las variaciones en los
precios internacionales, que no dependen del Estado local. Asimismo,
que muchas firmas –por falta de control estatal, por su propia
configuración y/o por venalidad- remesan sus ganancias al exterior.
Pero
esos datos son insertados en el análisis para confundir
los ejes
porque las necesidades del mercado interno siguen siendo las mismas
en cualquier caso. Esos planteos, tan difundidos en los medios
concentrados, también aprovechan otras medias verdades para difundir
grandes mentiras: por ejemplo, que una economía de vasta producción
con inflación está “recalentada”
y exige, para ordenarse, un proceso de “enfriamiento”.
Nada
más equívoco. De esa fase del engaño surge el vínculo con los
asertos “ahorrativos” señalados previamente y contamina buena
parte de la opinión pública y casi la totalidad del funcionariado,
que deriva en una
acción de rasgos anti productivos aunque declame pasión por el
capitalismo, contracción al trabajo e inclusive, perfil
industrialista nacional popular.
Son
liberales. En el sentido arcaico
y parasitario
que ese término posee en nuestro país. No entraremos a debatir si
está bien o mal aplicado el concepto, ni su equivalencia con
denominaciones semejantes en otras nacionales. Algunos dirigentes
estatales creen serlo, otros piensan que no lo son pero actúan en
consecuencia y hasta
dan muestras de buena conducta fiscal para demostrar que no dilapidan
recursos estatales.
Sin
embargo, el diagnóstico de la introyección del pensamiento liberal
en las propias filas puede llevar a conclusiones políticas
equívocas. Por caso, como hemos visto, a indicar que el movimiento
nacional es una mera variante de las corrientes antinacionales y que
no tiene sentido apoyar a las autoridades que surgen del mismo. La
lucha por el cambio de mentalidad hay que darla allí, porque el
lugar social del cual proviene es el que brinda el entorno y el
impulso adecuado para la reformulación.
MIENTRAS
MEJOR, MEJOR.
Esta
es la tragedia de la economía argentina. Con cuarentena –por un
rato- y sin cuarentena –por décadas-. Los
funcionarios tienen la tendencia a recortar beneficios en vez de
reproducirlos, lo cual tiene como resultado barrer del mercado
interno, en tanto consumidores, a sectores enteros de la población.
Esto genera menor capacidad de compra y por tanto, menor recaudación.
El
caso de los jubilados
es un ejemplo extremo. Con las absurdas batallas que tantos –no
todos- los funcionarios han desplegado para achicar los ingresos de
quienes consideran “pasivos”, lo
que logran es eliminarlos como compradores;
es decir, adquieren
menos productos y restringen así su aporte a la recaudación por
IVA.
Lo mismo pasa con los derechos
laborales
en general, ya situados dentro del rubro activos.
Mientras
menos aumentos, aguinaldo, beneficios, vacaciones, posee un
trabajador, menos dinero provee al fisco, aunque los responsables de
esos recortes crean ayudar con sus restricciones al ahorro fiscal.
Esto que decimos es muy evidente, pero la propaganda ha sido tan
abrumadora desde 1955 hasta el presente, que el concepto de “ahorro”
para la inmovilización de los recursos nacionales está inserto en
todos los estratos del país.
Dilapidación
es endeudarse sin necesidad; es entregar las empresas públicas a
privados extranjeros; aprovechar la fuga de capitales originados en
el país; subvencionar actividades primarias; abonar fortunas en
publicidad a los medios concentrados; facilitar la explotación de
recursos naturales con baja o nula carga impositiva; permitir una
renta extraordinaria a las corporaciones financieras. Y tanto más.
Dilapidar
no es otorgar sólidos ingresos a los jubilados, fomentar la
expansión de los derechos laborales, ayudar espacios sociales
damnificados, insertar créditos a la producción, respaldar empresas
medianas y cooperativas, invertir lo necesario en el deporte
profesional y amateur, sostener actividades culturales. Y tanto más.
Todo eso, habitualmente evaluado “deficitario” vuelve y se
reproduce en más empleos y mayor poder de compra social.
Todo
eso es imputado como populista
desde las usinas que promueven la argumentación de la miseria.
Encima, con el descaro de sugerir que esas políticas que han hecho
crecer a nuestra nación en otros períodos y han sido adoptadas por
las regiones que hoy ejercen el liderazgo mundial, generan
clientelismo y dañan la producción. Los
promotores del verdadero déficit –el corte del circuito que
devuelve a la sociedad lo que la sociedad produce- se yerguen en
jueces y se pretenden productivistas.
En
esa mentalidad afincada dentro de una parte importante de nuestra
propia dirigencia es posible hallar el fundamento de los errores que
se perciben en la acción económica gubernamental. Decir que esto
sucede ahora porque hay cuarentena es una equivocación pues
aún con un PBI reducido es posible delinear la dirección de una
política. Pero hagamos esa concesión y digamos: bien, vamos a
pensar en el futuro, entonces.
Pero
pensemos en serio.
Situados en el interés de nuestro pueblo y perfilados hacia la
creación de una nación industrial. Porque
el ajuste, el cese del circulante, los bajos salarios y las
restricciones, son el programa de la decadencia, de una economía
derruída, y un país sin destino.
(
http://laseñalmedios.com.ar/2020/06/09/la-urgencia-de-un-cambio-de-mentalidad-profundo-quebrar-el-liberalismo-en-la-accion-economica-es-la-unica-forma-de-avanzar-en-un-proyecto-productivo/
)
1.
Viral
El
sarcasmo
Si
hubiera que elegir una palabra-símbolo que visualizase el ser de
nuestra época seguramente sería viral. Expresa nuestra prepotencia:
el sueño de la ubicuidad propia sólo de los dioses, instantaneidad
global, conectividad total, transmisión supersónica y la
floreciente sincronía con la que nos gusta contagiarnos mentalmente.
Nuestro orgullo es ser virales. Lo que no sea viral no es nada. No
hace falta ponerse freudiano para darse cuenta de que esa viralidad
expresa el soñado supertamaño de nuestra virilidad. Y lo dejo ahí,
sin ir más lejos ni entrar en más profundidades, que se podría.
Como pasa con tanta frecuencia en la Historia, esas ensoñaciones
terminan en el sarcasmo cadavérico. Hay algo que nunca deberíamos
olvidar: el sarcasmo de la vida es la muerte. Como se está viendo.
Lógicamente, el gran sarcasmo de nuestra viralidad tenía que ser un
virus. He ahí la paradoja y el ridículo. Desde que el mundo se
creara hace millones de años, en cuanto aparecía una plaga,
epidemia o peste los humanos la interpretaban como una advertencia
divina. Sin entrar ahora en disquisiciones teológicas profusas, está
claro que este virus que nos manda el destino viene a ser el castigo
a nuestra soberbia viral. Dicho con palabras de Valle-Inclán, gran
Nostradamus gallego, en Divinas palabras: ese gato devorador nos come
en el lugar del pecado, allí “do más pecado había”. Podemos
ponernos más finos y decirlo con la frase lapidaria de Heidegger: el
hombre moderno es “una mediocridad que se ha elevado a sí misma a
Dios”.
Nuestra
Torre de Babel
La
prepotencia es defecto que acompaña a los hombres desde la creación.
Por lo que parece, Adán y Eva perdieron el Paraíso por querer ser
como dioses. Hay que ser vanidosos, tener descolocado el cerebro y
estar ociosos. En el mismo momento en el que el hombre supermoderno
anuncia urbi et orbi, lleno de orgullo y pasión, que está a punto
de conseguir vivir eternamente, se le derrumba su Torre de Babel: un
diminuto e invisible virus hunde ese imponente monumento a la
soberbia de la humanidad, y pone en su sitio nuestro poder real y el
de la ciencia. El sueño mesiánico de alcanzar el cielo roto en
pedazos. Otro sarcasmo de la Historia. Fin de nuestro más
deslumbrante Paradigma. Otra palabra que estuvo muy de moda y
aspiraba a obrar el milagro de convertir a todos nuestros saberes en
ciencia exacta. Como siempre, la propaganda convertida en la negación
de la verdad y de la realidad. Desde la Estructura de las
revoluciones científicas, de Kuhn, todos sabemos que el efecto real
de esa palabra fue aniquilar la orgullosa ensoñación del prefecto
del emperador, el señor Popper, que pensó que la ciencia, y la
política, podían manejarse sólo con la lógica (de la
investigación científica). Otro cadáver.
Del
Rey Baltasar a la utopía del encierro perfecto
Tenemos
el país, e incluso los países, convertidos en un inmenso hospital.
En reclusión. Hecho nunca inocente. Como sabemos desde Foucault e
incluso antes. Los hospitales, como los internados, cuarteles o
prisiones, son, por usar la expresión de Goffman, “instituciones
totales”. Que se utilizan para vigilar, esclavizar y manipular.
“Ojo perfecto al que nada se sustrae” (Foucault). Un aviso, los
castigos al cuerpo siempre son castigos al alma: las reclusiones
–perfectas o imperfectas– acaban encandilando al déspota y
devastando la libertad. En esta tesitura es muy conveniente leer el
relato (ese obscuro objeto de deseo que a todos los Redondos que son
o han sido les gustan tanto) del Rey Baltasar en el bíblico libro de
Daniel. Tan poderoso Rey observa aterrado como, en medio del gran
festín con el que demostraba “ostentóreamente” su inmenso poder
(o sea, nuestra viralidad), una mano misteriosa escribe sobre la
blanca pared tres enigmáticas palabras: mené, tequel, parsín. Mené
significa “dios ha contado los días de tu reinado y le ha puesto
fin”. Tekel, “has sido pesado en la balanza y hallado falto de
peso”. Paskin, “tu imperio ha sido dividido y dado a los medos y
los persas”. Informa el Antiguo Testamento que Baltasar murió
aquella misma noche. Llevamos ya un tiempo en el que, en la no tan
blanca pared de nuestra democracia, una misteriosa mano escribe
palabras enigmáticas que no sabemos interpretar. Al fin y al cabo,
no somos Daniel, el mayor intérprete de sueños de la Antigüedad.
Desconocemos tres cosas: a) quién es aquí el Rey Baltasar; b) qué
va a pasar con nuestro reino; c) a quién va a visitar el ángel
exterminador. Tenemos una sola certeza: en el ambiente huele, cada
vez más intensamente, a azufre. A tics autoritarios, a sueño
utópico de una gran prisión/hospital, a “jaula de cristal”
(Apps) en la que una inmensa voracidad de poder nos quiere encerrar a
todos.
El
verdadero virus
El
gran contagio de este país comenzó el día aquel en el que un
desconocido profeta local de León, el señor Zapatero, una gran
calamidad, llegó a su hogar y le dijo a su esposa una frase
histórica que resume mejor que mil tratados por qué hemos venido a
parar a este pozo sin fondo. La frase, más o menos, es ésta:
“Sonsoles, no te imaginas la cantidad de españoles que podrían
ser presidentes de gobierno”. Falsedad de falsedades y sólo
falsedad. Ese desatino predica, urbi et orbi, esto: 1) que cualquier
persona/sujeto vale para cualquier puesto, incluidas las funciones
más complejas, difíciles y de mayores consecuencias; 2) que es
igual estar preparado que no estarlo (o los conocimientos y la
experiencia como algo no-necesario); 3) que la incapacidad es tan
creadora y fértil como la capacidad; 4) que mandar y gestionar está
tirado, o sea, al alcance de cualquiera. Por decirlo así, el plagio
como método. El estado viral en el que nos encontramos es resultado
de esa infinita y ya generalmente aceptada frivolidad. Más de
treinta siglos de Historia refutan categóricamente esa boutade
criminal. Pero a nadie le importan ya las enseñanzas de la Historia.
Sólo cuentan los sueños y las ensoñaciones. Cuanto más irreales,
mejor. No cabe sorprenderse de nada. Hay que concederle a aquel
presidente/calamidad, gran especialista en envenenar los pozos en los
que beben los pueblos (Venezuela), la atenuante Obama. Un presidente
que fue el signo definitivo e incontestable de la crisis en la que
iba a entrar –¿para siempre? – Estados Unidos, es decir, la
chifladura Trump. A ese Obama le cabe el honor de haber formulado el
gran dogma de los dos últimos decenios: “Sí se puede”. O el
concentrado milagroso que bebe la voluntad y hace posibles todas las
imposibilidades. Por ese camino hemos llegado hasta el coronavirus.
El
gran Sultán oriental
Claro
que todo es superable. Incluso Zapatero. Crecen, alarmantemente, las
señales sombrías que la misteriosa mano va pintando en nuestra
pared democrática: volumen inmenso de mentiras; conexión simultánea
semanal de todos los telediarios (variante vírica del Parte),
Parlamento cerrado o jibarizado, mordaza a las libertades (de
opinión, prensa, crítica, empres…), ávida y ansiosa marginación
del jefe del Estado, toneladas de propaganda y manipulación, más
otros etcéteras. Aunque el virus mortal es otro: el sistema
electoral, como puede comprobar cualquiera que lea la historia de los
años 30 y la destrucción de la República de Weimar. Este sistema
proporcional (de inequívoco origen alemán) acaba en la
fragmentación total, pervierte completamente la esencia de la
democracia (que consiste en dar el poder a la mayoría, no en dejarlo
en manos de minorías exiguas y chantajistas), convierte la
democracia en un zoco persa, el Parlamento en algo inoperante, los
partidos en un gallinero sectario, se gobierna por decreto, y al
final de la representación aparece siempre el “gran zorro” que
jura ocuparse de cuidar paternalmente a las gallinas. Es decir, el
Gran Narciso o Gran Sultán Oriental, que nombra Cónsul a su
caballo. Esta vieja película de terror tiene miles de precedentes
históricos, y un final más que escrito. Observándole atentamente,
este don Pedro Sánchez Pérez-Castejón tiene, en su acicalado
porte, chulescos andares, rebosante apostura y atenazada mandíbula,
aire de enterrador.
2.
Despertar de un sueño
Oro,
plata, bronce y hierro
Dice
el filósofo griego Filón de Alejandría, “el plan divino
comúnmente llamado Fortuna cumple su movimiento rítmico en un curso
cíclico”. O sea, épocas de prosperidad y de adversidad. Desde
hace ochenta años vivimos de la fábula de que ya no estamos
sometidos a los ciclos de la Fortuna, ignorando una verdad muy
antigua: que el mundo es una sucesión de edades de oro, plata,
bronce o hierro. A nuestra manera, hemos vivido el sueño de los
Antoninos.
Lo
cuenta Gibbon: “en el siglo II de la era cristiana, el Imperio de
Roma abarcaba la parte más bella de la tierra y la más civilizada
del género humano. Las fronteras de esa extensa monarquía estaban
protegidas por la antigua fama y el valor disciplinado… Sus
pacíficos habitantes disfrutaban y abusaban de las ventajas de la
riqueza y el lujo. La imagen de una constitución libre se conservaba
con decorosa reverencia; el senado romano poseía la autoridad
soberana y delegaba en los emperadores todas las facultades
ejecutivas del gobierno. Durante un período feliz de más de ochenta
años, el gobierno público estuvo dirigido por las virtudes y
cualidades de Nerva, Trajano, Adriano y los dos Antoninos. Intento en
este capítulo y en los dos siguientes describir la condición
próspera de su imperio y después, desde la muerte de Marco
Antonino, deducir las circunstancias más importantes de su
decadencia y caída, revolución que siempre será recordada y es
sentida todavía por las naciones de la tierra”.
Fue
el final de un sueño. También nosotros hemos tenido un despertar
violento. En el pasado mes de marzo, “la muerte nos cogió con su
negra garra” (Hesíodo). Una invisible mariposa se movió en China
y el efecto de ese aleteo hizo que Europa, “la parte más bella de
la tierra y la más civilizada del género humano”, se convirtiese,
de repente, en la Roma aterrada por los godos. Como aquel 24 de
agosto del año 410, cuando Alarico y sus tropas entraron en la
ciudad por la Puerta Salaria y la arrasaron en una humillación
épica. Ese saqueo causó un shock nunca visto, llenando el mundo de
turbación, desesperación y desasosiego. Roma, considerada eterna,
mito imperecedero, símbolo del Imperio perfecto, encarnación de los
mejores valores de la civilización, era destruida como Sodoma y
Gomorra. Muchos creyeron que llegaba el fin del mundo. No somos,
pues, los primeros en vivir tan gigantesco terror ni tan gran
desolación.
La
muerte de Roma
Escribe
san Jerónimo: “me llega de improviso, una noticia: Pammaquio y
Marcela han perecido durante el asedio de Roma; muchos de nuestros
hermanos y hermanas han muerto en el Señor. He caído en tal
abatimiento que día y noche sólo pensaba en la salvación común;
me consideraba como cautivo de los santos; no podía decir una
palabra… y, pendiente entre la esperanza y la desesperación,
padecía el martirio de las desgracias ajenas. Pero cuando la más
brillante antorcha de la Tierra se apagó; cuando el Imperio Romano
fue herido en su misma capital; cuando, para hablar más exactamente,
la Tierra entera recibió un golpe mortal con esta sola ciudad, yo
quedé mudo; quedé totalmente anonadado y me faltaban las palabras
buenas; mi corazón se estrujó dentro de mí, y en mis reflexiones
se encendió el fuego. Y me vino a la mente aquella sentencia: la
música en un duelo es relato inoportuno”.
La
consternación de san Agustín no es menos dramática: “horribles
noticias nos han llegado de muertes, incendios, saqueos, asesinatos y
otras muchas bestialidades cometidas en aquella ciudad. No podemos
negarlo: infaustas nuevas hemos oído, gimiendo de angustia y pena, y
llorando frecuentemente sin podernos consolar.
No
cierro los ojos a los hechos: el correo nos ha traído muchas cosas y
reconozco que se han cometido innumerables barbaridades en Roma”.
Y, en otro lugar, haciendo una referencia indirecta a san Pablo,
enuncia, sin quererlo, una ley infalible de la naturaleza humana: “La
tribulación es un fuego. ¿Te encuentra siendo oro? Elimina tus
impurezas. ¿Te encuentra siendo paja? Te reduce a cenizas”.
Aunque
san Agustín enseguida reacciona y levanta los ojos hacia su
creación, la nueva ciudad celestial: “en los tiempos cristianos es
devastado el mundo, se viene abajo el mundo. He aquí que en los
tiempos cristianos Roma perece”. Pero advierte: “Roma no perece,
Roma recibe unos azotes; Roma no ha perecido; tal vez ha sido
castigada, pero no aniquilada. Quizá no perezca Roma, si no perecen
los romanos”. Ese es el punto: tampoco nosotros hemos perecido,
hemos recibido unos azotes. Ferlosio argumentó algo así cuando
ocurrió el 11-S: decía que los norteamericanos eran como un perro
al que le habían pisado el rabo y, soberbios como eran, se quejaban
como si los hubiesen desollado vivos. Para san Agustín, Roma
permanece siempre y cuando no se pierdan los romanos. Es decir, si no
nos dejamos aniquilar por una tragedia que, como todas, forma parte
de la cadena del ser. Advierte el Eclesiástico: “el duelo por un
muerto es de siete días; el del necio y el impío, todos los días
de su vida”.
Montaigne
y la sabiduría de Sócrates
Montaigne
hace recomendaciones parecidas en uno de sus ensayos, en el que,
estoicamente, recoge las reflexiones que Sócrates expone antes los
jueces que le van a condenar a muerte. Enhebra allí algunos textos
de Platón en la Apología: “No he frecuentado la muerte, ni he
visto a nadie que haya comprobado sus características para
iluminarme. Quienes la temen presuponen que la conocen, pero yo no sé
ni cómo es, ni qué sucede en el otro mundo. Tal vez la muerte sea
una cosa neutral, quizá deseable. Debe creerse… que supone una
mejora ir a vivir con tantos grandes personajes desaparecidos, y
quedar libres de seguir tratando con jueces inicuos y corruptos. Si
la muerte es un aniquilamiento de nuestro ser, es una mejora entrar
en una larga y apacible noche porque nada en la vida es más dulce
que un reposo tranquilo y profundo… Si muero y vosotros [los
jueces] quedáis con vida, sólo los dioses sabrán a quién, si a mí
o a vosotros, le irá mejor… No toméis por desdén que no siga la
costumbre de suplicaros conmiseración. Tengo amigos y parientes
–pues tampoco yo he sido, como dice Homero, engendrado ni de madera
ni de piedra– capaces de presentarse con lágrimas y duelo… Pero
cometería una infamia contra nuestra ciudad, a la edad que tengo y
con reputación de sabiduría, si me rebajase a tal cobardía. ¿Qué
se diría de los demás atenienses? Siempre he advertido a quienes me
han escuchado que no salven su vida a precio de deshonra… La gente
de bien, ni viva ni muerta, tiene nada que temer de los dioses…”.
A eso le añade Montaigne sus propias meditaciones estoicas: “es,
en efecto, creíble que por naturaleza tengamos miedo al dolor, pero
no a la muerte. Ésta constituye una parte de nuestro ser no menos
esencial que la vida. ¿Por qué la naturaleza habría de producirnos
odio y horror a la muerte, si tiene tan grandísima utilidad en la
sucesión y vicisitud de sus obras? En esta república universal, la
muerte sirve más de nacimiento e incremento que de pérdida y ruina.
‘Así se renueva la totalidad de todas las cosas [se suceden las
generaciones de vivientes que se pasan, como corredores, la antorcha
de la vida]’ (Lucrecio). ‘Mil almas nacen de una muerte’
(Ovidio). La desaparición de una vida es el paso a otras mil”.
Por
muy grande que sea el dolor de los dolidos, procuremos que no caiga
sobre nosotros la deshonra del necio, ésa que dura toda una vida.
Bastante sufren ya los españoles por las infinitas infamias de sus
necios Nerones.
3.
El mundo de ayer
Cuenta
Churchill en sus Memorias que en 1895 le cupo el privilegio, siendo
un joven oficial, de ser invitado a almorzar con sir William
Harcourt, estadista victoriano de mucha importancia y prosopopeya:
había sido ministro de Hacienda, líder de la oposición y jefe del
partido liberal. En esa comida el jovencito Churchill, atrevido como
era, le preguntó a sir William qué iba a pasar. A lo que éste
contestó pomposamente: “Mi querido Winston, la experiencia de una
larga vida me ha convencido de que nunca ocurre nada”. Comenta
inmediatamente Churchill, “me parece que desde aquel momento no
dejaron de ocurrir cosas…, el plácido río por el que, entre ondas
y remolinos, íbamos navegando tranquilamente resultaba
inconcebiblemente remoto visto desde la catarata por la que nos
estábamos precipitando y desde los rápidos contra cuyas
turbulencias estábamos luchando en aquel momento”. O sea,
incursión en la zona de Transvaal en la Nochevieja de 1895 conocida
como Jameson Raid, que precedió y precipitó la Guerra de Sudáfrica
en la que Winston luchó, la renuncia y retirada de lord Salisbury
(1902), las furiosas intromisiones de la Cámara de los Lores contra
el gobierno (1906), los cambios profundos en los partidos, las dos
elecciones generales de 1910, la crisis de Irlanda. Para llegar, al
final de ese largo tiovivo cada vez más enloquecido, a la Gran
Guerra. La gran matanza. “La catástrofe seminal del siglo XX”
(George Kennan), un conflicto que marcó el inicio del fin del papel
hegemónico de Europa y cuya causa final fue el choque del idealismo
descarriado alemán con el escepticismo empírico inglés.
Como
comenta Churchill, en aquel ambiente cada vez más enrarecido y
turbulento, toda ofensa se devolvía con mayor furia, cada oscilación
era más violenta, cada riesgo más grave, hasta que ya sólo quedaba
invocar los sables para enfriar la sangre y las pasiones desatadas.
Tampoco los sables lo lograron. Concluye Winston, “fue el final de
una época”.
La
edad de oro de la seguridad
En
su precioso libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Stefan
Zweig describe en el primer capítulo (‘El mundo de la seguridad’)
cómo era el mundo de sus padres, ricos industriales judíos en
aquella Viena finisecular. Y comenta: “fue la edad de oro de la
seguridad”. Las frases que reproduzco a continuación están
tomadas casi literalmente de Zweig. Todo en nuestra milenaria
monarquía austriaca parecía basarse en el fundamento de la
duración. Había una conmovedora confianza en la imposibilidad de
que el destino acabase con aquella realidad que parecía inmutable.
Eso, dice, fue una peligrosa arrogancia. La gente creía más en el
progreso que en la Biblia. Creían tan poco en que pudiera volver la
barbarie como en el regreso de las brujas o de los fantasmas. Pero,
comenta Zweig citando a Freud, a nuestra cultura y civilización la
separa de las terribles fuerzas del infierno solamente una capa muy
fina. Y remata: “a quienes aprendimos del horror nos resulta banal
aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un
solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzo humano”.
“Desde
el abismo de horror en el que hoy [el libro se escribe en 1942],
medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo
mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que
brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada,
pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo
en el ritmo eterno del progreso incesante… Hoy, cuando ya hace
tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta
que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes”. Como el
nuestro.
Aquel
mundo se rompió en un instante: el 28 de junio de 1914, víspera de
la festividad de san Pedro y san Pablo, día radiante de verano con
un cielo sedoso y aire sensual. Ese día Zweig está leyendo –sentado
en un parque de Baden, cerca de Viena, balneario en el que había
pasado varios veranos Beethoven– el libro de Merezhkovski Tolstoi y
Dostoyevski, lectura muy apropiada para el drama que se avecinaba. De
pronto, la banda que ameniza la hermosa matinée se para en medio de
un compás, los músicos abandonan el templete, y la gente se
arremolina alrededor de un pasquín. Es el telegrama que anuncia que
el heredero del trono, Francisco Fernando de Austria, y su esposa, la
condesa Sofía Chotek de Chotkowa y Wognin con su deslumbrante traje
blanco, habían sido asesinados en un atentado en Sarajevo. Faltaban
poco más de 30 días para la Gran Guerra, y treinta años más de
crisis y convulsiones hasta llegar a la tragedia más grande que
hayan visto los siglos, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. El
mundo de ayer había dejado de existir.
Fin
de época
También
nosotros nos encontramos, sepámoslo o no, en un final de época: 80
años, en los que, como en el caso de Churchill, “no ha pasado
nada” aunque hayan pasado muchísimas cosas: guerras estratégicas
y crueles, Caída del Muro, revoluciones culturales, gran salto de
prosperidad de medio mundo, dictaduras terribles, totalitarismos,
países arrasados, más otros etcéteras. Pero, de alguna manera, las
viejas constelaciones que brillaron en nuestra vida han sostenido,
mal que bien, ochenta años de estabilidad y seguridad, dentro de lo
que eso es posible en la historia humana. Pero ahora llevamos un
tiempo encadenando sucesos que, me parece, vienen cargados de alto
significado simbólico y predictivo. Primero, la llamada crisis
económica de 2008, que, contra lo que tanto se ha dicho y repetido,
no fue propiamente una crisis económica, fue, más bien, lo que
Burckhardt denominó crisis históricas, pues cumplió casi todos sus
requisitos. Segundo, el famoso Brexit, que viene a ser para nuestra
época lo que el Atentado de Sarajevo para el siglo XX: síntoma y
anuncio de un gran giro o viraje. Tercero, este coronavirus global,
señal ya más definitiva de la clara cesura con el pasado o del
nuevo rumbo que está emprendiendo el mundo.
Hipótesis
1: estamos en el inicio no de un cambio de época, sino de un cambio
de era, ante uno de los cambios más grandes que haya visto la
historia humana. Tan grande como el paso del Imperio Romano al
Cristianismo. Hipótesis 2: somos los primeros testigos del final de
la era cristiana de la Historia, estamos en la temprana aurora –un
ya sí, aunque todavía no– de lo que podríamos denominar la
Poscristiandad, un mundo ya no cristiano y posiblemente tampoco
racional, al menos en el sentido del racionalismo occidental moderno.
Mundo del que no sabemos nada (por lo que parece, va a estar lleno de
robots y de hologramas de nosotros mismos). Salvo una cosa: va a
tener poco que ver con los valores cristianos y de la racionalidad
occidental que nacieron en aquel paso, también gigantesco, de Roma a
la Cristiandad.
Zweig:
“Entonces, el 28 de junio de 1914, sonó aquel disparo en Sarajevo
que, en cuestión de segundos, troceó, como si de un cántaro se
tratase, el mundo de seguridad y de cordura en el que nos habían
criado y educado y que habíamos adoptado como patria”. En este
2020 se están quebrando, como si se tratase de un cántaro, los 80
años de cordura en los que hemos vivido. Por seguir con la metáfora,
la patria que ha dado cobijo a Occidente. El irracionalismo y una
frívola infatuación están apoderándose del mundo. “En los
testamentos se estipulaba la forma de proteger a nietos y bisnietos
de cualquier pérdida de fortuna, como si los poderes eternos
pudieran garantizar la seguridad con un pagaré y, mientras tanto, la
gente vivía cómodamente y acariciaba las pequeñas preocupaciones
como a animales de compañía, mansos y obedientes, a los que en el
fondo no se teme”. El problema está donde estuvo siempre: que la
historia nunca ha sido un animal de compañía. Por más que nos haya
gustado creerlo. Nuestro mundo de ayer.
4.
El azar del mundo
Utilizando
la certera fórmula con la que el desgraciado Joseph Roth resumió el
nazismo, al coronavirus podríamos otorgarle el tenebroso título de
“filial del infierno en la Tierra”. Aunque, propiamente, no
merece tanto. No es más que uno de los muchos demonios infernales
existentes. Concretamente, el trozo de peste que nos ha tocado en la
lotería de la Historia. Pandemia gravísima, pero lejos, muy lejos,
a pesar de su tragedia, de las pestes negras aniquiladoras de otras
épocas. Dice un párrafo de Tocqueville en su magistral Recuerdos de
la revolución de 1848: “creo –y que no se ofendan los escritores
que han inventado esas sublimes teorías para alimentar su vanidad y
facilitar su trabajo– que muchos hechos históricos importantes no
podrían explicarse más que por circunstancias accidentales y que
muchos otros son inexplicables; que, en fin, el azar… tiene una
gran intervención en todo lo que nosotros vemos en el teatro del
mundo, pero creo firmemente que el azar no hace nada que no esté
preparado de antemano. Los hechos anteriores, la naturaleza de las
instituciones, el giro de los espíritus, el estado de las costumbres
son los materiales con los que el azar compone esas improvisaciones
que nos asombran y nos aterran”.
Las
florecillas inocentes
Hablando
de demonios, procede dar un salto a Viena, la cuna de la serpiente,
única ciudad del planeta, según Karl Kraus el Grande, cuyas calles
están adoquinadas con cultura, en vez de estarlo como las demás con
una capa asfáltica. Quizá por eso germinó allí, a orillas del
Danubio azul, una de las cosechas más grandiosas de escritores y
sabios que ha dado la historia humana: los judíos vieneses, cuyo
último representante, George Steiner, nos ha dejado para siempre el
pasado mes de febrero, hierbas maravillosas que fueron arrancadas de
cuajo y murieron desparramadas por el mundo en un drama dantesco. En
uno de los libros que escribió desde Nueva York, uno de esos judíos
escapados de la gran quema, bioquímico que rozó (y probablemente
mereció) el Premio Nobel, y hombre ya olvidado, de nombre Erwin
Chargaff, cuenta una historia infernal, una de las miles y miles de
las que acontecieron: su madre, Rosa Silberstein, dulce, suave y con
un corazón lleno de misericordia, con 65 años de edad, estando muy
enferma y prácticamente ciega, fue arrancada por los nazis, sin
razón ni motivo, de su casa de Viena en 1942 para llevarla a un
campo de concentración en Polonia, donde, gaseada y convertida en
humo y ceniza, desapareció para siempre sin que nadie sepa hasta hoy
ni cuándo ni dónde pereció, y sin que su hijo, que desde América
hizo todo cuanto pudo por salvarla, lo lograse por culpa de un
nefasto cónsul americano y un despiadado médico vienés. En el
epicentro de estas tragedias siempre hay un impresentable
sobredimensionado. Esta es una minúscula historia dentro de la gran
Historia Universal, loco carrusel en el que aún vamos montados dando
vueltas. Explicó aquel que fue considerado un día el princeps
philosophorum, el señor Hegel, la notable teoría siguiente: las
épocas de felicidad son en la Historia páginas en blanco. Y, por si
no nos hubiese quedado claro, añade: la marcha de la Historia, en su
gloria y esplendor, aplasta a veces florecillas inocentes con las que
se topa en su imparable y progresivo avance, sin tener nunca en
cuenta ni la felicidad de las personas, ni la de los pueblos. Y en
ello estamos: asistiendo estupefactos a cómo miles y miles de
florecillas inocentes han sido destripadas por la asquerosa pata
implacable y paquidérmica de la Historia. En España llevamos más
de 30.000 mil florecillas aplastadas. Lo resumió muy bien
Burckhardt: “Somos una pobre gota frente a las grandes fuerzas del
mundo”. Así ha sido y así sigue siendo. Aunque lo olvidemos.
O
sea, el coronavirus. Que obedece a las leyes que impone la
impertérrita marcha darwiniana de la Naturaleza: lo más fuerte
acaba con lo más débil. Podemos elevarnos a la categoría. Gibbon:
“La historia es poco más que el registro de los crímenes, locuras
y desgracias de la humanidad”. Y Shakespeare en Macbeth, en el más
glorioso monólogo sobre la vida y la muerte que se haya recitado
nunca sobre unas tablas: “Todos nuestros ayeres han iluminado
engañosamente el camino hacia la polvorienta muerte… La vida no es
sino una sombra efímera, un mísero actor que se pavonea
presuntuosamente y que consume su hora en el escenario, y después ya
nunca más habla. Es un cuento narrado por un cretino, lleno de ruido
y furia, que nada significa”. Y Gibbon otra vez: “En los últimos
días del papa Eugenio IV, dos de sus sirvientes, el culto Poggio y
un amigo, ascendieron a la colina del Capitolio, se sentaron entre
las ruinas de columnas y templos, y desde ese lugar elevado
contemplaron la perspectiva extensa y variada de desolación. El
lugar y el asunto proporcionaban amplia perspectiva para moralizar
sobre las vicisitudes de la fortuna, que no perdona a ningún hombre
ni a las más gloriosas de sus obras, que entierra imperios y
ciudades en una fosa común”.
Tasación
del mundo
Todas
estas reflexiones son muy antiguas. Nada tiene el hoy para
sorprenderse del alma gélida de la Historia. Maquiavelo ya había
advertido, siglos antes de Tocqueville, lo que pasa cuando ponemos
nuestras vidas en manos de ciertos Sultanes que nombran cónsul a su
caballo: “pues donde los hombres tienen poca virtud, la fortuna
demuestra más su poder, y como ella es variable, así mudan las
repúblicas y los estados a menudo y cambiarán siempre hasta que no
surja alguien tan amante de la antigüedad que regule las cosas de
modo que la fortuna no tenga motivos para mostrar su poder en cada
momento”. Y en otro lugar, “los hombres grandes son siempre los
mismos en cualquier situación en la que les ponga la fortuna…
Muy
diferente es el comportamiento de los hombres débiles, que se
envanecen y embriagan en la buena fortuna, atribuyendo todo el bien
que poseen a su propia virtud, cuando ni siquiera saben lo que es
eso”. Está más que claro. Y lo entiende todo el mundo.
Como
se ha teorizado tantas veces, las crisis son situaciones de profunda
“tasación del mundo”, es decir, de evaluación de nuestras
vidas, individuales y colectivas, tormentas de la Historia que nos
revelan con crudeza nuestras debilidades y, por decirlo así,
destapan nuestros “lujos mentales”. O sea, las tonterías que nos
lastran y que nos sobran. Esas falsedades que se nos agarran al alma
como garrapatas y que acaban arrastrándonos a las creencias más
absurdas y, con ellas, al abismo. Lo resumió muy bien Hume: pensamos
que es posible “parar el océano con un haz de ramas”.
Así
que lo que nos ha pasado es que el tsunami que es el mundo se ha
llevado por delante la mitad de lo que somos y de lo que tenemos.
Cuarenta mil vidas, más las muchas miserias que aún faltan. Resulta
que un invisible virus ha perforado el suelo de nuestras certezas
como si fueran de cartón piedra, y las ha degradado a lo que eran,
ficciones. Y ha roto en mil pedazos el esquema vital sobre el que
sosteníamos nuestra existencia. Éste: a) que el mundo no puede
soltarse de las cadenas con las que le hemos aherrojado; b) que la
muerte, personal y general, no existe si convenientemente logramos
olvidarla; c) que nuestro saber, medicina y ciencia son castillos
inexpugnables; e) que pisamos suelo firme.
La
realidad es bien distinta: pisamos siempre arenas movedizas. La
fragilidad ilimitada. Lo advirtió Paul Valéry, “el abismo de la
Historia es suficientemente grande para todo el mundo…, una
civilización tiene la misma fragilidad que una vida”. Y nosotros
empeñados en considerarnos señores y dominadores del mundo.
“Vanidad de vanidades y todo vanidad”, según el antiquísimo
diagnóstico del Eclesiastés.
5.
Apocalipsis
Cuando
nos habían anunciado, y hubo muchos que se extasiaron, la aparición
del cielo sobre la tierra, lleno de gloria y felicidad, y además el
advenimiento de un hombre nuevo liberado de todos los vicios y
limitaciones de la condición humana, resulta que del cielo caen
millones de bolas de fuego que nos arrasan. El coronavirus. En
lenguaje común denominamos apocalipsis a una destrucción/calamidad
total (RAE) que evoca o se asemeja al fin del mundo. En el sentido
original griego, apocalipsis significa, sin embargo, algo distinto:
revelación o desvelamiento de las últimas verdades. Estamos en el
apocalipsis de Pedro y Pablo, o sea, en la revelación de su
verdadero ser. Una nada vacía con espíritu autocrático. Lo
prometido era la España de la rabia y de la idea (letra de Machado),
su apocalipsis/revelación real ha sido ésta: incompetencia total,
frivolidad, ceguera mental, confusión de confusiones, toneladas de
palabrerías y mentiras a go-go, más el No-do de las televisiones.
En resumen, más de 30.000 muertos. Dato aterrador. Sobre el trono
infernal de la historia reina el eterno tirano de la humanidad: la
incompetencia.
Tempestad
de aflicciones
Nos
ha venido a visitar, otra vez, la vieja dama, por usar el título de
Dürrenmatt. La muerte colectiva. Quien con uñas afiladas mata con
total aceleración (a la peste se la llamó por eso “la enfermedad
con prisa”) y ataca sin miramientos ni distinciones. Viene, como
casi siempre, con el habitual acompañamiento de supersticiones.
Nostradamus, por ejemplo. Según dicen, este visionario anunció en
1551 el coronavirus. Pues profetizó que, en el año de los gemelos
(2020), llegaría del Este (China) una reina (corona) que extendería
una plaga, el virus. Nadie ha sabido decir en qué lugar de sus
advertencias está esto, pero el público se entretiene con estas
necias “sabidurías”. Estamos en la “tempestad de aflicciones”,
en
el
“tiempo de angustias” (Toynbee).
Para combatir el desconsuelo,
podemos acudir a la vieja filosofía que ya nos advierte que “al
nacer comenzamos a morir” (Manlius). O, alternativamente, podemos
echar mano del arcano de la magia antigua, por ejemplo, la ley del
contraste: que dice que lo semejante elimina a lo semejante y suscita
lo contrario. Un caso: como san Sebastián había muerto asaeteado,
las gentes se convencieron de que era el santo enviado por Dios para
espantar las flechas mortales de la peste, y eso explica que haya,
todavía hoy, tantas iglesias con una imagen suya. En nuestro caso,
podemos hacer algo parecido: defendernos de las flechas mortales que
nos ha clavado el coronavirus acudiendo a lo semejante, a lo que
enseñan las pestes de hace siglos. Enseguida se ve que estamos muy
lejos de aquellas horrorosas masacres, a pesar de tantas semejanzas.
Unos datos mínimos: en el mundo entero han fallecido algo más de
300.000 personas. Sólo Nápoles perdió en 1656 casi 300.000. Milán,
la mitad de su población en 1630. En España, en las tres “ofensivas
de la muerte negra” (1596-1602, 1648-1652, 1677-1685), la peste se
llevó más de un millón de vidas. Aquellas pestes no duraban un par
de meses. Se alargaban años. Volvían recurrentemente. Y reducían
la población a la mitad.
Dice
Boccaccio en El Decamerón, allá por el siglo XIV: “Tanta y tal
fue la crueldad del cielo, y en parte de los hombres, que entre el
mes de mayo y el siguiente mes de junio [es decir, en aproximadamente
dos meses], por la virulencia de la enfermedad tanto como por la poca
diligencia que cerca de los enfermos se tenía, se cree y afirma que
dentro de los muros de la ciudad de Florencia más de 100.000
criaturas humanas fueron arrebatadas de esta vida presente, número
que, por ventura, antes de que aquel malaventurado accidente
ocurriese no se pensaba que en toda ella existiera”. Y el
portugués fray Francisco de Santa María explica en 1697: “La
peste es, sin duda alguna, entre todas las calamidades de esta vida,
la más cruel y verdaderamente la más atroz. Con gran razón se la
llama el Mal por antonomasia. Porque no hay en la tierra mal alguno
que sea comparable o semejante a la peste. En cuanto en un reino o
una república se enciende este fuego violento e impetuoso, se ve a
los magistrados estupefactos, a las poblaciones asustadas, al
gobierno desarticulado. La justicia ya no es obedecida; los talleres
se detienen; las familias pierden su coherencia y las calles su
animación. Todo queda reducido a extrema confusión. Todo es ruina…
Los hombres… no sabiendo ya qué consejo seguir, van como ciegos
desesperados que chocan a cada paso contra su miedo y sus
contradicciones. Las mujeres, con sus llantos y lamentos, aumentan la
confusión y la angustia… Los niños derraman lágrimas inocentes
porque sienten la desgracia sin comprenderla”.
De
los “remedios” y la obstinación de los incrédulos
Si
miramos lo que se hacía, no parece que hayan pasado siglos. El
remedio más seguro era un par de botas. Para irse. Si no, la
cuarentena. Palabra que, por lo que parece, existe desde 1347, cuando
Venecia cerró su puerto a los barcos de fuera y construyó un lugar
de reclusión en la Isla de Santa María de Nazaret, llamado el
“nazareto”. A todos los que llegaban a la ciudad los metían en
esa isla donde pasaban al principio diez días, luego treinta, y por
fin cuarenta. Así nació la cuarentena. El gran peligro era el
contacto humano. Rociaban cartas y monedas con vinagre, desinfectaban
las casas con azufre. Se salía a la calle con una máscara con forma
de cabeza de pájaro, con el pico lleno de sustancias olorosas. La
peste la transmitían las gotitas de saliva. La ciudad sitiada por la
enfermedad se protegía con un cordón de tropas. Y luego venían y
mataban las hambrunas. Vendedores y clientes ponían entre ellos un
ancho de mostrador. El prójimo era el peligro. Se llegaba a agredir
a familiares y vecinos (como ahora). Muchos salían a la calle con
pistola. Las casas eran claveteadas con la gente dentro. Los curas
daban la absolución de lejos. “Los hombres temen incluso el aire
que respiran. Tienen miedo de los difuntos, de los vivos, de ellos
mismos, puesto que la muerte frecuentemente se envuelve en los
vestidos con que se cubren y que en su mayoría sirven de sudario,
debido a la rapidez del desenlace…”.
Se
acogía con burlas despectivas a todo el que anunciaba lo que se
avecinaba. Se engañaban a sí mismos para no ver la inmensidad del
mal. Heine en 1832: “Como era jueves de la tercera semana de
cuaresma, como hacía un sol espléndido y un tiempo delicioso, los
parisinos se divertían con toda su jovialidad en los bulevares en
los que incluso se vieron algunas máscaras parodiando el color
enfermizo y la cara descompuesta, se burlaban del temor a la cólera
y de la enfermedad misma…, engullían toda clase de helados y de
bebidas frías cuando, de pronto, el más vivaracho de los arlequines
sintió demasiado frío en las piernas, se quitó la máscara y
descubrió ante el asombro de todo el mundo un rostro de un azul
violáceo”. Para no sembrar el pánico y dañar las relaciones
económicas, se retrasaba el reconocimiento de la epidemia. Mientras
no causase muchos muertos, esperaban. Médicos y autoridades
engañaban. Tranquilizando a la gente se calmaban a sí mismos. El
proceso: las autoridades sanitarias examinaban los casos sospechosos;
los médicos emitían un diagnóstico tranquilizador; se negaban a
interrumpir escuelas y sermones. O sea, la obstinación de los
incrédulos. Se suspendían las pompas fúnebres. Las ciudades no
eran capaces de absorber tantos muertos. Las calles se llenaban de
cadáveres. La muerte se desacralizaba: se privaba a los difuntos de
la dignidad de un entierro. Ni siquiera una tumba individual. Se
desataba el Carpe Diem, es decir, la sed glotona y viciosa de vivir.
Las ciudades volvían a respirar cuando veían desfilar otra vez
féretros por sus calles.
De
nuevo el Eclesiastés: “nada nuevo bajo el sol”. Podemos añadir
una frase de Montaigne: “el fuego prospera con asistencia del
frío”. En simétrica correspondencia, la voluntad de vivir con el
miedo a morir.
Las
épocas donde se producen cambios que modificarán relaciones humanas
durante mucho tiempo por venir, ponen de manifiesto la condición
humana en su desnuda crudeza … capaz de los gestos mas altruistas
como el de las mas miserables de las miserias egoístas.
La
Pandemia no hace mas que volvernos a esta comprobación universal que
recibimos de la historia de nuestra memoria como seres conscientes
que comunican sus experiencias y las piensan, dicen e interpretan en
sus lenguajes posibles.
Lo
único verdaderamente eterno, es la memoria histórica que dejan
registradas los pueblos …
Daniel
Roberto Távora Mac Cormack
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