Domingo
28 de junio de 2020
II
El
semiocapitalismo
o la era de la abstracción generalizada
Las
tecnologías digitales del siglo XXI en su conjunción explosiva con
las exigencias disgregantes del neoliberalismo, lograron instaurar un
nuevo (¿y definitivo?) aniquilamiento de la referencialidad, que
extrema y radicaliza los planteos de sus tímidos antecesores: el
sistema diferencialista
saussureano, la semiosis infinita peirceana, las emisiones
realizativas-performativas de Austin y Searle y la con-fusión
entre lenguaje y mundo que enarbolaba el giro
lingüístico. En un libro tan riguroso y erudito como desolador
(Berardi,
F. (2017): Fenomenología
del fin. Sensibilidad y mutación conectiva,
Caja negra, Bs. As.),
el escritor italiano Franco Berardi sostiene –siguiendo al crítico
francés Jean Baudrillard– que en tiempos de extrema
financiarización de la economía y circulación virtual del dinero,
todo es considerado según su valor de intercambio y ya no de su
utilidad concreta. De un modo similar a lo que ocurre en la esfera
del mercado, en el universo de la comunicación, el lenguaje solo es
valorado y comercializado como performance.
Así, lo que se pone en juego en los lenguajes comunicacionales no es
su valor de verdad sino su efectividad,
no su hermenéutica
sino su pragmática.
En esta etapa de la (pos)modernidad capitalista –que Berardi
designa como semiocapitalismo–,
el signo pierde toda referencialidad y se desplaza en una
espacialidad abstracta, en la absoluta virtualidad. Los significantes
se autonomizan de todo anclaje (de toda producción
significativa sustentada en representaciones, designaciones,
alusiones, etc.) para producir artificialmente contenidos
inmateriales, fluctuantes, frágiles, al igual que los flujos siempre
inestables del capital financiero. Al evaporarse por completo “la
cosa” (señalada por esa imagen que “se pone en su lugar”), ya
no es necesaria ni deseable una argumentación que dé cuenta
(interprete, critique, valore) los desplazamientos sígnicos. De este
modo, tal como sugiere Ricardo Forster (Forster,
R. (2019): La
sociedad invernadero,
Akal. Bs. As.),
los sujetos se sienten impulsados por fórmulas vacías y abstractas
que impactan en su sensibilidad y en su dimensión afectiva; se
vinculan con el “mundo real” a través de signos liberados de su
función representativa. Esta circunstancia inédita (cuya novedad
obedece al encuentro
entre los aparatos de captura del neoliberalismo y la digitalización
de la vida) habilita no solo la posibilidad de que todo pueda ser
dicho, sino también la eventualidad de que cualquier delirio
inverosímil pueda convertirse en verdad irrefutable en virtud de la
potencia repetitiva de la que disponen las usinas mediáticas. Lo más
peligroso de esta pesadilla (que irrumpe en nuestra vigilia)
–continúa diciendo Forster– es que tanto “la dimensión real
como imaginaria de este trastocamiento de la materialidad en
abstracción, acabe por ser aceptada como efectiva ‘realidad’ sin
chances de sustraerse a una colonización cada vez más profunda”
(Ibíd.: 160). En ausencia absoluta de ese “algo” al que los
signos se refieren (hacen referencia),
la ficción semiótica se instaura como la única materialidad
existente. En el siglo XXI, se han consumado –dice Berardi– las
tres modalidades de la abstracción: la primera corresponde a la
subsunción del trabajo en la mercancía; la segunda, a la absorción
de las cosas y los cuerpos por la acción de los bites
informativos; y la tercera, al proceso mediante el cual la
valorización financiera del capital se desvincula de toda necesidad
productiva (física o semiótica de bienes). En estas coordenadas nos
hallamos hoy, en este “instante de peligro” a partir del cual se
abren (solo) dos posibilidades: una resignación complaciente (e
incluso placentera) o una resistencia activa, creativa y
transformadora en todas las esferas de la vida.
La
revolución neurolingüística
El
semiocapitalismo
es el punto máximo de virtualización del capital impactando de un
modo directo y fulminante sobre individuos que viven al interior de
realidades artificiales (la “sociedad-pantalla”), atravesados por
la descorporeización de los vínculos intersubjetivos. Para Berardi,
la aniquilación del “mundo” fue posible en el preciso momento en
que el capital pudo prescindir de la producción de cosas útiles,
para concentrarse (casi exclusivamente) en la dimensión virtual de
la circulación monetaria cuyo soporte técnico es la velocidad y la
desmaterialización de la información. Así, el capitalismo en la
era neoliberal no se contenta con devastar lo “real” (los
cuerpos, las cosas, los argumentos, etc.) sino que también despoja a
los sujetos de una reflexividad crítica que les permita comprender
los mecanismos de dicha dinámica; los priva de cualquier posibilidad
de intervención ética y política capaz de transformar un orden
invisibilizado por la trama no-referencial. Este devenir
a-significativo de un capitalismo sin-mundo (quizá deberíamos decir
in-mundo),
esta asfixia de la comprensión por parte de sujetos inermes e
indefensos, es directamente proporcional –me valgo, una vez más
del texto de Forster– a la complejidad tecnológica que posibilita
el desplazamiento del capital financiero por el éter informacional.
La digitalización de los aparatos comunicacionales inhibe la crítica
y la reflexividad, habilitando la pasividad de sujetos digeridos por
la trama ficcional-artificial. Las tecnologías digitales insertan
expresiones neurolingüísticas en la esfera de la cognición, en la
psiquis colectiva y en las formas amorosas de vida. El “cerebro
social” de este tiempo está mediado por dispositivos electrónicos
y protocolos lingüísticos inmateriales. Así, a medida que los
algoritmos se internan en el cuerpo social, la construcción de poder
societario se desplaza desde el dominio de la política, la voluntad
o la consciencia hacia el nivel técnico de los automatismos que
rigen la generación del intercambio lingüístico y la formación
orgánica y psíquica de los cuerpos. Por su parte, los medios de
comunicación no hacen más que reproducir la misma lógica de los
memes
cognitivos, logrando adormecer (saltear) la capacidad reflexiva de
los telespectadores, y direccionando su sensibilidad hacia los gestos
irritados, las emociones o las respuestas furibundas. De este modo,
cualquier acción argumentativa permanece bloqueada.
Tal
como lo define Berardi, el semiocapitalismo
es una particular configuración de la relación entre lenguaje y
economía según la cual, la producción de cualquier bien (material
o inmaterial) puede ser traducida como una combinación y
recombinación de información (guarismos, figuras, álgebras
digitales). Esta semiotización de la producción y el intercambio
transforma el entero proceso de subjetivación: la esfera informativa
(infoesfera) opera sobre el sistema nervioso de la sociedad afectando
a la psiquis y a la sensibilidad (psicoesfera). Las relaciones
conjuntivas
(corpóreas, materiales, directas) dejan paso a las relaciones
conectivas
(mediadas por las tecnologías). Este proceso de informatización del
mundo produce una estética de despreocupados consumidores, se
corresponde con la despolitización de la vida, y excede ampliamente
la “cultura de la imagen” para penetrar en los laberintos del
lenguaje hasta atrapar su núcleo más profundo e inconsciente. Así,
los sujetos son
hablados
(ya no por la lengua fascista,
tal como la definía Roland Barthes sino) por una trama de
procedimientos, tecnicismos, artilugios digitales. Si en los
entresijos gramaticales de la lengua aún era posible –tal como
afirmaba el semiólogo francés– “tenderle trampas” para
escapar de su sesgo autoritario y de su confinamiento binario, en la
esfera de la conectividad total y de las convulsiones
neurolingüísticas, solo nos quedaría recurrir a las “pastillas
de la felicidad” para restablecer el equilibrio de los circuitos
neurotransmisores. Si nuestra psiquis pudiera ser reducida a
contactos neuronales, conexiones químicas, polaridades eléctricas o
a un mero proceso de sinapsis (una pretensión que consagraría el
triunfo de la utopía neoliberal), solo nos quedaría refugiarnos en
las neurociencias y abrazar la consecuente expansión del mercado
(psico)farmacológico.
Pero
las tecnologías del vértigo digital –tal como lo expresamos en
otro artículo publicado en este sitio (Véliz,
C. (2020): “De las ‘muertes del hombre’ al mundo posthumano”:
https://lateclaenerevista.com/de-las-muertes-del-hombre-al-mundo-posthumano-por-claudio-veliz/)–
tampoco se detienen ante el bios.
Lejos de contentarse con aniquilar la dimensión simbólica y sus
conflictivos sedimentos psíquicos, se lanzan a la captura de “la
organicidad”, interviniendo en sus procesos biológicos y en sus
modalidades productivas hasta reducirla a un mero artefacto:
conexiones previsibles y “modelizaciones” digitales expresadas en
bites
informacionales. Por consiguiente, aun si pudiéramos afirmar (con
Peirce) que “solo hay signos en el mundo”, ahora deberíamos
agregar que dichos signos reniegan de sus desplazamientos
significativos para devenir matemas,
cálculos, ecuaciones, sin dejar de acudir a la iconicidad
audiovisual indispensable para consolidar un entramado afectivo
atravesado por las “pasiones tristes” y señalizado por memes,
stickers,
emojis,
gifs.
La
persistencia de la ideología en un mundo ¿postideológico?
Si
aún nos interesa defender (con absoluta convicción) la pertinencia
del criticismo filosófico, de la teoría psicoanalítica y de la
sabiduría popular persistente en Nuestra América es, precisamente,
porque todos estos saberes (y sabores)
han demostrado acabadamente que tanto en las constelaciones
cognitivas, como en los laberintos del aparato psíquico, como en los
hedores, memorias y “estructuras de sentimiento” de nuestros
pueblos, late una exigencia
rebelde que no cesa de resistir a su captura. Pero también porque
creemos necesario advertir y denunciar el sesgo socialdarwinista
y la impronta depredadora y autodestructiva de una “lógica”
(neoliberal) pretendidamente postideológica
que se escuda en la falsa neutralidad tanto de las tecnologías
digitales como de las racionalidades mercantiles.
Tal
como sostenía el filósofo francés Louis Althusser, la (tan
denostada) ideología
no consiste en un simple hechizo, en un velo que debiéramos
descorrer o en una falsa conciencia respecto del “lo real”; por
el contrario, debiéramos advertirla en las prácticas, en los
rituales, en las retóricas discursivas, en las prescripciones
normativas, e incluso en los gestos, los afectos y las percepciones.
Por lo tanto, más que intentar deshacer la fantasmagoría para
acceder al “mundo verdadero” (como si, por otra parte, el
entramado conectivo de las pantallas y las tecnologías digitales
fuera una mera ficción ilusoria), debemos emprender un combate
contra todas esas prácticas, esas rutinas, esos automatismos y esos
circuitos afectivos que producen
aquellos sentidos no-referenciales, aquellas reacciones trémulas,
aquellas adhesiones irracionales y acríticas, como el único mundo
visible-posible;
al mismo tiempo que obturan la capacidad reflexiva, la riqueza
cognitiva, las pasiones alegres, los contactos corporales, los
saberes y solidaridades que habitan las barriadas populares.
Al
menos por ahora, no creemos oportuno abandonar el “terreno
enemigo”: ese escenario delimitado por la cloaca reticular
(jerarquizada y asimétrica) que diseñan los gigantes tecnológicos,
y también por las operaciones mediáticas pergeñadas desde
posiciones oligopólicas. Aun en ese campo minado que nos toca
transitar, es preciso cavar una trinchera para darles batalla. Si la
lengua se redujo a la brevedad y la fugacidad del meme
y el algoritmo, habremos de imaginar otros modos de “tenderle
trampas”: suspender el vértigo, detener el bombardeo, complejizar
la banalidad, callar el ruido, oponerle un argumento a la convulsión,
una reflexión a la fórmula sin contenido, una crítica al
estereotipo y a la oquedad militante. Nos hallamos ante el inédito
desafío de producir una
nueva forma de hibridación
entre la técnica y la vida humana que, en las antípodas de la
actual colonización de la psiquis y la cultura, logre poner a las
tecnologías al servicio de los vínculos comunitarios, las pasiones
democráticas, las políticas de la reparación y el cuidado.
Habremos de resistir a la insoportable volatilidad del artificio y a
la astucia demoledora de los circuitos integrados, persistiendo en
todas aquellas prácticas y disposiciones que resultan inasimilables
para las arquitecturas cibernéticas de los artefactos digitales y
mediáticos: los diferimientos, los sentires duraderos, las
construcciones colectivas, los lenguajes políticos, los devaneos
filosóficos, la irrenunciable predisposición a dejarnos invadir por
la alteridad.
La
pandemia como una oportunidad
Sería
deseable que después de la pandemia que ha asolado a la humanidad
los países se propusieran construir un mundo mejor. Es el deseo y la
exigencia que expresan las personas más visionarias y calificadas de
la política, la economía, la ciencia y otras actividades. Sin
embargo, mucho nos tememos que lo que prospere sean las malas
prácticas del pasado, como puede derivarse de los ingentes recursos
que ya han dispuesto Estados Unidos y algunos gobiernos europeos para
recuperar sus economías, fomentar el consumo y recuperar el orden
económico y social preexistente. Con poca voluntad de destinar
gastos para acelerar, por ejemplo, el cambio de sus matrices
energéticas, frenar el consumismo insensato y lograr mayor equidad
en las relaciones internas e internacionales. De las noticias que
recibimos, pareciera que la mayor urgencia de algunos líderes
mundiales es fortalecer los sistemas bancarios, salvar a las grandes
empresas y, en general, volver a la vida que antes llevaban sus
habitantes.
Por algo es que Greta Thumber, la
famosa ambientalista adolescente, advierte que sería bueno
aprovechar estas circunstancias para tomar medidas que frenen el
cambio climático a fin de salvarle la vida a los cientos de miles de
seres humanos que son víctimas de la degradación ambiental. En
nuestro continente, sin embargo, tenemos dos jefes de estado -Trump y
Bolsonaro- que abogan por “recuperar” la economía al costo de
que otras miles de personas caigan abatidas por el Covid 19. Sin
duda, se trata de dos gobernantes que no admiten, siquiera, que los
pobres que abundan en sus naciones merezcan una oportunidad de
justicia social y de una vida más digna. Lo que ambos se proponen,
por sobre todo, es inyectarle más recursos e incentivos al capital y
recuperar la confianza de los inversionistas privados y de las
transnacionales.
Aunque hay muchas semejanzas
entre lo sucedido en todas las latitudes, en Chile la pandemia nos ha
servido para obtener certeras lecciones, partiendo por el
redescubrimiento del insustituible rol del Estado. Para convencernos
que los gobiernos no son solo recaudadores de impuestos, sino que
deben cumplir un papel decisivo en la inversión pública, el control
de las actividades más estratégicas y en la morigeración de gastos
que en la Defensa, por ejemplo, alcanzan millonarias cifras que
debieran destinarse a resolver los problemas más urgentes de la
población. Bochornoso nos ha parecido que, en medio de la crisis
sanitaria, nuestra Armada haga gala de recibir otras dos naves de
guerra compradas a Inglaterra, cuanto que haya también oficiales que
piensen que debe realizarse de todas maneras la dispendiosa parada
militar de septiembre próximo.
Luego de lo anterior, al menos en
Chile hemos tenido la oportunidad de comprobar, una vez más, la
insolvencia moral de los más poderosos empresarios. Afanados ahora
en obtener ventajas de la pandemia, lucrar con las necesidades de los
chilenos confinados, obligar a sus empleados a continuar trabajando,
pese a los riesgos que ello implica. Todo lo cual provoca que haya
cientos de miles de personas que se obliguen a burlar las cuarentenas
y arriesgar su salud para no perder su empleo y darle sustento a sus
hogares. A no dudarlo, esta presión empresarial se hace cómplice de
muchas muertes entre sus empleados. Así como el actual gobierno que
persigue leoninamente a los que escapan de su confinamiento y no a
los que los obligan a asistir a sus trabajos y vulnerar las medidas
sanitarias. Por fin ahora se están demostrando los diversos delitos
cometidos por muchos empleadores que el país espera sean
drásticamente sancionados
El país percibe nuevamente la
mezquindad de los llamados “hombres de negocios”, su fría
disposición a despedir masivamente a los trabajadores y, más
encima, apelar a las autoridades públicas para obtener créditos y
bonificaciones para salvar sus inversiones y peculio personal, toda
vez que no han mostrado disposición siquiera a un impuesto
patrimonial para que el Estado pueda asistir a las víctimas de la
pandemia. Vergonzoso nos parecería la implementación de nuevos
rescates a la Banca, además de la entrega de recursos a empresas
como Latam, sin que el fisco, al menos, pase a controlar parte de su
propiedad y administración.
Del fracaso flagrante de algunas
cuarentenas y otras medidas se debe concluir que el país debiera
ahora dar pasos sustantivos y prioritarios para lograr mejores
índices de equidad social. Objetivo que solo se consigue
fundamentalmente elevando los ingresos de los trabajadores y
poniéndole fin a las escandalosas utilidades de los administradores
de los fondos de pensiones.
Es evidente que se hará
prioridad acabar con el sistema de AFP, así como, en la salud,
frenar el lucro abusivo de las isapres, los laboratorios y las
principales cadenas farmacéuticas. Actividades que, por supuesto,
debieran restablecer la propiedad o el control estricto del Estado,
tal como las empresas de luz, agua y gas, junto con las autopistas
que hoy cobran tarifas más que desmedidas por obra y gracia de
quienes desde La Moneda y el Parlamento les otorgaron estas
concesiones
Es obvio, además, que la
educación deberá retornar al control del Estado para ponerle fin a
las inequidades en la formación de nuestros niños y jóvenes,
garantizando para todos el cumplimiento de uno de los más
elementales derechos humanos. Se deberá, por supuesto, terminar con
aquellos establecimientos que, para colmo, se benefician de
asignaciones fiscales, así como acabar con el sistema de créditos
con “aval del Estado” para estudiar en las universidades. Una
práctica que le permite a la banca recibir ingentes utilidades sin
correr riesgo alguno por estas operaciones.
Justamente para estos objetivos
es que el pueblo chileno se movilizó y dio origen a multitudinarias
manifestaciones desde octubre del año pasado. Una protesta que tuvo
a punto de tumbar al actual gobierno si es que no hubiera irrumpido
la pandemia. Una demanda masiva que quedará pendiente, pero que en
estos meses está reforzando sus razones al evidenciar las enormes
brechas entre ricos y pobres , la feroz incompetencia de los actores
políticos y los millonarios caudales económicos que los gobiernos
de la posdictadura prefirieron celosamente atesorar en el extranjero,
antes de darle satisfacción a las demandas populares. Recursos que
hasta aquí apenas se han tocado, pero que ya se sabe son muy
abultados y debieran ser destinados para erradicar la pobreza,
fortalecer la educación pública y la cultura, así como sustentar
inversiones no codiciosas y que garanticen los derechos de los
trabajadores.
Puesta con más evidencia la
verdadera realidad del país, ya surgen las más cínicas voces de
quienes afirman que, a propósito de la pandemia, el Plebiscito y las
elecciones pendientes ya no constituyen urgencia, y que “habría
que explorar caminos alternativos para el logro de una nueva
Constitución…” Es decir, en la búsqueda descarada de una
solución cupular en que los políticos y las patronales
empresariales definan nuestro orden institucional, bajo la tuición
de las FFAA y la represión policial.
De allí la necesidad de que el
pueblo se mantenga alerta y disponible a reeditar el estado de
malestar y movilización para conseguir las demandas pendientes.
Además de proponerse la construcción institucional de una
democracia genuina, con más injerencia del pueblo en la toma de
decisiones, como en la urgentísima recuperación de un medio
ambiente tan altamente deteriorado por la voracidad empresarial y la
criminal condescendencia de la abyecta clase política. Fenómeno que
nos tiene en riesgo de un colapso ecológico que cause muchas más
muertes que el Covid 19. Un virus que, por lo demás, ni remotamente
es más letal que otras enfermedades y contagios presentes
cotidianamente en las defunciones de Chile y el mundo.
Mas
allá de subjetividades, supraestructuras, geopolítica, política y
organización popular, parecería ser que una gran mayoría de las
personas que componen las distintas expresiones de las comunidades
humanas en estos tiempos de globalización que también globaliza
virus y falencias de los sistemas de salud y de la injusta
distribución de esfuerzos y riquezas, se debate entre posturas
individuales inconducentes y metáforas que se suponen inteligentes
con las que creen expresar lo que sucede en el “mundo”, pero que
se percibe como ajeno, extraño, un pensamiento que no tiene relación
directa con el aquí y el ahora de mi cotidianeidad.
El
mundo no tiene relación con mi vecino, mi compañero de trabajo o de
estudio, mi barrio, mi pueblo, ciudad, país …
Poseemos
ideas de como vivir mejor en el mundo, pero no las aplicamos a esa
nuestra cotidianeidad y las relaciones concretas en las que tejemos
eso que llamamos realidad.
Las
acciones individuales son las que constituyen la trama que se expresa
en esa idea de mundo, sin embargo, las expresiones son deseos de que
el mundo sea mejor, aspiraciones, utopías con las que nos
comprometemos casi nada o poco a partir de nuestros espacios
concretos y nuestras relaciones diarias.
Leemos
y escribimos comentarios y artículos que refieren a lo que sucede en
el mundo pero desconocemos la realidad de nuestros vecinos, de
nuestro barrio …
Así
las cosas, difícil que la pospandemia produzca las transformaciones
a las que aspiramos ya que ni la ciencia ni la tecnología y mucho
menos la política y la economía se transformarán a si mismas sin
la acción directa de las personas que se decidan a producir tales
transformaciones … Ningún cambio se hará por arte de magia o
resultado de cualquier instrumento, ciencia o experiencia por mas
extraordinaria que parezca … sin el compromiso genuino y colectivo
de las personas que se organizan para producirlos … la pos pandemia
será otra versión de lo mismo que estuvimos viviendo antes de los
efectos del virus en la cotidianidad de nuestras vidas.
Daniel
Roberto Távora Mac Cormack
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