Miércoles 24 de junio de 2020

Desde la Cuna al Cementerio

En el mientras tanto … Desempleo, pobreza, enfermedad, desigualdad de oportunidades, distribución inequitativa de los esfuerzos y constituciones de identidades que sostienen el sistema de relaciones donde pocos deciden y pocos ejercen el poder que les sostiene privilegios respecto de muchos que viven sus vidas en esos intermedios. 
 

La pandemia nos devuelve la conciencia de la subjetividad alienada pretendiendo que la incertidumbre, en la ilusión de las seguridades que supone otorgar ese sistema de privilegios, nos prevenga de un final tortuoso y de una agonía dolorosa, que dejamos para las victimas de nuestros modos de vida.

Luego de que el desempleo en el país se ubicara en 8,9% en el último trimestre de 2019, durante los primeros tres meses de este año la desocupación se incrementó 1,5 puntos porcentuales y volvió a los dos dígitos. Así lo expuso ayer el Indec, que informó que entre enero y marzo de 2020 el desempleo se ubicó en 10,4%. Respecto al mismo período del año pasado, durante el trimestre analizado el desempeño aumentó 0,3 puntos porcentuales.

De esta manera, la desocupación en el país afecta a casi 1,4 millones de personas. Es la peor cifra para ese período desde el primer trimestre de 2006. Los datos oficiales detallan que entre enero y marzo la tasa de actividad se ubicó en 47,1% y la tasa de empleo en 42,2%.

Según la consultora LCG, la suba interanual del desempleo responde a la combinación de una mayor cantidad de trabajadores dentro del mercado laboral en paralelo con un menor nivel de ocupación. En tanto, las expectativas hacia adelante son aún más negativas.

En términos de desocupación, lo peor aún está por venir. Todavía no hemos llegado al pico. Básicamente, porque la pandemia y la cuarentena impactaron más fuerte durante el segundo trimestre del año, y ni hablar del tercero, que está por empezar. Los períodos de más fuerte desocupación y crisis serán los que vienen”, advirtió ante El Economista Matías Ghidini, gerente general de la consultora de recursos humanos GhidiniRodil.

De acuerdo con el especialista, el otro motivo por el cual el desplome será aún mayor es porque “el desempleo real está artificialmente contenido por las diferentes decisiones políticas que restringen las desvinculaciones”. “Habrá que ver cuándo se termina de sincerar el nivel de desocupación real”, señaló.

Creo que este año seguramente terminemos en un número de desempleo real más alto que el del año pasado. Aunque habrá que ver si esa desocupación real estará reflejada en los indicadores oficiales. Probablemente, 2020 termine con la tasa de desocupación más alta de por lo menos los últimos quince años”, indicó Ghidini.
No obstante, destacó que hay que recordar que en materia laboral el país viene mal desde hace mucho tiempo. “Es un tema de por lo menos quince o veinte años, en el cual ningún gobierno realmente pudo tener políticas de creación de trabajo genuino de calidad.

Como muchos otros aspectos de la sociedad, en el trabajo nos encuentra con los papeles flojos, sin hacer los deberes, y por eso la pandemia termina generando un horizonte muy oscuro y preocupante”, sostuvo.

En ese mismo sentido, LCG prevé que pesar de la contención del Estado hacia las empresas para que mantengan los niveles de empleo, “parece inevitable que el desempleo vuelva a crecer este año también”. “El mercado de trabajo seguirá moviéndose en la dirección menos deseada: alta participación en paralelo con escasa demanda laboral en los sectores todavía activos y destrucción de empleo en los sectores que sufrieron el prolongado parate económico”, afirmó.

Según los cálculos de esta consultora, asumiendo una tasa de actividad semejante a la del segundo trimestre del año pasado, (47,7%, niveles máximos de la serie) y un nivel de ocupación apenas 1 punto porcentual más bajo que el promedio 2018-19 (41%), durante el segundo trimestre de este año el desempleo treparía por encima del 14%.

Sin embargo, sus proyecciones son un poco más pesimistas. “Esperamos una desocupación en torno al 15% en lo que resta del año, asumiendo que el confinamiento obligatorio en la zona núcleo del país se extenderá hasta bien entrado el invierno”, indicaron. “Si la tendencia continúa en la misma dirección pasado el segundo trimestre, le puede dar un carácter de persistencia al elevado desempleo de cara a los años venideros”, agregaron, al tiempo que señalaron que el dato del trimestre en curso será decisivo para analizar la cantidad de empleo perdido por la cuarentena.

Gran parte de la realidad social de los argentinos desde nuestros albores -que incluye los factores políticos y económicos- podría ser explicada analizando el desarrollo del Gran Buenos Aires (el puerto, la aduana, las relaciones exteriores, la sede del gobierno nacional, la inmigración y las migraciones internas y de países limítrofes, etc.).

En los inicios de la tradición sociológica sobre la ciudad, el fenómeno urbano es considerado como un hecho hostil. Ya Louis Wirth 5 había planteado las tres grandes dimensiones sobre las cuales se derivan otras subordinadas: 1) La cantidad de la
población; 2) la densidad geográfica y 3) la heterogeneidad de la población.

La segregación y agrupamiento espacial obedece a razones de nivel económico y estatus social, la herencia étnica, los gustos y presencias, proximidad laboral, etc.

La dimensión “cantidad” conspira contra el conocimiento mutuo por lo que prevalece el “anonimato”, con pérdida de la solidaridad y alta segmentación de los papeles sociales.

Escribía Wirth, L. (1938):
Ciertamente los contactos de la ciudad puede ser cara a cara, pero son sin embargo impersonales, superficiales, transitorios y segmentados. La reserva, la indiferencia y el aspecto de hastío que los humanos manifiestan en sus relaciones, pueden ser considerados, por lo tanto, como recurso de auto-inmunización contra las exigencias personales y las expectativas de los otros. La superficialidad, el anonimato y el carácter transitorio de las relaciones sociales urbanas hacen también inteligible la
sofisticación y la racionalidad adscriptas generalmente a los habitantes de la ciudad”. ( Wirth, L. (1938) “El urbanismo como modo de vida”, en AJS N°44.)

La descripción que hace Wirth del fenómeno de las ciudades más de 70 años atrás sigue vigente, y podría decir que ha complicado aún más.


Esto nos lleva a considerar otro hecho, que la ciudad puede ser vista como dameros o enclaves, con topologías superpuestas (p.e. el country convive con asentamientos) interconectados por relaciones del campo del trabajo, centros comerciales y servicios
(educación, salud, etc.), lo que hace en principio difícil tipificar vía la simplificación del promedio estadístico. Por ejemplo, si decimos que San Isidro es una zona de poder adquisitivo alto y medio alto, y borramos de su consideración Villa La Cava. ( Los 24 Partidos del GBA el INDEC los tiene categorizados en cuatro niveles socioecónomicos, y San Isidro junto con Vicente López, tienen el nivel más alto.)

De cualquier modo, según el enfoque teórico del cual se parte para elucidar el concepto de “segmentación socio-espacial” tiene implicancias en la explicación de las relaciones sociales.

Las desigualdades que se viven en la ciudad moderna entre pobres y sectores favorecidos cada día son más amplias y persistentes, adquiriendo la brecha características permanente, es decir, lo que se llama condiciones estructurales de la pobreza.

El problema de la pobreza tiene un interés especial entre los profesionales de las ciencias sociales de entre quienes han hecho contribuciones a partir de su formación, significando que nunca es más cierto el dicho “El que tiene martillo solo ve clavos”. Los
economistas en general se refieren casi exclusivamente al nivel de ingreso y al consumo, como variables centrales de la pobreza. Otros especialistas ven en la pobreza la falta de capacidades individuales, como la educación y la salud, para alcanzar un nivel básico de bienestar.

Por su parte, los antropólogos y sociólogos han considerado la limitación de los factores sociales, culturales y políticos del bienestar humano. Lo que se está necesitando es una visión multidisciplinaria y un enfoque práctico que ayude a resolver
el problema.
( Hermenéutica de la Pobreza
Con especial mención del caso argentino
Héctor Diomede)

Comprender las conductas y experiencias que producen malestar psicológico como sintomatología vinculada a la desigualdad requiere del análisis de la operatividad de los sistemas que la constituye (Genero, rol social, etc. y de su impacto en la subjetividad. Las formas subjetivas (Foucault 1984a) son sociohistóricas, dependen en alto grado de las prácticas y de los discursos de sus contextos de emergencia. Los procesos subjetivos —en interacción constante con el medio y subordinados a lossistemas simbólicos que dotan de inteligibilidad a la experiencia— están radicalmente atravesados por relaciones de poder. 

Los individuos se conforman en espacios compartidos por los que sonafectados, dada la precariedad existencial que nos hace interiorizar normas en un proceso simultáneo de configuración identitaria y de adecuación subjetiva (López-Gil 2014; Butler 2001). 

Los sujetosson parcialmente producidos por los dispositivos de poder que operan en el cuerpo social. En este sentido, la subjetivación implica sujeción, así como prácticas de sí 1 (Foucault 1984a; [1984b] 1999), tanto para cumplir los mandatos normativos comopara resistirlos y transformarlos. El poder produce y alimenta la desigualdad, en tanto genera una subjetividad de dependencia y sometimiento respecto de las formas que condicionan la capacidad del pensamiento y de la constitución identataria que en el lenguaje se va configurando.

Las estatuas de nuestro malestar

Pasado y presente del colonialismo y el patriarcado
Las estatuas se parecen mucho al pasado, por lo que cada vez que se ponen en cuestión recurrimos a los historiadores. 
La verdad es que las estatuas solo son pasado cuando están tranquilas en las plazas, compartiendo la indiferencia mutua entre nosotros y ellas. En esos momentos, que a veces duran siglos, son más visitadas intencionalmente por las palomas que por los seres humanos. Cuando, sin embargo, se convierten en objeto de disputa, las estatuas saltan del pasado y se convierten en parte de nuestro presente.
  

De lo contrario, ¿cómo podríamos dialogar con ellas y ellas con nosotros? Por supuesto, hay estatuas que nunca son objeto de disputa, bien porque pertenecen a un pasado demasiado remoto para saltar al presente, bien porque pertenecen al presente eterno del arte. Estas estatuas no están a salvo de extremistas desquiciados, como es el caso de los Budas de Bamiyan, del siglo V, destruidos por los talibanes de Afganistán en 2001.

Las estatuas que dan este salto y se ofrecen al diálogo forman parte de nuestro presente y son cuestionadas porque representan cuentas que no han sido saldadas, destrucciones e injusticias que no fueron reparadas. Quienes las cuestionan no les piden cuentas ni les exigen reparaciones a ellas. Las cuentas deben hacerlas y las reparaciones deben realizarlas los herederos o detentores del poder injusto que las estatuas representan. Siempre que el poder que las mandó erigir fue derrotado justa o injustamente, las estatuas fueron rápidamente retiradas sin ninguna conmoción e incluso con aplausos. 
Si el actual movimiento de rechazo a las estatuas es tan fuerte, iniciado por el movimiento #blacklivesmatter, se debe a la continuidad en el presente del poder que en el pasado originó las destrucciones e injusticias de las que las estatuas son testigos involuntarios. Y si el poder continúa, la destrucción y la injusticia también continúan. La disputa es contra estas.

¿Y qué poder es este? En el contexto europeo y eurodescendiente, ese poder es el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado, tres formas articuladas de poder que dominan desde hace casi seis siglos. La primera es del siglo XV y las otras dos existieron mucho antes, pero fueron reconfiguradas por el capitalismo moderno y puestas a su servicio. Las tres se articulan de manera que ninguna existe sin las otras. Lo que consideramos pasado es, por tanto, una ilusión óptica, una ceguera con relación al presente.

¿El colonialismo es pasado? No. Lo que forma parte del pasado (y no del todo, como demuestran los casos del Sáhara Occidental, de Papúa Occidental y de Palestina) es una forma específica de colonialismo, el colonialismo histórico resultado de la ocupación territorial por parte de una potencia extranjera. Pero el colonialismo ha continuado hasta hoy bajo otras formas, desde el neocolonialismo hasta el saqueo de los recursos naturales de las antiguas colonias y el racismo. Si nada de esto formara parte de nuestro presente, las estatuas estarían sosegadas y entregadas a las palomas.

Para ser más concretos, si en las afueras de Lisboa no existiera el barrio de Jamaica, si el color de la piel de las poblaciones más expuestas al virus no fuera el que es y fuera el mismo de quienes teletrabajan, si no hubiera brutalidad policial racista ni grupos neonazis infiltrados en sus organizaciones profesionales, las estatuas permanecerían en su calma pétrea o metálica.
¿Y qué ocurre con el patriarcado? ¿No es cosa del pasado con todas las leyes y políticas

existentes en defensa de la igualdad de género? No. Si los movimientos feministas fueran plenamente exitosos, el femicidio no aumentaría, ni la pandemia tampoco habría disparado la violencia contra las mujeres en todos los países.

Y el capitalismo, ¿no ha terminado? No. Esta es quizá la ilusión más perversa, propagada por los medios, por los economistas y por muchos científicos sociales. Para muchos, el capitalismo era una ideología; ahora lo que hay son mercados, empleados, emprendedores, economía de mercado, PIB, desarrollo. De hecho, el capitalismo ha aumentado su capacidad de producir injusticia en los últimos cuarenta años, bien reflejada en la erosión de los derechos de los trabajadores, en el estancamiento de los salarios (en los Estados Unidos, desde 1969).

Es en este caldo de poder injusto donde aumentan el racismo, la negación de otras historias, la violencia contra las mujeres y la homofobia. Es contra este poder que se dirige el rechazo a las estatuas. Este desafío da un énfasis especial a la lucha antirracista y anticolonial, pero no olvidemos que es tan importante como la lucha antisexista y anticapitalista.

Las estatuas no descansarán mientras existan estas formas de poder, especialmente con la virulencia que tienen hoy. Y las estatuas solo parecen objetivos inocentes y desenfocados porque hoy domina la política del resentimiento: como dejamos de conocer las causas del descontento, rechazamos sus consecuencias. 
Es por eso que el trabajador estadounidense blanco y empobrecido piensa que su peor enemigo es el trabajador inmigrante, latino, aún más empobrecido que él. Es por eso que la clase media europea, temerosa de perder lo poco que conquistó, cree que sus peores enemigos son los inmigrantes y los refugiados.

Mientras este poder permanezca, si quien lo posee tuviera alguna conciencia histórica e incluso está disponible para hacer concesiones, debería tener la prudencia de recolectar ordenadamente todas las estatuas y construir un museo para ellas. Luego pediría a artistas, escritores y científicos del país y de los países que con tanta ligereza consideramos hermanos que construyan diálogos interculturales con las estatuas y hagan de ello una pedagogía creativa de la liberación. Cuando eso suceda, el pasado saldrá del presente a través de la puerta principal.

Hay buenas condiciones para hacer esto porque los pueblos ofendidos, además de resistir tanta humillación, son creativos e incluso pueden reconocer que el poder que los ofendió también quiere ser rescatado.

Voy a contar dos historias de mi experiencia de investigación como sociólogo.

En 2002, estaba haciendo trabajo de campo en la Isla de Mozambique, en el norte del país, cuando me contaron la primera historia. Hay una estatua del poeta portugués Luís de Camões (1524-1580) en la Isla, colocada en la época colonial. Con los turbulentos cambios de la independencia en 1975, la estatua fue retirada y guardada en los depósitos. Entretanto, dejó de llover durante años en la Isla. Los antiguos sabios de la Isla se reunieron, realizaron sus rituales y llegaron a la conclusión de que la falta de lluvia quizás se debiese a la retirada prematura de la estatua. Pidieron que se repusiera la estatua y Camões está allí, mirando la inmensidad del Océano Índico y trayendo la lluvia que llena la cisterna. La estatua de Camões y su historia fueron así reapropiadas por los mozambiqueños.
La segunda historia ocurrió el 24 de julio de 2014, cuando los descendientes de los niños indígenas que están en la polémica estatua del padre António Vieira (1608-1697), erigida en una plaza de Lisboa en 2017, visitaron el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra. Eran nueve líderes indígenas que representaban a los pueblos Guajajara, Macuxi, Munduruku, Terena, Taurepang, Tukano, Yanomami y Maya, la mayor delegación de indios brasileños que haya estado en Europa.

Vinieron a agradecerme por mediar con el Tribunal Federal Supremo de Brasil en la demarcación de la tierra indígena Raposa Serra do Sol. Sin desmerecer a la Universidad McGill de Canadá, que inició la lista, ni a las dieciocho universidades que me concedieron luego el grado de doctor honoris causa, considero que el tocado indígena y el bastón de mando que me dieron en la ceremonia son uno de los honores más preciados para mí. La que se equivocó fue la estatua del padre António Vieira, porque nos hace creer que esos niños siguieron siendo niños hasta hoy. Y hay buenas personas que continúan pensando lo mismo.



Hoy todos vivimos en la incertidumbre. Esta es una obviedad. La repetimos con insistencia. La dicen reconocidos filósofos, pensadores que no lo son tanto sin que ello desmerezca sus reflexiones, periodistas, “opinadores” y cualquier ciudadano de a pie. Esta obviedad es reiterada no sólo por tratarse de una evidencia generalizada sino también, en el campo del pensamiento teórico, pues busca preservarnos ante el riesgo de las respuestas rápidas que, sin aportar nada específico, promuevan una paz mental engañosa, por necesaria que esa paz resulte para nuestra mente. Es que terminar siendo una respuesta apresurada sin fundamento crítico es un riesgo mayor que corre cualquier reflexión o escrito hoy en día. Éste, sin duda, también; por provisional que pretenda ser.


De igual modo, sabemos que el coronavirus nos amenaza con su destino más o menos probable de muerte, aislamiento forzoso, cotidianeidad de cuerpos esquivos o contactos austeros por tiempos que no podemos predecir. Mientras tanto, deseamos un retorno a cierta normalidad que sospechamos perdida cuando la vemos ir desapareciendo entre comunicaciones tartamudas por zoom, sexting y una propagación infinita de vida virtual e inminentes ciberaplicaciones de control sanitario que parecen haber llegado para quedarse bajo el riesgo del cibercontrol total hacia el que mundo avanza desde mucho antes de la pandemia, no sólo a cargo de los estados (cosa en la que más se insiste desde las usinas mediáticas corporativas) sino fundamentalmente por enormes corporaciones privadas que cada segundo se van apropiando de masas incalculables de información de los ciudadanos.

Corporaciones mucho más ricas que la mayoría de las naciones de la tierra. Black Mirror es mucho más que una serie de ciencia ficción.

No hay duda (es decir, hay certeza de ello, y también se lo reitera) de que la incertidumbre genera angustia pero, vale resaltarlo, al menos es lo que observo, también genera angustia una particular certeza que la incertidumbre actual activa: es decir, la de nuestra inevitable mortalidad.

Con o sin coronavirus “sabemos” de ella, pero ese “saber” no necesariamente se impone en nuestra mente con su autoridad fatal como en momentos como los que vivimos. No sólo porque la muerte está rondando como una amenaza próxima a la que se suele llamar invisible; esto es también una obviedad que vivimos cada vez que las bolsas del supermercado devienen un riesgo fatal a vencer a base de alcohol y lavandina, sino también porque (en un nivel que considero más estructural) ante la incertidumbre radical, la muerte se impone en nuestra mente con y por su propia dimensión de certeza; probablemente, porque se trata de la única certeza plena que como humanos podemos tener a lo largo de nuestra vida. Ante la angustiosa incertidumbre la muerte se instala en nuestra mente como paradójica certeza “tranquilizante” y angustiante, a la vez.

Todos nos vamos a morir”, dijeron en estos días un par de pacientes, en una totalización por cierto contradicha por cualquier estadística epidemiológica. No siendo personas de riesgo su miedo inmediato arraiga en esa certeza a corto o largo plazo que nos involucra como humanos. Víctima de la incertidumbre radical el psiquismo parece apelar a la certeza de la muerte, muchas veces como a un hierro al rojo vivo. “Ma sí, salgo, me enfermo y que pase lo que Dios quiera”, dijo otro que expresa a muchos.

Hierro al rojo, en la medida que la certeza de la muerte, vale también enfatizarlo, también es incierta pues, en la medida en que no tenemos modos de representarla, adviene siempre como una certeza sin representación cierta.  Sabemos que ocurrirá, pero no adónde nos llevará: ¿a cielos, infiernos, paraísos, limbos, reencarnaciones… a la nada absoluta? Cada cual da sus respuestas de acuerdo a sus campos de creencia, que no son necesariamente excluyentes; pueden coexistir más de uno en la misma mente. Es que la muerte no tiene representación cierta pero no existe sin representaciones de algún orden. Existe sólo como pura representación aquello que no ancla sus posibilidades de representarse en ninguna experiencia posible (nadie volvió de la muerte para contarla). Cuando Freud decía que la muerte no tiene representación aludía a ello, pero sin detenerse en que la muerte, como Dios, existe sólo en la representación que como humanos nos hacemos de ella.

La incertidumbre siempre convoca construcciones imaginarias de distinto orden, mágicas, pseudoracionales, religiosas, míticas o las que fuere según los casos, pero cuando parecen caer casi todas las certezas (como hoy ocurre) sólo queda la muerte como la única certeza inexorable. Los que permanecen anclados a sus mundos mágico-religiosos pueden, tal vez, desmentirla, negarla o arrojarse en sus brazos de modo sacrificial o sacrificante (“no nos va a pasar nada”, “que se mueran los que se tengan que morir”). Allí están esas formas que políticamente se vehiculizan en los diversos negacionismos, de Trump a Bolsonaro y sus huestes pentecostales o neonazis, o ambas cosas a la vez. También cuando se construyen teorías que no parecen ser más que la expresión de deseos de quienes las enuncian (el neocomunismo de Zizek o Badiou) o la aplicación mecánica de una teoría previa que puede ser valedera para un campo de análisis (la referencia al control del biopoder tecnologizado de Agamben, por ej.) pero que no se condice con los hechos inmediatos (por ahora, no hay ninguna prueba de que el virus haya sido fabricado en algún laboratorio, ni que su incidencia letal sea baja en condiciones de no cuarentena mientras la pandemia está en su momento de expansión; Italia, España, EEUU, Gran Bretaña, Brasil, etc. lo desmienten).

Vayamos a nuestro acotado campo de observación. En estos tiempos en que todos los psicoanalistas (incluso aquellos que siempre se sintieron seguros en el alojamiento de un encuadre bien encuadrado) nos encontramos trabajando de modos más o menos diferentes a los usuales, viejos problemas y debates retornan, nuevos problemas y debates se instalan, nuevos encuadres deben ser construidos. La tensión entre lo nuevo y lo viejo, lo consagrado y lo inédito, la tranquilidad de un saber relativamente verificado y la angustia de un saber que impone el trabajo de lograr alguna verificación siquiera parcial se hacen presentes en nuestra vida y nuestra labor clínica. Ante tamaña incertidumbre escucho entre la mayoría de mis pacientes y en otros ámbitos sociales (públicos y privados digitalizados, o en lo analógicos que nos quedan), cómo y cuánto se destaca esa única certidumbre que los humanos podemos afirmar sin error: nos vamos a morir; eso dicho bajo diferentes formatos más o menos directos o desplazados, a veces como miedo a veces como agresión, o ambos entrelazados. Aunque no sabemos cuándo, aunque no sabemos cómo, se nos ha impuesto la conciencia de que es así.

Ni la edad, ni la salud de la que gocemos, ni los cuidados ni los descuidos con que llevemos nuestras vidas nos eximen de lo inexorable, aunque habrá actitudes que pueden darnos ciertas ventajas estadísticas (de seguro, la cuarentena, hoy, ha mostrado comparativamente su eficacia en el mundo entero).

Eso es lo que en mi experiencia observo como un aspecto destacable en los enunciados explícitos o fantasmas implícitos que he escuchado predominar en estos dos meses; fantasmas que por momentos funcionan como sombra en la superficie de lo que los pacientes han ido diciendo en estas sesiones que se despliegan todas (no algunas, como antes; y fruto de una imposición externa y extrema a ambos miembros de la pareja terapéutica) por los modos de la instrumentalidad virtual… y sus inconvenientes.

Propongo entonces que no nos limitemos a pensarlo en relación con la obvia amenaza mortal del coronavirus y su afectación psíquica (manifiesta en el cansancio que casi todos sentimos de modo mayor en nuestro trabajo actual – la muerte y la angustia que la acompaña funciona como fondo insidioso-) sino principalmente en cómo la amenaza de la incertidumbre lleva al psiquismo en dirección a lo único siempre cierto. He escuchado esto, tanto en momentos de las sesiones como, a veces, a lo largo sesiones enteras de modo excluyente, de un modo mucho más reiterado desde que la cuarentena nos obliga a todos a estar en nuestras casas y hasta las compras básicas han devenido una lucha contra la muerte agazapada entre bolsas y proveedores. Cuando los pacientes nos preguntan al iniciar la sesión, como nunca antes lo hicieron, “¿cómo estás?”, o al terminar nos dicen “cuidate” parece ser que nos hemos hecho mortales para ellos. La transferencia positiva sublimada aloja con amor nuestro riesgo ¿No lo sabían? Claro que sí, siempre lo hemos sido…. pero. Es que la escisión del yo y la desmentida hacen a nuestro humano modo de lidiar con la muerte, con la peculiaridad de que hoy el coronavirus y los formatos mediáticos de su propagación que se acompañan de un saldo de muertes diarios dichos en tono catástrofe, nos afecta de continuo.

En Francia, bastó que incluyeran de golpe en el registro los muertos en geriátricos para que pasaran de 12.500 a 20.000 muertos en un día. ¡7500 muertos! Una catástrofe, sin duda. Una prueba de la crisis profunda del sistema del prestigiado sistema de salud francés, también. Pero no se puede olvidar que en Francia se dice que hay casi 700.000 personas alojadas en geriátricos. 693.000 estaban vivos al momento de dar la información. ¿Significa esto minimizar la catástrofe de las muertes ocurridas o el abandono sanitario que Francia viene sufriendo desde hace muchos años y que los geriátricos pueden padecer?, de ninguna manera; minimizarla lleva a promover la catástrofe sanitaria que aumenta los riesgos exponencialmente; por el contrario, se trata de ponderar su gravedad sin las trompetas apocalípticas que promueven nuestro morbo angustioso. Cuestión sobre la que a veces hay que intervenir poniendo en escala el problema ante la angustia que alguien puede manifestar. “¿Por qué tanta angustia cuando sabe que su riesgo es bajo?”, es la pregunta que a veces resulta necesaria. Esa dimensión mediática tiene, por lo menos, una doble función que opera en una relación contradictoria y tensa: una, pedagógica, hacer consciente a la población que prefiere minimizarla, de que la cosa va en serio y es grave; pero por otro, performativa; eso de la mano del sistema de venta mediática de su propia información-entretenimiento, que busca despertar y pulsar nuestros fantasmas más oscuros. Opera promoviendo el goce ambivalente que producen, por ejemplo, las películas de terror. A veces, en épocas donde el terror ha venido siendo una estrategia política de poder desde mucho antes del Covid, apelando a estrategias de guerra psicológica que buscan movilizar los miedos más profundos (entre ellos, hoy, insistiendo en la amenaza del hambre, por cierto innegable, más que en el riesgo de pérdida de vidas por la enfermedad. sin ninguna genuina preocupación por las desigualdades imperantes que imponen el hambre. Mentan el hambre, no el capitalismo que lo ha hecho exponencial)


Sin duda, el tema de la incertidumbre es lo que impera entre todxs, pacientes y analistas, no pacientes y no analistas; una totalidad aparente nos reúne en el campo de lo incierto, “¿cómo será el mundo pospandemia?”, nos preguntamos de modo reiterado por distintas vías. Sin embargo, también en ese aspecto, esa incertidumbre pulsa también lo único de lo que los humanos tenemos certeza aunque en ese punto en una de destino planetario: “¿Habrá mundo? ¿Será su –nuestro- final?”, también nos preguntamos con igual insistencia. La desmintamos, más o menos, de modos instrumentalmente necesarios para poder vivir, allí también parece comprobarse que la muerte impuso su certeza en lo incierto, en este plano, bajo formatos apocalípticos. El desastre planetario evidente del que desde hace tanto se habla, cobró otra densidad (aunque esto no lleve necesariamente a una mayor consciencia política de su escala y su lógica – a veces su denuncia sirve a los argumentos más absurdos en las manifestaciones anticuarentena- ). Es que lo incierto radical convoca paradójicamente la certeza de la muerte, aunque sea como defensa angustiosa (la fantasía de muerte como fuga) y, en los peores derroteros, puede llevarnos por sus senderos más sombríos.

 El miedo a la muerte localiza una angustia que en el marco de la incertidumbre deambula difusa y sin referencias. De allí que el miedo a morir pueda ser en un aspecto más tranquilizante que la angustia sin objeto (hablamos de la muerte y no de la llamada pulsión de muerte), al tiempo que una vez que se instala, suele reavivar la incertidumbre que la cierta muerte siempre lleva consigo; en ese sentido, la tranquilidad suele durar poco. Aquello tal vez explique la sorpresiva tranquilidad que pacientes angustiados ante la incertidumbre del resultado de una biopsia puedan llegar a sentir, siquiera de un modo momentáneo, incluso cuando el resultado es malo. El resultado disminuye la incertidumbre y su angustia, aunque a continuación moviliza otra: esa incerteza y esa angustia que la propia cierta muerte porta. Por otro lado, otra relación con la muerte, la que la reconoce como límite, puede explicar algunos movimientos de desinhibición que comprobamos que se producen en estos días en pacientes que se han puesto en movimiento de un modo en el que antes no daban señales. La apropiación de la propia muerte como parte consustancial de la vida y no como su opuesto, es un motorizador del deseo.

Las condiciones en las que los procesos identitarios se producen, imbuidos en lenguajes que manifiestan no siempre de modos concientes las tensiones de poder y de estructuras de sistema que impiden desarrollos colectivos mas humanos y menos desiguales en términos de oportunidades, y de los mecanismos de cohersión subjetivas y objetivas que direccionan hacia “normalizaciones” (Hoy llamadas “nuevas normalizaciones” ), que intenta ordenar los cambios producidos por la epidemia global, intentando que se afecte lo menos posible las estructuras de poder y los intereses de las elites), están viendo como se desmoronan ante sus ojos la posibilidad de seguir ocultando tanta irracionalidad y tanta violencia cosechada por siglos …

El patriarcado colonial capitalista neoliberal que signa las formas en que organizamos Estados y sociedades en el planeta, esta presenciando como se caén sus símbolos de opresión, sometimiento y muerte, con la misma violencia con la que instalaron tales formas. Las Estatuas que levantan como símbolos del triunfo del poder de varón, blanco, exitoso, ganador y multimillonario, intelectual y capaz de liderazgo y conducción de masas, se desmorona como se desmoronan las piedras de sus soberbias y de sus perversiones.

La pobreza resulta en evidencia. La riqueza en resultado del poder de la violencia ejercida por pocos en perjuicio de muchos … aún así son muchos los alienados que aplauden al poder sin posibilidad de ejercerlo … pero estos tiempos de incertidumbre resultarán en algo nuevo que aún no podemos vislumbrar.

Si la muerte es el destino final de la conciencia, todo asunto adquiere valor y significado en el mientras tanto, desde la cuna al cementerio.

Daniel Roberto Távora Mac Cormack


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