Educación: Entre pandemia y globalización neoliberal

 


Prefiero cabezas bien hechas que bien llenas.

Celestin Freinet

La docencia es una tarea compleja, laboriosa, paciente y difícil. Mucho más de lo que la gente cree, y muchísimo más de lo que piensan los políticos (Imbernón, 2017, p.21). Educar siempre ha sido una empresa difícil. Nunca ha sido una tarea sencilla. Menos hoy en día.

No hay que ir muy lejos para tomar conciencia de esta complejidad. Bastaría con reflexionar, dice Francisco Imbernón, sobre cómo la transformación social está impactado en la escuela: “grupos de clase de decenas de nacionalidades; nuevos modelos de familia; auge de las TIC y de una nueva manera, diferente, de acceso a la información, las nuevas formas de aprender, y, finalmente, una crisis económica devastadora que se ha cebado en la educación. (Imbernón, 2017, p.13)” Bastaría, en realidad, con entrar en cualquier aula, de cualquier etapa educativa, de cualquier centro educativo, de cualquier región o país.

Una complejidad que proviene no sólo de que hayan cambiado las condiciones en las que se produce la enseñanza, sino también porque, afortunadamente, han aumentado nuestros retos. No es solo que la sociedad de hoy sea compleja, sino que también son mayores las necesidades de aprendizaje, y más ambiciosas las metas que nos proponemos. Aprender hoy, no es tanto apropiarse de la verdad, como dialogar con la incertidumbre (Morin, 2002), de manera que cualquier reflexión sobre el sentido de la escuela debe tener en cuenta el tipo de conocimiento que exige el mundo contemporáneo. A la escuela le pedimos que eduque para la incertidumbre, pero le exigimos que lo haga con certezas. Que prepare para adaptarse a la vida, pero también, y más importante si cabe, para enfrentarse y cambiar la vida que nos viene dada. Si antes nos era suficiente con una alfabetización básica (aprender a leer, aprender a calcular), ahora sostiene Nacho Pozo (2016, p.85), “nos enfrentamos al reto de un nuevo proyecto alfabetizador más ambicioso (leer para aprender, calcular para aprender)”. No es cierto que los alumnos sepan cada vez menos (la comparativa entre las competencias de jóvenes y adultos muestra siempre un saldo favorable a los primeros). No, no es, como dicen algunos, que estemos retrocediendo y necesitemos recuperar un idealizado pasado escolar (lleno de esfuerzo, disciplina, autoridad y conocimientos) que nunca existió. En realidad son las metas educativas las que se alejan. No solo en términos de aprendizajes necesarios, sino también en los propios fines y en el alcance social que esperamos que tengan nuestros esfuerzos educativos.

Si la escuela, como dice Francisco Imbernón, nació instructiva y selectiva, ahora le pedimos que sea educativa e inclusiva (Imbernón, 2017, p.23).  Si antes nos bastaba con educar sólo a unos pocos, ahora queremos educar a todos. Si antes éramos capaces de naturalizar los destinos prefijados y justificar el fracaso escolar aludiendo a la falta de esfuerzo o capacidad, ahora nos parecen afirmaciones insostenibles. Nos está bien empleado, dirán muchos. “Nuestras dificultades no son más que el reverso de nuestras ambiciones”, pero también, afortunadamente dice Meirieu, “un medio precioso para inventar soluciones que permitan alcanzarlas” (Meirieu, 2021, p.147). Soñar es imaginar horizontes de posibilidad, dice Souza de Freitas hablando de la pedagogía de Freire (un referente para Francisco Imbernón); soñar colectivamente es asumir la lucha por las condiciones de posibilidad. Soñar colectivamente conlleva un importante potencial transformador que produce y es producido por lo inédito viable”(Souza de Freitas, 2015). No olvidemos que “todo mañana que se piense y para cuya realización se luche implica necesariamente sueños y utopía. No hay mañana sin proyectos” (Freire, 2015, p.69).

La hipermodernidad, dice Philippe Meirieu, exige mucho al sistema educativo. La pretensión de convertir la escuela en un agente educador y social (y no solo instructor o transmisor) dificulta enormemente la labor de la escuela y de los docentes pero no nos debe alejar de la pretensión de trabajar a “favor de una forma de enseñar y de vivir que integre, en todos los ámbitos, la exigencia primordial de toda educación para los tiempos que están por llegar: formar sujetos capaces de resistirse a la omnipotencia pulsional, de osar pensar por ellos mismos y de colaborar para la construcción democrática del bien común.” (Meirieu, 2021, p.151)

 

¿Cuál es la finalidad de la escuela?, ¿para qué enseñamos?, ¿para qué enseño a un ser humano?, se pregunta Imbernón. La escuela, responde, tiene sobre todo, la gran función de suministrar inteligencia social. Enseñamos para comprender la realidad, para saber razonar, para ser autónomo en la vida y no dependiente y vulnerable al entorno político y social, para ser capaz de analizar lo que pasa afuera, para aprender a hacer una lectura crítica de lo que pasa en el mundo y su entorno. Educar es dar herramientas para leer el propio tiempo y ponerlo en relación con los que ya han sido y con los que están por venir, ha escrito Marina Garcés en Escuela de aprendices (Garcés, 2020, p.153).

La pandemia ha evidenciado aspectos y carencias de la escuela que conocíamos desde hace años, pero que mucha gente aún ignoraba. Durante el último año, sostiene Imbernón, la escuela se ha revelado más importante que nunca. Hemos visto que es imprescindible no sólo para aminorar las brechas de las que tanto se habla, sino, sobre todo, para crear identidades sociales. Pero “si queremos identidades sociales, para nosotros, que somos humanos, el espacio físico y el espacio simbólico son muy importantes. No únicamente los contenidos”, dice Francisco Imbernón. Como sostiene Philippe Meirieu, el profesor no solo transmite conocimientos, sino también una relación particular con el saber, que es a la vez una relación con el tiempo y con el deseo, es decir, una relación con el placer (Meirieu, 2021, p.167).

En su libro La réplica (2021), Meirieu propone convertir la escuela en un espacio de desaceleración. Sugiere que ante la aceleración que caracteriza nuestro tiempo bajemos el ritmo de nuestras escuelas, relativicemos la presión evaluadora, hagamos de la escuela un tiempo y un espacio para la reflexión calmada, dejemos fuera de las puertas la dictadura de lo urgente, “regalemos a nuestros alumnos instantes de silencio” (Meirieu, 2021, p.170). Propone colocar la desaceleración, la atención y la construcción de pensamiento en el centro del sistema educativo. Pausa reclama, por su parte, Francisco Imbernón. Enseñanza de la pausa y enseñanza desde la pausa. Hagamos de la escuela un lugar privilegiado para demorarnos en algo (lo común, por ejemplo).

Pero, como bien ha defendido Luciano Concheiro, no se resiste a la velocidad queriendo detenerla, sino saliendo de su dinámica (Concheiro, 2016, p.113). La escuela que estamos pensando no es tanto la escuela de la lentitud (la lentitud resulta infructuosa frente a la lógica de la aceleración) como la escuela del instante, entendido como un no tiempo: “un parpadeo durante el cual sentimos que los minutos y las horas no transcurren” (Concheiro, 2016, p.14). En el instante el tiempo deja de correr. Con esta escuela del instante no defendemos una escuela de la improvisación y la contingencia, de la respuesta inmediata (a los deseos de los niños o a las modas del mercado), sino que aspiramos a generar otra manera de estar en el mundo y de relacionarnos con los otros y con los objetos. Algo muy en la línea de lo propuesto por Masschelein y Simons en su Defensa de la escuela. Para ambos, reinventar la escuela “pasa por hallar modos concretos para proporcionar tiempo libre en el mundo actual y para reunir a los jóvenes en torno a algo común, es decir, en torno a algo que se manifiesta en el mundo y que se hace disponible para una nueva generación. En nuestra opinión, el futuro de la escuela es una cuestión pública -o más bien, con esta apología queremos convertirlo en una cuestión pública (Masschelein y Simons, 2014, p.4)”

Durante la pandemia, nos vimos obligados a trasladar la escuela a los hogares y la mediación pedagógica a la virtualidad. Pero con la virtualidad separamos la pedagogía del currículum, dice Francisco Imbernón. Con la virtualidad perdimos y se pusieron en cuestión nuestras prácticas educativas (las que deberíamos haber abandonado hace tiempo y las que resultan imprescindibles). La pedagogía es mucho más amplia, dice Imbernón. “Yo suelo decir que la relación de los maestros con sus alumnos condiciona el contenido que se aprende”. Los conocimientos, dice Meirieu, dado que se transmiten a seres humanos por otros seres humanos, son indisociables de la relación que ha permitido su transmisión. En ese sentido, “la pedagogía es lo que une a dos sujetos y un objeto en una configuración singular que determina ampliamente el uso del conocimiento en sí mismo” (Meirieu, 2021, p.108). “El confinamiento, de alguna manera, puso sobre la mesa la importancia de la escuela de los afectos y de los cuidados, de esa escuela que es mucho más que la transmisión de unos contenidos.”

 

La pedagogía, el acto de educar, es un intento constante por conjugar la contradicción entre educabilidad (todo el mundo puede aprender) y libertad (el aprendizaje no se decreta) (Meirieu, 2018, p.88). En una clase, el más mínimo gesto tiene en sí mismo un alcance educativo. Siempre hay pedagogía en la transmisión. La comprensión por parte de los actores sociales de lo que fabrican a diario constituye un incentivo decisivo para permitirles avanzar, a la vez, hacia un mayor profesionalismo y más derechos cívicos (Meirieu, 2021, p.112). La desaparición total de la reflexión pedagógica en la formación inicial y continua de los profesores permiten a la máquina escuela imponer procedimientos cada vez más estandarizados en nombre de la obligación de los resultados (Meirieu, 2021, p.113).

¿Cómo avanzamos? Durante muchos años nos hemos equivocado al pensar que cambiando al profesorado cambiaríamos la educación. Y esto no es cierto. Si cambiamos al profesorado, cambiamos al profesorado. Pero, ¿qué es lo que cambia la educación? Para cambiar la educación no basta con cambiar al profesorado. Para cambiar la educación, hemos de cambiar al profesorado, la escuela y el contexto donde trabaja. De hecho, hay cuatro elementos fundamentales que habría que cambiar, sostiene Imbernón en esta conversación: el modelo educativo; el tema de la equidad y el abordaje de las desigualdades; el profesorado; y la estructura escolar.

El cambio en la educación no es tan fácil como decimos todos”. La mejora necesaria de la educación pasa por una profunda reforma de la profesión docente pero también somos conscientes hoy que “para cambiar la educación no solo es necesario cambiar al profesorado, sino potenciar al mismo tiempo el cambio en los contextos donde el profesorado desarrolla su cometido: las escuelas, la normativa, el apoyo comunitario, los procesos de decisión, la comunicación” (Imbernón, 2006, pp.41-50). “Si queremos nuevas prácticas docentes y patrones de relaciones entre los profesores, esto conduce paralelamente a actuar en los contextos organizativos en que trabajan” (Bolívar et al. 2015). Debemos también “luchar por que la innovación no sea una experiencia de innovación, sino que sea una innovación institucional”. Y “porque el proyecto educativo de un centro debería olvidarse del proyecto educativo del centro. Debería ser un proyecto educativo comunitario.”

Cuando un sistema es incapaz de afrontar sus problemas vitales o se degrada y se desintegra, o es capaz de crear un metasistema capaz de afrontar sus problemas, se metamorfosea. Lo probable es la desintegración. Lo improbable pero posible es la metamorfosis, sostenía Edgar Morin hace años en un texto en el que proponía que para evitar la desintegración del Planeta necesitábamos cambiar urgentemente nuestra forma de pensar y vivir (Morin, 2010). Algo así, sugiere Imbernón necesitamos hacer con el sistema educativo. El análisis de lo que ha pasado y está pasando parece demandarnos una gran metamorfosis, o sea, un cambio radical en la forma de pensar, trabajar y vivir los escolar, dice Francisco Imbernón.

Si el futuro es oscuro es porque el presente es opaco. La oscuridad del futuro es la sombra que proyectan unos presentes que no sabemos leer […] Educar es dar herramientas para leer el propio tiempo y ponerlo en relación con los que ya han sido y con los que están por venir (Garcés, 2020, p.153). Aunque ya no podemos cambiar el pasado, el futuro no está escrito en ninguna parte. Y tenemos el deber de educar a nuestros hijos para que reconquisten el mundo. Aquí, ahora y después. En los tiempos que corren -porque jamás hay que ignorar las luchas del presente- y, sobre todo, en los tiempos que están por llegar -porque sería un delito no preparar para el futuro (Meirieu, 2021, p.240).<

preparar para el futuro, preparar para la vida, no pasa por sumir a la escuela en una espiral acelerada de contenidos y resultados, ni exigirle una constante adaptación a las leyes de la demanda. Frente a la dictadura del siempre más, optemos por el necesario menos. Frente al ruído, provequemos silencio. Frente a la adaptación continua reivindiquemos la resistencia. No se trata de diluir el presente en pos del futuro, sino de rescatar el valor del momento, de lo que nos pasa en cada situación, del instante. La escuela no necesita más ruido, sino más silencio. Mejor que promesas de futuros inciertos, regalemos a nuestros alumnos instantes de presente.

Digamos como dice Simon Tanner, el protagonista revelde de Los hermanos Tanner de Robert Walser, “no quiero un futuro, lo que quiero es un presente. Me parece más valioso. Sólo se tiene un futuro cuando no se tiene un presente, mientras que si se tiene un presente, uno hasta se olvida de pensar en el futuro.”

https://carlosmagro.wordpress.com/2021/01/28/regalarnos-instantes-de-silencio/

La grieta educativa

Por José Natanson

Totalmente justificada en la primera etapa de la pandemia, el “momento zombie” en el que no se sabía cuánto tiempo duraría el virus ni cuáles serían sus efectos, la decisión del Gobierno Nacional y la mayoría de los gobernadores de cerrar las escuelas se fue estirando como un chicle, en un proceso análogo al de la cuarentena. Hoy sabemos que, dadas las enormes disparidades entre la realidad epidemiológica de las provincias (Catamarca, por ejemplo, no registró un solo caso durante casi cuatro meses), hubiera sido preferible una política más descentralizada y flexible, que habilitara a los gobernadores a decidir el comienzo de las clases de acuerdo a las condiciones sanitarias, pero también geográficas y de infraestructura, de sus provincias: un hilado más fino distrito por distrito, municipio por municipio e incluso escuela por escuela (hay escuelas rurales o situadas en comunidades pequeñas que forman “burbujas naturales” en las que hasta el día de hoy no se ha registrado un solo contagio de Covid).

Sin embargo, el año lectivo transcurrió básicamente sin educación presencial, que en la mayoría de los casos se recuperó recién en noviembre y de manera parcial y fragmentada, incluso cuando las investigaciones ya habían probado que los chicos pequeños contagian menos que los adultos (1). Al mismo tiempo iban reabriendo bares, restaurantes, negocios de venta de muebles, viveros, gimnasios, tiendas de ropa con probador, librerías, pistas de patinaje, tiendas de venta de electrodomésticos, shoppings, locales de tatuajes, casas de tarot, sex shops, iglesias de diversos credos, casinos y bingos. La conclusión es clara: el cierre de las escuelas durante tanto tiempo, una decisión adoptada por el Gobierno Nacional en pleno uso de sus facultades soberanas y acompañada por muchos gobernadores, fue una señal social equivocada acerca de lo que es importante y lo que no, así como una subestimación del impacto de la pandemia en niños y adolescentes. Recién ahora, con las declaraciones de Alberto Fernández y Nicolás Trotta prometiendo la vuelta a clases en marzo, se comenzó a reparar.

La primera explicación de esta inversión de las prioridades es por supuesto el carácter inédito de la pandemia. La súbita irrupción del coronavirus puso a los gobiernos –a todos los gobiernos– frente a una situación nueva, sin antecedentes de los que aprender, con escasa experiencia internacional comparada y sin hoja de ruta. Con 13 millones de estudiantes y 1 millón de docentes, el sistema educativo argentino es, junto al uruguayo, el más inclusivo de América Latina: minimizar el riesgo epidemiológico que hubiera generado una reapertura general de escuelas, colegios y universidades es tan necio como aferrarse al cierre como estrategia única. No era fácil decidir, y no es fácil tampoco ahora: ¿cómo evitar contagios en escuelas que no disponen de la infraestructura adecuada, que no se pueden ventilar o carecen de patios? ¿Cómo crear burbujas en establecimientos que no disponen de la cantidad suficiente de aulas o de docentes? ¿Cómo compatibilizar el ingreso escalonado en diferentes horas con las obligaciones laborales de los padres, sobre todo de aquellos que tienen más de un hijo en edad escolar y tendrían por lo tanto que pasarse el día entero en la puerta de la escuela? ¿Cómo evitar una saturación del transporte público, uno de los focos de contagios? Y más en general, ¿cómo lograr que los niños, y sobre todo los adolescentes, cumplan los mismos protocolos que los adultos transgreden todo el tiempo, en la calle, la televisión y la política?

Todos estos argumentos son razonables, pero la explicación no radica sólo en el impacto descolocante del virus ni en las dificultades técnicas. De hecho, casi todos los países europeos se apuraron a reabrir las escuelas apenas pasó el primer pico de contagios y las mantuvieron funcionando durante la segunda ola, en medio de nuevas cuarentenas, toques de queda y cierres de negocios (el discurso de Emmanuel Macron justificando la vuelta a clases para evitar una profundización de las desigualdades es una breve clase magistral de la perspectiva liberal de igualdad de oportunidades).

En rigor, la cuestión educativa no parecía figurar entre las prioridades iniciales de Alberto Fernández, que asumió el poder en el lejano diciembre de 2019 lógicamente capturado por las urgencias de la crisis económica y el drama social heredados del macrismo. Y sin embargo, hasta el día de hoy el peronismo no ha logrado exhibir un proyecto educativo nítido, como si el impulso reformista se hubiera agotado con la transformación filmusista de hace una década, la última agenda de cambio realmente profundo en materia educativa: si se mira bien, todas las leyes importantes –ley nacional de educación, ley de financiamiento educativo, ley de educación técnica, ley de educación sexual integral, ley de 180 días– datan de aquellos años.

Más en general, la demora en reabrir las escuelas es parte del enfoque adultocéntrico que adquirió la gestión de la pandemia, sobre el que venimos advirtiendo desde abril del año pasado (2): aunque el gobierno hizo un esfuerzo por acercar contenidos pedagógicos a través por ejemplo del programa “Seguimos educando”, se hizo sentir la falta de una reflexión más profunda, reflejada en políticas públicas, sobre el impacto de las escuelas cerradas en el aprendizaje y la situación emocional de niños y jóvenes.

Por último, seguramente incidió la alianza con los sindicatos docentes, un tema delicado para un gobierno popular. El problema en este punto es que la prioridad de los gremios, como la de todo poder corporativo, es la defensa de los intereses de sus afiliados, no el bienestar general de la sociedad. Para eso está el Estado democrático, conducido por líderes elegidos en comicios libres. Es, en efecto, el Estado el que debe imponer sus prioridades a los sindicatos: negociar, persuadir y, si es necesario, confrontar. Y en este sentido hay que decir que la resistencia de algunos dirigentes sindicales a la reapertura de las escuelas hasta tanto no haya avanzado el proceso de vacunación resulta difícil de justificar (3): durante el largo 2020, sin vacuna a la vista, médicos, policías y cajeros de supermercados, entre muchos otros trabajadores, siguieron desempeñando sus tareas a costa de un enorme sacrificio y al riesgo de exponerse al virus.

Estamos atravesando una crisis educativa que agudiza viejos problemas y crea otros nuevos. Aunque afecta a todos los niveles, se verifica sobre todo en dos: en la educación pre-inicial, que privó a los más chicos de la preparación previa al comienzo del aprendizaje de la lectoescritura, y en el nivel secundario, donde el problema de la deserción se ha agravado hasta alcanzar cotas dramáticas: se estima que 700.000 adolescentes dejaron el colegio como resultado del Covid, y aún es un misterio cuántos de ellos podrán retomar el contacto con el sistema educativo este año, lo que impone la necesidad de profundizar el plan Acompañar para que vuelvan a clases y evitar que esta interrupción transitoria se convierta en una desconexión total, algo bastante probable dado el antiguo problema de terminalidad del nivel secundario y la presión de la crisis económica, que fuerza a muchos jóvenes a salir anticipadamente al mercado laboral para ayudar a sus familias.

La pandemia, además, acentuó la brecha educativa, superpuso nuevas desigualdades a las ya existentes. Algunas son territoriales, entre las localidades y provincias que comenzaron las clases presenciales en agosto y aquellas que nunca las retomaron o, dentro de una misma localidad, entre las escuelas con buena infraestructura, que pudieron recibir a sus estudiantes con distancia social, y aquellas que no. Es decir que a la diferencia previa de calidad entre distritos y sectores sociales (55% de los chicos de la Ciudad de Buenos Aires cursan jornada completa contra menos del 10% de los de Santiago del Estero), se suma ahora una nueva brecha de inclusión, entre los que pudieron asistir a clases en 2020 y los que no. Y finalmente las nuevas distancias impuestas por la virtualización, entre los estudiantes que contaron con una PC con banda ancha en casa y los que tuvieron que competir con hermanos y padres por un único celular con tarjeta, o entre los chicos que tuvieron la suerte de poder apoyarse en familiares con el tiempo y el capital cultural necesarios para acompañarlos en los eternos zoom de la educación pandémica, y aquellos que no. Podríamos seguir enumerando fracturas pero creo que la idea está clara: el cierre de escuelas profundizó desigualdades previas y creó otras nuevas.

La escuela es mucho más que un espacio para adquirir conocimientos. Es, en particular desde la crisis del 2001, una de las pocas herramientas de las que dispone el Estado para garantizar la alimentación de los sectores más desfavorecidos. Y si esta función social puede suplirse parcialmente con transferencias de dinero y asistencia alimentaria casa por casa, hay otros aspectos en los que la escuela desempeña un rol irremplazable: la escuela es el centro de la sociabilidad infantil y juvenil, con el recreo como metáfora universal de la diversión, el sitio en el que los chicos conviven todos los días con compañeros pertenecientes a entornos sociales, culturales y religiosos diferentes (el cancionero kirchnerista diría: el lugar de encuentro con el otro). Más en general, la escuela garantiza el acceso a diversos derechos, a veces vulnerados en el hogar (4): la escuela es, por caso, un espacio de denuncia de abusos familiares; un lugar en el que los chicos se sienten seguros.

Es, también, un significante en disputa. Si la justicia social sobrevive en el imaginario colectivo asociada al peronismo, que la inventó en los 40 y la reinventó en los 2000, y si la democracia republicana ha quedado vinculada al radicalismo, que la inauguró en 1916 y la refundó en 1983, la educación pública es parte de una discusión no saldada: su origen se remonta a la Ley 1420 de educación común, gratuita y obligatoria sancionada durante la Presidencia de Roca, aunque hubo que esperar casi un siglo, cruzado por gobiernos de todos los colores, para que se convirtiera en realidad; del mismo modo, la Reforma Universitaria nació durante el primer gobierno de Yrigoyen pero la gratuidad fue decretada por Perón. Los dos grandes avances educativos desde la recuperación de la democracia –el Congreso Pedagógico del alfonsinismo y las “leyes Filmus” del kirchnerismo– se produjeron bajo gobiernos de diferentes partidos.

En otras palabras, tanto la tradición liberal como la populista tienen derecho a reivindicar ante la sociedad sus contribuciones históricas a la educación pública (así como esconden sus defecciones: recordemos, por caso, que Perón reinstaló la educación religiosa en las escuelas y que Menem produjo una reforma regresiva). De hecho, uno de los hallazgos de la nueva derecha, primero con Mauricio Macri y hoy con Horacio Rodríguez Larreta, es haber incorporado a su discurso la defensa –en los papeles– de la educación pública, como parte de un planteo más amplio basado en la meritocracia y la igualdad de oportunidades, con la calidad educativa como línea de acción anti-sindicatos. Dada la astucia de Rodríguez Larreta en anunciar una vuelta definitiva a las aulas con toda la pirotecnia del caso, sería un error asumir que la educación pública es percibida por la sociedad como un tema exclusivo del peronismo, como el aguinaldo, las vacaciones pagas o Gatica. El Gobierno Nacional tiene por delante el desafío de construir una agenda propia, que trascienda el debate porteño y repiense la educación pública en los nuevos “escenarios móviles” abiertos por la pandemia, haciendo suyos los imperativos de la calidad y la tecnología, en lugar de cederlos alegremente a una derecha que a menudo los usa como excusa.

1. www.infosalus.com/salud-investigacion/noticia-expertos-confirman-ninos-contagian-forma-mas-leve-transmiten-menos-covid-19-20201222164122.html
2. Véanse las notas “Un sol para los chicos”, “Cuando volvamos a abrazarnos” y “Qué hacer con los ‘jóvenes irresponsables’”, todas disponibles en www.eldiplo.org
3. www.infobae.com/educacion/2021/01/22/ctera-anuncio-que-sus-docentes-no-concurriran-a-las-escuelas-en-el-inicio-del-ciclo-lectivo-en-la-ciudad-de-buenos-aires/
4. www.eldestapeweb.com/opinion/educacion/-es-tiempo-de-abrir-las-escuelas–202111619033

https://www.eldiplo.org/260-rusia-y-la-geopolitica-de-la-vacuna/la-grieta-educativa/

Entre otras tantas cuestiones, pandemia y globalización alientan cierto sentido de “universalidad” contrario a las diversidades nacionales, geográficas y culturales … subsumiendo al planeta en la idea de un “pueblo” o “ciudadanía” única bajo el imperio de las finanzas transnacionales y la monetarización liderada por la moneda norteamericana de la cúal hacen depender al resto.

Los Sistemas educativos nacionales y regionales padecen las tensiones propias de las “grietas” y “conflictos” que el modelo neoliberal globalizante impone en los planes educativos a todo nivel. Parte de las tensiones entre corporaciones y elites y los Estados nacionales que intentan desde los pueblos equilibrar las desigualdades del presente, se reflejan en la lucha por las subjetividades que la educación propone a todo nivel … De como la pandemia propuso un parate para repensar o continuar profundizando el modelo actual, dependerá en buena medida los rumbos futuros del planeta.


Daniel Roberto Távora Mac Cormack

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