Sábado 18 de abril de 2020
Mucho se ha dicho y se seguirá
repitiendo en torno a los cambios de conciencia que indefectiblemente
han afectado a la humanidad globalizada, pandemia mediante. Es cierto
que las circunstancias inéditas e imprevistas del Covid19
diseminando enfermedad y muerte por todo el planeta, han sacudido las
“ilusorias” seguridades que el injusto sistema de reparto
capitalista en su etapa neoliberal viene sosteniendo como rumbo del
sistema global. Entre estas ilusiones, se desmorona el intento por
sostener individualismos y meritocracias frente a la evidencia de los
necesarios acuerdos y contratos sociales que las personas debemos
sostener para cuidarnos y organizarnos en función del bien común
que intenta sostener vidas saludables y mas dignas frente a una
epidemia que pone al desnudo las desigualdades existentes en las
posibilidades de personas y grupos sociales que ven sus propias
carencias o las carencias de otros en el injusto sistema de reparto.
La exagerada dependencia frente a
la demanda extranjera respecto a las producciones nacionales y la
dependencia Nacional respecto a otros productos que se producen
fuera, mas allá de las relaciones, manifiesta un injusto sistema de
reparto que impide desarrollos solidarios y equitativos de las
potencialidades de cada pueblo y Nación en el planeta y las
paradojas de producir alimentos para otros Estados y que muchos
sectores del propio padezcan hambre o necesidad respecto a esos
productos que producen conciudadanos.
Sin embargo, y pese a la
contrastable realidad de que las pandemias surgen de la globalización
y obligan a “encierros” prolongados, se siguen sosteniendo
ideales de “mundo sin fronteras” que solo favorecen a quienes
ocupan sitiales de privilegios en las comparaciones mundiales.
Cuantos han leído a Wendy Brown
saben bien que, en un mundo desterritorializado, la acción de erigir
muros y subrayar fronteras es poco más que un grito desesperado de
nostalgia por una trasnochada noción de soberanía. Dicho esto, ¿ha
perdido toda virtualidad la noción de frontera? Parece más bien que
la lógica de la frontera sigue vigente en la medida en que persiste
la voluntad de subrayar la "otredad". Y esa lógica,
paradójicamente, resurge con fuerza cuando se trata de afrontar
amenazas comunes. La UE es un campo en el que ese test se verifica,
poniendo en juego su propia razón de ser, su legitimidad.
Las fronteras no solo son líneas
jurídicas sino también líneas inscritas físicamente sobre el
terreno. Y no dividen únicamente relaciones materiales sino también
relaciones humanas, intelectuales y morales.
Ellas delimitan el perímetro del
ejercicio de una soberanía estatal y con sus modificaciones
constantes siguen delimitando el marco de los respectivos
Estados-Nación, viejos y nuevos, al tiempo que se refuerzan y se
sitúan como epicentro de múltiples conflictos territoriales,
trazando la distinción entre lo de dentro y lo de fuera... La
frontera internacional es el límite entre dos soberanías estatales,
dos órdenes jurídicos, dos sistemas políticos, monetarios, dos
historias nacionales. Es una discontinuidad y un signo simbólico.
La realidad de las fronteras está
puesta en cuestión a la vez por el discurso de los “sin
fronteras”, por el movimiento irrefrenable de la globalización
económica y financiera -que ha contribuido a un menor control de
fronteras- y por la instalación de redes de comunicaciones tejiendo
la malla de un ciberespacio “sin fronteras”. Ilusión, pues el
ciberespacio, representación mental de un territorio que viene a
superponerse a los Estados, es una red, que reposa sobre una
estructura física que los Estados, en su rivalidad, tratan de
controlar hasta el punto de que la era digital ve reproducirse e
incluso reforzar las fronteras estatales. Como el ciberespacio
debilita la soberanía estatal, algunos Estados -China en primer
lugar- tratan de ser cibersoberanos.
En el contexto de un mundo
crecientemente globalizado, con un aumento significativo de los
movimientos migratorios y teniendo como telón de fondo la denominada
crisis de los Estados nacionales, la idea de abrir completamente las
fronteras y permitir la libre circulación de personas entre países
ha tomado mucha fuerza durante los últimos años. Esto ha generado
intensas disputas entre quienes defienden la apertura y aquellos que
tienen una visión más o menos restrictiva.
Ahora bien, la actual pandemia de
coronavirus, que, entre otras cosas, ha provocado cierres de
fronteras y una sorprendente revitalización de las instancias
nacionales por sobre las globales, viene a tensionar nuevamente estos
debates y obliga a revisar algunas de sus premisas y argumentos,
especialmente los de quienes defienden la radical apertura y la libre
circulación.
Pero un virus que parecía abolir
las fronteras -sociales y nacionales-, ha acabado consolidándolas.
No podemos explicar la frontera
–y la relación entre soberanía y globalización– sin tener en
consideración que distamos de estar a salvo de las pandemias y de
las crisis donde esa instancia parece tan fundamental. Estamos ante
un gran desafío.
El Estado de bienestar (EB en
adelante) ocupa un lugar central en las sociedades occidentales
contemporáneas, aunque exhibe variaciones en las formas que adopta
en cada una de ellas. ¿Por qué en algunos países está más
desarrollado, sus políticas son más generosas o universalistas, y
sus efectos redistributivos, más igualitarios? Estas preguntas han
acaparado la atención de muchos investigadores en las últimas
cuatro décadas, conformando una agenda de investigación que ha
producido notables avances en nuestro conocimiento de los orígenes y
el desarrollo del EB.
Entre las diversas perspectivas
sobre la variabilidad de los diferentes EB, la más destacada
probablemente sea la teoría de los recursos de poder (TRP en
adelante). Este enfoque se propone explicar el desarrollo del EB y
sus variaciones como resultado del equilibrio de poder entre clases
sociales. Ya sea por la influencia que ejerció en la renovación del
estudio del EB en los años ochenta, o porque ha sido el blanco de
ataques y debates posteriores, la TRP ocupa un lugar central
reconocido incluso por sus críticos (Pierson, 2000).
Junto al interés que ofrece este
enfoque por su centralidad en un campo floreciente, hay otras dos
razones que invitan a reflexionar sobre la TRP. La primera es que
constituye un programa de investigación cuyo desarrollo ejemplifica
cómo teoría social e investigación empírica pueden ir de la mano,
combinando de un modo coherente el estudio de cuestiones sustantivas
con el rigor metodológico. La segunda razón es que su atención al
«iceberg de poder [que se esconde] bajo las políticas públicas»
(Korpi, 1998) puede resultar inspiradora en un tiempo de crisis y
desigualdad.
INÉS
CAMPILLO, JORGE SOLA “ La teoría de los recursos de poder: una revisión crítica” Revista Española de Investigaciones Sociológicas (REIS) Centro de
Investigaciones sociológicas (CIS)
Cualquiera sea la causa que
originó el coronavirus, constituye una consecuencia de la
transgresión de los límites biofísicos. La pandemia debería
enseñarnos que es necesario poner límites a un sistema-mundo basado
en la voracidad y en la reproducción del capital a cualquier costo.
Durante siglos, varias
generaciones temieron que su época coincidiese con la extinción del
mundo. Los motivos que antes podrían haber generado un súbito
exterminio de la vida solo podrían devenir de factores ajenos a la
humanidad. La imposibilidad no tiene nada que ver con el grado de
ejemplaridad de la conducta de nuestros antepasados: simplemente no
contaban con medios para darle un zarpazo definitivo a la vida. A
mediados del siglo pasado, con la emergencia de las armas nucleares,
surgió una conciencia del límite global por los riesgos de
aniquilación que provocaría una conflagración de esa índole.
Décadas más tarde, emergió lenta pero progresivamente la
conciencia de los límites ambientales. La destrucción de los
hábitats y la contaminación de la atmósfera nos vuelven capaces de
erradicar las condiciones de reproducción de los ecosistemas en una
proporción descomunal. El predominio de la población urbana, la
globalización y sus incesantes avances en una mayor
interconectividad entre personas y lugares plantean al final de las
primeras dos décadas del siglo XXI nuevas variantes de la conciencia
del límite, en este caso por la posibilidad de que un elemento
patógeno sea capaz de impactar en todos los países, casi en tiempo
real, y poner en jaque los sistemas de salud y la economía global.
Lamentablemente, el grado de
autoconciencia respecto a nuestro poder de destrucción o de
vulnerabilidad está aún muy por debajo de los riesgos y amenazas
que acechan. Ha servido para concretar convenios internacionales e
instituciones que promueven el respeto a la vida, y también ha dado
paso a numerosos colectivos sociales que se movilizan en diferentes
niveles para resistir a las amenazas y promover nuevas trayectorias.
Sin embargo, la inercia de la pretensión de acumulación ilimitada
de riqueza en un planeta finito se ha impuesto a escala planetaria.
Es un vector de destrucción sin precedentes que moldea el
sistema-mundo hegemónico. Ha conquistado las esferas políticas,
jurídicas y económicas, y también ha conquistado las
subjetividades, los imaginarios de una buena parte de la población.
En tiempos de crisis multidimensional como los que vivimos, hay que
evitar que las sensibilidades y preocupaciones por el futuro sean
absorbidas por el pánico, el corto plazo y la desesperanza. Solo
evitando esa postura podrían articularse y expandirse visiones y
prácticas alternativas. Uno de los principales desafíos pasa por
superar la fragmentación de los esfuerzos de transformación
social-ecológica.
La
amenaza de turno, el agresivo Covid-19, con su notable tasa de
morbilidad, ha sido un acelerador de tendencias que venían
mostrándose con nitidez. La crisis económica en ciernes, anunciada
ya como recesión global, no se explica por el virus. El virus la
detona, pero no puede distraernos de los indicadores que mostraban
que la burbuja de la deuda de las corporaciones y de los Estados
alcanzaba cotas insostenibles. Con altos niveles de deuda, los
Estados, las empresas y las familias se ven imposibilitados de tomar
las mejores decisiones de ahorro, inversión y consumo. Se estima
que, a inicios de 2020, la deuda global ascendía a 3,2 veces el PIB
mundial. Se trata de un récord histórico. En la nueva coyuntura
tenderá a crecer mucho más, con los rescates urgentes que los
principales bancos centrales del mundo harán para lanzar salvavidas
a la economía de sus países.
La «gran recesión» que se
desató en 2008 con la quiebra de Lehman Brothers no fue atendida de
raíz. Las elites globales prefirieron eludirla, recurriendo
paradójicamente a estimular los factores que la habían provocado:
deuda y emisión de moneda sin respaldo. Flexibilización
cuantitativa –es decir, inyección de liquidez– que se privilegió
en favor de los poderosos para reanimar la locomotora de una economía
financiarizada. El acceso a crédito fácil y la incestuosa recompra
de acciones de las grandes corporaciones son los factores que
mantienen a flote la economía ficticia, a expensas de lo que sucede
en la real. Los objetivos de los planes de estímulo eran
inconfundibles: recuperar los mercados bursátiles y facilitar la
deuda para mantener la propensión al consumo. Después del susto, se
siguió permitiendo el traslape peligroso de la banca comercial con
la de inversión en activos de alto riesgo, mientras que el
acaparamiento de tierras y los paraísos fiscales continúan siendo
dos grandes destinos de los excedentes de la especulación. La
concentración de la riqueza en el 1% más rico no es fortuita ni se
debe a un mayor esfuerzo emprendedor de esta minoría. Una buena
parte de sus activos son improductivos para la economía real.
Un nuevo diseño de la
arquitectura económica global no fue considerado.
Por
otra parte, la mercantilización de la vida ha llevado, con distintos
grados de intensidad, a desguazar los sistemas públicos de salud en
casi todo el mundo. Sin dejar de reconocer innegables avances en el
aumento de la expectativa de vida, para la mayoría de habitantes del
planeta la satisfacción del derecho a la salud es todavía una
quimera. El Covid-19 ha desnudado el quiebre de los sistemas
sanitarios en aquellos países que alguna vez contaron con sistemas
más robustos; en otros casos –la mayoría–, la atención
eficiente de la salud sigue siendo un bien público escaso, sobre
todo en el Sur global, donde millones de personas fallecen anualmente
por afecciones prevenibles con una mejor nutrición y con una mayor
inversión pública en salud.
En medio de la emergencia
económica y la sanitaria, se corre el riesgo de olvidar la
emergencia ambiental que sacude al planeta.
Aunque con menos resonancia
mediática que el frenazo económico y la expansión exponencial de
los contagios y decesos por el virus, no se debe pasar por alto la
ocurrencia cada vez más frecuente de sequías, inundaciones,
extinción de especies en fauna y flora, disminución de los
glaciares y de la cobertura forestal, entre otros fenómenos. Durante
estos meses, la reducción temporal de la contaminación atmosférica
y otras instantáneas de alivio ambiental se dan por razones ajenas a
la eficacia de las medidas que deberían adoptarse a partir, por
ejemplo, del Acuerdo de París. Fue necesario un acontecimiento
inusitado para apagar a la bestia económica del siglo XXI. Esto se
denomina cambio por catástrofe, y siempre tenderá a provocar
consecuencias más dramáticas que un cambio por diseño.
Una transición social y
ambientalmente programada se aleja de las respuestas reactivas, busca
anticiparse a los peores momentos y, desde luego, no apostaría por
reducir la contaminación y la destrucción de la biosfera a costa de
la muerte de miles y miles de personas contagiadas por un virus, ni
lanzaría al desempleo ni a la pobreza a millones por un repentino
freno de la actividad económica. En un cambio por diseño, hay
dilemas y encrucijadas por considerar, qué duda cabe, pero se
concibe con anticipación políticas para paliar los efectos más
adversos y, lo crucial, se adoptan medidas para transitar hacia
sistemas productivos que asuman la inclusión plural y la
sostenibilidad.
La urgencia que arrastra la
pandemia obliga a priorizar esfuerzos para minimizar sus peores
efectos en términos de número de víctimas graves y destrucción de
los medios de vida de millones de trabajadores. El Covid-19 es capaz
de contagiar a cualquiera, aunque sus efectos distan de ser neutros.
Además de la edad y el estado prevalente de salud, es evidente que
el estrato social al que se pertenece y el país de residencia son
marcadores inmediatos de desigualdad que están pasando factura a la
hora de calcular las opciones de recibir una atención adecuada en
los casos más severos.
A pesar del torbellino de la
urgencia, es válido desde la arena de las políticas públicas
globales, regionales, nacionales y locales pensar en el «día
después». Debemos evitar que el objetivo sea sortear la emergencia
sanitaria para luego reincidir en una economía inviable. El virus
contagia a la gente, la economía mundo ya estaba contaminada.
Los gobiernos están entre la
espada y la pared. Por un lado, las presiones de la economía global
para un mega rescate –mucho mayor que el de la gran recesión–
para salvar a las grandes corporaciones que se están viendo
afectadas y, por el otro, las presiones sociales para atender las
demandas de supervivencia de millones de personas que se han quedado
sin ingresos básicos. ¿Quiénes y de qué manera estarán cargando
con los costos del salvataje que se avecina para recuperar la
actividad económica? ¿Quiénes serán los principales beneficiados
por las medidas de auxilio? ¿Se revertirá la tendencia a la
privatización y el debilitamiento de los sistemas públicos de
salud?
Salvar el capitalismo global
financiarizado es una de las peores alternativas. Tristemente, por la
prevalencia de sus intereses en las esferas de decisión política
multinivel, de no emerger una movilización social amplia, las
señales presagian que se seguirá salvando el statu quo promotor de
burbujas. Lo cual nos pone en mayor riesgo frente al próximo evento
acelerador de crisis que se cruce por la vereda.
El Covid-19 nos dio una abrupta
bienvenida al siglo XXI. Sería ingenuo pensar que nada cambiará
tras el paso de estas emergencias. La interconectividad global
presenta innumerables oportunidades, pero también conlleva riesgos a
los cuales se les ha prestado poca atención. ¿Cómo y desde qué
perspectiva se abordarán esos riesgos?
El sistema-mundo, de cualquier
forma, tendrá que repensar a partir de hoy la configuración y
localización de las cadenas de suministro y, además, acelerará
tras el obligado experimento de aislamiento social el protagonismo de
la cuarta Revolución Industrial: la automatización y digitalización
de relaciones de producción, compraventa, laborales, educativas, de
salud y de entretenimiento. Si los cambios se realizan pensando
exclusivamente en función de optimizar el lucro y el control de la
población, es probable que el capitalismo global logre superar una
crisis, aunque sea a costa de seguir deteriorando la cohesión social
y los ecosistemas. Es como si la locomotora sin frenos lograse
sortear un obstáculo para seguir a toda marcha hacia el precipicio.
Está
de moda la alusión a los «cisnes negros» como fenómenos no
advertidos que de pronto aparecen y causan un gran impacto. Quizás
valga la vena desmitificar un poco este asunto. Muchos de estos
eventos inesperados no son tales. Vemos en el horizonte un lago de
«cisnes grises» en crecimiento y listos para salir al camino.
Guerras comerciales de alto calado, defaults
financieros
por la explosión de las burbujas especulativas, conflictos armados y
convulsiones sociales, catástrofes socioambientales, pandemias,
oleadas migratorias y hasta posibles apagones de la red virtual son
fenómenos plausibles de aparecer en cualquier momento. Lo que
ignoramos es en qué orden aparecerán y en qué momento, sin dejar
de mencionar que varios de estos eventos podrían coincidir en forma
simultánea, lo que generaría círculos viciosos que complican su
remediación. Lo que realmente debería sorprendernos no es la
probable aparición de estos fenómenos, sino la obcecación de los
principales tomadores de decisiones del sistema-mundo en no
prestarles atención anticipada. El Covid-19 era ya una certeza, solo
quedaba pendiente saber cuándo brotaría. Años antes, la propia
Organización Mundial de la Salud (OMS) denominó el riesgo de un
virus de esta índole como «la enfermedad X». Y por supuesto, no
tendría que ser el último patógeno que ponga en vilo a la
humanidad.
Cada vez es más palpable que la
forma de ocupación del territorio y la orientación económica
productiva resultan contrarias a la sustentabilidad. A las empresas
transnacionales les resultó muy conveniente la fragmentación del
proceso productivo en la lógica de las cadenas de valor global, sin
pensar un ápice en los efectos ambientales y la vulneración de los
medios de vida de las personas, comunidades y países. La
especulación financiera es el reverso de la moneda de la
globalización económica. Ambos fenómenos distan de ser rasgos
aislados, existe ciertamente una distorsión de la economía real por
las ondulaciones del capital especulativo. Esto es lo que no se
detiene en el actual sistema-mundo, y es prioridad una transformación
estructural. Vale la pena reiterar que no debería ser la aparición
de un virus lo que ocasione un abrupto cese de la actividad
económica, sino un cambio de diseño que minimice los perjuicios y
gestione las transiciones para hacer decrecer aquello que es nefasto
para la vida y, a la vez, amplíe la esfera de reproducción de lo
que sirve para generar relaciones, bienes y servicios que se sometan
a procesos comprometidos con el bienestar sustentable e inclusivo.
Las emergencias globales que
convergen al final de la segunda década del siglo ameritan un
análisis y una gobernanza integral que supere la fragmentación del
conocimiento y de la gestión de las políticas. La economía tendría
que someterse a los límites sociales y ambientales y dejar de actuar
como un sistema autorreferido que subordina y atropella cuanto se le
ponga por delante. La irrefrenable mercantilización de la vida y la
promoción de un consumo insostenible están impactando en la salud
humana y de todas las especies que habitan el orbe. Una crítica a
este orden de cosas no supone necesariamente estar en contra de la
globalización y el avance científico y tecnológico. Implica, en
todo caso, confrontar su racionalidad dominante.
Las ventajas de la innovación,
de la ampliación del comercio mundial y de la interconexión y
cooperación entre los países resultan innegables. No obstante,
debido al antidemocrático andamiaje político global, al final
estarían aflorando más perjuicios que beneficios. La globalización
sin frenos y contrapesos democráticos tiende a darle el poder a un
puñado de empresas transnacionales y operadores financieros que
cooptan los sistemas políticos para concentrar la riqueza, ensanchar
la desigualdad y expoliar impunemente los recursos naturales. El
afamado libre comercio exhibe un doble rasero: la letra pequeña a la
que los países periféricos le prestan poca importancia. La
construcción de abajo hacia arriba del orden global es un desafío
de primera línea. Las comunidades, países y regiones deberían
privilegiar una mayor densidad y autosuficiencia económica de la
mano de Estados democráticos que cuenten con suficientes recursos y
capacidades para proveer derechos sociales universales y hacer
cumplir regulaciones de protección ambiental. Así, la interconexión
global provocaría menos riesgos de colapso para los países y grupos
vulnerables, y evitaría condenar a unos países a ser meros
exportadores de materias primas o ensambladores en fábricas donde se
irrespetan al máximo las condiciones del trabajo digno. Sería más
bien un complemento para fortalecer el buen vivir plural e inclusivo,
fortaleciendo y llenando el vacío ahí donde las capacidades de los
países y regiones no basten.
Cualquiera que sea la causa que
originó el Covid-19, constituye una consecuencia de la transgresión
de los límites biofísicos. Seguramente, no será el último
acontecimiento aciago capaz de detonar crisis inminentes que vienen
gestándose en forma silenciosa. Sin embargo, sus rasgos inéditos en
la historia humana deberían ser convertidos en una oportunidad para
que una vez pasadas las mayores urgencias, se dé una movilización
social sin precedentes para exigir y proponer un cambio de las reglas
de juego del tablero global. Por eso es vital que el miedo no nos
gane la partida. De las decisiones que se tomen en la naciente década
dependerá si el siglo XXI será una cascada continua de desastres y
emergencias o un punto de inflexión para nuevas trayectorias de
bienestar.
En Argentina La inflación, tal
como se esperaba, se aceleró en marzo. Hoy, el Indec anunció que
los precios subieron 3,3% el mes pasado, 1,3 punto más que en
febrero y 1 punto más que en enero.
Así, la inflación acumula 7,8%
en 2020 y 48,3% desde el mismo mes de 2019.
El rubro más sensible (alimentos
y bebidas) volvió a subir más que la inflación (3,9%), aunque fue
el capítulo educación (+17,5%) el que registró la mayor suba.
En nuestro país, la cuarentena
manifiesta fuertemente los padecimientos que tienen los más
desfavorecidos para abastecerse de la alimentación diaria frente al
cierre de comedores escolares, al tiempo que también expone con
mayor angustia la situación habitacional de quienes deben quedarse
en una casa que no existe o es sumamente precaria. Manos que no
pueden ser higienizadas por falta de acceso al agua, mal tratos y
violencias que recrudecen frente al encierro y escolarización
hogareña con suerte dispar, según qué necesidades estén
satisfechas para esa familia, son algunas de las expresiones de estas
desigualdades multidimensionales, que son de ingreso pero también de
género, edad y acceso a la tecnología, entre otras.
Las estrategias e intervenciones
de los países en ese sentido son diferentes, así como los puntos de
partida de la situación social previa al coronavirus.
Argentina ya tiene en curso
refuerzos para jubilados que cobran la mínima y beneficiarios de
planes sociales, el más reciente Ingreso Familiar de Emergencia
(IFE) para 3,6 millones de personas, el relanzamiento del Plan
Procrear para reimpulsar el sector de la construcción y un conjunto
de otras medidas pensadas para abastecer a los que menos tienen, como
el reparto programado de alimentos, y también para no dejar caer la
economía, previendo suspensión de cortes de servicios por falta de
pago, créditos a bajas tasas para pymes y suspensión de despidos
por decreto, entre otras medidas.
En suma, países de distintos
continentes, con gobiernos de diferente orientación ideológica,
economías de múltiples escalas y variadas restricciones monetarias
y fiscales, están transitando un recorrido parecido para asistir a
los más damnificados y auxiliar a los sectores más sensibles de su
economía frente a la crisis, “la más difícil desde la Segunda
Guerra Mundial” según el Secretario General de la ONU, António
Guterres.
Estado y Mercado
Entre las múltiples
interpretaciones que pueden hacerse de la pandemia, uno bien
plausible sería revisar el histórico debate sobre el Estado, sus
niveles de intervención en la economía y los desafíos para
adelante en una reconstrucción que se avizora prolongada y compleja.
El debate sobre cuánto Estado o
cuánto mercado es inagotable, pero una coyuntura de emergencia
tensiona el principio de subsidiaridad estatal, al menos de lo que se
esta acostumbrado en Occidente. Dicha discusión se expresa en qué
servicios o bienes debe obligatoriamente proveer el Estado y cuáles
de ellos quedan bajo la órbita del mercado.
En una situación de excepción,
los márgenes se modifican:
- ¿Es posible forzar la
obligatoriedad en la provisión de servicios públicos básicos por
parte de las empresas concesionarias aun cuando éstas no reciban el
pago de la factura a término?
- ¿Debe el Estado acudir en
auxilio de empresas para que puedan pagar sueldos?
- ¿Puede dirimir un acuerdo
entre privados, decretando el congelamiento en el valor de alquileres
y créditos?
- ¿Hasta qué punto resulta
razonable que el Estado arbitre un precio sostén para el barril de
crudo por fuera de las reglas de oferta y demanda y del precio
internacional resultante de estas?
- ¿Qué pasa con el gasto
público?
Todas estos interrogantes, sobre
los cuales el Estado argentino ya ha dado o está dando respuestas,
reactualizan aquélla frase de los '70 de “todo el Estado que sea
necesario y todo el mercado que sea posible”.
Aunque el gran debate hoy sea
definir qué es necesario y hasta dónde el Estado perfora los
límites del mercado y acude a reparar sus inequidades.
En los años '70, el comienzo del
desmantelamiento de los Estados de Bienestar habilitó el consenso
para el desplazamiento del Estado en muchas de sus funciones. Ello,
como se sabe, condujo a la mercantilización creciente de servicios
básicos que en muchos países acentuó los niveles de desigualdad y
condenó a la precariedad a muchos.
La secuencia en nuestro país es
conocida: el plan económico de la última dictadura fue el marco
para que la economía se estancara, acentuara su divergencia con los
países desarrollados y desmantelara buena parte de las capacidades
productivas que había acumulado en décadas pasadas.
El proceso privatizador en
democracia terminó por desmembrar la red de instrumentos públicos
necesarios para apalancar ciertos sectores sensibles al desarrollo.
Todo ese derrotero de desaciertos intentó reconstruirse parcialmente
después, aunque la tarea suele ser mucho más ciclópea cuando toca
restituir capacidades y resulta imposible sostenerla sin consensos
políticos suficientes.
En la cuestión de los precios se
pone en juego el endeble argumento que propician los libertarios
defensores del imaginario “Autocontrol de los mercados” en tanto,
frente a la depresión global y el obligado cierre de fronteras, la
inflación se explica mas por el sostenimiento de los márgenes de
ganancias de aquellos sectores que pueden imponer sus precios en el
mercado, que a cualquier otra explicación monetarista o anti-Estado
que puedan argumentar los neoliberales.
La realidad se manifiesta en su
mas cruel y evidente manifestación. La necesidad de acordar
colectivamente formas de relaciones e intercambio que no permitan a
unos pocos sostener altos rendimientos mientras otros muchos pierden
el acceso a lo necesario.
Daniel Roberto Távora Mac
Cormack
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