Jueves
30 de abril de 2020
Otra
pandemia, la del vih-sida, cuya fecha de origen se remonta a 1981,
generó una multiplicidad de escrituras, retomando en muchos casos
las líneas reflexivas que habían sido trazadas por Susan Sontag en
La enfermedad y sus metáforas
de 1977. Ella misma le anexaría a ese texto que analizaba los
estigmas del cáncer, El sida y sus
metáforas, en 1988.
Los
grandes ejes de los 80 eran el uso de símbolos y metáforas bélicas
para escenificar la lucha contra el virus, y las advertencias de cuño
foucaultiano acerca de la “medicalización” de la vida de los
pacientes, el uso de los dispositivos del sida como una forma de
control social de los cuerpos. Entre nosotros, un texto temprano de
Néstor Perlongher, El
fantasma del sida
(1988), es un buen ejemplo de esas líneas de pensamiento.
Con
el correr de los años prevalecerían otros tonos, otros registros:
testimonios, autoficciones y crónicas como las de Harold Brodkey
(Esa
salvaje oscuridad),
Hervé Guibert (Al
amigo que no me salvó la vida,
entre varios otros) o Cyril Collard (Las
noches salvajes).
En América Latina habrá menos literatura específica –ficción y
no ficción-, y comenzaría a producirse desde mediados de los años
90 (en Argentina, en línea testimonial y vivencial siempre hay que
resaltar los trabajos pioneros de Sergio Nuñez, Marta Dillon y Pablo
Pérez).
Ahora
bien: la pandemia actual del coronavirus no tiene ni los tiempos
arrítmicos del sida -un lento desarrollo larval, lleno de señales y
presagios, y una curva vertiginosa que en los malos tiempos se
debatía entre la administración del AZT y la muerte por infecciones
que se abatían sobre un sistema de defensas devastado- ni los rasgos
más evidentes de estigmatización hacia los “grupos de riesgo”,
más allá de los (por el momento) demasiado especulativos y algo
forzados intentos por asimilar la emergencia sanitaria global, las
formas de aislamiento social, a un estado excepcional que va a
terminar en un exterminio de los cuerpos descartables y en sojuzgar
las libertades individuales. Hay que recordar que, en los primeros
tiempos del sida en plena era neoconservadora, se hablaba seriamente
de un castigo divino que había caído del cielo sobre homosexuales y
drogadictos, o, en el mejor de los casos, un castigo de la naturaleza
frente a las promiscuidades y veleidades del amor libre de cuño
libertario. Cabe recordar que Ronald Reagan tardó más de un año en
reconocer
la crisis. Al lado, cualquier atisbo de estigmatizar a los chinos o a
los adultos mayores, suena a broma insustancial.
En todo caso, y
en comparación con las escrituras del sida, se trata ahora de
intentos tan válidos como apresurados en medio de una situación
que, paradójicamente, alienta la vena especulativa de todos
nosotros, inmersos en una acelerada y dinámica película mundial de
resultados todavía imprevisibles. ¿La paradoja? Demasiada
especulación en caliente, demasiada especulación en situación de
encierro, cuando el aislamiento debería ser óptimo (¡un cuarto
propio!) para reflexionar, meditar y escribir en frío. La
aceleración es obviamente resultado de la proliferación de medios y
una conectividad que en los años del sida estaba muy atemperada, a
pesar de que ya existía una fuerte globalización.
En este mismo
momento se están produciendo en todo el mundo numerosas formas de
intervenciones escriturarias urgentes, seguramente muchas de ellas
conformarán un corpus futuro y muchas otras quedarán desechadas por
el camino, aunque sobrevivan en el mundo digital. Ahora bien, en tren
de especular lo que va a ser el futuro de la escritura en relación a
nosotros mismos como sujetos de encierro, aislamiento y productividad
en esta breve cárcel que nos tocó en suerte, tendrá bastante que
ver el cómo se viva el tan mentado día después, que seguramente no
será un solo día ni tan después.
Creo que no vamos
a responder de una forma totalmente original o novedosa, y creo
además que quienes intenten una producción más o menos express
pero de largo aliento, van a sucumbir a la trivialización de los
aspectos vinculares, afectivos, subjetivos, del tándem
pandemia/aislamiento. Por ahora, voy creyendo esto. No conviene sumar
profecías en medio del clima híper profético que vivimos.
Un
primer pulso en plena cuarentena lo vamos teniendo en las redes, que
no son otra cosa que el reflejo de nosotros mismos entrelazados con
las reacciones globales más o menos parecidas. Una enorme
producción, no carente de narrativas y humores de todos los colores
posibles, una indagación sobre los alcances y límites de una
catarsis colectiva: parece una competencia, por momentos desafiante y
cruel, a ver cuánto nos animamos a auscultar, invadir y formatear
los estados de inquietud del otro, de los otros. Desde la pionera
manía enumerativa de “textos de pandemia” con La
peste
de Camus a la cabeza, a mostrar los arreglos florales, comidas y
manualidades hogareñas, como si detrás de esa exhibición de
habilidades se pudiera amurallar la angustia, la ansiedad, la
necesidad de soledad dentro de los confines familiares y otros temas
más o menos escatológicos, más o menos relevantes.
Lejos estoy de
condenar cualquier expresión abierta, comunitaria y catártica de
cualquier persona constituida por estos días en escritor, salvo
aquellas expresiones tendientes a caotizar el estado de fragilidad
psico social que vivimos, generando esquizomensajes, falsedades y
violencia simbólica derramada venenosamente, sin filtro. Pero
quienes ejercemos las formas de escrituras más reconocibles y que
asumen cierta responsabilidad no digamos pública (no seamos pomposos
ni soberbios) pero sí con alguna capacidad de influencia sobre el
ánimo reflexivo y creativo de algunos lectores, tenemos que
aprovechar este encierro para que no sea un desierto vacío de formas
y materia.
Creo que es más
el tiempo de los apuntes sueltos, las meditaciones breves y en forma
de anotaciones, los fragmentos, los borradores, las conjeturas y la
precariedad, que creer que cada quien tiene en sus manos LA receta
interpretativa para los tiempos que vienen, LA trama, LA historia, la
visión exacta de cuándo y en qué se reconvertirá el capitalismo
mundial. No se trata de ahogarse en un mar de dudas, pero lo mejor
será eludir las respuestas tajantes y apresuradas.
Ya
tendremos tiempo de hacer la Gran Novela Pandémica. O nunca llegará.
Hoy, no agrega nada al desierto de lo real. Un cuidadoso seguimiento
de sí, una autoobservación austera, lo más sincera posible, un
paso a paso del presente, un humilde carpe
diem,
quizás sea lo mejor que podemos hacer, lo mejor que podemos dar.
La
vida no vale nada …
La
desastrosa política sanitaria de Donald Trump ha generado una de las
mayores masacres en la historia de EE.UU. Con 60 mil fallecidos (y
creciendo), la voluntad explícita del gobierno federal de no
intervenir y “cuidar la economía”, la administración Trump es
responsable de más muertes que el Vietcong y el Ejército
norcoreano.
Un artículo en inglés de wikipedia
ranquea las bajas civiles y militares estadounidenses en los
distintos conflictos bélicos que ha participado. Contabiliza 79
“incidentes”, entre ellos las carnicerías del siglo XIX contra
diferentes pueblos originarios, las guerras del opio y el bombardeo
al puerto japonés de Shimonoseki, las intervenciones sistemáticas
en Centroamérica, las dos expediciones a Rusia para derrotar la
revolución socialista (y también contra las revoluciones de Grecia,
China y varios etcéteras) y los bombardeos rampantes en el mundo
árabe (Libia, Yemen, Siria).
Las muertes por COVID ya superan todas
las guerras a excepción de las dos mundiales y la Guerra de
Secesión. En el sangriento conflicto coreano perdieron la vida 54
mil estadounidenses y en los 14 años de Vietnam, 58 mil.
Pero en donde la administración de
Donald Trump es imbatible es en las muertes por día.
La Guerra de Secesión está
considerada la primera guerra moderna. Ejércitos formados en los
textos de Napoleón, que avanzaban en prolija línea de fuego,
descubrieron con horror el alambre de púas que frenaba su paso y las
ametralladoras de nido que segaban vidas como yuyales. Solamente en
los tres días que duró la batalla de Gettysburg murieron 51.000
soldados. Durante casi 5 años, la masacre costó 520 muertes por
día. Dicho récord EE.UU. lo traspasó el 28 de marzo, y desde el 7
de abril oscilan entre 1.500 y 2.500 decesos diarios.
Hasta febrero, Trump se encaminaba a
una reelección indiscutida. Por la pandemia no se pueden hacer
encuestas, pero varios medios del norte se interrogan por un severo
descenso de la imagen presidencial.
Trump parece moverse en sorprendente
simetría que Jair Bolsonaro, y el estrambótico premier inglés
Boris Johnson, que menospreció la pandemia y terminó internado de
urgencia. Todo indica que la nueva derecha autoritaria se estrella
contra la necesidad de un Estado que ponga la economía al servicio
de la salud colectiva.
La
Vida en el planeta tierra ha sido desvalorizada en toda civilización
tiempo o lugar. El siglo XXI no escapa a las tensiones mortales que
signan la precariedad de la existencia humana en el planeta del mismo
modo que la potencia de su adaptación frente a cada peligro mortal …
El
asunto es que también desde siempre el humane se comporto como
depredador de otros humanes de todo bicho que camine pasible de
terminar en el asador o la desmemoria de que alguna vez tuvo vida en
esta tierra …
En los últimos cuarenta años vivimos una aceleración técnica inédita que permitió desarrollar un tráfico aéreo intensísimo, avances biotecnológicos e inteligencia artificial. A la par, la densidad de población y las desigualdades sociales crecieron como nunca. La pandemia de coronavirus es consecuencia de la combinación de estos vértigos, dice Flavia Costa: un “accidente normal” de esta era a la que llama Tecnoceno, que tiene entre sus hitos clave el accidente nuclear de Chernóbil, el atentado a las Torres Gemelas y el despliegue por el Y2K. La vida en el planeta está en juego y lo estará por cientos de generaciones. Una política global de control de riesgos mediante la cooperación se vuelve la única política vital, o biopolítica afirmativa, razonable.
Cuatro
años tardó en el siglo XIV la peste negra para llegar desde
Asia hasta Europa, donde entre 1346 y 1353 mató a unas 25
millones de personas, más del 30 por ciento de la población de
entonces –en Florencia, apenas sobrevivió la quinta parte de sus
habitantes–. En 2020, el virus Sars-CoV-2 llegó de un extremo
al otro de la Tierra en cuestión de días: hoy un tercio de la
población del mundo vive bajo medidas de aislamiento obligatorio, y
un 93 por ciento tiene algún tipo de limitación de movimiento
fronterizo, tratando de contener su avance. Un estado de excepción
sanitario que parece indicar que estamos al inicio de algo, en una
suerte de prólogo –como decía días atrás el escritor italiano
Alessandro Baricco–, o en un complejo experimento social que, como
sabemos, no necesita haber sido organizado de antemano para resultar
netamente funcional y operativo.
Si la pandemia del coronavirus logró
ser tan arrolladora fue por la combinación de dos aceleraciones: en
primer lugar la de la velocidad de contagio, que es mucho mayor en
esta nueva mutación que en otros virus de la misma familia –la
tasa de contagio estimada por la OMS es de entre 1,4 y 2,5 y otras
fuentes hablan de un rango de casi 3; es decir, entre dos y tres
veces más contagioso que el virus de la gripe A-H1N1–: en pocas
palabras, la aceleración del bios. Y en segundo lugar, la velocidad
para pasar de ciudad en ciudad, de país en país, de un hemisferio a
otro en pocas horas, en particular, gracias al tráfico aéreo
internacional: la aceleración técnica. En combinación, estos dos
vértigos arriesgan con saturar los sistemas sanitarios de cualquier
Estado y han logrado poner en suspenso por tiempo indefinido buena
parte de la vida cotidiana del planeta.
De ahí una medida que, vista de cerca,
es completamente infrecuente: la suspensión de un 70 por ciento de
los vuelos internacionales y buena parte de los nacionales. La
gravedad de la situación es tal que, a mediados de abril, la
Asociación de Transporte Aéreo Internacional (IATA) advirtió que,
de seguir las cosas como hoy, “más de la mitad de las compañías
aéreas del mundo desparecerán para junio”.
Sólo dos veces antes en la historia
reciente se habían interrumpido los vuelos a nivel internacional,
aunque nunca en esta magnitud ni durante tanto tiempo. Una, después
del ataque aéreo a las Torres Gemelas en Nueva York, el 11 de
septiembre de 2001. Entonces la aviación internacional vivió un
parate que duró semanas y que provocó en el sector una crisis sin
precedentes hasta entonces, de la que se recompuso recién dos años
más tarde.
La otra vez en la que se detuvieron
casi por completo los vuelos –si bien por poco más de 24 horas—fue
en la víspera y durante las primeras horas del cambio de milenio.
¿La causa? El hoy apenas recordado “error del milenio” o “Y2K
bug”, cuando se esperaba que, en el pasaje del año 1999 al año
2000, pudiera ocurrir un potencial colapso informático a nivel
mundial. La hipótesis del “error” se sostenía en que las
primeras computadoras, creadas a mediados del siglo pasado, apenas
tenían memoria y por ende los programadores, para ahorrar, habían
programado las fechas con dos dígitos y no con cuatro — 99 en
lugar de 1999–. El problema, se comenzó a anunciar a mediados de
la década de 1990, podría resultar en una catástrofe en cascada,
que comenzara con la falla de algunos sistemas primarios, como los
suministros de energía o de transportes, y que desencadenara
problemas graves en otros sistemas, como en el funcionamiento de
centrales atómicas, torres de control aéreo, redes del sistema
financiero u operadores de salud que dependieran directa o
indirectamente de máquinas. En diciembre de 1998 se formó un equipo
de cooperación internacional que coordinó acciones en 120 países,
con fondos del Banco Mundial, y que dio por cumplida su misión en
marzo de 2000. Se calcula que, en conjunto, entre operaciones
públicas y privadas, se gastaron más de 300 mil millones de dólares
del momento. No es fácil ponderar cuánto hubo de exageración y
cuánto de potencial desastre efectivamente contenido, pero el Y2K
fue quizás el primer ensayo, asumamos aun a riesgo de la ingenuidad
que de resolución exitosa, de prevenir un nuevo tipo de accidente
sistémico que no solo es “general” por su extensión geográfica,
sino por su incidencia multiescalar, ya que atraviesa los niveles
local, nacional y global, y transversal, porque afecta ámbitos
expertos muy diferentes entre sí.
Volviendo
al inicio, conocemos bastante sobre la aceleración técnica: sabemos
que es uno de los ejes fundamentales de la gran transformación que
viene atravesando el mundo en los últimos cuarenta años. Una
transformación tanto en el nivel de las infraestructuras materiales
(se han creado y tendido redes informáticas, cables submarinos
interoceánicos, aeropuertos gigantes, medianos y pequeños,
centrales nucleares, plantas petroquímicas, satélites, represas
hidroeléctricas, laboratorios de biotecnología y de ingeniería
genética) como en las energías que se liberan (algunas de altísima
intensidad, como la atómica), pasando por inéditas formas de
relación entre lo viviente y lo no vivo, entre lo humano y lo no
humano, e incluso entre los seres humanos –como en la selección o
“programación” de un niño por nacer cuya dotación genética
pueda salvar la vida de su hermano, o en el desarrollo de un sistema
financiero internacional manejado en un 80 por ciento por
inteligencia artificial.
Conocemos menos, en cambio, sobre su
efecto de conjunto. Una de las claves para entender lo que hoy está
pasando es que esta aceleración nos ha llevado a un salto de escala
en nuestra relación con el mundoambiente. Una nueva escala en la
cual los ajustes sistémicos se dirimen no solo, ni principalmente,
entre individuos y sociedades, como estábamos acostumbrados a
pensar, ni entre individuos y Estado, o aun siquiera entre los
Estados, sino que empezamos a participar cada vez con mayor asiduidad
en situaciones que nos ponen, a los individuos, a las sociedades y a
los Estados, ante problemas, incluidas potenciales catástrofes, de
la escala de la especie, que involucran a la Tierra en su totalidad.
Que pueden, como en el caso del accidente nuclear de Chernóbil, de
1986, poner en riesgo la vida de medio planeta, y cuyos efectos sobre
el ecosistema perdurarán por tanto o más tiempo que el que ya lleva
en la Tierra la humanidad. Se estima que la radioactividad emanada de
la explosión del reactor de Chernóbil se extinguirá recién dentro
de 300 mil años; y para darnos un idea, de hace 300 mil años datan
justamente las más antiguas huellas de homo sapiens, encontradas en
2017 en el territorio de Marruecos.
De esto hablamos cuando nos referimos a
nuestro tiempo como el del Tecnoceno: la época en la que, a través
de poner en marcha tecnologías de alta complejidad y de altísimo
riesgo, dejamos huellas en el mundo que exponen completamente no solo
a las poblaciones de hoy, sino a las generaciones futuras en los
próximos cientos de miles de años.
“ACCIDENTES NORMALES”
De allí que, si queremos ubicar el
acontecimiento de esta pandemia en una serie, sugiero incluirla en la
de los “accidentes normales” de la nueva escala abierta con el
Tecnoceno. “Accidente normal” o “accidente sistémico” es el
nombre que acuñó Charles Perrow, experto británico en la industria
de la seguridad, y uno de los muy pocos que investigó de manera
transversal diferentes tipos de industria, para describir una
particular clase de incidente que es al mismo tiempo previsible e
inevitable, y que es propio de las tecnologías de alto riesgo. En
estas se combinan factores tecnológicos y organizacionales
complejos, con “acoplamientos fuertes” –es decir, donde los
procesos ocurren a gran velocidad y no pueden ser detenidos
rápidamente—, como “las centrales nucleares, la producción de
ADN recombinante o los cargueros que transportan sustancias de
elevada toxicidad”.
Son accidentes inherentes al hecho
mismo de que un sistema hipercomplejo esté funcionando. Es parte de
su vida “normal”: no es producto de una guerra, de una
negligencia operacional o de un sabotaje, sino que es inseparable de
la productividad del sistema, de su desarrollo, de su
incremento y de lo siempre contingente que se abre cuando se dispara
una acción tecnológica hipercompleja hacia el futuro. La
clave de todo esto, sin embargo, es que estos “accidentes
normales”, si bien son inevitables, son previsibles, y es posible
reducir considerablemente los riesgos si se toma en serio el hecho de
estar habitando el mundo que efectivamente tenemos hoy ante, o con,
nosotros.
Perrow, de hecho, inventó el término
en 1979, después del incidente nuclear de Three Mile Island, en
Pennsylvania, EEUU: el más importante de su tipo antes de Chernóbil
y todavía hoy el tercero en envergadura después de este último y
del de Fukushima, Japón, ocurrido en 2011. El 28 de marzo de 1979,
uno de los dos reactores de la planta atómica estadounidense sufrió
una fusión parcial del núcleo, por lo que la reacción nuclear
dejó de estar controlada, la temperatura se incrementó
exponencialmente y provocó el colapso de la estructura, expulsando
cantidad de materiales radiactivos al medio ambiente.
Three Mile Island y Chernóbil fueron
dos de los primeros, y más visibles, “accidentes normales” de
escala planetaria. Ellos desencadenaron fugas de radioactividad que
van a detenerse cuando muy posiblemente muchas especies ya no habiten
la Tierra. Y si bien quizás cuesta verlo a primera vista, hay algo
de “accidente normal” en esta pandemia, en el sentido de un
problema al mismo tiempo previsible e inevitable debido a la
dimensión de los sistemas en juego, tanto los tecnológicos como los
“bio”.
EL “BIOS” COMO TECNOLOGÍA COMPLEJA
Veamos un poco de cerca la cuestión
del bios. En su estudio El futuro de la vida, de 2003, el entomólogo
Edward Wilson escribió que “el patrón de crecimiento de la
población humana en el siglo XX se pareció más al de las bacterias
que al de los primates”. Lo explicaba así: “Cuando el Homo
sapiens pasó la barrera de los seis mil millones [en 1999], ya
habíamos superado en cien veces la biomasa de cualquier especie de
animal grande que haya existido en la Tierra”. Y concluía: “Ni
nosotros ni el resto de los seres vivientes podemos permitirnos otro
siglo así”.
En aquel libro Wilson se refería a
animales salvajes, que nunca son muy numerosos. Pero incluso
comparados con los animales domesticados, los humanos somos
muchísimos: cinco veces más numerosos que los distintos tipos de
ganado que criamos, engordamos e industrializamos para nuestro
consumo. Los humanos llegamos a ser 6 mil millones en 1999 –en una
de esas ceremonias entre rituales y paródicas que promueven las
instituciones, el Fondo de Población de las Naciones Unidas fijó
como fecha “oficial” el 12 de octubre de ese año, después del
nacimiento del niño bosnio Adnan Nevic–. Se considera que se
alcanzaron los 7 mil millones doce años después, en 2011. Hoy somos
7.600 millones, y se prevé que alcanzaremos los 10 mil millones
cerca de 2050. Una velocidad fenomenal, si se recuerda que la
humanidad había alcanzado los primeros mil millones a comienzos del
siglo XIX y que esa cifra se triplicó recién para 1960. Haberse
multiplicado por 2,5 en 60 años no deja de parecer el resultado de
una industria muy aceitada, o en palabras de Perrow, de un sistema
sociotécnico hipercomplejo que funciona a pleno.
El accidente a partir de este tipo de
crecimiento había sido previsto hace ya varios años, incluso con
una fidelidad pasmosa respecto de lo que habría de suceder poco más
tarde, esto es, ahora mismo. En su libro Spillover. Animal infections
and the next human pandemic [El desborde. Infecciones animales y la
próxima pandemia humana], de 2013, el periodista e investigador
David Quammen afirma que nuestra especie está en estado de
“excedente” o “derrame”; que hemos sufrido un “vasto y
repentino aumento de la población”, y que tarde o temprano ese
tipo de aumento siempre se detiene: en forma gradual o por accidente.
Y ahí mismo en el subtítulo hace su apuesta: a la vuelta de la
esquina está la posibilidad de otra gran pandemia, que será
causada, muy probablemente dice Quammen, por un virus. ¿Qué tipo de
virus? Uno nuevo para los humanos, “probablemente una variante de
coronavirus”, especifica. Estos, como el HIV, tienen genes escritos
en ARN, no en ADN, por lo que pueden mutar con rapidez y son
difíciles de tratar. ¿De dónde saldrá ese virus? De otro animal.
De allí que la zoonosis, sintetiza, será una palabra “de uso
intensivo en el siglo XXI”.
Las zoonosis están asociadas al hecho
de que poblaciones humanas traban relación cercana con animales
silvestres que no habían sido hasta el momento parte de la
convivencia cotidiana, ya como animales de compañía, ya como parte
de la dieta. Si bien en el planeta hay millones de virus que
residen en animales que jamás detectamos cuando sus ecosistemas
están intactos, a medida que invadimos y destruimos ambientes
vírgenes, esa “perturbación ecológica hace que surjan
enfermedades”, dice Quammen. Pero no se trata solo de que rompemos
el equilibrio ecológico. Junto con eso, ofrecemos nuestro propio
cuerpo como hábitat alternativo para los virus, que se ven muy
beneficiados con este salto: adaptándose a nuestras células, se
apoderan del huésped animal más abundante y movedizo del
planeta. Un anfitrión que, por añadidura, es un carnívoro
hambriento, y muchas veces no percibe otra alternativa mejor para
alimentarse que incorporar nuevos animales a su dieta.
Porque en efecto no se trata solamente
del volumen de la especie. Hay un agravante más delicado desde el
punto de vista de las políticas de lo viviente, que es la dramática
desigualdad en la distribución de los recursos, una desigualdad que
no ha dejado de pronunciarse precisamente en las mismas décadas en
que se acentuó el crecimiento de la población.
El año pasado, antes de la apertura de
Foro Económico Mundial de Davos, en Suiza, se conoció el informe
anual de la organización no gubernamental Oxfam sobre
desigualdad, según el cual 2.153 personas tienen hoy más dinero que
los 4.600 millones de personas más pobres del planeta, el 60 por
ciento de la población mundial. También la ONU alertó sobre este
tema: en 2018 un equipo de nueve relatores emitió un comunicado
informando que el 82 por ciento de toda la riqueza creada en 2017 fue
al 1 por ciento de la población más privilegiada, mientras que el
50 por ciento en los estratos sociales más bajos no vio ningún
aumento en absoluto. Entre los rasgos sobresalientes de esta
desigualdad, aquella ONG menciona el desfinanciamiento de los
servicios públicos, principalmente el de salud.
Este
punto es clave: no se trata entonces tanto de que “somos muchos”
–es cierto que lo somos, y que eso entraña poderosos desafíos
globales, sobre todo porque se ha acentuado en paralelo el proceso de
urbanización, y no siempre en las condiciones adecuadas–. Pero el
problema es que la riqueza existente, e incluso la que se genera año
a año, está demasiado mal repartida y esto ocurre no de forma
fortuita, sino deliberada. Esa es una de las razones principales por
la cual no nos está resultando posible construir contenciones
viables, de escala de conjunto, para los riesgos relativos a la vida
que esta época supone.
No hace falta enumerar todas las
previsiones que estuvieron a mano en los últimos años –la
investigación de Quammen, el film “Contagio”, de Steven
Soderbergh, los libros “La próxima plaga” de Laurie Garret y
“Pandemias”, de Peter Doherty, entre muchos otros, ya nos
fueron recordados puntillosamente en el último mes–. Sí, en
cambio, vale tener en cuenta que todas estas previsiones deben ser
tomadas en serio como base para una política de disminución de los
riesgos. Ya después de la epidemia del SARS 1, en 2003, se había
vuelto claro que las nuevas zoonosis estaban disparadas y que había
que prepararse para ellas. Que era necesario investigarlas
científicamente, y equipar a los sistemas de salud con más y
mejores estrategias e insumos. Que el cuidado de la salud pública o
colectiva no puede limitarse a brindar informaciones sobre cómo
cuidarse, sino que debe ir acompañado de acciones más concretas –en
otro trabajo llamé “biopolítica informacional” a esta
particular forma de relación entre las agencias de gobierno y los
ciudadanos, propia de la gubernamentalidad neoliberal, en la
que se promueve que las personas estén informadas acerca de que
deben cuidarse, y acaso cómo, mientras se desatienden y desfinancian
las infraestructuras materiales, los equipamientos, la investigación
científica y la formación de los trabajadores y profesionales de la
salud para tratar con nuevas, y no tan nuevas, enfermedades–. Que
estos casos deben afrontarse con rapidez e información, no mediante
la política del secreto, como hicieron las autoridades chinas con el
hoy fallecido oftalmólogo Li Wenliang, del hospital central de
Wuhan, quien en enero fue intimidado y desmentido públicamente por
alertar a sus colegas sobre la posibilidad de una nueva neumonía
infecciosa parecida al SARS 1.
Porque aun si fueran ciertas algunas de
las hipótesis que han circulado estas semanas sobre que este nuevo
coronavirus no es el producto de una zoonosis, sino un invento de
laboratorio que azarosa o deliberadamente saltó hacia el mundo
exterior, el diagnóstico no cambiaría: la combinación entre el
volumen de la especie, los desarrollos
científico-técnico-industriales que hemos puesto en marcha y la
poderosísima desigualdad que organiza nuestros intercambios ponen al
planeta entero en situación de inmensa vulnerabilidad, por lo que
una política global de control de riesgos mediante la cooperación,
que deje de lado cualquier versión de “supervivencia del más
apto”, se vuelve la única política vital, o biopolítica
afirmativa, razonable.
Carlos
Zeta sostiene que frente al posicionamiento anti humanista de la
derecha panfletaria es preciso poner en valor la palabra política,
esa palabra que Alberto Fernández rescató en su discurso del 1º de
marzo. Una palabra que sea capaz de construir una lengua que esté
entre nosotros para no enredarnos los pies con esa envolvente astucia
del capital.
Frente
al ya abundantemente comentado Manifiesto que dio a conocer la
Fundación Internacional para la Libertad, quizá sea preciso
rescatar no solo la importancia de la conversación, sino más
precisamente una conversación en curso que es, ni más ni menos, la
que está salvando miles de vidas.
En
primer lugar, es preciso poner en entredicho el carácter de
manifiesto
que, de manera excesiva, se le atribuye al panfleto de estos malos
muchachos
(y algunas muchachas… apenas poco más del quince por ciento de
quienes firman). Hay textos fundamentales de la historia que han
merecido, por su contenido, por sus alcances y por sus propósitos,
ese título, en tanto expresaban el núcleo fundamental de grupos y/o
movimientos políticos, religiosos, filosóficos, artísticos o
literarios que, a través de —precisamente— el Manifiesto,
se dirigían a la opinión pública para exponer y defender un
programa de acción considerado revolucionario, emancipatorio,
humanista, novedoso con respecto a lo establecido.
Si
lo han leído, sabrán que no hace falta agregar una sola línea para
que quede claro que no sería el caso. Sin embargo, menos que a ese
aspecto quiero referirme a quienes condenan esta auténtica zarandaja
en olor de querer expresar un progresismo bienpensante. En efecto, es
seguro que movido por buenas intenciones, no pueden evitar filtrar,
entre los párrafos de la condena, uno no menos extenso ni menos
conceptuoso, en el que se preocupan por deslizar una creciente
desconfianza respecto de la naturalización
que podría imponerse, pos pandemia, de ciertos patrones de control
social,
para terminar aceptando —por ahora y a regañadientes—, eso que
Diego Fischerman gusta mentar en estos términos: “Los malos sin
contradicciones nos llevan casi inexorablemente a volvernos
partidarios de los buenos con contradicciones”.
Es
cierto que pocos temas son tan arduos como el de la libertad. Tratado
por la filosofía desde sus comienzos, será siempre una cuestión “a
ser resuelta” para que, en definitiva, no se resuelva nunca, puesto
que es imposible escindirlo de su condición nuclear: es una relación
entre seres humanos. Lo que nos lleva a reflexionar, acerca de la
naturaleza misma de las relaciones entre seres humanos en el sistema
capitalista. Con particular énfasis en la fase iniciada hace
cuarenta años, que se extingue frente a nuestros ojos sin que jamás
hayamos acertado a ponerle nombre. Pero eso no será aquí ni será
ahora, puesto que las posibilidades de esa reflexión —a la que
considero cada día más urgente— son (casi) infinitas. Convendrá,
en todo caso, no minusvalorar la genial reformulación que hace el
barbado filósofo de Tréveris parafraseando a Hegel, para advertir
que la
libertad es una astucia del capital.
En
fin, que no quiero dispersarme, porque creo que hay un núcleo
fundamental que unos y otros pierden de vista. La derecha panfletaria
y anti humanista, porque lo desprecia. Otros porque apenas logran (y
eso no siempre) verlos como multitud,
sin poder registrar ni comprender sus razones más profundas. Sin
embargo, hay un pueblo crecido que es el protagonista central de este
aislamiento, al que se ha visto obligado por un virus letal, metáfora
brutal de la decadencia de un periodo criminal de la historia del
mundo. Y ese pueblo crecido, que silenciosamente se cuida y cuida a
las demás, a los demás, lo hace recogiendo legados y tradiciones
profundas, acuñadas en la gesta común de un país que se construía
—y se proyectaba— como una casa común.
En
el cierre del Congreso de Filosofía, realizado en la Universidad
Nacional de Cuyo el 9 de abril de 1949, Juan Domingo Perón adelantó
las coordenadas esenciales de un texto fundamental: La
comunidad organizada.
Allí el entonces presidente de la nación, entre otras muchas
cuestiones fundamentales, abordó las relacionadas con el
materialismo, la crisis de la civilización, la igualdad, los límites
de la ciencia moderna como ordenadora social, una cultura de las
obligaciones humanas, la educación como medio de perpetuación
del orden justo, en fin, pilares doctrinarios del peronismo. Me
detengo un momento en un pasaje que considero insoslayable para lo
que aquí he venido a decir:
«Nuestra
comunidad solo puede realizarse en la medida en que se realice cada
uno de los ciudadanos que la integran. Pero “integrar” significa,
para nosotros, “integrarse”; y la condición elemental de la
integración del ciudadano en la comunidad es que la sienta como
propia, que viva en la convicción libre de que no hay diferencia
entre sus principios individuales y los que alienta su patria».
Es
en la tradición de esa comprensión radicalmente antiliberal de la
libertad que se ha forjado un saber popular que teje, sin descanso,
una y otra vez, la trama de una comunidad que se organiza en la sabia
comprensión de que es esa organización el núcleo fundamental de la
supervivencia. Es, también, esa comprensión común y profunda, la
que no comete el error de separar (como pretenden los lobos voraces
del poder concentrado) economía y salud. Porque comprende que, si lo
hiciera, contribuiría a “lavarle la cara” a esta fase criminal,
a su responsabilidad excluyente respecto de la situación en que
debemos afrontar esta pandemia. En esta fase de deshistorización, de
“abolición del sujeto”, de entronización del individuo
empresario de sí mismo, del hombre
libre
de toda atadura (que debe abrirse paso como sea para garantizar su
supervivencia… “empresa” que, de fracasar, lo tendrá como
único responsable), aceptar la separación entre economía y salud,
habilitar la pregunta sobre “la economía” escindida de las
decisiones sobre el modo de atenuar las consecuencias de la pandemia,
contribuye con el coro siniestro del establishment,
y enflaquece la indispensable convicción de la sociedad para seguir
garantizando el aislamiento y, así, el mayor número posible de
sobrevivientes.
«El capital debe
estar al servicio de la economía nacional y tener como principal
objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación no
pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino»
(artículo 39, Constitución de 1949). No hay otra economía que la
de las vidas en peligro; ¿qué otra contabilidad sería posible
cuando todo esto haya pasado?; ¿cómo podríamos afrontar la
durísima tarea de reconstrucción sobre la base de decenas de miles
de muertes y una sociedad moralmente quebrada?
Deberíamos,
mejor, radicalizar, en afirmación de nuestras propias convicciones,
que no hay otra economía posible que una de raíz humanista. El
totalitarismo
neoliberal
se propuso una auténtica mutación estructural, y para ello quiso
arrasar cualquier rastro de historicidad y/o politicidad, cualquier
atisbo que recuerde los legados simbólicos, las tradiciones
emancipatorias, las huellas preciosas que la praxis nacional-popular
forjó para prefigurar nuestros mejores sueños de justicia y de
igualdad. Solo así podían conjugar los verbos de la destrucción y
del saqueo.
La
tensión ética y humanista de un proyecto requiere incorporar en su
núcleo a las grandes mayorías populares para transformar la
política en historia. Perón sostenía que «el concepto moderno de
una nación democrática en marcha impone, en primer término, la
distribución equitativa de la riqueza que su suelo produce. Para
ello debemos ir pensando en la necesidad de organizar nuestra riqueza
[puesto que ha] ido a parar a manos de cuatro monopolios, mientras
los argentinos no han podido disfrutar siquiera de un mínimo de esa
riqueza. Eso implicó enfrentar el condicionamiento socio-económico,
que es lo que impide la vigencia de los más elementales derechos
humanos básicos: el trabajo, la salud, la vivienda y la educación».
Es decir, suplir la antigua fórmula de libertad, igualdad y
fraternidad por la de la libertad, la justicia y la solidaridad,
prefigurando el concepto de democracia
social.
Contribuir,
en suma, a poner en valor la palabra política. Esa palabra que
Alberto Fernández rescató en su discurso del 1º de marzo. Una
palabra que sea capaz de construir una lengua que no sea ni la tuya
ni la mía sino que esté entre
nosotros.
Una lengua que se constituye en un territorio indispensable, que
deseamos habitar, y que es la conversación misma, como argamasa de
toda construcción comunitaria. Entre el presidente y el pueblo está
ocurriendo una conversación realmente interesante. Escuchémosla.
O
volveremos a enredarnos los pies con esa envolvente astucia
del capital,
que, si no se comprende desde una perspectiva social, común,
nos será siempre ajena.
Daniel
Roberto Távora Mac Cormack
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