Ser de algún lugar o de ninguno ...

 

Durante muchisimo tiempo los humanos que habitaron el planeta conformando muy variadas y diferentes comunidades, sostuvieron como un valor asociado a la vida misma, toda cuestión que le confería “identidad” como parte de una comunidad, de un grupo, familia, clan o tribu. Tanto así que el principal castigo que se le podía proferir a alguien era el exilio, la expulsión, La decisión de quitarle al individuo su pertenencia a una famlia, a un grupo de “otros” que le daba sentido a su “ser” individual.

Vivimos tiempos extraños y conflictivos. Como nunca en la historia de nuestra especie bipeda, la cuestión colectiva aparece signada en sentidos inversos. Cualquier definición de identidad común sugiere una alienación del “yo” posible, único, narcisista, egocentrico, suicida…

Los medios de comunicación masiva han contribuido a crear la ilusión de una pertenencia planetaria. Somos ciudadanos del mundo. Sin embargo, eso que era el peor castigo en otros tiempos hoy parecería ser la condición necesaria para marcar la diferencia posible entre “yo” y cualquier “otro”, aunque eso signifique una individualidad sujeta a un vacío que produce individuos deprimidos, confundidos, insoportablemente solos consigo mismo.

Sin embargo, en algunos muchos lugares menos “universalizados” que el de las grandes urbes que alimentan este exilio existencial de humanidades que pierden su historia en aras de una ilusión de autopreservación en junglas de cemento dónde la identidad empieza y termina en una visión deformada de “autoimagen”, ese “yo mismo” tan enfatizado por las teórias libertarias y neoliberales, no alcanza a deformar aquello que constituye al sujeto ligado a su entorno. A la construcción psiquica de un estado de individuación donde los espacios, la percepción del tiempo en esos espacios y las relaciones vinculares entre las personas y con esos espacios habitados por “otros” (Especies diferentes, entornos geogŕaficos, identidades climáticas, culturales, idiomáticas, reliogiosas, éticas), restituyen el sentido colectivo a la existencia individual.

Casi como rémora de lo que está dejando de ser, las ficciones nos devuelven esos sentidos que se están perdiendo ...

Hay muchas razones por las que la estructura ‘Un extraño llega al pueblo” sigue funcionando al punto de no envejecer, al punto de que ni siquiera nos molesta verla una y un millón de veces, sobre todo en televisión. Mad Men empieza así: entramos al mundo glamoroso de las agencias de publicidad de los ‘60 a través de los ojos de Bambi de Peggy, una chica de pueblo que llega a la oficina de Don Draper para trabajar como secretaria. Por un lado, Peggy funciona como una representación del espectador, que probablemente sea menos elegante que Don Draper y sus colegas publicistas: su mirada sirve narrativamente para dar información al espectador, pero también genera una especie de identificación emotiva y estética. En Mad Men, a Peggy le sorprenden las cosas que a nosotros nos sorprenden, le gustan las cosas que a nosotros nos gustan, o al menos esa es la propuesta narrativa de la serie, en especial al principio. También funciona al revés, nos angustian las cosas que angustian a Peggy, y su perspectiva funciona como un filtro que cambia el color de las escenas que vemos. El acoso que las secretarias sufren a diario por parte de los jefes se vería muy distinto si no estuviera mediado por la presencia de Peggy, que en general no opina ni interviene, pero siempre está ahí parada, plenamente presente, dejándose atravesar por los acontecimientos para que a nosotros nos atraviesen también desde un ángulo específico. Por otro lado, la llegada de Peggy funciona como excusa para empezar la historia: en el día a día de la agencia, en la continuidad indivisible de la vida, su llegada dibuja un punto que no se siente arbitrario. 

Con este mismo recurso antiquísimo arranca Okupas, la serie que el autor y director Bruno Stagnaro dirigió y coescribió junto a Esther Feldman y Alberto Muñoz en el año 2000, que con los años se convertiría en un clásico de culto y que hoy vuelve a verse masivamente en Netflix. La vida del barrio de Congreso en lo más ardiente del año 2000 nos será contada a través de los ojos de Ricardo Riganti, un ni-ni avant la lettre de clase media alta (interpretado con un carisma extraterrestre por Rodrigo de la Serna) que acaba de dejar la Universidad porque sí y se instala en una casona de su familia para evitar que la ocupen mientras organizan los papeles de la sucesión. Así y todo, ya desde el principio se hace claro que la serie planea desestabilizar su propia premisa: en la primera escena del primer capítulo, Ricardo no aparece. En una secuencia realmente larga vemos toda la dinámica del desalojo, el caos y la violencia, los niños y los cuchillos, la policía y los abogados de traje; el conflicto entre quienes se aferran a lo único que tienen con lo único que tienen y los encargados de reproducir el orden social a como dé lugar. Ricardo no está ahí: el protagonista es el barrio y sus habitantes. Ricardo vendrá después.

En esta pequeña gran decisión, me parece, se cifra la politicidad de Okupas, que más que una cuestión de mensaje será un principio constructivo: un latido subterráneo. No es difícil imaginar una crítica de la versión más cuadrada del progresismo gringo: si en Mad Men se elegía el punto de la vista de una mujer de clase trabajadora para mostrar el mundo de los varones blancos ricos, aquí es precisamente un varón blanco rico el elegido como protagonista en una historia sobre el hampa. La respuesta correcta, creo, no es “era otra época”, sino que Okupas no se trataba solamente la vida en los márgenes de la Argentina urbanizada; se trataba también, y quizás sobre todo, de las representaciones que una clase media cada vez más empobrecida se hacía de esa vida. A diferencia de Peggy, Ricardo no es el centro moral de Okupas; ese lugar lo ocupará su amigo el Pollo, el que tiene la calle y la templanza, testimonio de una Argentina ya casi desaparecida en la que un estudiante de medicina de familia propietaria podía tener un amigo de la infancia pobre y morocho. Ricardo, en cambio, es un personaje querible pero también un tarado: un chico al que esa confianza en que todo va a salir bien -la que nos enseña el privilegio- lo lleva, en ocasiones, a poner en riesgo a su propios amigos. Okupas sabe que a la precariedad no se puede ir de shopping, como canta Jarvis Cocker en “Common People”: Ricardo no conocerá nunca la experiencia del Pollo, el Chiqui y Walter, aunque los quiera muchísimo e incluso aunque viva con ellos. No puede saber lo que es sentirse sin red; sin embargo, estará bastante cerca, y esa es también una historia sobre la fragilidad del privilegio en América Latina.

Si tengo que pensar en qué diferencia hace ver Okupas hoy o hace veinte años, me interesa mucho más lo contracultural de su ritmo que los códigos morales. Ricardo, el Pollo, Walter y el Chiqui se la pasan perdiendo el tiempo: tienen conversaciones que no van a ninguna parte y aventuras que no se retoman, pasan mucho tiempo tirados haciendo nada y sin siquiera hablar de nada importante. El personaje de Clara, la prima prolija de Ricardo, da a entender que ya en esa época perder el tiempo era una forma sutil e incisiva de la rebeldía: la historia se trata en parte, por supuesto, de cuatro jóvenes que no van a ningún lado porque no tienen adónde ir, pero también de una negativa a participar de ciertas formas de vida, y aun un rechazo a desearlas, sobre todo en el caso de Ricardo que las tendría muy a la mano. Las tendencias hacia la hiperproductividad como ideal humano que se vislumbraban hace veinte años no han hecho más que profundizarse, e incluso creo que hasta se han adueñado de la ficción: los tiempos estirados en los que actúan especialmente Walter y el Chiqui, el modo en que hacen que los minutos de aire sean de goma, como si no hubiera ningún apuro porque pasara algo porque en realidad sí está pasando algo, sí se está llenando la pantalla de cuerpo y de verdad, me dieron una sensación que hacía mucho no sentía mirando contenidos originales de plataformas. Ya en esa época, supongo, debía ser curioso de ver: el ritmo de esos muchachos recién caídos del sistema no tiene nada que ver con el ritmo de la televisión, y por eso produce magia.

No puedo escribir lo que me gustaría escribir ahora sin arruinar el final, y en este caso me parece importante preservarlo; pero no puedo dejar de decir que, justamente, la historia del extraño que llega al pueblo funciona en Okupas porque se disuelve. En algún sentido creo que es algo que pide la propia estructura: para seguir escondiéndose, para no volverse fría, para no volverse una opinión, se tiene que hacer líquida, tienen que hacerse borrosos los límites entre el pueblo y el extraño. El espectador tiene que sentir, como lo sentimos en Okupas, como lo siente Ricardo, que el piso se vuelve un remolino en sus pies.

(El Diario Ar)

Más rápido, más alto, más fuerte

En 1964, Tokio no era la ciudad que nos mostró a quienes vivimos en Occidente Lost in Traslation, la segunda película de Sofía Coppola, donde Bill Murray y Scarlett Johanson tienen un fugaz amorío mientras recorren la ciudad más poblada del mundo. 

Hace casi seis décadas, Tokio transitaba una bisagra. De alguna manera el lema de los Juego Olímpicos -citius, altius, fortius- se confundía con las transformaciones que atravesaría una ciudad cuya juventud no había vivido la Segunda Guerra Mundial. El lugar ya había sido elegido para albergar los JJOO de 1940, que se cancelaron justamente por el conflicto bélico.

 

La primera parte de ese lema -más rápido- se había materializado días antes de la inauguración del evento: el primer tren bala de la historia empezó a funcionar el 1 de octubre, acortando más de la mitad el tiempo de viaje entre Tokio y Osaka, que pasó de casi 7 horas a poco más de 3. Su construcción había empezado en 1959, el mismo año que Tokio fue elegida como sede, con un préstamo del Banco Mundial de 80 millones de dólares.

Shunya Yoshimi es un sociólogo de la Universidad de Tokio que escribió Los Juegos Olímpicos y la posguerra y le hicieron una entrevista (en inglés) que la podés leer acá. El título que eligió no es azaroso. Para él, la elección de la capital japonesa para albergar el evento deportivo más importante a nivel mundial estaba inscripta, guerra fría mediante, en la recuperación por parte del capitalismo de uno de los territorios más golpeados por la SGM.

Cuando Japón ganó su candidatura para los juegos en 1959, el auge del país acababa de comenzar y Tokio todavía estaba atrapada entre la devastación y la recuperación”, describe Yoshimi. Esa devastación era palpable en lo cotidiano, explica el urbanista: tomar agua de la canilla era riesgoso porque los ríos estaban contaminados a causa de un sistema de alcantarillado deficiente, el aire estaba muy contaminado y la red de autopistas estaba colapsada por una cultura automovilística inversamente proporcional a la inversión en transporte público.

El baby boom tuvo especial relevancia en la capital nipona: su población pasó de 3,5 millones a 10 millones de personas entre 1945 y 1963. En ese contexto, la oferta de vivienda no logró alcanzar a la demanda y eso se reflejó en la informalidad con la que se expandió la mancha urbana de Tokio, donde las casillas precarias eran parte del paisaje urbano habitual sobre todo en las afueras de la ciudad.

Dos hitos marcaron a Japón una vez terminada la guerra: la caída del imperio y la instalación de bases norteamericanas, que ocuparon el territorio hasta entrada la década del 50. La reconversión de las instalaciones imperiales y militares, concentradas en el oeste de Tokio, impulsó la renovación urbana de estas áreas, pero al mismo tiempo amplió las disparidades con el centro tradicional de la ciudad, ubicado en el este.

La trayectoria del Parque Yoyogi es paradigmática en ese sentido. Pasó de ser un territorio de uso militar para luego albergar a los oficiales norteamericanos durante la ocupación de la posguerra y en los Juegos de 1964 se convirtió en la principal villa olímpica y allí se construyó el Gimnasio Nacional, con capacidad para más de 10.000 personas. A su alrededor se instalaron hoteles de lujo para albergar a las comitivas.

En 1967 prácticamente todo el predio pasó a ser de uso común y hoy Yoyogi, con 51 hectáreas, es uno de los parques urbanos más grandes de Japón. La etapa imperial también está presente en ese territorio: a metros del parque se puede visitar el Santuario Meji, dedicado al emperador homónimo, que fue destruido por los bombardeos estadounidenses durante la SGM y se reconstruyó en 1958.

Hoy la palabra que se usaría para todo esto es “resiliencia”. Pero creo que el concepto le queda chico a ese resurgir literal de las cenizas que quería mostrar Tokio en 1964. No es casual, como cuenta Matías Baldo, que el encargado de encender la llama olímpica aquel 10 de octubre haya sido un chico de 19 años que había nacido en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, el día que Estados Unidos lanzó la bomba atómica sobre esa ciudad matando a casi 150.000 civiles cuando la guerra ya estaba prácticamente terminada.

Promesas de austeridad .

Las ambiciones de Tokio 2020 en términos de transformación urbana fueron mucho menores. Desde su postulación destacaba que el objetivo era demostrar que no hacían falta muchas disrupciones para organizar el evento y que todo iba a suceder a 8 kilómetros a la redonda de la villa olímpica. De alguna manera buscaban introducir la noción de “ciudad compacta” a los Juegos.

Sin embargo, la villa olímpica de Harumi no refleja del todo ese espíritu austero, ya que está construida en una isla artificial sobre la bahía de Tokio y se parece bastante a las urbanizaciones de lujo que hay en otras islas de la zona. Durante la pandemia, la ciudad permaneció deshabitada a pesar de los reclamos para que sirviera de refugio para personas en situación de calle. Pero gran parte de los departamentos ya estaban vendidos a desarrolladores y muchos compradores hicieron juicio porque les habían prometido que se mudarían en septiembre de 2020, algo que obviamente no pudo suceder.

Harumi Futo está compuesta por 21 torres de alrededor de 16 pisos cada una y las viviendas que inyectará en el mercado equivalen a alrededor del 30% de la oferta anual de toda la ciudad en esa materia. Son muy pocas las opciones de transporte público en la zona, lo que impide que familias sin auto habiten dichos departamentos. Harumi de alguna manera va a contramano de la salida del paradigma auto-céntrico que supo impulsar la ciudad.

Por lo general, las dos preocupaciones para una ciudad olímpica en términos urbanos son el despilfarro de recursos públicos en obras que después no tienen una utilidad clara para la población -comúnmente llamados elefantes blancos- y la gentrificación generada por la regeneración de ciertas áreas donde el criterio que prima es la rentabilidad del sector inmobiliario.

Tokio 2020 no es la excepción de esas preocupaciones. Por ejemplo, el Parque Miyashita, donde solían dormir muchas familias sin techo, se convirtió en un centro comercial con espacios verdes en sus terrazas. “Necesitamos cambiar nuestra idea de la ciudad de 'más rápida, más alta, más fuerte' a 'más agradable, más resiliente y más sostenible' y los JJOO no son necesarios para ese propósito”, concluye Yoshimi. No todo es negativo, claro. Algo que va a dejar Tokio 2020 es una ciudad mucho más accesible para personas con discapacidad. Claro, al término de los JJOO empiezan los Juegos Paralímpicos y Tokio debe estar en condiciones de no dejar a nadie afuera.

La casa de Houseman

Los grandes eventos deportivos también fueron usados, sobre todo en países con economías más frágiles, para legitimar el ataque y expulsión de ciertos grupos de un territorio determinado. En nuestro país, la previa del Mundial de 1978 se usó como excusa para llevar adelante el plan de erradicación de villas de la última dictadura. Días antes del partido inaugural en la cancha de River, la topadora del Birgadier Cacciatore empezó a barrer la villa del Bajo Belgrano (a metros del Monumental), donde vivía la familia de René Houseman, uno de los convocados por César Luis Menotti a jugar el mundial. Su madre y sus hermanos tuvieron que abandonar la casa en la que habían vivido por casi veinte años.

La historia de la familia Houseman podría ser la de una familia de alguna favela de Río de Janeiro, en la previa del Mundial 2014 o los JJOO de 2016. Guadalupe Granero Realini vivió en la cidade maravilhosa e investigó sobre el impacto urbano de dichos eventos. Para la arquitecta y urbanista, “la llegada de los megaeventos ha potenciado la desigualdad estructural de la ciudad, dejando vía libre a la acción del capital inmobiliario en la definición de transformaciones urbanísticas estratégicas”.

Guadalupe me da algunos ejemplos: el trazado de un BRT (Bus Rapid Transit, algo parecido al metrobús) afectó viviendas de bajos recursos que fueron desalojadas, la construcción de equipamiento turístico y vivienda de lujo encarecieron el precio del suelo, resultando en lógicas expulsivas y las favelas fueron intervenidas militarmente para hacerlas más “visitables” por la avalancha de turistas. También hubo quejas de ambientalistas cuando se decidió hacer un campo de golf olímpico sobre una reserva natural que hoy está abandonado.

¿Hubo juegos olímpicos más amigables con el territorio? De alguna manera Barcelona 92 fue uno de los casos de relativo éxito, aunque la gentrificación de muchos barrios fabriles es una realidad que perdura hasta hoy. “La ciudad utilizó el evento para catalizar una importante renovación urbana. El plan maestro implicó la reutilización adaptativa del tejido histórico, el desarrollo de la playa que la ciudad ahora puede capitalizar y la creación de las carreteras de circunvalación que redujeron significativamente el tráfico en el centro de la ciudad”, describe en este artículo Andreea Cutieru.

Para la arquitecta la clave está en la flexibilidad de las infraestructuras y la adaptabilidad de todo el Plan Maestro a las necesidades de la comunidad una vez terminados los Juegos. Así como Atenas y Pekín son ejemplos más cercanos a lo que fue Río, Londres en 2012 logró resolver el problema de los elefantes blancos estableciendo como temporales los espacios que ya se sabía que no tendrían un uso posterior.

Qué hacer con las villas olímpicas una vez terminados los JJOO es una decisión urbanística clave para las ciudades. Después de los Juegos de la Juventud de Buenos Aires en 2018, el barrio olímpico fue vendido con créditos flexibles a familias que buscaban acceder a su primera casa. Las dificultades y tensiones alrededor de esas viviendas no fueron ni son pocas pero no deja de ser una idea más inclusiva que lo que sucederá con la villa olímpica de Tokio.

No es una idea nueva, claro. En 1952, Helsinki fue la primera ciudad que propuso que su Villa Olímpica sea reutilizada. Fue diseñada bajo los preceptos de la Ciudad Jardín y hoy todavía está habitada. Cuatro años después, Melbourne destinó su ciudad olímpica a vivienda pública. En 1996, Atlanta construyó el barrio para albergar deportistas de todo el mundo en el Instituto de Tecnología de Georgia, una universidad pública, y hoy es habitado por estudiantes. Las viviendas para atletas en Atenas 2004 hoy son uno de los complejos de vivienda públicas más grandes de Grecia. Y así podría seguir.

TRAMA URBANA Fernando Bercovich

Costanera Sur

El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires no consiguió los dos tercios de votos que necesitaba para tratar el proyecto que permite la privatización de terrenos en la Costanera. El proyecto que impulsa el oficialismo local permitiría la construcción del complejo Costa Urbana a cargo de IRSA en la Costanera Sur. 

Rige una medida cautelar dictada por el Poder Judicial que no permite avanzar en el tratamiento del proyecto hasta que no se realicen los estudios de impacto ambiental y se convoque a una audiencia pública. Sin embargo, el Pro en la Legislatura quiso tratar el tema con una cuestión de privilegio, pero no consiguió los 2/3 necesarios.

Milagro Sala

La Sala 4 de la Cámara Federal de Casación Penal anuló la condena contra Milagro Sala en la causa por “daño agravado y amenazas coactivas”. Se acusaba a la dirigente social de haber instigado un escrache contra el ahora gobernador, Gerardo Morales.

Los jueces Carbajo, Ledesma y Catucci consideraron que se trata de delitos prescritos y enviaron el expediente al Tribunal Oral Federal de Jujuy para que dicte “una nueva resolución conforme a derecho”.

Por esta causa, Milagro Sala fue condenada a 3 años de prisión en suspenso en 2016. El expediente pasó a Casación, donde fue confirmada la condena y además se consideró que las amenazas no estaban prescritas y le ordenó al TOF de Jujuy dictar una nueva sentencia por ese delito. En aquella oportunidad, la sala IV de Casación estaba integrada por Hornos, Borinsky y Gemignani.

La Red de Intolerancia

Medios de Italia, Alemania, España y México publicaron junto a la plataforma WikiLeaks la investigación “La Red de Intolerancia”, una serie de documentos internos y confidenciales generados por las organizaciones de ultraderecha Hazte Oír y CitizenGo entre 2001 y 2017.

Hazte Oír fue fundada en 2001 por el español Ignacio Arsuaga Rato, aliado de Santiago Abascal (Vox). Luego puso en marcha, en 2013, CitizenGo, una plataforma internacional de la organización para extender sus operaciones a casi cincuenta países. El medio Público, de España, publicó el listado de multimillonarios que resultaron donantes.

 

En México, las plataformas cuentan con dos estructuras propias: CitizenGo México y Yo Influyo. Los documentos revelados por WikiLeaks y publicados en México por Contracrítica revelan una estrecha alianza entre personajes de la ultraderecha española y mexicana para hacer crecer ambas estructuras.

Hazte Oír tiene una sede en Argentina, coordinada por Jorge Scala. Según esta nota, Argentina realizó 20 donativos por 362.000 euros para el financiamiento de CitizenGo.

(Cenital.com)

La muerte de la Convención de Ginebra

Asistimos hoy al progresivo y obvio (por obvio no menos grave) desmantelamiento del derecho internacional humanitario. Tratamos como criminales a quienes brindan ayuda humanitaria. Parecen ellos los verdaderos “criminales”. Tal es el nivel de nuestro retroceso. Del procesamiento de Scott Warren en Arizona (su delito fue dejar agua y frazadas a migrantes desesperados en el desierto), o de Carola Rackete en Italia, cuyo único “crimen” fue evitar que decenas de chicos se ahogaran en el mar mediterráneo, hasta la acusación y criminalización de una fiscal internacional (Fatou Bensouda), vemos cómo lo que entendíamos como “ayuda humanitaria”, como “derecho básico”, como “humanidad”, va perdiendo cada día su lugar. Su espacio. Incluso, empieza a ser visto como un crimen. Como una “amenaza”. Como una “excusa”. Un profesor de geografía que reparte frazadas es un “criminal”.

Los cuatro convenios de Ginebra, base moderna de tal derecho, tienen por misión prioritaria, aunque no única, la de proteger a las víctimas de los conflictos armados. Estos convenios (cuya última modificación, producto de la posguerra, entró en vigencia en 1950), intentaron o intentan ponerle un límite a la barbarie armada. Intentaban que los combatientes enemigos (amén del resguardo de la población civil y de la Cruz Roja) también tuvieran derechos. Hoy vemos cómo esos derechos se recortan y desmantelan tanto en el plano interno como internacional. Se matan civiles. Se dejan morir ahogados miles de víctimas que escapan de conflictos armados. Se atacan hospitales. Se matan combatientes que huyen. Todo sin consecuencias reales. El derecho internacional público parece no tener nada concreto para decir. Se bombardean países, se violentan fronteras, se cometen “errores” llamados “colaterales”, se arrasan países sin consecuencias. Esos delitos no parecen “graves”. Eso nadie lo juzga.

El derecho internacional se encuentra en un laberinto. La célebre “intervención humanitaria” fue tan mal usada, para justificar tanta barbarie y tantas guerras “preventivas” de algunos Estados (poderosos, cuyos crímenes nunca son, por supuesto, juzgados), que debió cambiarse su nombre: hoy se habla de responsabilidad de “proteger” (R2P) de parte de los Estados. Se cambió el nombre porque ya nadie creía en la intervención “humanitaria”. Ya daba vergüenza presentar invasiones con intereses inconfesables (encontrar armas de destrucción masiva...) como intervenciones “humanitarias”. Pero no parece que estemos tampoco “protegiendo” mucho a los miles de migrantes desesperados que escapan con lo puesto de los conflictos que se viven en sus propios países (muchos a instancias de guerras comerciales encubiertas donde las potencias juegan un rol cierto, aunque no claro); huyen desesperados con lo puesto, como la familia de Aylan Kurdi (rechazada por Canadá, donde paradójicamente nace la R2P) y los estados “civilizados” no hacen nada por ellos. Al contrario. Los quieren "frenar". Les dan la espalda. Los dejan morir ahogados. (“Llame a Malta” fue la recomendación que la guardia italiana dio a un bote precario que pedía auxilio antes de naufragar, tras lo cual murieron ahogados sus 500 ocupantes. Esto sucede en el mundo “civilizado” de hoy).

El derecho penal internacional calla. Sostenemos tantas burocracias elegantes y caras, tantos foros de “cooperación”, tantas Cortes de Justicia. Nada de eso sirve. Se habla de un supuesto (hipócrita) derecho de “salida” para tolerar el respeto multicultural. Pero lo cierto es que cuando esas personas “salen” de sus culturas (países), huyendo de la violencia (sobre todo las mujeres, como advierte Susan Moller Okin, cuando se pregunta “Is Multiculturalism Bad for Women?), las democracias “civilizadas” de Europa, que predican el “respeto” cultural, no les abren las puertas. No tienen respuesta para ellas. Las deportan. Cuando no las dejan morir en el océano junto a sus hijos. Es menester terminar ya con esta hipocresía. ¡Cuesta vidas! ¿Quién no vio el cadáver del chico flotando que llevaba las notas de la escuela cosidas a su ropa para que Europa pudiera ver que él era un buen estudiante y merecía una oportunidad? ¿Quién no vio en el fondo del océano a la madre abrazada a su hijo? ¿Qué tiene para decir el derecho internacional de eso? ¿Dónde está el crimen? ¿Quién lo comete? ¿No nos da vergüenza? ¿Cuándo serán juzgados esos delitos? Es tal la inversión y el miedo de las burocracias “jurídicas” a dar un paso (como el de Fatou Bensouda), que terminamos en el absurdo de acusar, por miedo, como “criminal” al único que ayuda a salvar vidas: Scott Warren. El derecho internacional nunca estuvo tan agachado como lo está hoy. Tenía algo de razón Julio Maier cuando pensaba en tirar su título de abogado a la basura. A veces, todos sentimos ganas de hacer eso.

Guido Leonardo Croxatto es director nacional de la Escuela del Cuerpo de Abogados del Estado (ECAE/PTN). Hoy en Página 12

Parecería que la tensión irreductible entre el “yo” y el “nosotros”, entrelazada con esa cuestión entre lo universal y lo local, el pertenecer y el exilio, las raíces y la identidad común y aquella desarraigada idea de no pertenecer a ninguna comunidad o ningún territorio, adquiere en estos tiempos de peste globalizada, características de esa otra pandemia que la modernidad no logra desentrañar en sus esfuerzos por sostener un sistema de privilegios insostenible y de consumismo irracional y destructivo de las geografías y de los propios equilibrios individuales y colectivos que se constituyen en las relaciones históricas de asentamientos humanos que logran equilibrar sus acciones individuales y colectivas, privadas y publicas, armonias varias y diversas con los entornos naturales y geográficos que habitan y ocupan.

Como rara paradoja de la vida que nos habita, uno de los Derechos humanos universales, debería ser el derecho a la identidad común, A constituirnos en algún “nosotros” con nuestros vecinos y familiares ocupando un espacio y un tiempo que nos permitan “pertenencia” y darle sentido social a la existencia individual.

Daniel Roberto Távora Mac Cormack


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