Sábado
9 de Mayo de 2020
II
Reflexiones
desde el psicoanálisis y la biopolítica
El filósofo trans de origen español elabora en este artículo imprescindible una detallada lectura sobre cómo pensar al coronavirus a partir de Foucault, que fue víctima de un virus. Las conclusiones a las que llega son tan originales como los conceptos que crea para nombrar la novedad de lo que sucede. Por qué la biopolítica es una farmacopornografía. Qué significa la biovigilancia, la telerepública y el ciberautoritarismo. Cómo es el sujeto del technopatriarcado del Covid. Y el desafío al que nos enfrentamos: “Sabemos que llaman a la descolectivización y al telecontrol. Utilicemos el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene”.
Link a artículo original publicado en El País.
Si Michel
Foucault hubiera sobrevivido al azote del sida y hubiera
resistido hasta la invención de la triterapia tendría hoy 93 años:
¿habría aceptado de buen grado haberse encerrado en su piso de la
rue Vaugirard? El primer filósofo de la historia en morir de las
complicaciones generadas por el virus de inmunodeficiencia adquirida,
nos ha legado algunas de las nociones más eficaces para pensar la
gestión política de la epidemia que, en medio del pánico y la
desinformación, se vuelven tan útiles como una buena mascarilla
cognitiva.
Lo
más importante que aprendimos de Foucault es que el cuerpo vivo (y
por tanto mortal) es el objeto central de toda política. Il
n’y a pas de politique qui ne soit pas une politique des corps (no
hay política que no sea una política de los cuerpos). Pero el
cuerpo no es para Foucault un organismo biológico dado sobre el que
después actúa el poder. La tarea misma de la acción política es
fabricar un cuerpo, ponerlo a trabajar, definir sus modos de
reproducción, prefigurar las modalidades del discurso a través de
las que ese cuerpo se ficcionaliza hasta ser capaz de decir “yo”.
Todo el trabajo de Foucault podría entenderse como un análisis
histórico de las distintas técnicas a través de las que el poder
gestiona la vida y la muerte de las poblaciones. Entre 1975 y 1976,
los años en los que publicó Vigilar
y castigar y
el primer volumen de la Historia
de la sexualidad,
Foucault utilizó la noción de “biopolítica” para hablar de una
relación que el poder establecía con el cuerpo social en la
modernidad. Describió la transición desde lo que él llamaba una
“sociedad soberana” hacia una “sociedad disciplinaria” como
el paso desde una sociedad que define la soberanía en términos de
decisión y ritualización de la muerte a una sociedad que gestiona y
maximiza la vida de las poblaciones en términos de interés
nacional. Para Foucault, las técnicas gubernamentales biopolíticas
se extendían como una red de poder que desbordaba el ámbito legal o
la esfera punitiva convirtiéndose en una fuerza “somatopolítica”,
una forma de poder espacializado que se extendía en la totalidad del
territorio hasta penetrar en el cuerpo individual.
Durante
y después de la crisis del sida, numerosos autores ampliaron y
radicalizaron las hipótesis de Foucault y sus relaciones con las
políticas inmunitarias. El filósofo italiano Roberto Espósito
analizó las relaciones entre la noción política de “comunidad”
y la noción biomédica y epidemiológica de “inmunidad”.
Comunidad e inmunidad comparten una misma raíz, munus, en
latín el munus era
el tributo que alguien debía pagar por vivir o formar parte de la
comunidad. La comunidad es cum (con) munus (deber,
ley, obligación, pero también ofrenda): un grupo humano religado
por una ley y una obligación común, pero también por un regalo,
por una ofrenda. El sustantivo inmunitas,
es
un vocablo privativo que deriva de negar el munus. En
el derecho romano, la inmunitas era
una dispensa o un privilegio que exoneraba a alguien de los deberes
societarios que son comunes a todos. Aquel que había sido exonerado
era inmune. Mientras que aquel que estaba desmunido era
aquel al que se le había retirado todos los privilegios de la vida
en comunidad.
Roberto
Espósito nos enseña que toda biopolítica es inmunológica: supone
una definición de la comunidad y el establecimiento de una jerarquía
entre aquellos cuerpos que están exentos de tributos (los que son
considerados inmunes) y aquellos que la comunidad percibe como
potencialmente peligrosos (los demuni) y
que serán excluidos en un acto de protección inmunológica. Esa es
la paradoja de la biopolítica: todo acto de protección implica una
definición inmunitaria de la comunidad según la cual esta se dará
a sí misma la autoridad de sacrificar otras vidas, en beneficio de
una idea de su propia soberanía. El estado de excepción es la
normalización de esta insoportable paradoja.
A
partir del siglo XIX, con el descubrimiento de la primera vacuna
antivariólica y los experimentos de Pasteur y Koch, la noción de
inmunidad migra desde el ámbito del derecho y adquiere una
significación médica. Las democracias liberales y
patriarco-coloniales Europeas del siglo XIX construyen el ideal del
individuo moderno no solo como agente (masculino, blanco,
heterosexual) económico libre, sino también como un cuerpo inmune,
radicalmente separado, que no debe nada a la comunidad. Para
Espósito, el modo en el que la Alemania nazi caracterizó a una
parte de su propia población (los judíos, pero también los
gitanos, los homosexuales, los personas con discapacidad) como
cuerpos que amenazaban la soberanía de la comunidad aria es un
ejemplo paradigmático de los peligros de la gestión inmunitaria.
Esta comprensión inmunológica de la sociedad no acabó con el
nazismo, sino que, al contrario, ha pervivido en Europa legitimando
las políticas neoliberales de gestión de sus minorías racializadas
y de las poblaciones migrantes. Es esta comprensión inmunológica la
que ha forjado la comunidad económica europea, el mito de Shengen y
las técnicas de Frontex en los últimos años.
En
1994, en Flexible
Bodies,
la antropóloga de la Universidad de Princeton Emily Martin analizó
la relación entre inmunidad y política en la cultura americana
durante las crisis de la polio y el sida. Martin llegó a algunas
conclusiones que resultan pertinentes para analizar la crisis actual.
La inmunidad corporal, argumenta Martin, no es solo un mero hecho
biológico independiente de variables culturales y políticas. Bien
al contrario, lo que entendemos por inmunidad se construye
colectivamente a través de criterios sociales y políticos que
producen alternativamente soberanía o exclusión, protección o
estigma, vida o muerte.
Si
volvemos a pensar la historia de algunas de las epidemias mundiales
de los cinco últimos siglos bajo el prisma que nos ofrecen Michel
Foucault, Roberto Espósito y Emily Martin es posible elaborar una
hipótesis que podría tomar la forma de una ecuación: dime cómo tu
comunidad construye su soberanía política y te diré qué formas
tomarán tus epidemias y cómo las afrontarás.
Las
distintas epidemias materializan en el ámbito del cuerpo individual
las obsesiones que dominan la gestión política de la vida y de la
muerte de las poblaciones en un periodo determinado. Por decirlo con
términos de Foucault, una epidemia radicaliza y desplaza las
técnicas biopolíticas que se aplican al territorio nacional hasta
al nivel de la anatomía política, inscribiéndolas en el cuerpo
individual. Al mismo tiempo, una epidemia permite extender a toda la
población las medidas de “inmunización” política que habían
sido aplicadas hasta ahora de manera violenta frente aquellos que
habían sido considerados como “extranjeros” tanto dentro como en
los límites del territorio nacional.
La
gestión política de las epidemias pone en escena la utopía de
comunidad y las fantasías inmunitarias de una sociedad,
externalizando sus sueños de omnipotencia (y los fallos
estrepitosos) de su soberanía política.
La hipótesis de Michel Foucault, Roberto Espósito y de Emily Martin
nada tiene que ver con una teoría de complot. No se trata de la idea
ridícula de que el virus sea una invención de laboratorio o un plan
maquiavélico para extender políticas todavía más autoritarias. Al
contrario, el virus actúa a nuestra imagen y semejanza, no hace más
que replicar, materializar, intensificar y extender a toda la
población, las formas dominantes de gestión biopolítica y
necropolítica que ya estaban trabajando sobre el territorio nacional
y sus límites. De ahí que cada sociedad pueda definirse por la
epidemia que la amenaza y por el modo de organizarse frente a ella.
Pensemos,
por ejemplo, en la sífilis. La epidemia golpeó por primera vez a la
ciudad de Nápoles en 1494. La empresa colonial europea acababa de
iniciarse. La sífilis fue como el pistoletazo de salida de la
destrucción colonial y de las políticas raciales que vendrían con
ellas. Los ingleses la llamaron “la enfermedad francesa”, los
franceses dijeron que era “el mal napolitano” y los napolitanos
que había venido de América: se dijo que había sido traída por
los colonizadores que habían sido infectados por los indígenas…
El virus, como nos enseñó Derrida, es, por definición, el
extranjero, el otro, el extraño. Infección sexualmente
transmisible, la sífilis materializó en los cuerpos de los siglos
XVI al XIX las formas de represión y exclusión social que dominaban
la modernidad patriarcocolonial: la obsesión por la pureza racial,
la prohibición de los así llamados “matrimonios mixtos” entre
personas de distinta clase y “raza” y las múltiples
restricciones que pesaban sobre las relaciones sexuales y
extramatrimoniales.
La
utopía de comunidad y el modelo de inmunidad de la sífilis es el
del cuerpo blanco burgués sexualmente confinado en la vida
matrimonial como núcleo de la reproducción del cuerpo nacional. De
ahí que la prostituta se convirtiera en el cuerpo vivo que condensó
todos los significantes políticos abyectos durante la epidemia:
mujer obrera y a menudo racializada, cuerpo externo a las
regulaciones domésticas y del matrimonio, que hacía de su
sexualidad su medio de producción, la trabajadora sexual fue
visibilizada, controlada y estigmatizada como vector principal de la
propagación del virus. Pero no fue la represión de la prostitución
ni la reclusión de las prostitutas en burdeles nacionales (como
imaginó Restif de la Bretonne) lo que curó la sífilis. Bien al
contrario. La reclusión de las prostitutas solo las hizo más
vulnerables a la enfermedad. Lo que curó la sífilis fue el
descubrimiento de los antibióticos y especialmente de la penicilina
en 1928, precisamente un momento de profundas transformaciones de la
política sexual en Europa con los primeros movimientos de
descolonización, el acceso de las mujeres blancas al voto, las
primeras despenalizaciones de la homosexualidad y una relativa
liberalización de la ética matrimonial heterosexual.
Medio
siglo después, el sida fue a la sociedad neoliberal heteronormativa
del siglo XX lo que la sífilis había sido a la sociedad industrial
y colonial. Los primeros casos aparecieron en 1981, precisamente en
el momento en el que la homosexualidad dejaba de ser considerada como
una enfermedad psiquiátrica, después de que hubiera sido objeto de
persecución y discriminación social durante décadas. La primera
fase de la epidemia afectó de manera prioritaria a lo que se nombró
entonces como las 4 H: homosexuales, hookers
—trabajadoras
o trabajadores sexuales—,
hemofílicos y heroin
users —heroinómanos—.
El sida remasterizó y reactualizó la red de control sobre el cuerpo
y la sexualidad que había tejido la sífilis y que la penicilina y
los movimientos de descolonización, feministas y homosexuales habían
desarticulado y transformado en los años sesenta y setenta. Como en
el caso de las prostitutas en la crisis de la sífilis, la represión
de la homosexualidad sólo causó más muertes. Lo que está
transformando progresivamente el sida en una enfermedad crónica ha
sido la despatologización de la homosexualidad, la autonomización
farmacológica del Sur, la emancipación sexual de las mujeres, su
derecho a decir no a las prácticas sin condón, y el acceso de la
población afectada, independientemente de su clase social o su grado
de racialización, a las triterapias. El modelo de
comunidad/inmunidad del sida tiene que ver con la fantasía de la
soberanía sexual masculina entendida como derecho innegociable de
penetración, mientras que todo cuerpo penetrado sexualmente
(homosexual, mujer, toda forma de analidad) es percibido como carente
de soberanía.
Volvamos
ahora a nuestra situación actual. Mucho antes de que hubiera
aparecido la Covid-19 habíamos ya iniciado un proceso de mutación
planetaria. Estábamos atravesando ya, antes del virus, un cambio
social y político tan profundo como el que afectó a las sociedades
que desarrollaron la sífilis. En el siglo XV, con la invención de
la imprenta y la expansión del capitalismo colonial, se pasó de una
sociedad oral a una sociedad escrita, de una forma de producción
feudal a una forma de producción industrial-esclavista y de una
sociedad teocrática a una sociedad regida por acuerdos científicos
en el que las nociones de sexo, raza y sexualidad se convertirían en
dispositivos de control necro-biopolítico de la población.
Hoy
estamos pasando de una sociedad escrita a una sociedad ciberoral, de
una sociedad orgánica a una sociedad digital, de una economía
industrial a una economía inmaterial, de una forma de control
disciplinario y arquitectónico, a formas de control microprostéticas
y mediático-cibernéticas. En otros textos he
denominado farmacopornográfica al
tipo de gestión y producción del cuerpo y de la subjetividad sexual
dentro de esta nueva configuración política. El cuerpo y la
subjetividad contemporáneos ya no son regulados únicamente a través
de su paso por las instituciones disciplinarias (escuela, fábrica,
caserna, hospital, etcétera) sino y sobre todo a través de un
conjunto de tecnologías biomoleculares, microprostéticas, digitales
y de transmisión y de información. En el ámbito de la sexualidad,
la modificación farmacológica de la conciencia y del
comportamiento, la mundialización de la píldora anticonceptiva para
todas las “mujeres”, así como la producción de la triterapias,
de las terapias preventivas del sida o el viagra son algunos de los
índices de la gestión biotecnológica. La extensión planetaria de
Internet, la generalización del uso de tecnologías informáticas
móviles, el uso de la inteligencia artificial y de algoritmos en el
análisis de big
data, el
intercambio de información a gran velocidad y el desarrollo de
dispositivos globales de vigilancia informática a través de
satélite son índices de esta nueva gestión semiotio-técnica
digital. Si las he denominado pornográficas es, en primer lugar,
porque estas técnicas de biovigilancia se introducen dentro del
cuerpo, atraviesan la piel, nos penetran; y en segundo lugar, porque
los dispositivos de biocontrol ya no funcionan a través de la
represión de la sexualidad (masturbatoria o no), sino a través de
la incitación al consumo y a la producción constante de un placer
regulado y cuantificable. Cuanto más consumimos y más sanos estamos
mejor somos controlados.
La
mutación que está teniendo lugar podría ser también el paso de un
régimen patriarco-colonial y extractivista, de una sociedad
antropocéntrica y de una política donde una parte muy pequeña de
la comunidad humana planetaría se autoriza a sí misma a llevar a
cabo prácticas de predación universal, a una sociedad capaz de
redistribuir energía y soberanía. Desde una sociedad de energías
fósiles a otra de energías renovables. Está también en cuestión
el paso desde un modelo binario de diferencia sexual a un paradigma
más abierto en el que la morfología de los órganos genitales y la
capacidad reproductiva de un cuerpo no definan su posición social
desde el momento del nacimiento; y desde un modelo heteropatriarcal a
formas no jerárquicas de reproducción de la vida. Lo que estará en
el centro del debate durante y después de esta crisis es cuáles
serán las vidas que estaremos dispuestos a salvar y cuáles serán
sacrificadas. Es en el contexto de esta mutación, de la
transformación de los modos de entender la comunidad (una comunidad
que hoy es la totalidad del planeta) y la inmunidad donde el virus
opera y se convierte en estrategia política.
Inmunidad y política de la frontera
Lo
que ha caracterizado las políticas gubernamentales de los últimos
20 años, desde al menos la caída de las torres gemelas, frente a
las ideas aparentes de libertad de circulación que dominaban el
neoliberalismo de la era Thatcher, ha sido la redefinición de los
estados-nación en términos neocoloniales e identitarios y la vuelta
a la idea de frontera física como condición del restablecimiento de
la identidad nacional y la soberanía política. Israel, Estados
Unidos, Rusia, Turquía y la Comunidad Económica Europea han
liderado el diseño de nuevas fronteras que por primera vez después
de décadas, no han sido solo vigiladas o custodiadas, sino
reinscritas a través de la decisión de elevar muros y construir
diques, y defendidas con medidas no biopolíticas, sino
necropolíticas, con técnicas de muerte.
Como
sociedad europea, decidimos construirnos colectivamente como
comunidad totalmente inmune, cerrada a Oriente y al Sur, mientras que
Oriente y el Sur, desde el punto de vista de los recursos energéticos
y de la producción de bienes de consumo, son nuestro almacén.
Cerramos la frontera en Grecia, construimos los mayores centros de
detención a cielo abierto de la historia en las islas que bordean
Turquía y el Mediterráneo y fantaseamos que así conseguiríamos
una forma de inmunidad. La destrucción de Europa comenzó
paradójicamente con esta construcción de una comunidad europea
inmune, abierta en su interior y totalmente cerrada a los extranjeros
y migrantes.
Lo
que está siendo ensayado a escala planetaria a través de la gestión
del virus es un nuevo modo de entender la soberanía en un contexto
en el que la identidad sexual y racial (ejes de la segmentación
política del mundo patriarco-colonial hasta ahora) están siendo
desarticuladas. La Covid-19 ha desplazado las políticas de la
frontera que estaban teniendo lugar en el territorio nacional o en el
superterritorio europeo hasta el nivel del cuerpo individual. El
cuerpo, tu cuerpo individual, como espacio vivo y como entramado de
poder, como centro de producción y consumo de energía, se ha
convertido en el nuevo territorio en el que las agresivas políticas
de la frontera que llevamos diseñando y ensayando durante años se
expresan ahora en forma de barrera y guerra frente al virus. La nueva
frontera necropolítica se ha desplazado desde las costas de Grecia
hasta la puerta del domicilio privado. Lesbos empieza ahora en la
puerta de tu casa. Y la frontera no para de cercarte, empuja hasta
acercarse más y más a tu cuerpo. Calais te explota ahora en la
cara. La nueva frontera es la mascarilla. El aire que respiras debe
ser solo tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El nuevo Lampedusa
es tu piel.
Se
reproducen ahora sobre los cuerpos individuales las políticas de la
frontera y las medidas estrictas de confinamiento e inmovilización
que como comunidad hemos aplicado durante estos últimos años a
migrantes y refugiados —hasta dejarlos fuera de toda comunidad—.
Durante años los tuvimos en el limbo de los centros de retención.
Ahora somos nosotros los que vivimos en el limbo del centro de
retención de nuestras propias casas.
La biopolítica en la era ‘farmacopornográfica’
Las
epidemias, por su llamamiento al estado de excepción y por la
inflexible imposición de medidas extremas, son también grandes
laboratorios de innovación social, la ocasión de una
reconfiguración a gran escala de las técnicas del cuerpo y las
tecnologías del poder. Foucault analizó el paso de la gestión de
la lepra a la gestión de la peste como el proceso a través del que
se desplegaron las técnicas disciplinarias de espacialización del
poder de la modernidad. Si la lepra había sido confrontada a través
de medidas estrictamente necropolíticas que excluían al leproso
condenándolo si no a la muerte al menos a la vida fuera de la
comunidad, la reacción frente a la epidemia de la peste inventa la
gestión disciplinaria y sus formas de inclusión excluyente:
segmentación estricta de la ciudad, confinamiento de cada cuerpo en
cada casa.
Las
distintas estrategias que los distintos países han tomado frente a
la extensión de la Covid-19 muestran dos tipos de tecnologías
biopolíticas totalmente distintas. La primera, en funcionamiento
sobre todo en Italia, España y Francia, aplica medidas estrictamente
disciplinarias que no son, en muchos sentidos, muy distintas a las
que se utilizaron contra la peste. Se trata del confinamiento
domiciliario de la totalidad de la población. Vale la pena releer el
capítulo sobre la gestión de la peste en Europa de Vigilar
y castigar para
darse cuenta que las políticas francesas de gestión de la Covid-19
no han cambiado mucho desde entonces. Aquí funciona la lógica de la
frontera arquitectónica y el tratamiento de los casos de infección
dentro de enclaves hospitalarios clásicos. Esta técnica no ha
mostrado aún pruebas de eficacia total.
La
segunda estrategia, puesta en marcha por Corea del Sur, Taiwán,
Singapur, Hong-Kong, Japón e Israel supone el paso desde técnicas
disciplinarias y de control arquitectónico modernas a
técnicas farmacopornográficas de
biovigilancia: aquí el énfasis está puesto en la detección
individual del virus a través de la multiplicación de los tests y
de la vigilancia digital constante y estricta de los enfermos a
través de sus dispositivos informáticos móviles. Los
teléfonos móviles y las tarjetas de crédito se convierten aquí en
instrumentos de vigilancia que permiten trazar los movimientos del
cuerpo individual.
No necesitamos brazaletes biométricos: el móvil se ha convertido en
el mejor brazalete, nadie se separa de él ni para dormir. Una
aplicación de GPS informa a la policía de los movimientos de
cualquier cuerpo sospechoso. La temperatura y el movimiento de un
cuerpo individual son monitorizados a través de las tecnologías
móviles y observados en tiempo real por el ojo digital de un Estado
ciberautoritario para el que la comunidad es una comunidad de
ciberusuarios y la soberanía es sobre todo transparencia digital y
gestión de big
data.
Pero
estas políticas de inmunización política no son nuevas y no han
sido sólo desplegadas antes para la búsqueda y captura de los así
denominados terroristas: desde principios de la década de 2010, por
ejemplo, Taiwán había legalizado el acceso a todos los contactos de
los teléfonos móviles en las aplicaciones de encuentro sexual con
el objetivo de “prevenir” la expansión del sida y la
prostitución en Internet. La Covid-19 ha legitimado y extendido esas
prácticas estatales de biovigilancia y control digital
normalizándolas y haciéndolas “necesarias” para mantener una
cierta idea de la inmunidad. Sin embargo, los mismos Estados que
implementan medidas de vigilancia digital extrema no se plantean
todavía prohibir el tráfico y el consumo de animales salvajes ni la
producción industrial de aves y mamíferos ni la reducción de las
emisiones de CO2. Lo que ha aumentado no es la inmunidad del cuerpo
social, sino la tolerancia ciudadana frente al control cibernético
estatal y corporativo.
La
gestión política de la Covid-19 como forma de administración de la
vida y de la muerte dibuja los contornos de una nueva subjetividad.
Lo que se habrá inventado después de la crisis es una nueva utopía
de la comunidad inmune y una nueva forma de control del cuerpo. El
sujeto del technopatriarcado neoliberal
que la Covid-19 fabrica no tiene piel, es intocable, no tiene manos.
No intercambia bienes físicos, ni toca monedas, paga con tarjeta de
crédito. No tiene labios, no tiene lengua. No habla en directo, deja
un mensaje de voz. No se reúne ni se colectiviza. Es radicalmente
individuo. No tiene rostro, tiene máscara. Su cuerpo orgánico se
oculta para poder existir tras una serie indefinida de mediaciones
semio-técnicas, una serie de prótesis cibernéticas que le sirven
de máscara: la máscara de la dirección de correo electrónico, la
máscara de la cuenta Facebook, la máscara de Instagram. No es un
agente físico, sino un consumidor digital, un teleproductor, es un
código, un pixel, una cuenta bancaria, una puerta con un nombre, un
domicilio al que Amazon puede enviar sus pedidos.
La prisión blanda: bienvenido a la telerrepública de tu casa
Uno
de los desplazamientos centrales de las técnicas biopolíticas farmacopornográficas que
caracterizan la crisis de la Covid-19 es que el domicilio personal —y
no las instituciones tradicionales de encierro y normalización
(hospital, fábrica, prisión, colegio)— aparece ahora como el
nuevo centro de producción, consumo y control biopolítico. Ya no se
trata solo de que la casa sea el lugar de encierro del cuerpo, como
era el caso en la gestión de la peste. El domicilio personal se ha
convertido ahora en el centro de la economía del teleconsumo y de la
teleproducción. El espacio doméstico existe ahora como un punto en
un espacio cibervigilado, un lugar identificable en un mapa google,
una casilla reconocible por un dron.
Si
yo me interesé en su momento por la Mansión Playboy es porque esta
funcionó en plena guerra fría como un laboratorio en el que se
estaban inventando los nuevos dispositivos de
control farmacopornográfico del
cuerpo y de la sexualidad que habrían de extenderse a la a partir de
principios del siglo XXI y que ahora se amplían a la totalidad de la
población mundial con la crisis de la Covid-19. Cuando hice mi
investigación sobre Playboy me
llamó la atención el hecho de que Hugh Hefner, uno de los hombres
más ricos del mundo, hubiera pasado casi 40 años sin salir de la
Mansión, vestido únicamente con pijama, batín y pantuflas,
bebiendo coca-cola y comiendo Butterfingers y que hubiera podido
dirigir y producir que la revista más importante de Estados Unidos
sin moverse de su casa o incluso, de su cama. Suplementada con una
cámara de video, una línea directa de teléfono, radio e hilo
musical, la cama de Hefner era una auténtica plataforma de
producción multimedia de la vida de su habitante.
Su
biógrafo Steven Watts denominó a Hefner “un recluso voluntario en
su propio paraíso.” Adepto de dispositivos de archivo audiovisual
de todo tipo, Hefner, mucho antes de que existiera el teléfono
móvil, Facebook o WhatsApp enviaba más de una veintena de cintas
audio y vídeo con consigas y mensajes, que iban desde entrevistas en
directo a directrices de publicación. Hefner había instalado en la
mansión, en la que vivían también una docena de Playmates, un
circuito cerrado de cámaras y podía desde su centro de control
acceder a todas las habitaciones en tiempo real. Cubierta de paneles
de madera y con espesas cortinas, pero penetrada por miles de cables
y repleta de lo que en ese momento se percibía como las más altas
tecnologías de telecomunicación (y que hoy nos parecerían tan
arcaicas como un tam-tam), era al mismo tiempo totalmente opaca, y
totalmente transparente. Los materiales filmados por las cámaras de
vigilancia acababan también en las páginas de la revista.
La
revolución biopolítica silenciosa que Playboy lideró
suponía, más allá la transformación de la pornografía
heterosexual en cultura de masas, la puesta en cuestión de la
división que había fundado la sociedad industrial del siglo XIX: la
separación de las esferas de la producción y de la reproducción,
la diferencia entre la fábrica y el hogar y con ella la distinción
patriarcal entre masculinidad y feminidad. Playboy acató
esta diferencia proponiendo la creación de un nuevo enclave de vida:
el apartamento de soltero totalmente conectado a las nuevas
tecnologías de comunicación del que el nuevo productor semiótico
no necesita salir ni para trabajar ni para practicar sexo
—actividades que, además, se habían vuelto indistinguibles—. Su
cama giratoria era al mismo tiempo su mesa de trabajo, una oficina de
dirección, un escenario fotográfico y un lugar de cita sexual,
además de un plató de televisión desde donde se rodaba el famoso
programa Playboy
after dark. Playboy anticipó
los discursos contemporáneos sobre el teletrabajo, y la producción
inmaterial que la gestión de la crisis de la Covid-19 ha
transformado en un deber ciudadano. Hefner llamó a este nuevo
productor social el “trabajador horizontal”. El vector de
innovación social que Playboy puso
en marcha era la erosión (por no decir la destrucción) de la
distancia entre trabajo y ocio, entre producción y sexo. La vida del
playboy, constantemente filmada y difundida a través de los medios
de comunicación de la revista y de la televisión, era totalmente
pública, aunque el playboy no saliera de su casa o incluso de su
cama. En ese sentido, Playboy ponía
también en cuestión la diferencia entre las esferas masculinas y
femeninas, haciendo que el nuevo operario multimedia fuera, lo que
parecía un oxímoron en la época, un hombre doméstico. El biógrafo
de Hefner nos recuerda que este aislamiento productivo necesitaba un
soporte químico: Hefner era un gran consumidor de Dexedrina, una
anfetamina que eliminaba el cansancio y el sueño. Así que
paradójicamente, el hombre que no salía de su cama, no dormía
nunca. La cama como nuevo centro de operaciones multimedia era una
celda farmacopornográfica:
sólo podría funcionar con la píldora anticonceptiva, drogas que
mantuvieran el nivel productivo en alza y un constante flujo de
códigos semióticos que se habían convertido en el único y
verdadero alimento que nutría al playboy.
¿Les
suena ahora familiar todo esto? ¿Se parece todo esto de manera
demasiado extraña a sus propias vidas confinadas? Recordemos ahora
las consignas del presidente francés Emmanuel Macron: estamos en
guerra, no salgan de casa y teletrabajen. Las medidas biopolíticas
de gestión del contagio impuestas frente al coronavirus han hecho
que cada uno de nosotros nos transformemos en un trabajador
horizontal más o menos playboyesco. El
espacio doméstico de cualquiera de nosotros está hoy diez mil veces
más tecnificado que lo estaba la cama giratoria de Hefner en 1968.
Los dispositivos de teletrabajo y telecontrol están ahora en la
palma de nuestra mano.
En Vigilar
y castigar, Michel
Foucault analizó las celdas religiosas de encierro unipersonal como
auténticos vectores que sirvieron para modelizar el paso desde las
técnicas soberanas y sangrientas de control del cuerpo y de la
subjetivad anteriores al siglo XVIII hacia las arquitecturas
disciplinarias y los dispositivos de encierro como nuevas técnicas
de gestión de la totalidad de la población. Las arquitecturas
disciplinarias fueron versiones secularizada de las células
monacales en las que se gesta por primera vez el individuo moderno
como alma encerrada en un cuerpo, un espíritu lector capaz de leer
las consignas del Estado. Cuando el escritor Tom Wolfe visitó a
Hefner dijo que este vivía en una prisión tan blanda como el
corazón de una alcachofa. Podríamos decir que la mansión Playboy y
la cama giratoria de Hefner, convertidos en objeto de consumo pop,
funcionaron durante la guerra fría como espacios de transición en
el que se inventa el nuevo sujeto prostético, ultraconectado y las
nuevas formas consumo y control farmacopornográficas y
de biovigilancia que dominan la sociedad contemporánea. Esta
mutación se ha extendido y amplificado más durante la gestión de
la crisis de la Covid-19: nuestras máquinas portátiles de
telecomunicación son nuestros nuevos carceleros y nuestros
interiores domésticos se han convertido en la prisión blanda y
ultraconectada del futuro.
Mutación o sumisión
Pero
todo esto puede ser una mala noticia o una gran oportunidad. Es
precisamente porque nuestros cuerpos son los nuevos enclaves del
biopoder y nuestros apartamentos las nuevas células de biovigilancia
que se vuelve más urgente que nunca inventar nuevas estrategias de
emancipación cognitiva y de resistencia y poner en marcha nuevos
procesos antagonistas.
Contrariamente
a lo que se podría imaginar, nuestra salud no vendrá de la
imposición de fronteras o de la separación, sino de una nueva
comprensión de la comunidad con todos los seres vivos, de un nuevo
equilibrio con otros seres vivos del planeta. Necesitamos un
parlamento de los cuerpos planetario, un parlamento no definido en
términos de políticas de identidad ni de nacionalidades, un
parlamento de cuerpos vivos (vulnerables) que viven en el planeta
Tierra. El evento Covid-19 y sus consecuencias nos llaman a
liberarnos de una vez por todas de la violencia con la que hemos
definido nuestra inmunidad social. La curación y la recuperación no
pueden ser un simple gesto inmunológico negativo de retirada de lo
social, de cierre de la comunidad. La curación y el cuidado sólo
pueden surgir de un proceso de transformación política. Sanarnos a
nosotros mismos como sociedad significaría inventar una nueva
comunidad más allá de las políticas de identidad y la frontera con
las que hasta ahora hemos producido la soberanía, pero también más
allá de la reducción de la vida a su biovigilancia cibernética.
Seguir con vida, mantenernos vivo como planeta, frente al virus, pero
también frente a lo que pueda suceder, significa poner en marcha
formas estructurales de cooperación planetaria. Como el virus muta,
si queremos resistir a la sumisión, nosotros también debemos mutar.
Es
necesario pasar de una mutación forzada a una mutación deliberada.
Debemos reapropiarnos críticamente de las técnicas de biopolíticas
y de sus dispositivos farmacopornográficos.
En primer lugar, es imperativo cambiar la relación de nuestros
cuerpos con las máquinas de biovigilancia y biocontrol: estos no son
simplemente dispositivos de comunicación. Tenemos que aprender
colectivamente a alterarlos. Pero también es preciso desalinearnos.
Los Gobiernos llaman al encierro y al teletrabajo. Nosotros sabemos
que llaman a la descolectivización y al telecontrol. Utilicemos el
tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de
lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir
hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos
el gran blackout frente
a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución
que viene.
Las
complejas dimensiones de la vida
Si
algo nos termino de confirmar la pandemia global, es que transitamos
un fin de época. Un completo cambio de rumbo de “lo humano”,
respecto a la propia percepción de su “estando siendo” y de como
se pre-configuran y configuran los elementos y las relaciones humanas
entre si y con las cosas creadas o con
aquellos ectohumanos (Fuera de lo humano), ubicados en cualquier tipo
de clasificación taxonómica que se nos ocurra darles.
Los
cambios no generan un vacío al que luego llenan con cosas diferentes
a las que habitaban antes el espacio vaciado. Muy por el contrario se
trata siempre de cambios de formas y ordenes, de modelos conceptuales
de pensamientos, de maneras de organización, de otro tipo de
relaciones institucionales, grupales, humanas con los entornos.
Los
elementos son los mismos. Se reorientan y advierten en relaciones
diferentes, se complejizan las dimensiones en las que percibimos y
pensamos. Se trastocan ordenes y jerarquías, se evidencian poderes
que pierden su poder al ser detectados. Y aparecen otros que parecían
debilitados a quienes se les consigna inusitada fuerza.
Las
interesantes reflexiones de Preciado () en su artículo define los
aspectos del poder como ejercicio sobre los cuerpos y alienta, en la
sumisión de la circunstancia contingente, como ir generando espacios
de disrupción del aislamiento y sometimiento que nos es impuesto
“para nuestra propia seguridad”, en la certeza y acto de fe que,
mas allá de los intereses en pugna, hay tensiones allí que se están
resolviendo y definiendo mas por lo que no decimos que por aquello
que logramos distinguir y sobre lo que alcanzamos alguna reflexión
mas o menos inteligente.
Frente
a las trampas de las formas neoliberales capitalistas, colonialistas
y patriarcales que entran en crisis y son cuestionadas, subyace la
misma tensión entre aquello que surge individual, pero que tensa con
la necesidad de consensuar y construir alternativa común. Sin el
“otro” no hay “yo”. Un binomio inseparable se estructura en
la circunstancia misma donde parece necesario la atomización y la
separación individual de lo indivisible. El eros y el thanatos se
ven imbuidos en el dilema. La paradoja es que sin “otro” no soy,
pero en contacto con el “otro”, me contagio y muero o enfermo.
La
otra paradoja es entre el encierro que supone la perdida de la
libertad, y el ejercicio de la libertad que arriesga la propia vida y
la de los otros. Y entre el encierro como ejercicio de esa misma
libertad que decide cuidar y no arriesgar la vida propia y de los
otros, en la aceptación y la confianza de que aquellos “otros”
que si se arriesgan, lo hacen para cuidarme.
Una
reacción en Cadena …
La
crisis hace estallar las categorías conceptuales con las que
veníamos pensando la realidad y esa grieta que suponía expresaba el
conflicto entre el “yo”, egoísta e individualista, con ese “otro
Yo” solidario y colectivista o comunitario. En tanto cuidarme es
cuidar, Aceptar el aislamiento es evitar ser portador del virus que
puede enfermar a otros y al mismo tiempo evitar enfermar “yo”.
Pero al mismo tiempo, salir voluntariamente a producir lo mínimo
indispensable para sostener la alimentación y las necesidades y
servicios básicos es igualmente cuidarme y cuidar aunque me exponga
mas a la enfermedad y al contagio y a contagiar y enfermar.
Otra
categoría conceptual que estalla en las paradojas en las que el
virus nos enreda … El Estado como monopolio de la administración
de lo común, de lo público, se revitaliza mas allá de cualquier
posición política frente al riesgo mas básico y elemental, que es
el de la muerte en masa. La de que “caigamos como moscas” y que
la vida, se esfume frente a nosotros con el tendal de cadáveres que
nos devuelve la conciencia de nuestra débil fragilidad.
Es
un formidable acto de fe en medio de una realidad en la que ya no se
creía en nada y en nadie. El inconsciente se hace mas fuerte y
aunque seguimos declarando nuestras incredulidades, el temor nos hace
pacientes y cuidadosos. Y la vida se convierte en el don mas preciado
…
Daniel
Roberto Távora Mac Cormack
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