Domingo 31 de mayo de 2020

Sin información y datos es imposible tomar las decisiones correctas, pero con información y datos aparecen la ezquizofrenia, la paranoía y los males del “encierro” …

Susana Giménez fue a su chacra La Mary, en Punta del Este. ¿Por qué? Porque puede. Mientras los casos se multiplican, ella lanzó una de sus frases: “La gente no puede estar encerrada 80 días, es ridículo”. Casi lloró: “Cuando vi a una señora hacer una fila desde las 4.30 de la mañana para comprar huevos, vi a Venezuela y tengo terror de que nos quieran convertir en eso”. Por eso se fue en su jet privado.

En el otro extremo 4000 personas fueron aisladas en Villa Azul, un barrio de Quilmes, por la cantidad de casos: al momento hay 200 y se espera una crecida. Allí el foco estuvo en criminalizar a quienes jugaban al fútbol en un potrero como “los salvajes que no piensan”.

Cuando en la agenda pública se instala la flexibilización de la cuarentena, se habla de Susana y su jet privado, y de lxs vecinxs de las villas y sus partiditos de fútbol. ¿Y en el medio no hay nada?



Un sector de la clase media entró en la etapa mística: si no creo, no me agarra.  Los números muestran que de los 13.933 casos de coronavirus en Argentina, 7.936 son en Ciudad de Buenos Aires. Los principales focos están en Retiro y Flores, donde se encuentran las villas 1-11-14 y la 31 y 31 bis. Pero 47 de los 48 barrios porteños tienen casos positivos: la mayoría son barrios de clase media y media alta. ¿Qué está pasando en todos esos lugares?

“La cuarentena es víctima de su éxito”, dice a Cosecha Roja Mar Lucas, directora de Innovación Estratégica en Fundación Huésped. “Aparece una dicotomía entre tomar mis decisiones como si fuera un ser aislado y el derecho colectivo. Da la sensación de que todavía no queda claro que el coronavirus es una enfermedad incontrolable por ahora. Y que la zona de AMBA es el foco”.
Pero “hay que apelar a una comprensión más colectiva de la salud, porque no hay ningún argumento que pase por la decisión individual que sea suficiente para frenar la propagación. Es como con las vacunas: tener una mirada colectiva supera lo que me pase a mí en concreto”, dice Lucas.


El casamiento para cien personas en pleno barrio de Once quizás sea un ejemplo extremo. Pero todes conocemos acciones menores: un asado con cuatro amigos, una depiladora o un peluquero que atienden a puertas cerradas, un cumpleaños festejado con las persianas bajas y sin demasiados abrazos.

La familia de V. y L. se reunía todos los domingos a comer en la casa de la abuela. Después de dos meses, el domingo pasado decidieron volver: se juntaron con hijxs y nietos, hicieron que la abuela se conecte por WhatsApp y comieron lxs doce alrededor de una mesa en Barrio Norte. 

A. se peleó con su amante una semana antes del aislamiento obligatorio. Siente al sexo como una parte de su vida, como un deporte que la ayuda a descargar y liberar angustias. La última semana arañaba las paredes y empezó a chatear con un compañero del grupo de poesía. No aguantó más la abstinencia: se hizo una escapada a la casa del poeta y tuvieron un rapidito.

Un virus para todos

Silvia González Ayala, titular de la Cátedra de Infectología de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de La Plata, repite algo que ya se dijo: “Se transmite de la misma forma en todas las clases sociales”.



Las diferencias están en lo que pasa después. No es lo mismo tener las defensas altas y un buen lugar para pasarla que estar hacinado: “En las personas con necesidades insatisfechas se potencia por las condiciones habitacionales, la falta de abastecimiento de agua segura, la malnutrición y enfermedades de base a veces sin el seguimiento adecuado”.

El Hospital Muñiz nació en 1882 para aislar personas con enfermedades infecciosas. Hasta hace pocos meses se ocupaba principalmente de tratamientos para el vih-sida. Hoy tiene 70 de sus camas con pacientes Covid-19. “El aislamiento es la forma que tuvimos para evitar que mucha gente se muera o se enferme”, dijo a Cosecha Roja Gabriela Piovano, médica de la institución.

“En los lugares donde sigue circulando el virus, siguen habiendo casos asintomáticos que si se entrecruzan con los lugares donde no llegó van a producir nuevos brotes”, dice Piovano. “En el AMBA estamos muy lejos de haber disminuido el brote, y la falta de compromiso individual repercute en que aparezcan nuevos casos”.

Quienes desoyen la cuarentena alegan razones empáticas con la comunidad: la economía (“si no laburo me muero”), la perspectiva mental (“la cabeza no me da más”) y la naturaleza humana (“somos seres sociales”).

Después vienen los que no creen que sea para tanto. Los más extremos son parecidos a los “terraplanistas”: dan por sentado que aquello que no se puede afirmar se puede negar. Que el virus es un invento de control social, una conspiración.

En realidad no importa si la gente cree o no cree en el virus: el virus cree en nosotros, y con eso alcanza.
( http://cosecharoja.org/si-no-creo-no-agarra/ )

Una extraña polisemia

Para los griegos, libre era el hombre no esclavizado, pero también el que poseía libertad de espíritu, es decir, liberalidad. Por su parte, el adjetivo latino liber derivaba de liberto y se aplicaba a aquellos que mantenían activo su espíritu de procreación. Precisamente por ello, en la mitología romana, Liber era el dios de la fertilidad y del vino cuyo culto se asoció con el de Baco.



En líneas generales, podríamos decir que desde la antigüedad “occidental” hasta la actualidad, no dudamos en asociar la libertad con un estado de no-sumisión, con la capacidad de autodeterminación y/o con una espiritualidad sin límites. En su Diccionario de filosofía, José Ferrater Mora define tres modos básicos de entender la libertad: 1) como natural en tanto posibilidad de sustraerse a cualquier orden cósmico predeterminado, invariable o delineado por el Destino; 2) como social o política, en alusión a la autonomía de una comunidad respecto de la interferencia de coacciones externas; 3) como individual o personal frente a la “arbitrariedad” del Estado o las normas comunitarias. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el neoliberalismo inauguró una tan original como paradójica concepción de la libertad que intentaremos abordar en estas páginas.

Las más prominentes plumas de la modernidad europea hubieron utilizado todos los medios simbólicos a su alcance para conectar la idea de libertad con la creciente expansión del capitalismo. Un “progreso” cuya condición ineludible (valga el contrasentido) era la violencia (“el barro y la sangre” de los que hablaba Marx), la ocupación de tierras comunales, la explotación de los trabajadores, la exigencia de un “ejército de reserva”, y la condena a la marginalidad de los millones de excluidos de las tierras arrasadas (Para entender este proceso resulta imprescindible la lectura del capítulo XXIV: “La llamada acumulación originaria”, en cualquiera de las muchas ediciones de El Capital.).

Todas estas prácticas debían ser sutilmente disimuladas bajo la figura de un “contrato” consentido libremente por trabajadores igualmente libres. Desde entonces, las usinas ideológicas del capital se las ingeniaron para traducir dichas calamidades como una obra maestra de la libertad (un ardid al que el autor de los Grundrisse consideraba la operación ideológica por excelencia: presentar los intereses de un grupo reducido como la panacea de las multitudes). Ciertamente, algunos contemporáneos de estos espíritus libres, eligieron derroteros extraños a las atrocidades del capital. Podríamos citar, al respecto, la defensa rousseauniana de la tradición igualitarista, los devaneos kantianos sobre una ética comunitaria o los planteos spinozianos sobre la política de las pasiones. No obstante, la locomotora indetenible del capitalismo industrial que no cesaba de arrojar escombros a cada paso, terminó imponiendo una mirada reduccionista e interesada de la libertad que la instauraba, exitosamente, como la ausencia de obstáculos para realizar transacciones, emplear mano de obra, agilizar la circulación de las mercancías, evadir cargas impositivas o, simplemente, para “hacer negocios”.

De todos modos, resulta innegable que el estandarte de la libertad pudo ser enarbolado de muy diversos modos en virtud de los más disímiles propósitos. Así, los revolucionarios de las guerras de independencia que lucharon para liberar a nuestros pueblos del yugo colonial, siguen siendo recordados como “libertadores de América”. Los libertinos del siglo XVII se atrevieron a desafiar los dogmas y sentidos comunes establecidos por la religión y la ciencia de su época. Los revolucionarios franceses del siglo XVIII enarbolaron una consigna (que trascendió ampliamente dicho contexto espacio-temporal) encabezada por la noción de Libertad.

Los anarquistas de los siglos XIX y XX no cesaron de batallar contra la explotación, la burocracia estatal y el patriarcado, y justamente por ello fueron reconocidos como libertarios. En sus antípodas, el golpe de Estado de 1955 contra el gobierno democrático de Juan D. Perón, cuya metodología operativa consistió en bombardeos, fusilamientos, represión, persecuciones e incluso en la explícita prohibición de determinados símbolos y significantes, se autodenominó “Revolución libertadora”. En tanto, las organizaciones político-sociales de Nuestra América que enfrentaron a las dictaduras locales, a las intervenciones extranjeras y a sus “títeres” regionales, en los años 60 y 70 del pasado siglo, fueron consagradas como “Movimientos de liberación nacional”. Poco tiempo después, los partidarios del denominado pensamiento descolonial, exhibieron su preferencia por el concepto de liberación respecto de la idea de emancipación considerada más acorde al criticismo europeo que a nuestros pueblos sojuzgados. Para esa misma época, aunque en el ángulo opuesto del espectro ideológico, los economistas e intelectuales más ortodoxos y hostiles a cualquier atisbo de cooperación colectivista, decidieron asumirse como libertarios y llegaron a crear un partido político en EEUU.


No deja de resultar curioso que millones de personas de “buena voluntad” hayan adherido a una tradición de pensamiento liberal cuyos “padres fundadores” y figuras más representativas no solo supieron defender orgullosamente los “beneficios” de la esclavitud, sino que, además, habían sido propietarios de esclavos: es el caso del filósofo inglés John Locke, de George Washington (uno de los fundadores de la nación norteamericana), de James Madison (autor de la Declaración de la Independencia de los EEUU); de Thomas Jefferson (ideólogo de la constitución federal de 1787), entre tantos otros liber-esclavistas. Y más extraña todavía se nos presenta dicha adhesión, en tiempos en que sus discípulos (neo)liberales del siglo XX explicitaban su preferencia por las crisis demoledoras e incluso por las dictaduras terroristas como condición necesaria para que sus recetas económicas fueran aceptadas con temor y resignación. Pero más dramáticas y alocadas aún se tornan tales simpatías, cuando en la actualidad, sus impulsores celebran los niveles extremos de pobreza y desigualdad, justifican la expulsión de las mayorías “fuera del sistema” condenándolos a sufrir una diversidad de violencias (eso que Raúl Zaffaroni designa como “genocidio por goteo”) y promueven el consecuente desprecio militante por cualquier modalidad del colectivismo o del comunitarismo (No desconocemos la existencia de una rica tradición del liberalismo político representada por pensadores y pensadoras como Hannah Arendt, Isaiah Berlin, John Rawls o Jürgen Habermas entre muchos otros (el listado es arbitrario, desde ya), pero tampoco subestimamos el hecho de que el derrotero anárquico del capital terminó poniendo en primerísimo plano el sesgo economicista del liberalismo. Nos permitimos incluso sugerir que la prédica y el accionar de la ortodoxia económica ultraliberal resultó absolutamente incompatible con cualquier tradición republicana, con toda reivindicación de derechos ciudadanos y/o civiles y con el más mínimo atisbo de libertad política (muy especialmente, con las libertades de reunión, movilización, protesta o sindicalización).).

La libertad como servidumbre voluntaria

Las nuevas tecnologías de dominio han alcanzado tal grado de invisibilidad, sutileza y eficacia que su triunfo se ha tornado contundente: los sujetos no solo se someten voluntariamente a dicha maquinaria (entregando sus datos, consumiendo lo que el mercado decide, endeudándose, entreteniéndose con los productos de la industria cultural, eligiendo aquello que los medios los incitan a elegir, etc.), sino que también asumen/viven dicha servidumbre como libertad.

La libertad que el sujeto moderno percibía como la ausencia de imposiciones exteriores, se transformó en una opresiva coacción interior urgida por las exigencias del goce y el rendimiento ilimitados. Estos dispositivos postdisciplinarios operan sobre las percepciones y las voluntades direccionándolas, generando emociones “positivas”, explotando la necesidad de alivio mediante la promesa de felicidad, adecuando los impulsos psíquicos a un circuito afectivo articulado en torno del miedo y el odio. Muy lejos de negar la libertad, la explotan en su favor: le ofrecen a los consumidores un menú de ofertas a elección y lo presentan como la “libre decisión” de los individuos. Por consiguiente, “servimos” a ese poder cuando entregamos alegremente nuestras coordenadas, cuando consumimos, cuando nos (in)comunicamos, cuando “hacemos clic en el botón me gusta”. El neoliberalismo –como dice Byung-Chul Han– es el capitalismo del “me gusta” (Byung-Chul Han (2014): Psicopolítica, Herder, Bs. As.).


 Las tecnologías neoliberales procuran subsumir, modular, potenciar, orientar e incluso capturar el núcleo más profundo de nuestra existencia subjetiva. No se contentan con intervenir en aquellos modos en que nos constituimos como sujetos (eso que Michel Foucault denominaba “tecnologías del yo” aunque las pensara, a la inversa, como un mecanismo de de-sujeción) sino que procuran alterar la constitución ontológica misma del sujeto. Un sujeto del rendimiento y empresario de sí mismo que se (auto)explota en forma voluntaria y apasionada no hace más que reproducir en y por sí mismo (mediante sus conductas, preferencias y emociones) un entramado de dominación que, en virtud de su invisibilidad, excita la sensación de libertad. Así, la libertad del neoliberalismo, además de erigirse como libertad de consumir, comprar, circular, competir o emprender, coincide a la perfección con la auto-explotación, la auto-responsabilización y la auto-culpabilización de los individuos por sus fracasos y por los del colectivo que integra (al que suele aborrecer por idénticas razones). Ciertamente, la trama algorítmica del Big data podría contribuir a la prevención y/o salvación de muchas vidas; pero también puede constituirse en un instrumento de dominio psicopolítico que inaugura el fin (y no el apogeo) de la decisión libre y del sujeto autónomo (en caso de que tales disposiciones subjetivas hayan tenido alguna vez una carnadura más allá de la promesa). Los sujetos de la era digital se han vuelto controlables, previsibles, cuantificables y predecibles, y sin embargo –he aquí el triunfo más contundente de los dispositivos tecno-mediáticos–, asumen su emprendimiento, su rendimiento, su culpa y su entrega, como ejercicios de libertad.

Desde fines de los años 30 –en que nadie podía imaginar, ni siquiera como ficción distópica (Podríamos considerar Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley como una notable excepción, al menos en su prefiguración del mundo posthumano.), el refinamiento de sus dispositivos–, los ideólogos del neoliberalismo vienen dando una batalla (cultural, ideológica y política) para que la noción de libertad se imponga como la contracara de cualquier estatismo o colectivismo, como la antítesis del igualitarismo confiscatorio, de la justicia social populista o de una política redistributiva en tanto imperdonable distorsión del libre fluir. Tras aniquilar la promesa autonomista, crítica y fraternal del sujeto moderno, el neoliberalismo reduce la libertad a la brega economicista de su prédica ortodoxa, al mismo tiempo que instituye a su principal enemigo como un temible Leviatán, una ineficiente máquina burocrática, una asfixiante institución elefantiásica, un “Ogro filantrópico” (Así reza un reciente manifiesto dado a conocer por la “Fundación Internacional para la Libertad”, firmado, entre otros, por Mario Vargas Llosa, José María Aznar, Álvaro Uribe, Ernesto Zedillo, Patricia Bullrich y Mauricio Macri (https://libertad.org.ar/web/wp-content/uploads/2020/04/FIL-Manifiesto-Mario-Vargas-Llosa.pdf).) que subsidia a los más vulnerables gracias al injusto “sacrificio” impositivo de una minoría emprendedora.

Los combates por el sentido

No es nuestra intención reducir la riqueza polisémica (y contradictoria) del concepto de libertad a una dualidad sin matices; sin embargo, no podemos subestimar que los antagonismos culturales e ideológicos del siglo XXI se han organizado en torno de dos posicionamientos muy definidos respecto de dicha noción (al menos en estas castigadas geografías del sur). Una buena parte de nuestros compatriotas no dudan en defender, obstinadamente, la libertad de circular frente a cualquier protesta social, la libertad de empresa frente a la democratización de la comunicación, la libertad de erigir muros, rejas y alambradas electrificadas frente a la amenaza del pobrerío, la libertad de acceder a las divisas en tiempos de restricción externa y sabotaje buitre, la libertad de “andar armado” con la excusa de la seguridad y la autodefensa, o la libertad de “pasear por la calle” ante las restricciones y los cuidados sanitarios que exige la pandemia. En todos estos casos, se trata de una muy particular y sesgada interpretación de las “libertades personales” que de ningún modo debiéramos confundir con las libertades negativas del liberalismo clásico (tendientes a proteger a los individuos de las coacciones y arbitrariedades del mundo externo). Las nuevas libertades del neoliberalismo se fundan en una matriz securitaria-consumista-sádica que alienta la competencia, la desconfianza y la hostilidad hacia todo otro (competidor, vago, peligroso). Dicho entramado significativo viene a confirmar el estallido del “individuo” moderno ensalzado por las tradiciones liberales y republicanas, una entidad cuyos fragmentos dispersos se desentienden ahora por el destino colectivo de la sociedad, por la suerte y la vida de los otros, por la institución misma de lo social.

Pero si algo nos ha permitido visibilizar la pandemia del coronavirus es el combate más paciente y menos estridente de todxs aquellxs que, en las antípodas de las almas monádicas adictas a la cacerola, vienen poniendo en práctica una idea colectiva de la libertad que nos sitúa como protagonistas de la “cosa pública”; una libertad (ya no contra sino) para participar en los asuntos del común, para reparar los daños y las heridas infligidas por el saqueo “republicano” de los gerentes. Una idea de libertad que parte de una convicción inapelable: “nadie puede ser libre en un país sometido a los designios del capital concentrado”; una libertad que instituye al pueblo (no ya a los mercados ni a la gente, ni a los distinguidos vecinos) como el sujeto colectivo de una democracia popular, que lo asume como la “parte maldita” (la plebe) de los que no tienen parte. El antagonismo entre “los grandes” y el pueblo es la instancia de la cual emerge –según Maquiavelo– la savia vital de una república (En estos últimos años, Eduardo Rinesi ha insistido en subrayar esa adecuada combinación entre el jacobinismo popular y el republicanismo democrático que caracterizó a los populismos de Nuestra América, aunque muy especialmente, al kirchnerismo.), el entramado afectivo de la comunidad organizada que lejos de barrer los conflictos bajo la alfombra de una armonía hipócrita (dilatando su retorno irremediable), los lanza al espacio de lo público en el que tendrán lugar las batallas por el sentido, la heteroglosia (Con este neologismo caracterizaba el semiólogo ruso Valentín Voloshinov a dichas lides por el significado.). Más allá de las re-configuraciones que ensayará el capitalismo en la pospandemia (imposibles de predecir en este momento crítico de ensayos, errores y retrocesos), es muy probable que el futuro de nuestra región dependa, en gran parte, de los vaivenes de esta contienda por el significado de la libertad.
( https://lateclaenerevista.com/pequenas-delicias-de-la-servidumbre-libertaria-por-claudio-veliz/ )

Me cuesta mucho escribir en estos días de vértigo, asombro e incertidumbre. En primer lugar porque estoy leyendo mucho en un panorama que cambia día a día y lo que creí muy acertado un día pierde significación al día siguiente. Todo el mundo se ha puesto a pensar desde diferentes perspectivas y me he cansado de leer predicciones, consejos, reflexiones de grandes pensadores que se apuran a hacer oír su voz autorizada y no alcanzo a percibir si tienen sentido al día siguiente.

En segundo lugar, porque siempre procuré evitar la autorreferencialidad en las cosas que escribo (por pudor o por rigor académico) y en estos días no encuentro otro lugar desde donde escribir algo. Sin duda ésto es consecuencia del encierro.

De modo que este texto tiene un carácter autorreferencial (y tal vez muy poco útil): compartir algunas reflexiones sobre lo que percibo como un gran desorden. Me parece que estos tiempos de confinamiento y desconcierto están alterando el orden de los sentidos.

El sentido de la vista

Como historiadora del arte me he dedicado siempre a interpretar aquello que nos dice el sentido de la vista y a reflexionar sobre imágenes en unos tiempos que han sido caracterizados muchas veces como “la era de la imagen”: su avance inexorable en la cultura, el deseo de imágenes más y más veloces, verosímiles, ilusiones cautivantes y síntesis de pensamientos complejos. La historia del arte saltó fuera de sus límites tradicionales y empezamos a pensar en sus poderes, su persistencia en la memoria, su vida más allá del mundo del arte.

El encierro ha obligado al rey de los sentidos, el de la vista, a quedar atrapado en el brillo de las pantallas. No se puede mirar lejos, no percibimos las texturas ni la atmósfera desdibujando la nitidez de los contornos. No vemos los colores ni los volúmenes sino su transposición plana en dispositivos de formatos arbitrarios. No se puede visitar museos ni parques ni teatros, no se puede ver a los seres queridos más que a través de pixeles que se desdibujan y dependen de las conexiones electrónicas.
 Las relaciones entre palabras e imágenes también se transforman de un modo tan vertiginoso que revelan la arbitrariedad de los sentidos que les solíamos atribuir: circulan en la web con tantas asociaciones, atribuciones y significados diferentes que su polisemia ha pasado a primer plano, sus innumerables sentidos posibles.

Un autorretrato de Juan Travnik, que formó parte de la serie de “Cuarentratos”, la exposición virtual que organizó la AMIA a comienzos de abril de 2020 con obras de conocidos fotógrafos, me capturó y quedó viva en mi memoria, en estos tiempos de tanto estímulo visual. Es un plano muy cercano. Un paño negro que llega a confundirse con el fondo, como un barbijo fúnebre tapa la boca, la nariz y deja en sombras un ojo. Sólo un ojo de Juan: azul claro, desmintiendo la impresión de blanco y negro que produce la foto, interpela al espectador sin mirarlo, y tal vez su mayor atractivo es su expresión indescifrable. Algo de tristeza, de miedo, de introspección veo en esa mirada. Pero me parece más significativa aún la ausencia del otro ojo de Juan: la mirada binocular nos permite percibir las distancias, la profundidad, el volumen y las proporciones relativas. Ese ojo solitario me resulta una metáfora de todas esas cosas que la vista hoy no puede advertir, sumida en la luz plana y fría de las pantallas.







El oído

Se agudiza el sentido del oído en el silencio de la ciudad desierta. Está alerta: se ha vuelto el oído el sentido de la pertenencia a una comunidad cuando se escucha a lo lejos aplausos, cantos o protestas. También se ha vuelto el sentido espía: está atento a los movimientos de los vecinos, controla lo que ocurre alrededor, donde la vista no alcanza: si ellos pelean, se aman o se maltratan, si salieron o recibieron visitas. Percibe el silencio del barrio, el canto de pájaros desconocidos, el vuelo de los helicópteros y el aullido de las sirenas. En ese silencio sobrecogedor de la ciudad inmóvil el oído percibe más detalles, se afina.

El olfato y el gusto

Leí hace poco un artículo de Ana Longoni para la revista Anfibia sobre su propia experiencia con el virus. Me produjo un profundo impacto, no sólo por mi cercanía y afecto con Ana sino por su peculiar y sensible manera de reflexionar sobre la pérdida del sentido del olfato y del gusto, una de las manifestaciones de la pandemia. Ella narra una experiencia aterradora, el olfato y el gusto ausentes no sólo se vuelven indicios de la presencia de un enemigo invisible en el propio cuerpo sino que genera un vértigo sensorial indescriptible.

He pasado días tratando de imaginarlo, atenta a esos sentidos sobre los que, confieso, no había reflexionado nunca. En ese contexto vi la película coreana Parasite, en la que el sentido del olfato tiene un rol central, acerca del cual nunca me había detenido a pensar tampoco: es la percepción del olor de los otros un instrumento terrible de discriminación social, étnica, de distinción de clases y culturas. Disparador de fobias, odios y violencia.

El olfato también se ha vuelto instrumento de control: el olor de los cadáveres encerrados en las casas, en camiones y contenedores, en bolsas abandonadas en las esquinas alerta a los vecinos. Denuncia la incompetencia y el descuido de algunos gobiernos respecto del cuidado de la salud de sus gobernados y la falta de respeto por los muertos que ese descuido ha hecho proliferar.

El tacto

No es tiempo de tocarse: ni de abrazar, ni de besar, ni de dar las manos. No tocar a otros ni las superficies que otros hayan tocado es la más importante de las medidas de supervivencia que señalan los virólogos del mundo. Tal vez ésto perdure mucho tiempo y es algo de lo que me hacesufrir más.  

Hace unos días mi amiga y colega Marta Penhos publicó un breve texto en su cuenta de Facebook (18 de abril de 2020) que me resultó una síntesis extraordinaria del sentido que tal vez sea el más afectado por el aislamiento que nos toca vivir en estos días. “No me toques” (Noli me tangere) es el motivo iconográfico evocado por esta historiadora del arte para ayudarse y ayudarnos a pensar las implicancias del tacto entre los seres humanos: desde la sensualidad y el erotismo hasta “el ansia de abrazar, de buscar contención y consuelo en el calor del otrx” son evocados por Marta comparando diferentes versiones de distintos artistas y épocas de un asunto bíblico trascendente: el regreso del mundo de los muertos, el impulso de tocar guiado por la devoción, el amor o la incredulidad.

El sentido del tiempo y el espacio

Esta es tal vez la parte más autorreferencial de estas reflexiones. El tiempo pasa de un modo extraño en estos días, semanas, meses de confinamiento. Se ha dicho innumerables veces: los días unos iguales a otros, dificultad para organizarse y para dormir, sensación de encierro y estrategias para sobrellevarlo procurando recuperar y abrir horizontes humanos a merced de las conexiones digitales. Ni un día pasa sin que desde nuestro patio de Almagro piense en mi privilegio. Muchos millones de personas viven hacinadas en espacios pequeños, insalubres, oscuros y sin conexiones digitales. Y eso también es de las cosas que me hacen sufrir más.

Pero además el sentido del tiempo me parece alterado de otros modos. La sobrecogedora presencia cotidiana de la muerte invita a la memoria y balance. El tiempo transcurre sin las urgencias de la vida cotidiana en las calles y aun quienes hacemos trabajo a distancia encontramos muchas horas en las que ponemos una fila de cosas “pendientes” para atender, terminar, ordenar. Y sobreviene la sensación desalentadora de que el tiempo se escurre entre las manos sin lograr ninguno de los objetivos que nos hemos propuesto, ni el más grande ni el más pequeño. Y a la sensación de frustración propongo contraponer una idea: el tiempo de la introspección no es tiempo perdido. Es tiempo ganado para hacernos un poco más lentos, un poco menos eficientes y más reflexivos.

El sentido del tiempo se ha alterado: tal vez sea el tiempo de recuperar algo de lo humano que se nos había perdido.
( http://revistaanfibia.com/cronica/desorden-los-sentidos/ )

Si algo estamos aprendiendo y comprobando es que nada esta sujeto e inamovible. Los valores o conductas morales o éticas, el bien y el mal no aparecen como entidades o cualidades que nos poseen o podemos tomar. Tampoco surgen de las entrañas como algo innato que nos exime de la responsabilidad de nuestros actos y decisiones. No hay una “esencia” que viene con uno sino resulta del acto cotidiano y sensible de ejercitarlo convencidos de que eso es lo que somos. En lo individual y en lo colectivo, las auto-percepciones  aparecen como aquello que se nos muestra en un espejo y que decidimos aceptar y comportarnos de acuerdo al sentido que a esa imagen le asignamos. Como me percibo actúo … mis estados emotivos me dominan aunque pretenda educarlos … soy preso de mi mismo. Todos artilugios para no hacernos cargo … somos lo que decimos que somos cuando nos comportamos de las maneras que decimos que somos. Puñado de características que fluyen, fluctúan, algunas persisten, a veces se asientan, se confirman, otras se dispersan, se disipan, se truncan. “Las relacionadas con el sentido de la realidad son las primeras en caer cuándo triunfa el delirio.” ( José Antonio Montano)

Al abordar el tema de la conciencia de realidad y el delirio, Jaspers , advierte: "Lo que en cada instante suele ser para nosotros perfectamente evidente, suele ser también enigmático; así el tiempo, el yo, así también la realidad". "Justamente porque la vivencia de realidad puede ser perturbada patológicamente, se aviva la atención y se puede advertir su presencia". ( (Jaspers K. Psicopatología General. México, Siglo XXI Editores, 1996 )

Esto es exactamente lo que ha sucedido con nuestra teoría psicopatológica estructural de la psicosis, recientemente actualizada. La psicosis, como género, es concebida como una mutación insólita y productiva de la estructura de la conciencia de realidad, que se divide, a su vez, en cuatro especies: global u oneiriforme, afectiva, cognitiva unitaria y cognitiva escindida.



Las cuatro especies presentan una gradiente de mayor a menor compromiso de la conciencia de realidad, desde la psicosis oneiriforme hasta la cognitiva escindida, y, a la inversa, una gradiente de menor a mayor tendencia a la cronicidad en el mismo sentido. La realidad normal o prepsicótica es incorporada por la psicosis oneiriforme, desplazada en la especie afectiva; coexiste, en paralelo con el tema psicótico, en la especie cognitiva unitaria, y coexiste frente a cualquier estímulo en la psicosis cognitiva escindida, induciendo la perplejidad del período de invasión esquizofrénico, así como las vivencias y conductas bizarras del período de estado.
Planteada así la psicopatología de la afirmación y conducta de realidad en la psicosis, nuestro objetivo en el presente trabajo se dirige a la psicología de la conciencia de realidad normal, prepsicótica, el substrato que "puede ser perturbado patológicamente", de Jaspers.

Al respecto, Jaspers afirma: "Esa conciencia de realidad me penetra en una claridad más o menos ordenada, como saber acerca de la realidad que me concierne, que está encajada en la realidad general, como se me ha desarrollado y estructurado en su contenido por la tradición y la cultura en que he crecido y en que fui educado" .

Comentaremos ahora el concepto de realidad implicado en estas experiencias totales, afectivas o cognitivas. Jaspers insiste, al hablar del juicio de realidad, en que "la realidad no es una experiencia singular en sí, sino sólo lo que se muestra real en conexión con la experiencia". "La realidad es relativa" y "es abierta, se basa en la visión y en su certeza". Tanto él como Weisman adoptan, sin formularlo así, un punto de vista relativista cultural acerca de lo que es la realidad. Weisman (loc. cit.) dice: "El concepto de realidad surge del significado socialmente aceptado de la experiencia común".

El enfoque relativista cultural parte de las siguientes premisas: 1) Cultura es la parte del ambiente hecha por el hombre. 2) En términos psicológicos, cultura es la porción aprendida de la conducta humana. 3) La endoculturación comprende los aspectos de la experiencia del aprendizaje que permiten al hombre ser competente en su cultura. Y, por último, el principio mismo del relativismo cultural: "Los juicios están basados en la experiencia, y la experiencia es interpretada por cada individuo a base de su propia endoculturación".

Si aplicamos este principio general a la experiencia de realidad, podemos decir que la conciencia de realidad es aprendida en el proceso de endoculturación, iniciado en la infancia, y varía de una cultura a otra y aún entre los diversos subgrupos de una cultura determinada.

Un aspecto muy importante para los fines de este trabajo, es la estructura normal de la experiencia de realidad en las diversas culturas, es decir, cómo se configuran la conciencia total, afectiva y cognitiva de realidad. Tratando de ser breves, mencionaremos sólo tres ejemplos: 1) Conciencia total de realidad: "el fenómeno de posesión, que encontramos entre los negros africanos y los del Nuevo Mundo, es la suprema expresión de su experiencia religiosa; la posesión es un estado psicológico en el cual ocurre un desplazamiento de la personalidad cuando el Dios "viene a la cabeza" del adorador. Se considera que el individuo es la divinidad misma. A menudo se produce una completa transformación de la personalidad: la expresión facial, la conducta motora, la voz, la fuerza física y el carácter de sus manifestaciones verbales son enteramente diferentes de lo que son cuando es "él mismo". La experiencia oneiriforme del individuo así "poseído", constituye una variación normal de la conciencia total de realidad, en su cultura. 2) Conciencia afectiva de realidad: en la cultura occidental de nuestra época, el estado de enamoramiento puede citarse como una variación normal de la conciencia afectiva de realidad. En otra cultura, con un planteamiento diferente de la relación entre los sexos, la configuración normal de la relación amorosa puede construirse sobre bases diferentes, sin la gruesa deformación afectiva (con sentido positivo) de la realidad de la persona amada. 3) Conciencia cognitiva de realidad: dice Herskovits: Incluso los hechos del mundo físico son discernidos a través de la pantalla endocultural de modo que la percepción del tiempo, la distancia, el peso, el tamaño y otras "realidades" están "mediadas" por los convencionalismos de un determinado grupo". "Unos indios que viven en la parte Suroeste de Estados Unidos piensan a base de seis puntos cardinales y no de cuatro. Además de las direcciones norte, sur, este y oeste, incluyen las de arriba y abajo. Teniendo en cuanta que el universo es tridimensional, esos indios son enteramente realistas".

Hablamos de estructura de la conciencia total, la conciencia afectiva o la cognitiva de realidad para aludir al marco cultural aprendido de referencia, sea predominantemente afectivo, cognitivo o de conciencia total, en que ocurren estas experiencias de realidad. En cada cultura se enseña a sus miembros una manera de sentir, saber, o captar globalmente lo que es real. Esta configuración peculiar, basada en determinadas características de las percepciones, emociones, juicios, fantasías, estados de conciencia, etc., es lo que denominamos estructura.

Tanto la estructura como los contenidos de la conciencia de realidad son aprendidos por cada individuo en el proceso de endoculturación que se inicia al nacer y se extiende hasta el final de la adolescencia, siendo posteriormente reforzado durante la vida entera. Sociedades de mayor desarrollo tecnológico enseñan a sus miembros la estructura cognitiva de conciencia de realidad, basada en el pensamiento racional, científico, mientras las sociedades ágrafas o primitivas enseñarán la estructura global de conciencia de realidad, basada en el pensamiento mágico. El paso desde el pensamiento mágico al científico puede demorar siglos, o no producirse, eje largo de la evolución de la conciencia de realidad normal.

Con fines de análisis distinguimos dos niveles en el contacto de un sujeto con la realidad: su conciencia de realidad, que hemos definido antes, y su conducta de realidad. El material para analizar la conciencia de realidad es subjetivo, son las vivencias del sujeto acerca de la realidad de determinados estímulos, lo que recogeremos del análisis de su lenguaje. Nos comunica, explícitamente, en forma continua y permanente, que un hecho dado lo acepta como real, que otro hecho aún lo está analizando en su valor de realidad, y que un tercer hecho ha sido analizado como irreal; y, por lo tanto, va a ignorarlo como guía de su conducta.

Una fuente paralela de material es lo que el sujeto hace frente a determinado estímulo. Lo vemos responder con atención, interés, emociones, movimientos, gestos; en resumen, observamos su conducta de respuesta positiva de realidad frente a un estímulo dado. Esta respuesta actúa como refuerzo que mantiene conductas positivas ante estímulos similares. Colocado ante otro estímulo, se limita a explorarlo perceptivamente, con una respuesta exploratoria de realidad.

Por último, frente a un tercer estímulo, ya explorado, el sujeto rechaza su valor de realidad, da una respuesta negativa de realidad y suspende toda conducta ulterior, extinguiéndose las respuestas frente a estímulos futuros del mismo tipo. Un ejemplo respecto a los tres niveles de conciencia normal de realidad, es el análisis de contactos del 1o al 4o tipos, con Objetos Voladores No Identificados (OVNIS).
( https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717-92272001000200009 )

Daniel Roberto Távora Mac Cormack



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