Las razones de la historia

Europa y sus Guerras

No debería extrañarnos que en Europa haya guerra.

Generales, oficiales y soldados de Gaeta. La suerte de la guerra nos separa... La traición interna, el asalto de revolucionarios extranjeros, la agresión de un Estado que decíase amigo, nada os ha domado ni cansado. Entre sufrimientos de toda clase, pasando por campos de batalla, afrontando las traiciones más terribles del hierro y del plomo, habéis venido a Capua y a Gaeta, marcando de heroísmo las ribas del Volturno y las orillas del Garigliano, desafiando durante tres meses en estas murallas los esfuerzos de un enemigo dueño de toda la potencia de Italia. Por vosotros está a salvo el honor del ejército de las Dos Sicilias; por vosotros vuestro soberano puede tener la cabeza alta, y en la tierra del exilio donde esperará la justicia de Dios, el recuerdo de vuestra heroica lealtad le será dulcísimo consuelo en las desventuras... no os digo adiós sino hasta luego. Conservadme mientras tanto vuestra lealtad, como os conservará su gratitud y su afecto vuestro rey”

(Proclama reale ai Popoli delle Due Sicilie, Gaeta 14 febbraio 1861, firmato Francesco, manifesto a stampa.)

El 14 de febrero de 1861, Francisco II dejó la fortaleza de Gaeta. Su rendición,después de meses de asedio, fue anunciada con esta proclama, dedicada a los soldados protagonistas de la última defensa del Reino de las Dos Sicilias. No era solo una despedida. El rey de Nápoles declaró su voluntad de volver para restaurar la dinastía legítima. Fue tomado en serio. El mito de la reconquista del reino y el recuerdo de las precedentes restauraciones victoriosas animaron una resistencia legitimista que duró casi un decenio. Todavía en los años setenta del siglo XIX bandas lideradas por ex militares borbones se encontraban en las montañas de los Apeninos. El último fusilamiento de un “brigante” fue ordenado en Potenza en 1875. Diez años después fue capturado un guerrillero fugitivo desde 1861, Cosimo Giordano. ( Guerras europeas, conflictos civiles, proyectos nacionales. Una interpretación de las restauraciones napolitanas (1799-1866) Carmine Pinto Universitá degli Studi di Salerno)

Antes, en los albores mismos de lo que podría distinguirse como “historia Europea”, la guerra clásica, en Grecia, Macedonia y Roma asientan las bases del modelo militar occidental. El fin de la «Pax Romana» y las invasiones bárbaras dan comienzo a la etapa feudal Europea signada por constantes enfrentamientos tribales y étnicos. La historia de Europa es sinónimo de Guerra. Las guerras son una constante también en Oriente, Asia ha sido testigo más que cualquier otra parte del mundo del auge y la caída de imperios, sin embargo, las rivalidades entre potencias toma otro cariz tras la llegada de los estados europeos en el curso de la historia Asia ha sido testigo más que cualquier otra parte del mundo del auge y la caída de entes políticos rivales (principalmente, imperios). Los entes políticos más grandes o más fuertes han subyugado a los más débiles, y luego los han absorbido junto con sus territorios para formar entes políticos aun más grandes; tras ello, los más débiles, cuando no eran directamente conquistados, se convertían en estados tributarios. China bajo las dinastías Han, Tang y Song ofrece ilustraciones típicas de ese fenómeno, puesto que sometió a casi todos sus vecinos hasta que se vio ella misma conquistada por los mongoles.

A partir de la conquista española de Manila en 1571, las rivalidades asiáticas adquirieron un aspecto algo diferente, dado que la competencia comercial (el dominio de los mercados) se combinó con el poder y la influencia de agentes externos, concretamente, europeos. Esos acontecimientos culminaron en el reparto y la subyugación de buena parte de Asia (incluido casi todo el subcontinente indio) por parte de los europeos y su transformación en dependientes en términos mercantiles, clientes, colonias, súbditos imperiales o una combinación de todas esas cosas. Estados Unidos junto con Rusia entraron en esa historia bastante tarde, puesto que ambos obtuvieron (de nuevo mediante conquista) líneas de costa a mediados del siglo XIX. A continuación, Estados Unidos, en nombre de la “expansión pacífica” reclamó con una expedición naval (los barcos negros del comodoro Matthew Perry) la “apertura” de Japón al comercio y la influencia occidentales. Unas décadas más tarde, los gobiernos de los presidentes William McKinley y Theodore Roosevelt reescribieron la lógica de las rivalidades de poder declarando, por un lado, una “puerta abierta” al mercado chino y, por otra, un naciente “equilibrio de poder” para Asia oriental, con Estados Unidos como principal mediador tras el final de la guerra Ruso-Japonesa en 1905.


Los japoneses ganaron esa guerra –la primera victoria de una potencia asiática sobre una (casi) europea– pero se vieron obligados por Roosevelt a aceptar un acuerdo. El tratado Portsmouth se basó aparentemente en el mencionado “equilibrio de poder”, una noción sobre todo europea que había sido aplicada por uno de los mentores de Roosevelt, el escritor Alfred Thayer Mahan, a todo el planeta en una fórmula defensora de los intereses estadounidenses: hegemonía en el hemisferio occidental, aislamiento de Europa (en concreto, de los conflictos intraeuropeos) y equilibrio de poder en Asia. Roosevelt estaba en lo cierto, porque gracias en parte a su intenso apoyo activo Estados Unidos había derrotado a España apenas unos años antes y entrado en posesión de las Filipinas, entre otros lugares. Según la lógica mahaniana del paso del siglo XIX al XX, Estados Unidos no podía permitir que una potencia rival obtuviera dominio cerca de sus fronteras. Resultó que el rival más probable no era una potencia europea, sino Japón, porque Japón no sólo acababa de derrotar a Rusia sino que también había derrotado una década antes al decadente imperio Qing. Si alguna potencia podía equilibrar Japón en el Pacífico, tendría que ser Estados Unidos.

Rusia tan Asiática y occidental

Los rusos nunca han tenido claro su lugar en Europa, y esa ambivalencia es un aspecto importante de su historia e identidad culturales. Al vivir en los confines del continente, nunca han sabido realmente si su destino se hallaba en él. ¿Pertenecen a Occidente o a Oriente? Ese sentimiento de ambivalencia e inseguridad, de envidia y resentimiento hacia Europa ha caracterizado la conciencia nacional rusa durante mucho tiempo, y aún sigue haciéndolo en la actualidad.

Orlando Figes,profesor de Historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, en el Reino Unido. Se graduó en la Universidad de Cambridge, donde fue profesor de Historia y miembro del Trinity College. Es miembro de la Royal Society of Literature, colaborador habitual de The New York Review of Books y autor de numerosos libros sobre la historia de Rusia, como A People’s Tragedy: The Russian Revolution, 1891-1924, que obtuvo numeroso premios, entre ellos el de Los Angeles Times, Natasha’s Dance: A Cultural History of Russia o The Whisperers: Private Life in Stalin’s Russia (2007).

Escribe este artículo “Rusia y Europa”En el espacio de Humanidades y política del “Open Mind BBVA

I

Desde el reinado de Pedro el Grande y la fundación de San Petersburgo (su “ventana a Occidente”) en 1703, los rusos cultos han mirado a Europa como su ideal de progreso e ilustración. San Petersburgo era algo más que una ciudad, era un vasto, casi utópico proyecto de ingeniería cultural que aspiraba a refundar al ruso como un hombre europeo. Todo en la nueva capital estaba concebido para alentar a los rusos a adoptar un estilo de vida más europeo. Pedro obligó a sus aristócratas a afeitarse aquellas barbas “rusas” (señal de devoción en la fe ortodoxa), copiar la forma de vestir occidental, construir palacios con fachadas clásicas y adoptar las costumbres y los hábitos europeos, incluida la integración de la mujer en la sociedad. A comienzos del siglo xix, gran parte de la nobleza hablaba el francés mejor que el propio ruso. El francés era la lengua de los salones y, por aquella época, los préstamos de este idioma se hicieron un hueco en el afrancesado lenguaje literario de autores rusos como Aleksandr Pushkin (1799-1837) y Nikolái Karamzín (1766-1826).

Para la intelectualidad rusa, “Europa” no era simplemente un lugar, era un ideal: una región de la mente que ellos habitaban merced a su educación, su lenguaje y su actitud en general. “En Rusia existíamos tan solo en un sentido material”, recordaría el escritor Mijaíl Saltykov-Shchedrín (1826-89). “Íbamos a la oficina, escribíamos cartas a nuestros parientes, cenábamos en restaurantes, conversábamos los unos con los otros y cosas por el estilo. Pero, espiritualmente, todos éramos habitantes de Francia”. Los occidentalistas de Rusia se identificaban como “rusos europeos”, buscaban siempre la aprobación de Europa y deseaban ser reconocidos como iguales por ella. Por ese motivo, sentían cierto orgullo de las hazañas del Estado imperial, más grande y poderoso que ningún otro imperio europeo, y de la civilización petrina y su misión de conducir a Rusia hacia la modernidad. Sin embargo, al mismo tiempo eran plenamente conscientes de que Rusia no era “Europa” –jamás se aproximaba a tan alto ideal– y tal vez nunca llegara a ser parte de ella.

Cuando viajaban a Europa occidental, los rusos eran conscientes de que se los trataba como inferiores. En sus Cartas de un viajero ruso, Karamzín logra transmitir la inseguridad que a muchos rusos les producía su identidad europea. Dondequiera que fuera, había de recordar la imagen atrasada de Rusia que anidaba en la mente de los europeos. De camino a Königsberg, a dos alemanes les “sorprendió comprobar que un ruso pudiera hablar lenguas extranjeras”. En Leipzig, los profesores se referían a los rusos como “bárbaros” y no podían creer que tuvieran sus propios escritores. Los franceses eran aún peores, pues a su condescendencia hacia los rusos como estudiantes de su cultura había que sumar su desprecio por ellos como “monos que solo saben imitar”. A medida que Karamzín viajaba por Europa, lo invadía la sensación de que los europeos tenían una forma distinta de pensar, que tal vez los rusos solo se hubieran europeizado superficialmente: los valores y la sensibilidad europeos aún no habían penetrado en su universo mental. Las dudas de Karamzín eran compartidas por numerosos rusos educados que se esforzaban por definir su “europeidad”. En 1836, al filósofo Piotr Chaadaev (1794-1856) le desesperaba que los rusos solo acertaran a imitar a Occidente: eran incapaces de interiorizar sus principios morales esenciales.

En la década de 1850, el escritor, filósofo socialista y emigrante ruso en París Aleksandr Herzen (1812-70) escribió: “Nuestra actitud hacia Europa y hacia los europeos sigue siendo la de los provincianos hacia los moradores de la capital: nos mostramos serviles y sumisos, consideramos cualquier diferencia como un defecto, nos avergonzamos de nuestras peculiaridades y tratamos de ocultarlas”. Ese complejo de inferioridad suscitaba difíciles sentimientos de envidia y resentimiento hacia Occidente que iban siempre de la mano: en todo ruso culto convivían un occidentalista y un eslavófilo. Si Rusia no podía convertirse en parte de “Europa” en pie de igualdad, siempre había quienes estaban dispuestos a alegar que debía enorgullecerse de ser “diferente”.

Los eslavófilos surgieron como grupo definido en la década de 1830, cuando comenzaron sus famosas disputas públicas con los occidentalistas, pero tenían su origen en la reacción nacionalista a la imitación ciega de la cultura europea, así como a la invasión francesa de Rusia en 1812. Los horrores de la Revolución francesa llevaron a los eslavófilos a rechazar la cultura universal de la Ilustración y a ensalzar, en su lugar, las tradiciones autóctonas que caracterizaban a Rusia y la distinguían de Occidente. Preferían fijarse en las virtudes que apreciaban en las costumbres patriarcales de la vida rural. Idealizaron al pueblo llano (narod) como genuino depositario del carácter nacional (narodnost). Como fervientes defensores del ideal ortodoxo, sostenían que el ruso se definía por el sacrificio y la humildad cristianos. Esa era la base de la comunidad espiritual (sobornost) que caracterizaba a Rusia, por contraposición a los estados laicos de Europa Occidental, basados en la ley. Los eslavófilos nunca estuvieron organizados, salvo por las tendencias intelectuales de diversas publicaciones y tertulias, sobre todo en Moscú, que estaba considerada como una capital más “rusa”, más próxima a las costumbres de las provincias, en comparación con San Petersburgo. La eslavofilia era una orientación cultural, un modo de hablar y de vestir (al estilo ruso), una forma de concebir Rusia en relación con el mundo. Una noción que compartían todos aquellos que se consideraban eslavófilos en este sentido amplio –y entre estos podríamos contar a los escritores Fiódor Dostoyevski (1821-81) y Aleksandr Solzhenitsyn (1918-2008)– era la idea de un “alma rusa” especial –un principio genuinamente “ruso” de amor cristiano, virtud desinteresada y abnegación– que hacía a Rusia distinta de Occidente y espiritualmente superior a este. Occidente podía tener sus palacios de cristal, podía estar tecnológicamente más avanzado que Rusia, pero el progreso material constituía el germen de su propia destrucción, ya que alimentaba un individualismo egoísta del que Rusia estaba a salvo gracias a su espíritu colectivo de sobornost. Ahí se hallaba la raíz del concepto mesiánico de la misión divina de Rusia de redimir a la humanidad. Y ahí se hallaba también el origen de la idea de que Rusia no era un Estado territorial al uso, que no podía verse limitada por fronteras geográficas, sino que representaba el imperio de ese ideal místico. En palabras del célebre poeta Fiódor Tiútchev (1803-73), eslavófilo y partidario militante de la causa paneslava:

Rusia no puede comprenderse solo con la mente, no hay regla capaz de abarcar su grandeza: su espíritu es de una clase especial, en Rusia solo se puede creer.

II

Semejantes ideas nunca estuvieron lejos de la política exterior de Nicolás I (1825-1855). Nicolás era un firme defensor de los principios autocráticos: creó la policía política, endureció la censura, intentó aislar a Rusia de los conceptos europeos de democracia y envió a sus ejércitos a aplastar los movimientos revolucionarios en Europa. Influido por las ideas eslavófilas, identificaba la defensa de la religión ortodoxa fuera de las fronteras de Rusia con la promoción de los intereses nacionales rusos. Hizo suya la causa griega en Tierra Santa contra las pretensiones rivales de los católicos de controlar los lugares sagrados, lo cual lo llevó a un prolongado conflicto con los franceses. Movilizó a sus ejércitos para defender a los eslavos ortodoxos que se encontraban bajo el dominio otomano en los Balcanes. Su objetivo era mantener la debilidad y la división del imperio turco y, con ayuda de la poderosa armada rusa en Crimea, hacerse con el dominio del mar Negro y el acceso a través de los estrechos, que las grandes potencias consideraban tan importante para conectar el Mediterráneo con Oriente Próximo. Peligrosas políticas de diplomacia armada conducirían a la guerra de Crimea en 1854-1856.

La primera fase de la guerra de Crimea fue la invasión rusa de los principados turcos de Moldavia y Valaquia (más o menos la actual Rumanía), donde los rusos contaban con el apoyo de los serbios ortodoxos y los búlgaros. Mientras sopesaba su decisión de lanzar la invasión, sabiendo que podía llevar a las potencias occidentales a intervenir en defensa de Turquía, Nicolás recibió un memorándum sobre las relaciones de Rusia con las potencias europeas redactado por el ideólogo paneslavo Mijaíl Pogodin, profesor de la Universidad de Moscú y fundador de la prestigiosa revista Moskvitianin (Moscovita). No cabe duda de que el memorándum, repleto de quejas contra Occidente, halló eco en Nicolás, quien compartía con Pogodin la sensación de que el papel de Rusia como protectora de los ortodoxos no había sido reconocido o entendido, y de que Rusia estaba siendo tratada injustamente por las grandes potencias. A Nicolás le agradó especialmente el siguiente fragmento, en el cual Pogodin condenaba el doble rasero de las potencias occidentales, que les permitía conquistar tierras extranjeras y, al mismo tiempo, prohibir a Rusia que defendiera a sus correligionarios en otros territorios:

Francia arrebata Argelia a Turquía1 y casi todos los años Inglaterra se anexiona otro principado de India: nada de todo eso perturba el equilibrio de poder, pero cuando Rusia ocupa Moldavia y Valaquia, aunque solo provisionalmente, eso altera el equilibrio de poder. Francia ocupa Roma y permanece allí varios años en época de paz: eso no significa nada, pero basta con que Rusia piense en ocupar Constantinopla para que la paz de Europa se vea amenazada. Los ingleses declaran la guerra a los chinos, que, según parece, los han ofendido: nadie tiene derecho a intervenir, pero Rusia se ve obligada a pedir permiso a Europa para pelearse con su vecino. Inglaterra amenaza a Grecia con apoyar las falsas pretensiones de un miserable judío y quema su flota: esa es una acción legítima, pero Rusia exige un tratado para proteger a millones de cristianos y se considera que eso fortalece su posición en Oriente a expensas del equilibrio de poder. No podemos esperar de Occidente otra cosa que no sea mala intención y un odio ciego, que no entiende ni quiere entender (comentario de Nicolás I en el margen: “Esta es exactamente la cuestión”).

Tras avivar el resentimiento del propio zar contra Europa, Pogodin lo animó a actuar solo, según su conciencia ante Dios, para defender a los ortodoxos y promover los intereses de Rusia en los Balcanes. Nicolás manifestó su aprobación:

¿Quiénes son nuestros aliados en Europa? (comentario de Nicolás: “Nadie, y no los necesitamos, si ponemos nuestra confianza en Dios, de forma incondicional y de buen grado”). Nuestros únicos aliados verdaderos en Europa son los eslavos, nuestros hermanos de sangre, lenguaje, historia y fe, y hay diez millones de ellos en Turquía y millones en Austria… Los eslavos turcos podrían proporcionarnos más de doscientos mil soldados, ¡y qué soldados! Y eso sin contar a los croatas, dálmatas y eslovenos, etcétera (comentario de Nicolás: “Una exageración: si se reduce esa cifra a la décima parte, será cierto”)… Al declararnos la guerra, los turcos han destruido todos los viejos tratados que definían nuestras relaciones, así que ahora podemos exigir la liberación de los eslavos y lograr ese objetivo por medio de una guerra, ya que ellos mismos han elegido la guerra (comentario de Nicolás: “Eso es cierto”).

Si no liberamos a los eslavos y los ponemos bajo nuestra protección, nuestros enemigos, los ingleses y los franceses, lo harán en nuestro lugar. En Serbia, Bulgaria y Bosnia, están activos entre los eslavos, con sus partidos occidentales y, si tienen éxito, ¿en qué posición quedaremos nosotros? (comentario de Nicolás: “Absolutamente cierto”).

¡Sí! Si no aprovechamos esta oportunidad favorable, si sacrificamos a los eslavos y traicionamos sus esperanzas, o permitimos que su destino sea decidido por otras potencias, entonces no solo habremos puesto en contra nuestra a una lunática Polonia, sino a diez (que es lo que desean nuestros enemigos y en eso trabajan para lograrlo) (comentario de Nicolás: “Así es”).

En el fondo de esta reflexión subyace la convicción de que, si Rusia no interviene para defender sus intereses en los Balcanes, serán las potencias europeas quienes lo hagan en su lugar: en suma, que era inevitable un conflicto de intereses, influencias y valores entre Occidente y Rusia.

Para las potencias europeas, la propagación del dominio occidental era sinónimo de libertad y valores liberales, libre comercio, buenas prácticas administrativas, tolerancia religiosa, etcétera. La rusofobia de Occidente desempeñó un papel fundamental en esta ofensiva contra las ambiciones expansionistas rusas. La rápida expansión territorial del Imperio ruso en el siglo xviii y la demostración de su poderío militar contra Napoleón habían causado una profunda impresión en las mentes europeas. Hubo una oleada de publicaciones alarmistas –panfletos, cuadernos de viajes y tratados políticos– sobre “la amenaza rusa” que se cernía sobre el continente. Aquellos temores tenían más que ver con la idea del “otro” asiático que ponía en peligro las libertades y la civilización de Europa que con cualquier amenaza real y presente. Se estaban redefiniendo las fronteras de “Europa” para excluir a ese “otro” de Rusia que, según aquellos textos, se alzaba como una potencia salvaje, agresiva y expansionista por naturaleza, hostil a los principios de libertad que definían culturalmente a los “europeos”. La represión por parte del zar de las revoluciones polaca y húngara, en 1830-31 y 1848-49 respectivamente, reforzó ese panorama de división entre las libertades europeas y la tiranía rusa que, a la larga, acabaría por cimentar la alianza de Europa contra Rusia (Gran Bretaña, Francia, Piamonte-Cerdeña) durante la guerra de Crimea.

Sin embargo, desde el punto de vista del zar las potencias europeas se comportaban de un modo hipócrita: su apuesta por la libertad no era más que un intento de difundir el libre comercio, que favorecía sus intereses económicos; y su defensa de Turquía respondía, en realidad, a un deseo de contener a Rusia, cuyo crecimiento constituía una amenaza para sus propias aspiraciones imperiales en la zona, entre ellas la ruta hacia India.

La derrota en la guerra de Crimea alimentó en los rusos un profundo resentimiento hacia Occidente. El tratado de paz impuesto por las potencias europeas vencedoras supuso una humillación para Rusia, que se vio obligada a destruir su flota en el mar Negro. Nunca antes se había impuesto un desarme obligatorio a una gran potencia, ni siquiera Francia había sido desarmada tras las guerras napoleónicas. Rusia había sido tratada de una manera que no tenía precedentes en el concierto de Europa, que supuestamente se basaba en el principio de que ninguna gran potencia debía ser humillada por las otras. Pero, en realidad, los aliados no pensaban que Rusia fuera una potencia europea. Consideraban a Rusia como un Estado semiasiático. Durante las negociaciones de la Conferencia de París, el conde Walewski, ministro de Asuntos Exteriores francés, había preguntado a los delegados británicos si no sería demasiado humillante para los rusos que las potencias occidentales instalaran cónsules en sus puertos del mar Negro para supervisar la desmovilización. Lord Cowley, embajador británico en París, insistió en que no lo sería, señalando que ya a China se le había impuesto una condición similar en el Tratado de Nankín, tras la primera guerra del Opio.

III

Tras la guerra de Crimea, Rusia, derrotada por Occidente, dirigió hacia Asia sus planes imperiales. El zar Alejandro ii (1855-81) estaba cada vez más convencido de que el destino de Rusia pasaba por ser la principal potencia europea en Asia, y de que solo Gran Bretaña se interponía en su camino. Ese punto de vista, profundamente influido por el clima de mutua desconfianza existente entre Rusia y Gran Bretaña tras la guerra de Crimea, determinaría las políticas de Rusia en el Gran Juego, su rivalidad imperial con Gran Bretaña por la supremacía en Asia Central en las últimas décadas del siglo xix.

Como civilización cristiana situada en la estepa eurasiática, Rusia podía mirar hacia Occidente o hacia Oriente. Desde comienzos del siglo xviii, había mirado hacia Europa desde su atalaya de Estado más “oriental” del continente. Junto con el sur de España, se podía afirmar que formaba parte del propio “Oriente” interior de Europa: ese “otro” por medio del cual se definía “Europa”. Sin embargo, si miraba hacia Oriente, Rusia se convertiría en el Estado más “occidental” de Asia, el bastión de la civilización cristiana y europea a lo largo de once de los husos horarios del planeta.

La conquista rusa de Asia central a partir de la década de 1860 reafirmó la idea de que el destino de Rusia no estaba en Europa, como habían supuesto durante tanto tiempo, sino más bien en Oriente. En 1881, Dostoyevski escribió:

Rusia no solo está en Europa, sino también en Asia. Hemos de desterrar ese miedo servil a que Europa nos llame bárbaros asiáticos y decir que somos más asiáticos que europeos. Esa equivocada visión de nosotros mismos como exclusivamente europeos y no asiáticos (algo que nunca hemos dejado de ser) nos ha costado muy cara a lo largo de estos dos siglos, y hemos pagado por ello con la pérdida de nuestra independencia espiritual. Resulta difícil para nosotros apartarnos de nuestra ventana a Europa, pero ese es nuestro destino… Cuando volvamos la vista hacia Asia, con nuestro nuevo concepto de ella, es posible que nos ocurra algo parecido a lo que le sucedió a Europa cuando se descubrió América. Pues, en verdad, Asia para nosotros es esa misma América que aún no hemos descubierto. Con nuestro salto a Asia, nuestro espíritu y nuestra fuerza resurgirán de nuevo… En Europa éramos rémoras y esclavos, mientras que en Asia seremos los amos. En Europa éramos tártaros, mientras que en Asia podemos ser europeos.

Esta cita ilustra a la perfección la propensión de los rusos a definir sus relaciones con Oriente como reacción a su autoestima y su estatus en Occidente. En realidad, Dostoyevski no estaba afirmando que Rusia fuera una cultura asiática, sino tan solo que los europeos la veían como tal. Y, de igual modo, su idea de que Rusia debía consagrarse a Oriente no quería decir que debiera tratar de ser una potencia asiática, sino todo lo contrario, que solo en Asia encontraría renovados ánimos para reafirmar su europeidad. La raíz de este giro de Dostoyevski hacia Oriente hay que buscarla en el enconado rencor que, como muchos rusos, albergaba por la traición de Occidente a la causa cristiana de Rusia en la guerra de Crimea.

El desprecio y el resentimiento hacia los valores que encarna Occidente fue la respuesta más común entre los rusos al sentimiento de rechazo por parte de Occidente. A lo largo del siglo xix, el concepto de “temperamento escita” –bárbaro y rudo, iconoclasta y extremo, carente de la compostura y la moderación del “refinado ciudadano europeo”– pasó a formar parte del léxico cultural como una especie de “rusiedad asiática” que reivindicaba su derecho a ser “incivilizada”. Ese es el sentido de los versos de Pushkin:

Ahora la templanza no es apropiada, quiero beber como un salvaje escita.

Y era también el sentido en el que Herzen se dirigía al anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon en 1849:

Pero ¿sabe usted, monsieur, que ha firmado un contrato [con Herzen para cofinanciar un periódico] con un bárbaro, y un bárbaro que es tanto más incorregible por serlo no solo de nacimiento, sino por convicción? Como auténtico escita, observo con deleite mientras este viejo mundo se destruye a sí mismo, y no siento ni la más mínima compasión por él.

Los “poetas escitas” –como dieron en llamarse a sí mismos los miembros de ese difuso grupo de escritores en el que se incluían Aleksandr Blok (1880-1921) y Andréi Bely (1880-1934)– adoptaron ese espíritu salvaje en un desafío a Occidente. Sin embargo, al mismo tiempo su poesía estaba inmersa en la vanguardia europea. Tomaron su nombre de los antiguos escitas, tribus nómadas de lengua irania que abandonaron Asia Central en el siglo viii a. de C. y dominaron las estepas que rodean los mares Negro y Caspio durante los siguientes quinientos años. Los intelectuales rusos del siglo xix vieron a los escitas como una suerte de míticos antepasados de los eslavos orientales. En las últimas décadas del siglo, numerosos arqueólogos llevaron a cabo excavaciones de kurgans escitas, los túmulos funerarios que se hallan diseminados por todo el sur de Rusia, la estepa suroriental, Asia Central y Siberia, en un esfuerzo por encontrar un vínculo cultural entre los escitas y los antiguos eslavos.

Los poetas escitas estaban fascinados con ese reino prehistórico. En su imaginación, los escitas eran un símbolo de la naturaleza salvaje y rebelde del hombre ruso primigenio. Celebraban el espíritu elemental (stikhiia) de esa Rusia salvaje y rural y se convencieron de que la siguiente revolución, que todos presentían tras la de 1905, se llevaría consigo el pesado lastre de la civilización europea y crearía una nueva cultura en la que hombre y naturaleza, arte y vida, se fundirían en uno. El célebre poema de Blok Los escitas (1918) fue una declaración programática de esa pose asiática de cara a Occidente:

Vosotros sois millones; nosotros, legiones, legiones y legiones.¡Intentad, pues, combatirnos! Sí, somos escitas, sí, asiáticos, una codiciosa tribu de ojos rasgados.

No era tanto un rechazo ideológico de Occidente como un amenazador abrazo, un llamamiento a Europa para que se uniera a la revolución de las “hordas salvajes” y se renovara por medio de una síntesis cultural de Oriente y Occidente; de lo contrario, corría el riesgo de ser anegada por las “legiones”. Durante siglos, sostenía Blok, Rusia había protegido a una ingrata Europa de las tribus asiáticas:

Como esclavos, obedientes y despreciados, hemos sostenido el escudo entre dos razas hostiles, la de Europa y las feroces hordas mongoles.

Pero había llegado la hora de que el “viejo mundo” de Europa se “detuviera ante la esfinge”:

Sí, Rusia es una esfinge. Jubilosa y afligida, y sudando sangre, no logra saciar sus ojos, que os miran y os miran y os miran con odio y amor de piedra.

Rusia aún tenía aquello que Europa había perdido hacía tiempo: “un amor que arde como el fuego”, una violencia que renueva mediante la devastación. Uniéndose a la Revolución rusa, Occidente viviría un despertar espiritual por medio de una pacífica reconciliación con Oriente.

De los horrores de la guerra volved a nosotros, volved a nuestros plácidos brazos y descansad. Camaradas, antes de que sea tarde, envainad la vieja espada, bendita fraternidad.

Pero si Occidente se negaba a adoptar ese “espíritu ruso”, Rusia lanzaría contra él las hordas asiáticas:

Sabed que ya no seremos vuestro escudo, sino que, indiferentes a los gritos, observaremos el fragor de la batalla distantes, la mirada dura y entornada, no intervendremos cuando el salvaje huno despoje el cadáver y lo deje desnudo, que me aldeas, reúna al ganado en la iglesia y el olor a carne quemada inunde el aire.

IV

En marzo de 1918, con aviones alemanes bombardeando Petrogrado, el nombre con el que habían rebautizado San Petersburgo, los bolcheviques trasladaron la capital soviética a Moscú. Ese movimiento simbolizaba la creciente separación entre la república soviética y Europa. Mediante el Tratado de Brest-Litovsk, firmado ese mismo mes para poner fin a la guerra con las Potencias Centrales, Rusia perdió la mayor parte de sus territorios en el continente europeo: Polonia, Finlandia, los estados bálticos y Ucrania. Como potencia europea, Rusia quedaba reducida a un estatus equiparable al de Moscovia en el siglo xvii.

En los primeros años de dominio soviético, los bolcheviques tenían la esperanza de que su revolución se extendiera por el resto del continente europeo. Tal como lo veía Lenin, el socialismo era insostenible en un país rural y atrasado como Rusia si la revolución no se extendía a los estados industriales más adelantados. Alemania ocupaba el centro de sus más ambiciosas esperanzas: era la cuna del movimiento marxista y poseía el movimiento obrero más avanzado de Europa. La revolución de noviembre de 1918 fue acogida con entusiasmo por los bolcheviques: sus consejos de obreros y soldados parecían indicar que Alemania estaba avanzando por la senda soviética. Pero no hubo “octubre” alemán. Los socialistas alemanes decidieron apoyar una república democrática entrando en el gobierno y atajando el alzamiento de los comunistas en enero de 1919. Ningún otro Estado europeo se planteó siquiera la posibilidad de alinearse con Moscú y su revolución: la crisis social y económica de la posguerra que radicalizara a los trabajadores comenzaba a remitir y, en 1921, estaba claro que, en un futuro inmediato, hasta que Europa no se viera sacudida por otra guerra u otra crisis, la Rusia soviética tendría que sobrevivir por sí sola (“socialismo en un solo país”).

A lo largo de los setenta años siguientes, la Rusia soviética permaneció aislada de Occidente, tanto política como culturalmente. Hubo breves periodos en los que se abrieron los canales culturales: durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, cuando los aliados enviaban libros y películas occidentales que se ponían a disposición del pueblo soviético; o durante el deshielo de Jrushchov, entre finales de la década de 1950 y principios de la de 1960, cuando se produjeron intercambios culturales entre la Unión Soviética y Occidente. Con la toma del control de Europa del este por parte de los soviéticos después de 1945, sus ciudadanos también pudieron viajar a los países del bloque oriental, de los que recibían algunos elementos de la cultura europea en una forma aceptable para las autoridades comunistas. Por lo demás, quedaron desconectados del universalismo de la tradición europea a la que tan apegada se sentía la Rusia petrina (1703-1917).

Entre los escasos emigrantes que huyeron de la Rusia Soviética después de 1917 se hallaba un grupo de intelectuales conocidos como los eurasianistas. El eurasianismo era la tendencia intelectual predominante en todas las comunidades de emigrados. Muchos de los más conocidos exiliados rusos, incluidos el filólogo príncipe N. S. Trubetskói (1890-1938), el teólogo padre Gueorgui Florovski (1893-1979), el historiador George Vernadski (1887-1973) y el teórico de la lingüística Roman Jakobson (1896-1982), eran miembros de este grupo. El eurasianismo fue, básicamente, un fenómeno de la emigración, en el sentido de que tenía su origen en el sentimiento de traición a Rusia por parte de Occidente en 1917-21. Sus partidarios, en su mayoría aristócratas, reprochaban a las potencias occidentales su incapacidad para derrotar a los bolcheviques en la Revolución y la Guerra Civil, la cual había terminado con el colapso de Rusia como potencia europea y su propia expulsión de la patria. Desencantados con Occidente, pero sin haber perdido aún la esperanza de un posible futuro para ellos en Rusia, redefinieron su país natal como una cultura única (“turania”) localizada en la estepa asiática.

El manifiesto fundacional del movimiento fue Éxodo hacia Oriente, una recopilación de diez ensayos publicados en Sofía en 1921 y en los que los eurasianistas preconizaban la destrucción de Occidente y el auge de una nueva civilización encabezada por Rusia o Eurasia. En el fondo, sostenía Trubetskói, autor de los ensayos más importantes de la colección, Rusia era una cultura asiática esteparia. Las influencias bizantinas y europeas, que habían conformado el Estado ruso y su alta cultura, apenas habían calado en las capas inferiores de la cultura popular rusa, que se había desarrollado más a través del contacto con Oriente. Durante siglos, los rusos se habían mezclado libremente con las tribus ugrofinesas, los mongoles y otros pueblos nómadas de las estepas. Habían asimilado elementos de sus lenguas, su música, sus costumbres y su religión, de forma que aquellas culturas asiáticas habían sido absorbidas por la propia evolución histórica de Rusia.

Tales ideas tenían pocas pruebas etnográficas que las respaldaran: no eran más que una pose polémica y rencorosa hacia Occidente. En este sentido, bebían de las mismas fuentes que el concepto planteado por vez primera por Dostoyevski de que el destino del imperio se hallaba en Asia (donde los rusos podían ser “europeos”), y no en Europa (donde no eran más que “rémoras”). Sin embargo, debido a su poder emotivo, las ideas eurasianistas tuvieron una fuerte repercusión cultural en la emigración rusa de las décadas de 1920 y 1930, cuando los que lloraban la desaparición de su país del mapa europeo fueron capaces de concebir nuevas esperanzas de reaparición en el lado eurasiático, y esas mismas ideas han experimentado un resurgir en años recientes, tras la caída de la Unión Soviética, cuando el lugar de Rusia en Europa distaba mucho de estar claro.

V

Con la caída del régimen soviético, hubo quien concibió esperanzas de que Rusia se reincorporara a la familia de Estados europeos a la que había pertenecido antes de 1917. Los gobiernos occidentales y sus asesores pensaron que Rusia –tal vez más que los Estados de Europa del este surgidos del bloque soviético– pasaría a ser “como nosotros”: una democracia capitalista con los típicos valores y actitudes liberales europeos. Esa creencia resultó ser equivocada por razones históricas y culturales que, a estas alturas, deberían estar claras, pero todas las esperanzas se vieron defraudadas por lo que ocurrió en Rusia después de 1991.

Para millones de rusos, el colapso de la Unión Soviética supuso una catástrofe. En unos pocos meses, lo perdieron todo: un sistema económico que les había proporcionado seguridad y garantías sociales; un imperio con estatus de superpotencia; una ideología y una identidad nacional determinada por la versión de la historia soviética que habían aprendido en la escuela. El “sistema capitalista” que se introdujo –con precipitadas privatizaciones en una época de hiperinflación– trajo consigo el saqueo de los activos del Estado por parte de oligarcas corruptos. El desmesurado aumento de la criminalidad tampoco ayudó a la causa capitalista. Todo eso alimentó un profundo resentimiento hacia Occidente, al que se culpó del nuevo sistema. Más allá de una reducida intelectualidad, que se circunscribía a Moscú y San Petersburgo, la mayoría de los rusos de provincias no compartían los valores liberales de la democracia (libertad de expresión, tolerancia religiosa, igualdad de las mujeres, derechos de las comunidades LGBT [lesbianas, gais, bisexuales y transexuales], etcétera), todos los cuales resultaban “ajenos” a las costumbres soviéticas y de la antigua Rusia con las que se habían criado. Los rusos tenían la sensación de que aquellos valores les venían impuestos por Occidente, que había salido “victorioso” de la Guerra Fría.

Putin dejó entrever su orgullo herido y su resentimiento hacia Occidente. En su primer mandato como presidente, entre 2000 y 2004, pareció dar muestras de interés en establecer vínculos más estrechos con Europa, aunque solo fuera para contrarrestar la influencia norteamericana. Continuó con la retórica de Boris Yeltsin de una “gran Europa”, una comunidad de Estados europeos, incluyendo, de algún modo, a Rusia, que pudiera actuar como un “centro de política mundial fuerte y verdaderamente independiente” (es decir, independiente de EE. UU.), aunque sin el énfasis de Yeltsin en los principios democráticos liberales. Sin embargo, dos sucesos alteraron la actitud de Putin hacia Europa durante 2004. En primer lugar, la expansión de la OTAN hacia Europa del este y los estados bálticos ofendió al Kremlin, que lo vio como una traición a las promesas hechas por la OTAN con motivo de la disolución del Pacto de Varsovia de no inmiscuirse en la antigua esfera de influencia soviética. En segundo lugar, la Revolución naranja de Ucrania avivó las inseguridades del Gobierno de Putin, que consideró el movimiento democrático como una ofensiva occidental (liderada por Estados Unidos) contra la influencia de Rusia en sus vecinos más próximos (la Comunidad de Estados Independientes). Ucrania era y continúa siendo un país fronterizo crucial para la identidad nacional de Rusia y para las relaciones con Europa. Kiev fue la cuna de la civilización cristiana de Rusia. Tal y como dice Putin con frecuencia, muchos rusos consideran a los ucranianos como del mismo pueblo, o familia de pueblos, que los propios rusos.

Temiendo que un movimiento democrático similar se extendiera de Ucrania a Rusia, Putin afianzó su poder autoritario con una base de apoyo popular nacionalista construida sobre una retórica antioccidental. EE. UU. y la UE estaban promoviendo revoluciones democráticas en países de la antigua Unión Soviética con el fin de destruir a Rusia: ese, en pocas palabras, era (y es) su punto de vista. El régimen reforzó su relación con la Iglesia, y comenzó a promover las ideas de filósofos eurasianistas como Iván Ilyin (1883-1954), un emigrante “blanco” cuyos restos fueron repatriados de Suiza a Rusia en 2009 por orden de Putin. Los ideólogos del Kremlin comenzaron a manifestar ideas eurasianistas. Putin respaldó la idea (originalmente propuesta por el presidente de Kazajistán Nursultán Nazarbáyev) de crear una Unión Económica Euroasiática y, en 2011, los presidentes de Bielorrusia, Kazajistán y Rusia acordaron marcarse el objetivo de fundar una en 2015. Putin estaba decidido a incluir a Ucrania en esa Unión Euroasiática, pero los ucranianos congregados en el Maidán estaban igualmente decididos a ingresar en “Europa”.

Devolver a Rusia a la historia soviética era una parte importante de la hoja de ruta nacionalista de Putin.

Si bien reconoció los “errores” de la era Stalin –su eufemismo para referirse al terror en que incontables millones fallecieron o languidecieron en el gulag–, Putin insistió en que no había necesidad de que los rusos se obsesionaran con ese aspecto de su pasado reciente, no digamos prestar oídos a los sermones moralizadores de extranjeros sobre lo terrible que era su historia. Podían sentirse orgullosos de los logros del periodo soviético: la industrialización del campo; la derrota de la Alemania nazi; y la ciencia y la tecnología soviéticas, logros que habían dado sentido a sus vidas y a los sacrificios realizados. Para millones de rusos, Putin estaba restableciendo el orgullo nacional.

El estribillo de todos sus discursos es la necesidad de que a Rusia se le muestre más respeto, de que Occidente la trate como a un igual. Con frecuencia se ha quejado de hipocresía y doble rasero por parte de Occidente, que invade Irak en nombre de la “libertad”, pero impone sanciones a Rusia cuando esta defiende lo que él define como sus intereses legítimos en Crimea. A este respecto, resultan sorprendentes las similitudes con el resentimiento de Nicolás I por el “doble rasero” en vísperas de la “primera” guerra de Crimea. Al igual que Nicolás consideraba la defensa de los correligionarios de Rusia en los Balcanes como su deber cristiano en su calidad de zar de todas las Rusias, así también Putin ha equiparado la defensa de los ciudadanos rusos de Crimea (e, indirectamente, del este de Ucrania) con la defensa de los intereses nacionales de Rusia. Ambos personajes comparten una concepción mística de “Rusia” como un imperio que no se define por fronteras territoriales.

Putin admira a Nicolás I por enfrentarse a toda Europa en la defensa de los intereses de Rusia. En la actualidad, por orden suya, un retrato del zar cuelga en la antesala del despacho presidencial en el Kremlin.

(Figes, O., "Rusia y Europa", en La búsqueda de Europa. Visiones en contraste, Madrid, BBVA, 2015.)

Los Territorios en disputa

Ucrania fue uno de los primeros centros dónde se establecieron las civilizaciones y apareció el planeamiento urbanístico, es parte del área donde comenzó la domesticación del caballo, la invención de la rueda y el trabajo con metales. Diferentes oleadas de migración indoeuropea a Europa y más tarde en dirección opuesta formaron la base y características de la población ucraniana. La colonización griega de la costa del mar Negro influenció el territorio de Ucrania en el marco de la civilización griega como su frontera norte.

La gran migración de pueblos en el siglo v a.C. continuó y terminó formando diversas tribus eslavas. Estas tribus eslavas convergieron formando así el estado medieval de la Rus de Kiev en el año 882, en en la llanura de Europa del Este. Tras la invasión de la Rus de Kiev por parte de la Horda de Oro, el Estado se desintegró y fragmento en diversos feudos como el reino Ruteno. Las tierras occidentales de la Rus, en adelante Rutenia para referirse a Ucrania, fueron reunificadas por el Gran Ducado de Lituania, que, buscando aliados en la lucha contra los moscovitas (actuales rusos) y los «ostsiedlung» (alemanes bálticos), se unificó dinásticamente con el Reino de Polonia, tras esto Rutenia formaría parte de la Mancomuniad lituano-polaca.

La cultura ucraniana fue desarrollándose paralelamente y de forma diferente en las zonas ocupadas por el imperio ruso y el reino polaco, mas tarde imperio austriaco. Diferencias que pueden apreciarse incluso hasta el día de hoy. La región occidental de Ucrania mantuvo un carácter nacionalista, mientras el corazón de Ucrania y el este fueron severamente rusificados; se prohibió el idioma ucraniano en muchas ocasiones y esferas (véase actos contra el idioma ucraniano), se forzó la migración de población rusa a ciudades ucranianas para convertirlas en ruso-hablantes, se deportó población ucraniana a Siberia (lo que aun así daría lugar al surgimiento de colonias ucranianas como Ucrania Verde o Ucrania Gris), además de discriminación y denotación de estatus hacia la población ucraniano-hablante.

Pese a la rusificación y los intentos de asimilación de la población ucraniana, la República Popular Ucraniana declaró su independencia de Rusia en 1917 y la Republica Popular Ucraniana Occidental declaró su independencia de Austria y Polonia en 1918; dando inicio la guerra de independencia de Ucrania, en el transcurso de esta, las dos Ucranias se unificaron en el acta de Zluky. A pesar de ello, igual que en el pasado, Ucrania se encontraba entre dos espadas y la pared; la República Polaca y el movimiento bolchevique. Teniendo que ceder la región occidental y aliarse con Polonia, Ucrania perdió la guerra de independencia, fue nuevamente dividida y la RSFS de Rusia anexó varias regiones del norte y este de Ucrania, además de los territorios nominalmente controlados de Kubán y Crimea, asignando el territorio restante a la RSS de Ucrania.

Entre 1921 y 1929, la Unión soviética instauró políticas para ganar la confianza de la población escéptica hacia el comunismo de sus estados miembro, en el caso de Ucrania llamándose este período ucranización, pero tras la llamada Gran ruptura declarada por Stalin todo cambió. Se intensificó la rusificación de Ucrania prohibiéndose el idioma ucraniano en las escuelas,1​2​ la destrucción de monumentos y documentos históricos, se produjo la muerte de entre 4 y 12 millones de ucranianos durante la hambruna del Holodomor de 1932-1933.

Tras 70 años de rusificación e intentos de independencia (véase Ucrania de los Cárpatos o el UPA), Ucrania renació una vez más como una república independiente el 24 de agosto de 1991. Desde entonces sigue luchando por su independencia y por una democracia libre, como en la Revolución naranja o en el Euromaidán.

En las elecciones presidenciales anticipadas de junio de 2014 ganó Petro Poroshenko, que tomo el gobierno del país en las peores condiciones de toda su historia: la oposición parlamentaria, la crisis económica y la guerra. El 20 de junio, se anunció un alto el fuego unilateral de una semana con un ultimátum simultáneo a los mercenarios prorrusos y militantes locales para que abandonaran el país, seguido de la liberación del país, que fue frustrado por la introducción de tropas regulares de Rusia. Con la ayuda de los países occidentales, Ucrania consiguió congelar la guerra en la línea de demarcación y Rusia consolidar el estado de incertidumbre permanente en el Donbás en los acuerdos de Minsk. En octubre de 2014 se celebraron elecciones parlamentarias, por primera vez, los comunistas no llegaron allí. En 2015, el presidente firmó un paquete de leyes de descomunización y comenzó a desmantelar el legado totalitario. Poroshenko logró reformar radicalmente las Fuerzas Armadas en unos pocos años, pero, debido a la oposición del comando de la vieja escuela, solo las acercó a los estándares de la OTAN. En febrero de 2014, debido al agotamiento de las reservas de oro y divisas, la moneda nacional comenzó a caer rápidamente, la continuación de la guerra y la caída de los precios mundiales de los metales y los alimentos redujeron su tipo de cambio a 25 grivnas por dólar en 2015. El PIB real del país en 2014 cayó un 6,0%, en 2015, un 43,3%. Con la ayuda del FMI y una política fiscal y monetaria estricta, fue posible estabilizar la situación financiera del país y llenar el tesoro vacío. En las reformas económicas, Poroshenko se basó en expertos extranjeros que estaban involucrados en el trabajo del gobierno. Entre ellos estaba el ex presidente georgiano Mijail Sakashvili. 

Se consiguieron logros significativos en el ámbito de la política exterior: apoyo a las sanciones contra Rusia, obtención de un régimen sin visado con los países de la Unión Europea, combinado con la necesidad de superar tareas extremadamente difíciles dentro del país. Se lanzó la lucha contra la corrupción, limitada a las sentencias de los suboficiales y las declaraciones electrónicas, la reforma judicial se combinó con el nombramiento de jueces viejos y comprometidos. En 2017, el presidente firmó una nueva ley de educación, que encontró la oposición de las minorías nacionales y se peleó con el gobierno húngaro.

El 19 de mayo de 2018, Poroshenko firmó un decreto que puso en vigor la decisión del Consejo de Seguridad y Defensa Nacional sobre la terminación definitiva de la participación de Ucrania en el CEI. El 21 de febrero de 2019, se modificó la constitución de Ucrania, para definir las normas sobre el curso estratégico de Ucrania para la membresía en la Unión Europea y la OTAN.

El 21 de abril de 2019, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, ganó el actor Volodímir Zelenski obteniendo el 73,23% de los votos. El 20 de mayo tuvo lugar una ceremonia de inauguración, tras la cual Zelenski anunció la disolución del parlamento de la Rada Suprema y convocó elecciones parlamentarias anticipadas. Las elecciones anticipadas del 21 de julio permitieron que el recién formado partido obtuviera la mayoría absoluta por primera vez en la historia de la Ucrania independiente. Dmytro Razumkov, el presidente del partido, fue elegido presidente del parlamento. La mayoría pudo formar gobierno el 29 de agosto por sí sola, sin formar coaliciones y aprobó a Oleksiy Honcharuk como primer ministro. El 4 de marzo de 2020, debido a una caída del 1,5% del PIB (en lugar de un aumento del 4,5% en el momento de las elecciones), la Rada Suprema destituyó al gobierno de Honcharuk y Denis Shmyhal se convirtió en el nuevo Primer Ministro. El 28 de julio de 2020 en Lublin, Lituania, Polonia y Ucrania lanzaron la iniciativa del Triángulo de Lublin, cuyo objetivo es promover la cooperación entre los tres países históricos de la República de las Dos Naciones y promover la integración y adhesión de Ucrania a la UE y la OTAN.

El 2 de febrero de 2021, un decreto presidencial prohibió la transmisión televisiva de los canales de televisión que emitían propaganda rusa.

En la cumbre de junio de 2021 en Bruselas, los líderes de la OTAN reiteraron la decisión tomada en la Cumbre de Bucarest de 2008 de que Ucrania se convertiría en miembro. Desde 2021, Ucrania se está preparando para solicitar formalmente la membresía de la UE en 2024 para unirse a la Unión Europea en la década de 2030.

La OTAN y «El Arte de la guerra»‎

El expansionismo de la organización del Atlántico Norte (OTAN) en Europa.‎ Escribe Manilo Dinucci, Geógrafo y politólogo, escribe en la red Voltaire

Increíble pero cierto. Una alianza militar, la OTAN, cuyo funcionamiento viola los ‎principios de soberanía y de igualdad de los Estados miembros –principios inscritos en ‎la Carta de la ONU– se ha extendido durante los 23 últimos en violación de los ‎tratados internacionales. Es un hecho palpable y tremendamente grave pero todos fingen no verlo. ‎

La ampliación de la OTAN en estas últimas décadas ha sido un gran éxito y ha abierto además ‎el camino a la ampliación de la Unión Europea.» Eso afirmaba, el pasado sábado, el secretario ‎general de la OTAN, Jens Stoltenberg, en Munich, durante la Conferencia sobre la Seguridad. ‎Para una completa comprensión de sus palabras, es importante reconstruir los principales ‎elementos de ese «gran éxito». 


Esa historia comienza en 1999, precisamente el año en que la OTAN destruyó Yugoslavia ‎haciéndole la guerra, después de haber anunciado –en la cumbre de Washington– la intención de ‎realizar «operaciones de respuesta a las crisis, no previstas en el Artículo 5, fuera del territorio de ‎la alianza». Olvidando que se había comprometido con Rusia a «no extenderse ni una pulgada ‎hacia el este», la OTAN comienza su expansión… hacia el este. Así absorbe los 3 primeros ‎países del ya desaparecido Pacto de Varsovia: Polonia, la República Checa y Hungría.

Posteriormente, en 2004, la OTAN se extiende a otros 7 países: Estonia, Letonia, Lituania ‎‎(3 repúblicas ex soviéticas), Bulgaria, Rumania, Eslovaquia (3 ex miembros del Pacto ‎de Varsovia) y Eslovenia (que había sido parte de Yugoslavia).

En 2009, la OTAN absorbe también Albania (que también había sido miembro del Pacto ‎de Varsovia) y Croacia (que había sido parte de Yugoslavia). En 2017, se extiende a Montenegro ‎‎(antiguamente parte de Yugoslavia) y en 2020 abarca también Macedonia del Norte (que también ‎había sido parte de Yugoslavia). ‎

En resumen, en 20 años la OTAN, que antes contaba 16 Estados miembros, se extiende a ‎‎30 países. ‎

Washington obtiene así un triple resultado.

1- Extiende hasta las puertas de Rusia –y dentro del territorio de la antigua URSS– la alianza militar ‎que obedece a las órdenes de Estados Unidos: el Comandante Supremo de las fuerzas aliadas ‎en Europa siempre es «por tradición» un general estadounidense nombrado directamente por ‎el presidente de Estados Unidos, y los demás puestos de mando fundamentales también están ‎en manos de militares estadounidenses.

2- Al mismo tiempo, Washington pone los países del este de Europa no tanto al servicio de ‎la OTAN como directamente al servicio de Estados Unidos: desde el momento mismo de su ‎entrada en el bloque militar, Rumania y Bulgaria ponen a la disposición de Estados Unidos las ‎importantes bases militares de Constanza y de Burgas, en el Mar Negro.

3- Con la ampliación de la OTAN hacia el este, Estados Unidos refuerza su propia influencia ‎sobre Europa. Entre 2004 y 2007, 7 de los 10 países del centro y del este de Europa ‎se convierten también en miembros de la Unión Europea. O sea, la OTAN se amplía hacia ‎el este y sus nuevos miembros pasan a ser también miembros de la Unión Europea. De los 27 países miembros ‎de la Unión Europea, hoy 21 son también miembros de la OTAN, la cual sigue las órdenes de ‎Estados Unidos. ‎


El Consejo del Atlántico Norte, que es el órgano político de la OTAN no toma sus decisiones por ‎mayoría sino «por unanimidad y de común acuerdo», o sea de acuerdo con lo que se decide en ‎Washington. La participación de las principales potencias europeas en tales decisiones –menos ‎la de Italia, que siempre obedece en silencio– es siempre objeto de conciliábulos secretos con ‎Washington en busca de concesiones mutuas. Esto implica un debilitamiento de los parlamentos ‎europeos –como en el caso de Italia–, ya privados en este momento de verdadero poder de ‎decisión en el sector militar y en materia de política exterior. ‎

En tal contexto, Europa se ve hoy en una situación todavía más peligrosa que la de la guerra fría. ‎Tres países más –Bosnia-Herzegovina (que fue parte de Yugoslavia), Georgia y Ucrania (otras dos ‎repúblicas ex sovieticas)– son candidatos a entrar en la OTAN. Jens Stoltenberg, más vocero de ‎Estados Unidos que de la alianza atlántica, declara: «Mantenemos la puerta abierta y, si ‎el objetivo del Kremlin es tener menos OTAN en las fronteras de Rusia, sólo obtendrá ‎más OTAN.»‎

En la escalada Estados Unidos-OTAN, claramente destinada a hacer estallar una guerra en medio ‎de Europa, entran en juego las armas nucleares. En 3 meses Estados Unidos comienza la ‎producción en serie de sus nuevas bombas nucleares B61-12. Ese armamento atómico será ‎desplegado –bajo las órdenes de Estados Unidos– en Italia y en otros países de Europa, ‎probablemente también en el este. ‎

Además de esas nuevas bombas atómicas, Estados Unidos tiene ahora en el este de Europa dos bases terrestres, ‎en Rumania y en Polonia, y 4 buques de guerra dotados del sistema de misiles Aegis, capaz de ‎lanzar tanto misiles antimisiles como misiles del tipo crucero portadores de cargas nucleares. Y ‎también está preparando misiles nucleares de alcance intermedio que serían desplegados ‎en Europa apuntando a Rusia, un enemigo inventado pero que si es atacado puede responder de ‎manera altamente destructiva.

A todo eso se agrega el impacto económico y social del incesante incremento de los gastos ‎militares. En la reunión de los ministros de Defensa de la OTAN, Stoltenberg anunció en tono ‎triunfal que «este año es el séptimo año consecutivo de aumento del gasto de defensa de los ‎aliados europeos, que se elevó en 270 000 millones de dólares desde 2014». Se trata siempre ‎de fondos públicos sustraídos a los gastos sociales y a las inversiones productivas, a pesar de que ‎los países europeos todavía tienen que recuperarse del confinamiento económico de 2020-2021. ‎

En Italia, los gastos militares han sobrepasado los 70 millones de euros al día, pero todavía ‎no es suficiente. El primer ministro Mario Draghi ya anunció que: ‎
‎«Tenemos que dotarnos de una defensa más significativa. Es muy evidente que habrá que ‎gastar mucho más de lo que gastábamos hasta ahora.»‎

El mensaje es muy claro: Apretémonos el cinturón para que la OTAN pueda ampliarse. ‎

Manlio Dinucci Fuente: Il Manifesto (Italia)

El abandono de la OTAN

Estalló la guerra en el este de Europa y Kiev dice que sus aliados lo dejaron solo

Desde París, Eduardo Febbro,Periodista, corresponsal de Página/12 en Francia.

El ultimo reducto aún encendido de una guerra en Europa giró de pronto hacia un conflicto de perfil gigantesco. La invasión de Ucrania por parte de las tropas rusas es, hasta ahora, el escalón más elevado del conflicto que opone a Rusia y Occidente desde hace más de tres décadas en torno tanto a la ampliación de la Alianza Atlántica, al conflicto en las regiones separatistas situadas en el este de Ucrania o la configuración política del mundo.

Se trata, además, de la embestida militar más importante que se haya producido en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Ya no es más la Guerra Fría o la post Guerra Fría sino una guerra frontal, cara a cara, visión del mundo contra visión del mundo, sin palabras edulcoradas que envuelvan las intenciones. Cuando anunció el inicio de la ofensiva, el presidente ruso Vladimir Putin dijo: ”cualquiera que pretenda interponerse en nuestro camino o amenazar a nuestro país o a nuestro pueblo debe saber que la respuesta rusa será inmediata y tendrá consecuencias jamás vistas en nuestra historia”. 

El avance ruso

Con una "superioridad aérea absoluta", el ejército ruso se acercaba el jueves a Kiev, la capital de Ucrania, con la intención de "decapitar al gobierno" para colocar uno prorruso, según fuentes militares occidentales. Tras haber disparado más de 160 misiles contra objetivos militares ucranianos, las fuerzas rusas avanzaron rápidamente desde Bielorrusia hacia el sur y "se fueron acercando a Kiev" a lo largo del día, dijo un alto funcionario del Pentágono. "Básicamente tienen la intención de decapitar al gobierno e instalar su propia forma de gobierno, lo que explicaría este avance inicial hacia Kiev", estimó. Según un alto funcionario de inteligencia occidental, "las defensas aéreas de Ucrania han sido eliminadas y no les queda fuerza aérea para protegerse".

El presidente ucraniano Volodimir Zelenski lamentó el viernes que su país ha quedado "solo" para defenderse ante la invasión rusa, que se cobró al menos 137 vidas en las primeras 24 horas. "Nos han dejado solos para defender nuestro Estado", dijo Zelenski en un video publicado en la cuenta presidencial. "¿Quién está dispuesto a combatir con nosotros? No veo a nadie. ¿Quién está listo a dar a Ucrania la garantía de una adhesión a la OTAN? Todo el mundo tiene miedo", lamentó.

La reacción de los aliados

Horas antes el mandatario estadounidense Joe Biden había reconocido la falta de  unidad entre las potencias occidentales para darle una respuesta contundente al ataque ruso, a la vez que anunciaba nuevas sanciones económicas que convertirán a su homólogo ruso en un "paria".  En un discurso desde la Casa Blanca, Biden dijo que Occidente sancionará a otros cuatro bancos rusos y que las restricciones a la exportación suprimirán "más de la mitad de las importaciones tecnológicas de Rusia.  Esto impondrá un costo alto a la economía rusa, tanto de inmediato como a largo plazo", dijo. Sin embargo, agregó que no enviará tropas a Ucrania.

En Londres, el primer ministro Boris Johnson dijo que el Reino Unido congeló haberes de grupos bancarios y de fabricantes de armas, sancionó a cinco oligarcas más y cerró su espacio aéreo a la aerolínea rusa Aeroflot. El vicecanciller de Alemania, Robert Habeck, señaló que las sanciones occidentales "aislarán la economía rusa del progreso industrial, atacará y congelará activos y participaciones financieras y limitará drásticamente el acceso a los mercados europeos y estadounidenses".


En su alocución televisada, quien fuera hasta hace apenas tres días el principal rostro de la opción diplomática a la crisis, o sea, la, negociación con Rusia, el presidente francés, Emmanuel Macron, admitió que el momento era un salto hacia el vacío: ”es un giro en la historia de Europa y de nuestro país”. Macron calificó la invasión como un "acto de guerra”, advirtió que se responderá “sin debilidades y con sangre fría” y acusó al mandatario ruso de haber cometido una falta imperdonable: ”al renegar de su palabra, al rechazar la vía diplomática, al elegir la guerra, Vladimir Putin no sólo atacó a Ucrania: decidió llevar a cabo el más grave atentado contra la paz en nuestra Europa desde hace décadas”.

Cumbre de Europa

Palabras para condenar la invasión no faltaron, los actos para responder aún no se plasmaron. La Unión Europea se reunió en una cumbre urgente de jefes de Estado y de gobierno a fin de aprobar una nueva salva de sanciones que se agregan a las ya pactadas hace tres días cuando Putin reconoció por decreto la independencia de las regiones separatistas de Donetsk y Lugansk, en el Donbás. Las sanciones serán “graves y de enormes consecuencias” dijo la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, quien agregó que “el presidente Putin está intentando volver a los tiempos del Imperio Ruso”. Layen también precisó la doble base de las sanciones: primero, se apunta a poner a Rusia de rodillas mediante el “fin del crecimiento, el aumento de las financiaciones y la inflación, así como apurar la fuga de capitales”; en segundo lugar, cortarle a Moscú el acceso a las tecnologías. Cabe recordar no obstante que las sanciones que se adoptaron contra Rusia desde 2014 nunca disuadieron a Moscú de retener sus ambiciones en Ucrania. Además, esas sanciones fueron “medidas”, es decir, calculadas para no causar demasiado daño a Moscú y, por consiguiente, a las economías de los países que las adoptaron. 

La doble cara de las democracias occidentales siempre asoma por algún conflicto donde la intensidad pone en juego sus intereses. En cuanto a la alianza militar Occidental de la OTAN, el organismo se reunió el jueves 25 para activar el artículo 5 del Tratado de la Alianza, el cual contempla la respuesta militar de la OTAN en caso de que se produzca un ataque desde el exterior contra alguno de sus miembros. Por ahora no ha sido el caso. Ucrania no integra la OTAN.

La reacción de China

Mientras tanto China adoptó una postura equidistante. Por un lado su canciller, Wang Yi, dijo que “comprende las preocupaciones razonables de Rusia en materia de seguridad”. Pero por otra parte “China siempre ha respetado la soberanía y la integridad territorial de todos los países, señaló el diplomático. "La cuestión ucraniana tiene una historia especial y complicada”, concluyó Wang.

País bisagra

Ex República soviética que accedió a la independencia en 1991, Ucrania es un país bisagra de 44 millones de habitantes situado entre Rusia y Europa. El país está dividido en una zona pro occidental al Oeste ---mayoritaria—y los separatistas pro rusos al Este que se niegan a ser absorbidos por el Oeste. El 17 por ciento de la población es de origen ruso y la parte oriental es rusófona en su mayoría. Las fricciones actuales derivan de esa configuración, en particular de la elección de un dirigente pro occidental en 2005, Viktor Louchtchenko. Fue él quién entabló el giro de Ucrania hacia Europa y la OTAN. En 2010, la elección del pro ruso Viktor Ianoukovitch puso fin a ese acercamiento y volvió a inclinarse hacia Rusia. Ello dio lugar a manifestaciones gigantescas en la Plaza de la Independencia (Maidan), en Kiev, donde los pro europeos pedían la renuncia de Ianoukovitch. Esa revolución que dejó 80 muertos precipitó la renuncia del jefe del Estado en febrero de 2014 así como la anexión de Crimea decidida por Putin.

 La confrontación entre Rusia y Occidente se focalizó en Ucrania. Los europeos veían un paraíso para sus valores y Putin una intromisión en un territorio esencial. La ruptura se plasmó en el Donbás, concretamente en las provincias de Donetsk y Lugansk, cuya independencia Moscú reconoció en febrero pocos días antes de invadir Ucrania. Los combates encarnizados hicieron intervenir a la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) como mediadora (2015) y luego, en 2016, a Francia y Alemania, bajo cuyo arbitraje se reactivaron las negociaciones. En 2015 se pactó un alto el fuego y se firmaron los acuerdos de Minsk. El cese de las hostilidades apenas duró 10 días y en estos 8 años de conflicto murieron más de 15 mil personas.

Las guerras de Putin

La guerra es el sol más negro que puede iluminar a Europa y sus dirigentes la alejan como a una maldición. Dos Guerras Mundiales, 1914-1918 y 1939-1945, diez millones de muertos en la primera y 50 en la que siguió, dejaron una profunda huella entre los dirigentes para los cuales, al menos en Europa, la guerra nunca puede ser una opción. La ocupación de Ucrania es una copia certificada de lo que también ocurrió en 2008 en Georgia, cuando Rusia reconoció a dos repúblicas separatistas, Abjasia y Osetia del Sur, luego de que Georgia atacara brutalmente a Osetia del Sur. Después, Moscú ocupó el 20 por ciento del territorio de Georgia. El contexto espectacular del conflicto de hoy esconde, de hecho, otros antagonismos armados alejados del teatro europeo a través de los cuales Occidente y Rusia protagonizaron sucesivas confrontaciones.

En sus 22 años de poder, el presidente ruso Vladimir Putin estuvo al frente de varios conflictos, empezando el que asentó su influencia y su aura, la guerra en Chechenia (la segunda fase, 1999, cuando Putin era Primer Ministro), la República independentista de mayoría musulmana situada en el Cáucaso Norte. Siria y Malí son los dos teatros donde, en el Siglo XXI, la participación de Rusia hizo retroceder a Europa y Estados Unidos. En 2015, Rusia se desplegó militarmente en Siria en respaldo al presidente Bachar al-Assad. El jefe del Estado enfrentaba una revuelta interna derivada de la Primavera Árabe y respaldada con armas y consejeros por Estados Unidos y Europa. Putin ordenó la intervención de su aviación y con ella y los 63 mil hombres que sirvieron en la campaña siria derrotó a la coalición local e internacional que enfrentaba al poder de al-Assad. El último “frente a frente” es más reciente. Se trata de Malí, donde los mercenarios rusos del grupo Wagner aceleraron el fin de la presencia militar francesa y europea en ese país. En 2014, Francia intervino en Malí mediante la operación Barkhane con respaldo secundario de los aliados para luchar contra los grupos armados salafistas de Al-Qaeda y el Estado Islámico instalados en la región del Sahel, en la llamada “zona de las tres fronteras” donde convergen Malí, Burkina-Faso y Níger.

De todas esas guerras entre los dos adversarios, ninguna habrá cambiado el rumbo de la historia con tanta virulencia como la ocupación de Ucrania. Tal vez estemos en la frontera de lo que China y Rusia definieron como “la nueva era” en el documento que ambos países firmaron el pasado 4 de febrero. Emmanuel Macron llamó anoche a Vladimir Putin para exigirle “el fin inmediato de las operaciones militares en Ucrania”. Putin ya lo traicionó dos veces. No lo oirá seguramente una tercera.

La voz de la OTAN

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, ha afirmado este jueves que la Alianza no tiene planes de desplegar sus tropas en territorio de Ucrania.

"No hay tropas de combate de la OTAN, no hay tropas de la OTAN en absoluto dentro de Ucrania. Y hemos declarado que no tenemos planes, ni intención de desplegar las tropas de la OTAN en Ucrania", dijo Stoltenberg durante una rueda de prensa.

Asimismo, informó que los miembros del bloque militar activaron su plan de defensa colectivo. "Hoy hemos activado los planes de defensa de la OTAN, que les otorgan a nuestros jefes militares más autoridad para mover fuerzas y desplegar fuerzas cuando fuese necesario y, por supuesto, estos podrían ser también elementos de la fuerza de respuesta de la OTAN", manifestó Stoltenberg.

Asimismo, refiriéndose a la operación especial militar en territorio ucraniano ordenada horas antes por el presidente ruso, Vladímir Putin, para defender Donbass, Stoltenberg afirmó que Moscú "ha cerrado la puerta" para alcanzar una solución al conflicto por la vía política.

El presidente ruso anunció este jueves que ha decidido realizar "una operación militar especial" para defender Donbass, detallando que el objetivo del operativo es "proteger a las personas que han sido objeto de abusos y genocidio por parte del régimen de Kiev durante ocho años".

El Ministerio de Defensa de Rusia aseguró que las Fuerzas Armadas rusas apuntan a la infraestructura militar ucraniana y no están atacando a las tropas rendidas ni a la población civil.

La posición del gobierno nacional ante la crisis entre Rusia y Ucrania

"Lamento profundamente la escalada bélica que conocemos a partir de la situación generada en Ucrania. El diálogo y respeto a la soberanía, la integridad territorial, la seguridad de los Estados y a los derechos humanos garantizan soluciones justas y duraderas a los conflictos", aseguró el presidente Alberto Fernández a través de su cuenta de Twitter sobre la crisis que se vive entre Rusia y Ucrania. El escrito representó una expresión más detallada y extensa de la que había realizado temprano la Cancillería argentina que había expresado "un firme rechazo al uso de la fuerza armada" y le pidió a Rusia que cese las acciones militares.

Apenas habían pasado algunas horas (nocturnas en la Argentina) y todavía las tropas avanzaban sobre territorio ucraniano durante el primer día de invasión rusa cuando la portavoz presidencial, Gabriela Cerruti inició la habitual conferencia de prensa de los jueves en Casa Rosada, leyendo el comunicado emitido por la Cancillería respecto a la guerra que había comenzado en Europa del Este. “No vamos a apoyar ninguna guerra, empezada por ningún país, en ninguna parte del mundo”, añadió Cerruti, y explicó que "la Argentina sostiene su posición histórica de bregar por la paz, como toda Latinoamérica, que es tierra de paz y brega por el cese de los conflictos”.

Además, sostuvo que “este es un tema en el cual estamos siendo muy contundentes”. De hecho, en los últimos días se había barajado la posibilidad de que Alberto Fernández interviniera frente a Putin con el objetivo de frenar el avance del país ruso sobre Ucrania. Algo que no tuvo oportunidad siquiera de suceder.

Por su parte, en su comunicado, la Cancillería sostuvo que “la República Argentina, fiel a los principios más esenciales de la convivencia internacional, hace su más firme rechazo al uso de la fuerza armada y lamenta profundamente la escalada de la situación generada en Ucrania”. “Las soluciones justas y duraderas sólo se alcanzan por medio del diálogo y compromisos mutuos que aseguren la esencial convivencia pacífica”, continúa el texto, en línea con lo expresado anteriormente por el Ministerio pocos días atrás.

Pero, a diferencia del texto publicado el pasado martes, en esta ocasión sí señala a Rusia, y la insta a cesar las acciones militares en Ucrania. “La intensificación de los vientos de guerra dificulta gravemente el objetivo impostergable de preservar la vida, es imprescindible que todos los involucrados actúen con la mayor prudencia y desescalar ya mismo el conflicto en todas sus aristas para garantizar la paz y la seguridad integral de todas las naciones”, concluye el comunicado.

El mismo presidente Alberto Fernández se refirió directamente al inicio de las operaciones militares rusas a través de su cuenta personal en Twitter: “Lamento profundamente la escalada bélica que conocemos a partir de la situación generada en Ucrania”, comenzó, resaltando por su cuenta la necesidad del “diálogo y el respeto a la soberanía, la integridad territorial, la seguridad de los Estados y a los derechos humanos” para garantizar “soluciones justas y duraderas a los conflictos”.

Sufrimos muchas muertes por la pandemia”, recordó el jefe de Estado argentino. “Ello crea un imperativo moral a las partes para que se comprometan con la solución pacífica de la controversia, actuando con la mayor prudencia y responsabilidad para garantizar la paz mundial”, sostuvo.

Hacemos un llamado a todas las partes a no usar la fuerza militar”, continuó Fernández, en referencia a los posibles --y probables-- movimientos de los países de la OTAN en la zona de conflicto. Y, especialmente, pidió “a la Federación de Rusia que ponga fin a las acciones emprendidas y que todas las partes involucradas vuelvan a la mesa del diálogo”.

También el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, se expresó en Twitter, y aseguró que “el ataque e invasión ejecutado por Rusia en las últimas horas constituye no sólo uno de los hechos más graves de las últimas décadas, sino que además pone en peligro a todo el pueblo ucraniano, a Europa y desestabiliza al resto del mundo”.

"Condenamos enérgicamente la agresión unilateral ordenada por el presidente ruso Vladimir Putin", añadió Massa, al tiempo que señaló que cuando los líderes de los países actúan "sin atender principios democráticos, de respeto de las soberanías y los derechos humanos, las consecuencias suelen ser dramáticas generando heridas que tardan décadas en cicatrizar y curar".

Solicitamos a Moscú cesar las hostilidades que desequilibran el frágil escenario internacional, librando un conflicto cuyo costo en vidas sería incalculable”, continúo el legislador del Frente de Todos. Por último dijo que “Argentina como nación democrática y comprometida con los Derechos Humanos, debe liderar en América Latina la idea de levantar las banderas de la paz y la democracia".

Rusia-Ucrania: Una tragedia evitable

El argentino Atilio Borón, Sociólogo, politólogo, catedrático y escritor argentino. Doctorado en Ciencia Política por la Universidad de Harvard, esbribe su articulo de opinión en Página 12.

El primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas dice textualmente que el propósito de esa organización es “Mantener la paz y la seguridad internacionales, y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz.” La experiencia demuestra que la Alianza Atlántica (Estados Unidos más los 29 países europeos que integran el bloque) ha violado permanentemente lo establecido en dicho artículo. El caso de la ex Yugoslavia, bombardeada por la OTAN sin la autorización del Consejo de Seguridad es uno de los más flagrantes, siendo presidente de Estados Unidos Bill Clinton. Producto final de ésta y una anterior campaña militar Yugoslavia quedó desintegrada, dando nacimiento a siete nuevos países: Bosnia y Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia del Norte, Montenegro, Serbia y Kosovo. 

Ninguno de los gobiernos que hoy se rasgan las vestiduras ante el reconocimiento hecho por Vladimir Putin de Donetsk y Lugansk -dos repúblicas que, referendo popular mediante decidieron separarse de Ucrania- emitió sonido alguno ante la carnicería que la OTAN practicó en los Balcanes. Tampoco lo hizo cuando esa misma organización bombardeó durante meses a la Libia de Muammar el Gadafi, acabó con su gobierno y facilitó que una turba movilizada por agentes de la CIA infiltrados en la muchedumbre linchara con inaudita crueldad al líder libio. En el 2003 esa organización había colaborado con Estados Unidos en la invasión y destrucción de Irak y sus tesoros culturales. Tiempo después la emprendió con Siria, procurando un “cambio de régimen” en ese país. Tarea ardua para un Obama impaciente de mostrar algún éxito internacional. En su desesperación buscó la colaboración del Estado Islámico y su banda de fundamentalistas aficionados a la decapitación de infieles que operaron con financiamiento, protección mediática y política de los líderes del “mundo libre.” La situación se tornó tan insostenible a causa de que, como dijera Hillary Clinton en sus memorias, “en Siria nos equivocamos al elegir nuestros amigos”, que sólo logró estabilizarse cuando Putin envió tropas rusas que pusieron en fuga a aquellos fanáticos “contratistas” de Washington.

  Mientras con la aprobación de las “democracias europeas” Estados Unidos escalaba sus sanciones a Irán y profundizaba el criminal bloqueo a Cuba y Venezuela proseguía con su aventura en Afganistán, cuyo mayor éxito fue lograr que el 85 % de la producción mundial de opio se originara en ese país, bajo la atenta mirada de las fuerzas de ocupación estadounidenses. En 2013-2014 Barack Obama propició, sin el menor tapujo, un “golpe blando” en Ucrania, destituyendo, apenas un año antes de las ya convocadas elecciones presidenciales, al gobierno rusófilo, Víktor Yanukóvich. imponiendo en su lugar al empresario Petró Poroshenko y, posteriormente, al comediante y humorista Volodímir Zelenski, actualmente en el cargo. Todo, con el protagonismo excluyente de su Subsecretaria de Estados para Asuntos Euroasiáticos, Victoria Nuland, la misma que rubricó su activismo diciendo “al carajo la Unión Europea.”

Durante todo este tiempo la tensión entre la Alianza Atlántica y Rusia giró sobre la construcción de un orden legal que garantizara la seguridad de todos los miembros de la comunidad internacional y no sólo de Estados Unidos. Esto requería el repliegue de las fuerzas de la OTAN a los países en que se encontraban antes del derrumbe de la URSS. Pese a promesas formales y escritas en el sentido de que “no avanzarían ni siquiera una pulgada” en dirección a la frontera rusa se precipitaron hasta tener casi por completo cercado a ese país, desde el Báltico hasta Turquía. Sólo Bielorrusia y Ucrania no tenían tropas de la OTAN dentro de su territorio. Pero si la primera es estrecha aliada de Moscú, la segunda quedó en manos de gobiernos rusofóbicos y mechados con grupos nacionalistas y neonazis que ansiaban poder operar contando con la protección de la organización.

Si la OTAN se estableciera en Ucrania sus misiles tendrían la capacidad de atacar ciudades como Moscú o San Petersburgo en 5 o 7 minutos, según el misil. Putin consideró inaceptable esa amenaza a la seguridad nacional rusa y se preguntó cómo reaccionaría Washington si su país instalara bases militares en la frontera de Estados Unidos con México o Canadá. No hubo respuesta, sólo nuevas sanciones y, por parte de Biden, graves insultos publicados nada menos que en la revista Foreign Affairs, lo cual sólo puede atribuirse a los efectos devastadores de la demencia senil y a la ineptitud de sus asesores. 

Todo esto pese a que, en 1997 y bajo el impulso de Bill Clinton, la OTAN y Rusia, entonces presidida por Boris Yeltsin, firmaron “Acuerdo de Relaciones Mutuas, Cooperación y Seguridad” y que en 2002 se creara un “Consejo Rusia-OTAN” con el propósito de estimular la cooperación entre ambas partes. Con el golpe ucraniano del 2014 esta laboriosa construcción se derrumbó como un castillo de naipes. Recordemos que como lo dijera el New York Times tantas veces, el “nervio y el músculo de la OTAN es el Pentágono”, y éste no conoce el significado de la palabra “diplomacia”. Se ensañaron en un peligroso “bullying” con Putin y los resultados están a la vista. Una tragedia que podría haberse evitado y ante la cual no hay neutralidad posible: hay un bando agresor: Estados Unidos y la OTAN, y otro agredido, Rusia. En esto no puede haber confusión alguna.

Más allá de las excusas

Es obvio que toda Guerra es una afrenta a la conciencia humana, en tanto la prueba de que nuestra supuesta superioridad como especie respecto de otras que habitan el planeta, no es tal, en tanto fundada en el uso de la razón lógica y la inteligencia, en esa capacidad de pensar y someter a la razón, emociones y sensaciones que nos llevarían a otros escenarios mucho mas violentos. La historia de la humanidad sin embargo, nos devuelve a la conciencia de que tal creencia es relativa y tiene mas de falso que de cierto.

Ahora, toda guerra se produce por la intervención de varios actores. No se explica de modo unilateral. No es que “alguien” le hace “la guerra” a otro. En eso de usar la razón lógica y la inteligencia, tal argumentación cae a poco de comenzar a pensar en los discursos y los relatos que la explican.

Es, además, resultado de procesos históricos, y no solo la emergencia de situaciones conflictivas que surgen ayer y producen la guerra hoy. Parte del porque las guerras se reproducen como constante en la historia humana, resulta precisamente del hecho de que las contingencias pocas veces se piensan en esas relaciones y contextos históricos, sino que resultan de la inmediatez y de los impulsos poco estudiados y razonados, que provoca el presente, sin saber o ser pensado su origen y su historia.

Si se aprende la historia, se puede evitar la guerra. Nadie se salva solo. Cada quién debe hacer su parte.

Daniel Roberto Távora Mac Cormack

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