Desarrollo cientifico Nacional y una mirada latinoamericana de lo social ...

 

Los esfuerzos científicos en Argentina por contar con el mayor número de vacunas efectivas en el menor tiempo posible y conferir la mayor inmunidad comunitaria posible sigue su camino sin pausa poniendo de relieve la importancia y la excelencia alcanzada por el Sistema Nacional de ciencia y Tecnología (SNCyT) y las políticas públicas desarrolladas desde 2004, cuándo Daniel Filmus dirigía la Cartera Ministerial de Educación, a la cual pertenecía la Secretaria de Ciencia y Tecnología devenida en Ministerio en 2007.

Este mapa de las vacunas que publicó la Universidad de San Martín viene muy bien para tener a mano algunos datos fundamentales. Sobre la campaña de vacunación: se superaron las 20 millones de dosis (entre Sputnik V, AstraZeneca y Sinopharm) y casi el 30% de la población recibió al menos una dosis. Sobre las vacunas en desarrollo: hay 6 en fase preclínica (la de pruebas en animales) lideradas por Universidades Nacionales e investigadores del CONICET junto a laboratorios locales. El proyecto más reciente es de la Universidad Nacional de Córdoba en conjunto con la Universidad Federal de San Pablo y la Universidad de la Sorbona, y tiene la particularidad de que vendría en forma de pastilla.

La vacuna “ARVAC Cecilia Grierson” recibirá 60 millones de pesos de la Agencia I+D+i para terminar su fase preclínica. El más avanzado de los desarrollos locales obtuvo dos prototipos de vacunas que generaron altos niveles de anticuerpos en animales. La tecnología empleada (proteínas recombinantes) ya se usa en vacunas como la de la Hepatitis B y el VPH, por lo que el conocimiento previo sobre su seguridad hace pensar que podría aplicarse en bebés, niños, adolescentes, embarazadas y personas inmunosuprimidas. Por otro lado, este tipo de vacuna no requiere condiciones excepcionales de almacenamiento, por lo que resultan más baratas y fáciles de producir y distribuir. Se espera que con el nuevo financiamiento puedan terminarse los ensayos de seguridad y capacidad inmune para pasar a la etapa de prueba en humanos.

Una vacuna de una sola dosis mostró resultados prometedores al aplicarse en roedores. Desarrollado por investigadores del CONICET y del Instituto Leloir en colaboración con la empresa biotecnológica Vaxinz, el fármaco generó inmunidad en ratones, que se mantuvo a los 5 meses de la inoculación. En este caso, el principio activo funciona de forma parecida al de otras vacunas como la Sputnik o la de CanSino, que usan adenovirus humanos modificados. Osvaldo Podhajcer, coordinador del proyecto, señala dos aspectos fundamentales de la investigación: “Con la emergencia de nuevas variantes, decidimos que nuestra opción también fuera capaz de demostrar eficacia frente a todas las que tienen transmisión comunitaria en la región (....) (Nuestra vacuna) responde a las necesidades de nuestros países, en vías de desarrollo: la idea es que se suministre fácil a través de una sola inoculación para reducir la producción masiva a la mitad y que pueda ser almacenada en cualquier lugar sin demasiados requisitos”.

Se realizó el primer estudio de efectividad de la primera dosis de la Sputnik V en condiciones extra laboratorio fuera de Rusia. Fue en la Provincia de Buenos Aires y arrojó los siguientes resultados: 78.6% para evitar casos, 84.7% para evitar muertes y 87.6% para reducir hospitalizaciones en personas de 60 a 79 años. El monitoreo se realizó sobre 186.581 individuos de entre 60 y 79 años. Para arribar a los resultados, se comparó la proporción de infecciones confirmadas, muertes y hospitalizaciones entre vacunados y no vacunados, luego de los 21 días de inoculada la primera dosis y hasta los 40 posteriores. La investigación fue enviada a una revista para ser evaluada por pares para su publicación.

Se recomienda vacunar a personas embarazadas. Si bien en los ensayos clínicos no se incluyeron por razones de seguridad, hoy “ya tenemos información de mujeres vacunadas durante el embarazo por ser médicas, enfermeras, personal de seguridad, y lo que se ve es que no hay problema. Las vacunas no son a virus vivo, entonces no puede haber malformaciones ni pueden afectar la salud de las mujeres. Por eso, hoy les decimos a las mujeres que sí, que si quieren vacunarse, que se vacunen. En el segundo o tercer trimestre, sobre todo si tienen factores de riesgo, pero independientemente de esto, el Covid es peligroso. La Sociedad Argentina de Terapia Intensiva, la semana pasada, mencionó que el 11% de las mujeres en esas salas eran embarazadas. Y si nos preguntan qué vacuna les conviene aplicarse, la que les toque. También durante la lactancia”, explica el obstetra Mario Sebastiani. Por otro lado, un estudio de los equipos técnicos del Ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires señala que la infección por coronavirus multiplica la mortalidad de las embarazadas y aumenta la tasa de partos prematuros.
La nostalgia por tiempos más simples (que en realidad no eran porque no sabíamos nada del virus y estábamos encerrados) me lleva a completar la frase: “LA vacuna DEL coronavirus”. Como contracara de la competencia por la mejor vacuna está la de la variante más letal e infecciosa. Y, después, vienen las combinaciones vacuna-variante y una ya está para encomendarse a Darwin y que sea lo que sea.

En estas últimas semanas, la variante más mentada ha sido la Delta, que se identificó en India y que hoy genera el 90% de los contagios en Reino Unido. En esta nota de Pablo Esteban hay algunas claves informativas para tener en cuenta:

  • La variante india es más contagiosa que la de Reino Unido. Se calcula que dentro de una casa es 1.6 veces más probable transmitirla.

  • Provoca un mayor riesgo de hospitalización

  • La sintomatología es levemente distinta: a los síntomas conocidos se les suma goteo por la nariz

¿Y las vacunas? Parece que funcionan. Si bien se vio que el 33% de los casos infectados con esta variante que requirieron hospitalización en Reino Unido tenían al menos una dosis de vacuna aplicada, en el que se usó suero de personas inmunizadas con dos dosis de la vacuna de Pfizer, mostró efectividad para neutralizar la variante Delta con valores un poco inferiores que para otras, pero aún dentro de los estándares. Fuera del laboratorio, un informe de las instituciones sanitarias inglesas comparó datos de casos de personas vacunadas y no vacunadas y observó que con una sola dosis de la vacuna hay una disminución significativa para prevenir la infección sintomática, pero que con dos la brecha no se percibe, tanto con la vacuna de Pfizer como con la de AstraZeneca (con AstraZeneca, la efectividad es del 71% con una dosis y 92% con dos; mientras que con Pfizer, es del 94% y 96% respectivamente). Mientras tanto, el Instituto Gamaleya anunció que la Sputnik V es la vacuna más efectiva contra esta variante y que ya mandaron la data a una revista para que sea revisada y publicada.

Bonus track: será porque en Europa no se consigue, pero la variante andina (o Lambda), que ya fue detectada en Argentina y otros 28 países, tuvo mucha menos prensa a pesar de haber sido declarada “de interés” por la OMS. En principio, esto significa que más países van a empezar a rastrear la variante y hacer estudios de contagiosidad y eficacia de las vacunas.

Estás cansada de que estos cabrones te digan lo mismo

La nostalgia tiene eso de ver el pasado mejor de lo que fue. Y como yo quiero que me recuerden mejor de lo que soy, voy a hacer lo que va a permitir la nostalgia de mañana, o sea, decir lo de siempre para posibilitar la añoranza, porque viste que cuando hay que evocar lo cálido nunca se apela a lo extraordinario sino a lo cotidiano. Así que acá va: la pandemia exacerbó las desigualdades preexistentes, entre ellas, las consecuencias de respirar.

¿Las consecuencias de respirar? ¿Se volvió loca esta mujer? Yo ya la veía medio medio con lo de la nostalgia y la presión de la rutina, pero con esto terminó de patinar. Bueno, todavía no, querido amigo. Resulta que los ricos respiran más fácil.

En el artículo que lleva este título tan chocante, se analiza la calidad del aire en Estados Unidos durante las últimas 6 décadas. En resumen: en 1970 los niveles de polución llegaron a su máximo histórico y, desde ahí, entre las políticas para bajar las emisiones de gases de efecto invernadero y las regulaciones de riesgos laborales los indicadores generales de calidad de aire exterior e interior mejoraron. Pero sí, adivinaste, la mejora no fue igual en todos lados ni para todo el mundo.

Las diferencias en la salud respiratoria según clase social se han mantenido igual o, inclusive, profundizado. Algo que hace que no todos lleguemos en las mismas condiciones a la pandemia. Un estudio titulado “Desigualdad socioeconómica en la salud respiratoria en Estados Unidos entre 1959 y 2018”, que estudió encuestas nacionales con información sobre hábitos y síntomas, sostiene que:

  • Los datos sobre tests de función pulmonar muestran que la brecha entre ricos y pobres se amplió desde 1971.

  • En la década del 80, ser o no fumador no correlacionaba directamente con la clase, mientras que, en las décadas subsiguientes, la cantidad de fumadores disminuyó notablemente en las clases de mayor poder adquisitivo y no cambió tanto entre las personas más pobres.

  • En 1971 el asma infantil tenía una prevalencia similar interclase, mientras que ahora, en el quintil de menores ingresos, es el doble que en el de mayores, lo que está asociado a factores ambientales como la polución.

  • La incidencia de Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (EPOC), un factor de riesgo para la COVID-19, también aumentó su incidencia entre las personas más pobres respecto a las más ricas. Algunos factores asociados a la EPOC: fumar, condiciones laborales insalubres, polución y dificultad de acceso al sistema de salud.

Cuando los investigadores examinaron los datos de las encuestas, descubrieron que ninguna de las brechas de salud pulmonar respecto al poder adquisitivo se había reducido en las últimas seis décadas. Todas ellas han persistido o se han ampliado. A los encuestados se les pidió que informaran sobre agitación al hacer un esfuerzo, tos y jadeos. Incluso cuando la incidencia general de estos problemas disminuyó, las disparidades de ingresos y educación aumentaron. Como bien señala Steffie Woolhandler, médica y profesora del CUNY’s Hunter College, “los estadounidenses más pobres no están disfrutando los frutos del progreso”.

QUE LA CIENCIA TE ACOMPAÑE Agostina Mileo Ciencia, conocimiento y difusión, en Cenital

La desigualdad objetiva de América Latina y el Caribe ¿tiene su correlato en la desigualdad percibida? Las encuestas nos muestran que en principio sí, pero que hay matices, diferencias entre países y a lo largo del tiempo. Es posible observar que la disminución de la desigualdad eleva las expectativas de mejoras distributivas y que una ralentización de esa tendencia se percibe como retroceso y genera descontento. El objetivo de construir pactos distributivos más equitativos demanda prestar atención a las complejidades y mutaciones de la constelación de juicios, valores y representaciones sobre la justicia distributiva.

Gabriel Kessler, Doctor en Sociología. Es investigador del Conicet (Argentina) y profesor de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), y Gonzalo Assusa, licenciado en Sociología por la Universidad Nacional de Villa María (UNVM) y doctor en Ciencias Antropológicas por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Argentina. Actualmente se desempeña como becario posdoctoral en el Instituto de Humanidades del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet)-UNC. Son coautores del artículo “¿Percibimos la desigualdad «realmente existente» en América Latina?”, que a continuación comparto con ustedes.

Desigualdad objetiva y percepción subjetiva

Si América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo, ¿es también la que más percibe y denuncia la desigualdad? A mayor desigualdad, ¿es más consciente la ciudadanía de las inequidades? Estas preguntas son fascinantes por sus múltiples implicancias y, al mismo tiempo, imposibles de responder en forma simple y taxativa. Ante todo, porque la historia ya nos ha enseñado que las percepciones de desigualdad nunca son el mero reflejo de una situación objetiva. Tal como se ha señalado en otros trabajos (Gabriela Benza y Gabriel Kessler: La ¿nueva? estructura social de América Latina, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2021.) , en los juicios sobre la desigualdad gravitan distintas experiencias locales de mejora en el acceso a bienes colectivos, pero también evaluaciones relativas al grupo social de referencia, a las generaciones anteriores o a las mayores o menores expectativas personales, a la promesa de movilidad social en cada país, a la intensidad de la pobreza, al punto de referencia temporal que cada quien elija para evaluar el desempeño de una época, así como también a malestares subjetivos más amplios en relación con la corrupción, el funcionamiento institucional o la inseguridad. En pocas palabras, intervienen numerosas variables que es preciso sopesar en cada caso particular.

Por ello, en este texto nos formulamos algunas preguntas previas, más básicas, pero no por ello menos desafiantes: ¿cuánta desigualdad se percibe en América Latina en nuestro tiempo? ¿Cómo se evalúa, se juzga y se demanda en materia de igualdad? ¿Qué diferencias hay entre países con historias distintas? ¿Qué cambios se pueden prever con la llegada de la pandemia de covid-19?

Se trata de cuestiones con implicancias de peso, tanto en términos científicos como en clave política. A fin de cuentas, América Latina y el Caribe viene funcionando como ejemplo de los «extremos» en la vida social. En las últimas décadas del siglo xx, la región reconstruyó costosa y lentamente sus sistemas democráticos, a la vez que retrocedía en materia económica y social y veía su entramado colectivo sistemáticamente desestructurado, en gran medida por la imposición de programas de gobierno de tipo neoliberal. En el comienzo del siglo xxi, la región más desigual del mundo vio nacer uno de los procesos políticos más significativos y esperanzadores de los últimos tiempos (al menos para una parte de sus sociedades), con discursos, imaginarios y tradiciones políticas que revinculaban democracia con promesa de igualdad. Si emulamos la pregunta de Max Weber sobre la historia del capitalismo, ¿por qué este proceso sociopolítico tomó lugar en América Latina y no en otras coordenadas del mapa? ¿Es que en las sociedades más desiguales se forman los conflictos más importantes contra la desigualdad? La percepción de la desigualdad ¿lleva a tomar acciones y posicionamientos más fuertes por la igualdad? ¿O la persistencia en estas percepciones produce acostumbramiento y naturalización de brechas sociales descomunalmente amplias? El estudio sociológico de la percepción de la desigualdad resulta un jalón necesario para elucidar estos interrogantes.

Constelaciones y experiencias de desigualdad

La situación «objetiva» de disminución de la desigualdad en la región tiene, en rigor, múltiples dimensiones y variadas controversias. No es simple dar un juicio taxativo, menos aún cuando el paso del tiempo y, en particular, la pandemia en 2020 y 2021 están erosionando o, lisa y llanamente, echando por tierra muchos de los avances tan trabajosamente logrados. Ante todo, es preciso señalar que en el nuevo milenio todos los indicadores sociales, casi sin excepción, mejoraron en términos agregados. Como dijimos, en la primera década del siglo xxi América Latina logró al mismo tiempo crecimiento económico y disminución de la desigualdad. Cuando corrían los primeros meses del siglo xxi, América Latina y el Caribe era ya la región más desigual del mundo. Según datos del Laboratorio de Equidad del Banco Interamericano de Desarrollo (bid), el índice de Gini de América Latina y el Caribe era de 0,559 en 2000. Diez años después, había descendido a 0,516, probablemente la caída más importante entre las regiones del mundo para esta época ( Nora Lustig: «Desigualdad y descontento social en América Latina» Nueva Sociedad No 286, 3-4/2020, disponible en www.nuso.org.). 

En 2000, la diferencia entre el percentil 90 y el percentil 10 era de 14,23 veces (Los percentiles 90 y 10 se refieren a los grupos de la población que ocupan, respectivamente, el lugar 90 y 10 en una escala en la que 1 es el 1% con menores ingresos económicos y 100 es el 1% con mayores ingresos económicos de la sociedad.). Para 2010, la brecha se había acortado a 10,60 veces. Para 2020, el descenso del índice de Gini se había estancado, la población en situación de pobreza todavía superaba el 23%, y desde 2014-2015 buena parte de los gobiernos progresistas de la región habían experimentado estancamiento económico, derrotas electorales impulsadas, entre otras causas, por «votos protesta», pérdida de poder adquisitivo de la población y una paralización del proceso de mejora de muchos indicadores sociales.

No obstante, aun limitándonos a los ingresos, el panorama no es sencillo de caracterizar. En primer lugar, no es fácil traducir indicadores objetivados en experiencias sociales. ¿Qué conlleva la caída de algunos puntos en el coeficiente de Gini en un país? ¿Implica necesariamente mejoras en las condiciones de vida de los más pobres o, como ha advertido lúcidamente Juan Pablo Pérez Sáinz, puede tan solo reflejar una transferencia de ingresos desde la elite hacia los sectores medios altos, sin impacto en los sectores de ingresos más bajos( J.P. Pérez Sáinz: «¿Disminuyeron las desigualdades sociales en América Latina durante la primera década del siglo XXI? Evidencia e interpretaciones» en Desarrollo Económico vol. 53 No 209-210, 2013.?) Hubo, además, una mejora de la distribución entre individuos y hogares, pero no grandes cambios en la partición entre capital y trabajo, y también es cierto que los más pobres mejoraron su situación, pero los más ricos se volvieron más ricos aún. Cabe asimismo considerar que al crecer la economía y el pib per cápita, la fracción relativa de ingresos de cada grupo era mayor en términos reales que en contextos más restrictivos, esto es: el «pastel» creció, por lo cual las porciones fueron desiguales, claro, pero también más «grandes» para todos. En todo caso, hay una tarea pendiente para las ciencias sociales: la de realizar una suerte de «traducción» de una amplia gama de indicadores con signos divergentes en experiencias y condiciones de vida concretas.

Por su parte, los datos de salud, educación o vivienda mejoraron en términos absolutos, los «pisos de bienestar» se incrementaron y casi todos los países, grupos, clases y regiones conocieron mejoras en el periodo. No obstante, en muchos casos las brechas no disminuyeron. Y esto porque los países, regiones subnacionales y grupos más favorecidos avanzaron más que los países más pobres y que los grupos y zonas más desaventajadas. En su conjunto, las políticas de vivienda, salud, educación, ingresos y trabajo tendieron a tejer una red de protección básica y un piso mínimo de bienestar para los sectores más desfavorecidos. Como hemos planteado en otro lado (G. Benza y G. Kessler.: ob. cit.), la agenda posneoliberal puso el foco en remediar las formas de exclusión más extremas producidas en las últimas décadas del siglo xx y, en menor medida, otras de mucha más larga data, como por ejemplo las que afectaban a los pueblos originarios y afrolatinoamericanos. Por ende, consideramos que el periodo logró en su momento concretar con relativo éxito la promesa incumplida de las políticas sociales del ciclo neoliberal: la creación de una red de protección básica para los sectores más excluidos.

Al mismo tiempo, muchos de los núcleos productores de desigualdad social en la estructura de clases latinoamericana quedaron relativamente intactos durante gran parte de los procesos de los gobiernos progresistas en la región. En líneas generales, en la programática de la «marea rosa» brillaron por su ausencia la intervención sobre el acceso a tierras (sobre todo productivas), la transformación de la estructura productiva, las alternativas ambientalistas al desarrollo y la reforma de una estructura fiscal profundamente regresiva. En pocas palabras, aun si partimos de la base objetiva de las mejoras en términos de desigualdad, hay una variedad de matices, controversias, avances y retrocesos que conforman una constelación de experiencias distintas, a menudo contradictorias o no coincidentes entre sí. Con esta base, no pueden tampoco esperarse percepciones homogéneas.

¿Desigualdades injustas?

Las percepciones de la población latinoamericana

Como vimos, entonces, no es fácil entonces formular un juicio acabado sobre la evolución de las desigualdades en la región. Esta ambigüedad objetiva sin dudas repercute en las percepciones de la desigualdad. Por ende, la pregunta es si estas transformaciones sociales (todo lo relativas, acotadas o contradictorias que se quiera para el análisis técnico y de especialistas) son percibidas por la población y de qué modo. Existen distintas fuentes con datos en nuestra región. El estudio regional Latinobarómetro pregunta, por ejemplo: «¿Cuán justa cree Ud. que es la distribución del ingreso en (su país)?». Esta variable cuenta con cuatro modalidades de respuesta: «muy justa», «justa», «injusta», «muy injusta». En 2002, 82% de los encuestados consideraba la distribución del ingreso en sus países como injusta o muy injusta. En 2013, la cifra para estas respuestas había bajado a 69%, acompañando el acortamiento de las brechas de desigualdad. Pero en 2018 el porcentaje de la población que percibía como inequitativa la distribución del ingreso en su país había trepado nuevamente a 80%, aunque el índice de Gini estaba todavía lejos de los niveles que presentaba a principios de siglo en nuestra región.

Con estos datos, ¿podríamos aventurar que la percepción de inequidad disminuye cuando baja la desigualdad, pero no la acompaña cuando esta última se estabiliza? Posiblemente sí, tal como estudios en otros contextos lo muestran. De todos modos, es necesario reconocer que los cambios sociales objetivos y las percepciones subjetivas de la población no se relacionan mecánicamente al modo de «reflejos». En especial, la percepción de desigualdad e inequidad en la ciudadanía implica una evaluación subjetiva compleja, que pone en juego posicionamientos ideológico-políticos (por ejemplo, las investigaciones muestran que las personas de izquierda son más sensibles a la desigualdad que las de derecha), puntos de vista situados en distintas posiciones de la estructura social (los mismos estudios muestran que las personas con posiciones subordinadas muestran más sensibilidad a la desigualdad que las elites) y principios de justicia contrapuestos (la injusticia percibida ¿remite a un déficit de igualdad o a una insuficiente meritocracia?).

Otro elemento de peso para señalar es la cuestión de la «legitimación de las desigualdades». Si un orden profundamente desigual (el más desigual entre las regiones del mundo) necesita de una adhesión activa de las mayorías para sostenerse con cierta estabilidad en el tiempo, ¿cómo explicar que en todo el siglo xxi entre siete y ocho de cada diez latinoamericanos perciba la distribución del ingreso como injusta o muy injusta? Para comprender esta configuración, hace falta mucho más que observar las tendencias y evoluciones de indicadores estadísticos. Es necesario, además, comprender las culturas políticas puestas en juego, las tradiciones históricas de cada ciudadanía y también su sensibilidad ante las problemáticas distributivas y sus cambios. También la pregunta más general de qué es lo que implica una respuesta en una encuesta: como mínimo, el reconocimiento de un problema, pero sabemos poco sobre la intensidad del cuestionamiento o sobre el compromiso de los encuestados con un eventual paso a la acción para su resolución.

Otra fuente de datos para nuestra región es la encuesta World Values Survey. En su cuestionario, incluye una pregunta en clave normativa: «¿Dónde colocaría Ud. su opinión en esta escala? Los ingresos deberían ser más iguales / Debe haber mayores incentivos para el esfuerzo individual». Con datos para cuatro países de América Latina y el Caribe, entre 2000 y 2004, 34% de la población manifestaba una preferencia por «los ingresos deberían ser más iguales». Este número llega a 35% entre 2010 y 2014, pero cae posteriormente a menos de 30% para 2017-2019. Para poner en perspectiva: esta opción ascendía a 42% en Norteamérica y 35% en el sur asiático. Con estos números, nuestra región está lejos de ser la que mayor denuncia contra la desigualdad plantea. Pero eso no es todo: de acuerdo con los datos del International Social Survey Programme para el año 2009, 84% de los latinoamericanos se manifestaba de acuerdo o muy de acuerdo con que la desigualdad de ingresos en su país era «demasiado grande», apenas por encima de Asia del Este y el Pacífico (81%) y muy por encima de Norteamérica, la región que presenta el valor más bajo (67%). Sin embargo, esta percepción (que la desigualdad de ingresos es demasiado grande en el país del encuestado) presenta valores más altos en Europa y Asia central, así como también en África subsahariana, con lo cual vemos que no necesariamente las representaciones se ajustan a las diferencias objetivas entre las regiones del planeta, ya que Europa es el continente menos desigual.

La ecuación, en esta dimensión, podría ser otra. La percepción de injusticia distributiva baja cuando baja la desigualdad, pero parecería no «conformarse» cuando la dinámica de la desigualdad no continúa su marcha de progreso, y el estancamiento acaba siendo procesado en términos de retroceso. Por su parte, la opción por «los ingresos deberían ser más iguales» parece haberse mantenido relativamente estable. La información con la que contamos indica que el achicamiento de las brechas de desigualdad no desincentiva ni disminuye la demanda de igualdad, sino que más bien le provee de un piso de expectativas superior, de un modo homólogo al que la mejora en las condiciones de vida de la clase obrera a mediados del siglo xx convivió con uno de los más prolíficos periodos de conflictividad obrera y sindical en la historia reciente.

En resumen, sabemos tres cosas que nos permitirán avanzar en el conocimiento sobre la percepción de la desigualdad en futuras investigaciones. (a) La percepción de inequidad es bastante sensible a la baja de la desigualdad distributiva, pero los cambios no son solo objetivos, sino también de expectativas. De alguna manera, la mejora en las condiciones de vida sube la vara en el horizonte, y la estabilidad/estancamiento en materia distributiva o una mejoría demasiado leve pueden terminar siendo juzgadas por la ciudadanía como una distribución menos justa de los ingresos. (b) Aunque es casi parte del sentido común académico hablar de «legitimación de las desigualdades», al menos los datos que aquí presentamos no nos autorizan del todo a expresarnos en esos términos. Con esto reforzamos la idea de que desigualdad objetiva, percepción subjetiva de la desigualdad y demandas normativas de igualdad no están atadas a una causalidad lineal, sino que están mediadas por diversas formas de tolerancia, acostumbramiento, sensibilidad y expectativas propias de cada sistema nacional y cada grupo social. (c) Aun en aquellos países con mayor percepción de inequidad, las adscripciones valorativas en torno de la igualdad distan de ser homogéneas. De hecho, pudimos ver que si la percepción de injusticia distributiva abarca a una amplia mayoría de las personas encuestadas en América Latina y el Caribe, el polo que adscribe a lo que podríamos llamar un modelo de «igualdad de posiciones» apenas reúne un tercio de los encuestados, mientras que el modelo de la «meritocracia individualista» tiene proporciones equivalentes. En este sentido, las combinaciones de opiniones y percepciones tienden a no sostener una coherencia abstracta a ultranza, sino a tomar la forma de involucramientos por momentos ambivalentes, multidimensionales, similares a las de las coordenadas en el campo político.

Tradiciones políticas en torno de la igualdad

Al poner el foco en los países, encontramos lo que podríamos llamar distintas tradiciones políticas en torno de la igualdad: universos simbólicos, nociones legitimantes, condiciones sociales y programas de gobierno, articulados en forma de coordenadas, que habilitan procesamientos y tratamientos diferenciales de la desigualdad como problema público en cada contexto nacional.

No tenemos aquí espacio para detenernos en cada uno de los países que componen América Latina y el Caribe, pero sí podemos referirnos a algunos de ellos como representantes de tendencias o arquetipos modélicos de estas tradiciones políticas en torno de la igualdad. Pero ¿a qué nos referimos con «coordenadas»?

Por ejemplo: tanto Argentina como Uruguay han sido históricamente dos de los países con estructuras distributivas más igualitarias en nuestra región (índice de Gini de 0,46 y 0,39, respectivamente, en 1997, cuando el promedio regional era de 0,51). Sin embargo, mientras que Argentina está entre los que tienen mayor percepción de inequidad en la población (54% para la opción «muy injusta» en el mismo año, mientras que el promedio regional era de 29%), Uruguay está entre los que tienen una menor percepción (26%). Costa Rica, que para 2010 tenía un índice de Gini más desigual que Argentina (0,48 contra 0,45), presentaba una percepción de inequidad tres veces menor (43% contra 16%). ¿Por qué sucede esto? ¿Simplemente hay una relación inversamente proporcional? ¿A más desigualdad, mayor acostumbramiento y tolerancia? Tampoco podríamos avanzar en una explicación de este tipo. Chile es un caso divergente en este sentido: presenta una distribución profundamente desigual en términos históricos, pero una percepción de inequidad también alta (en 2018 su índice de Gini era de 0,49, superior al promedio regional de 0,45, y la percepción de la distribución del ingreso como «muy injusta» es de 41%, superior a la media regional de 30%).

¿Cómo podemos comprender este fenómeno a escala nacional? A modo de hipótesis, construimos tres perfiles sobre los cuales desarrollar interpretaciones más particulares.

El primero es el modelo de la tradición igualitaria, cuyo caso típico sería Argentina. Son países con una estructura distributiva menos desigual (para los parámetros latinoamericanos), que se remonta por décadas a la segunda mitad del siglo xx, pero cuyo proceso ha instalado altas expectativas de igualitarismo y movilidad social y, como corolario, una alta sensibilidad a la desigualdad. A su vez, esta tradición se asocia con un sesgo hacia la autoidentificación de clase concentrada en las clases medias (76% de las personas encuestadas se perciben ubicadas entre el cuarto y el séptimo escalón de la escala social, contra un promedio regional de 63%). Finalmente, la relativa estabilidad institucional en estos países desde las transiciones democráticas ha permitido que los conflictos por la igualdad se hayan procesado con la «democracia en las calles», esto es, con protestas y otras acciones colectivas, pero finalmente siempre dirimidas por vía electoral, mientras que en otros modelos esto cambia.

El segundo es el modelo reactivo contra la desigualdad. El caso típico sería, ahora, Chile. Este modelo combina una estructura social más desigual que la anterior (como señalamos, un índice de Gini por encima del promedio regional en todo el siglo xxi) con una alta percepción de la desigualdad (en 2018, es el segundo país con mayor percepción de inequidad, solo por detrás de Brasil) y una profunda conflictividad social en torno de la cuestión (en 2017-2019, Chile es por lejos el país con más adhesión a la afirmación «Los ingresos deberían ser más iguales»: 45%, contra 25% en Argentina, 29% en México y 23% en Perú). Además de la inflamabilidad conflictual de estas configuraciones nacionales en el siglo xxi (recordemos las manifestaciones en Chile en 2019 y sus antecedentes desde 2013), este modelo se caracteriza por una población cuya autopercepción de clase se desplaza hacia las clases bajas (31% de los encuestados se perciben a sí mismos ubicados entre el primer y el tercer escalones de la escala social, contra un promedio regional de 26%).

El tercero es el que podríamos llamar modelo de la ruptura histórica contra la desigualdad. El caso típico sería el de Bolivia. Estarían comprendidos aquí países con fuertes rupturas de su dinámica societal en el pasado reciente: procesos de achicamiento crítico de las brechas de desigualdad (Bolivia era el segundo país con índice de Gini más alto en 1997, solo superado por Brasil, y en 2018 es el país con índice de Gini más bajo en toda la región, el único por debajo de 0,4), aunque esto no haya modificado automáticamente las sensibilidades, expectativas y demandas instaladas de igualación económica en sus tradiciones de cultura política (Bolivia ya era el segundo país con menor percepción de inequidad en 1997, y desde 2013 ocupa el primer puesto en la región). En otras palabras: se trata de sociedades que cambiaron profundamente en las últimas décadas, con fuertes reconfiguraciones políticas, aunque con poblaciones más tolerantes y con expectativas y sensibilidades más bajas hacia la desigualdad (de acuerdo con lo que muestran los datos de las encuestas de opinión que revisamos aquí).

En el marco de estas coordenadas nacionales, los procesos a priori contradictorios entre evolución de la desigualdad estructural y tendencias en la percepción social de la desigualdad pueden ser leídos bajo una nueva luz e interpretados de un modo complejo, que será preciso ahondar.

Pandemia, retrocesos y un campo abierto para la construcción de consensos

La mayor parte del material empírico con el que contamos en esta materia abarca hasta 2019. Sobre lo que sucedió en 2020 en clave de percepción social de las desigualdades apenas podemos plantear interrogantes, aunque los indicadores de tendencias y rupturas son significativos.

La llegada de la pandemia a América Latina y el Caribe y su rápida constitución en epicentro regional del fenómeno a escala mundial no hicieron sino funcionar como gatillo de muchas de las tendencias estructurales que mencionamos previamente y que llevan décadas de acumulación. En un punto, las dinámicas sociales que disparó el covid-19 en nuestro continente (las medidas de aislamiento social, el detenimiento de la economía y la contracción del mercado de trabajo, entre otras) tuvieron como una de sus más fuertes manifestaciones la puesta en evidencia del carácter endeble de las conquistas conseguidas durante una década de gobiernos progresistas.

Como una suerte de máquina del tiempo del desarrollo social, muchos informes señalan que la pandemia produjo un deterioro en las condiciones de empleo que reenvía a la coyuntura de la crisis mundial de 2008-2009, mientras que produjo un retroceso de 15 años en las áreas de pobreza monetaria y de inclusión y calidad socioeducativa, y de 30 años en materia de pobreza extrema o estructural(G. Benza y G. Kessler.: ob. Cit.). Sería impensable que un proceso de semejantes dimensiones no impactara con fuerza en la percepción de inequidad distributiva de las latinoamericanas y latinoamericanos. Las investigaciones han mostrado que la percepción de justicia distributiva presenta fuertes afinidades electivas y está sólidamente atada a la confianza institucional, a las evaluaciones políticas y al apoyo a la democracia y a la fiscalidad progresiva. En una región con una considerable inestabilidad institucional democrática, este cimbronazo «perceptual» puede implicar altísimos costos políticos para nuestros países.

Por otra parte, los países latinoamericanos han desplegado importantes acciones para mitigar los efectos negativos de la pandemia en los sectores más vulnerables de nuestras sociedades. Siendo muchas las críticas que se les pueden plantear a los programas que los gobiernos han puesto en funcionamiento durante el último año, hay varios puntos positivos para rescatar. En primer lugar, la rápida reacción y el aprovechamiento de las capacidades estatales consolidadas durante el siglo xxi para garantizar un piso mínimo de derechos, fundamentalmente de ingresos económicos, que habría sido imposible de no mediar la experiencia histórica de los gobiernos posneoliberales y la construcción de las amplias redes de protección social que mencionamos anteriormente.

En este sentido, aun cuando vivimos una coyuntura socialmente crítica y sin precedentes, también asistimos a una ventana de oportunidad: no sin conflictos –la acción de las corporaciones mediáticas y las demandas de los sectores que, sin ser «privilegiados» en la estructura social, no llegan a tener una gran cobertura a partir de las medidas actuales de los gobiernos latinoamericanos, como los trabajadores y trabajadoras autónomos de baja calificación–, la intervención estatal en materia distributiva parte en 2020 de un piso de consenso político (si no igualitario, al menos inclusivo) y derechos adquiridos muy distinto del de comienzos de siglo. Probablemente la llegada de una pandemia de estas dimensiones en 2000 habría encontrado a América Latina y el Caribe en unas condiciones muy distintas y sin una experiencia histórica que permitiera una intervención de semejante envergadura. Por otra parte, aunque sin avances institucionalizados, la pandemia permitió construir nuevos consensos, por un lado, sobre la necesidad de la presencia del sector público para la gestión de la sociedad: en educación, pero sobre todo en salud, la evidencia de los déficits también se tradujo en demandas claras para el Estado como principal gestor de los bienes colectivos, dimensión que, por las evidencias que ofrecen distintas investigaciones, sabemos que están profundamente asociadas a la percepción de justicia distributiva. Esto se combina, además, con la identificación de uno de los más importantes ausentes en la gestión de la pandemia y sus problemáticas: el mercado.

Entretanto, se colocó en agenda uno de los puntos vacantes o más débiles de los procesos progresistas en la primera década del siglo xxi en la región: las reformas tributarias y la progresividad recaudatoria. En los últimos meses se volvió evidente que semejante exigencia de intervención pública no puede sino estar atada a políticas fiscales que modifiquen la tendencia regresiva y el escaso impacto distributivo que tienen los impuestos en la región. Si bien la situación de las elites también puede considerarse «heterogénea», lo cierto es que algunas de sus fracciones han resultado (aunque parezca paradójico) grandes ganadores de esta época. Un informe de Oxfam (Susana Ruiz: ¿Quién paga la cuenta? Gravar la riqueza para enfrentar la crisis de la covid-19 en América Latina y el Caribe, Oxfam, Oxford, 2020. ) muestra que durante los primeros meses de pandemia el patrimonio de la cúpula de «superricos» de nuestra región creció cerca de 17%, aunque todavía no contamos con evaluaciones ni datos concluyentes.

Sobre esto último habría que señalar que, si bien sigue latente una suerte de clima crítico respecto de las elites en la región, su identificación y las representaciones sobre estos sectores continúan resultando enigmáticos. Aunque no contamos con datos sistemáticos sobre la cuestión, algunas problemáticas emergentes y affaires públicos indican que las elites económicas y empresariales tienden a permanecer invisibilizadas para las percepciones de la sociedad, mientras que el malestar colectivo con respecto al funcionariado, a «la clase política» y sus redes de influencia tiene una amplia difusión en la población.

Ciencias sociales y política

Una vez más nos preguntamos: ¿qué hacer desde las ciencias sociales? A todas luces, muchas de las creencias compartidas, tanto por la academia como por el sentido común, no terminan de ofrecer explicaciones profundas sobre la relación entre el devenir de la desigualdad social, la forma en que se percibe subjetivamente y las demandas y conflictos que genera su procesamiento social. Incluso parte de nuestras representaciones compartidas han sido cuestionadas por la historia económica que está debatiendo la temporalidad de la «desigualdad persistente» en América Latina: ¿desde cuándo somos tan desiguales? ¿Desde los tiempos de la Colonia? ¿Desde los albores del siglo xx? ¿Todos los países de la región fueron siempre y al mismo tiempo igualmente desiguales( V. al respecto los trabajos históricos incluidos en el libro de Jeffrey Gale Williamson y Luis Bértola (eds.): La fractura: pasado y presente de la búsqueda de equidad social en América Latina, FCE / BID, Buenos Aires, 2016.)? No sabemos con precisión qué rol juegan los procesos históricos en la comprensión de la percepción subjetiva de las desigualdades en América Latina. En todo caso, en el abordaje de los problemas presentados en este artículo nos damos de bruces con la necesidad de poner en cuestión la asunción o el supuesto de un pasado homogéneo dentro de cada país y entre ellos, y considerar momentos de disminución de las brechas, resistencia frente a las desigualdades y hasta, en algunos casos, posibles formaciones de clase no tan polarizadas como creíamos.

Otro debate en ciernes es el referido a la forma de estudiar estas percepciones. En este texto hemos recurrido a encuestas de opinión, pero sabemos que deben ser articuladas con estudios etnográficos y cualitativos en profundidad, como los que se vienen realizando desde hace años. Ahora bien, tampoco es fácil plantear buenas preguntas y poder resolverlas en la investigación. En tal dirección, Michèle Lamont, Stefan Beljean y Matthew Clair han sugerido ahondar en el pasaje de procesos cognitivos y narraciones micro y meso a una escala macro (M. Lamont, S. Beljean y M. Clair: «What Is Missing? Cultural Processes and Causal Pathways to Inequality» en Socio-Economic Review vol. 12 No 3, 2014.). En concreto, proponen indagar cómo procesos de identificación, estigmatización, racialización, estandarización, evaluación y racionalización, entre otros, forjados en el plano intersubjetivo, circulan de abajo hacia arriba y se cristalizan en prácticas institucionales, internalización de prejuicios y autopercepciones de superioridad o subalternidad que gravitan en la producción y reproducción de la desigualdad.

Asimismo, para superar las preguntas sobre percepciones o actitudes individuales, es preciso estudiar los juicios y acciones en el encuentro entre las clases, como lo vienen haciendo colegas en la región (V. al respecto María Cristina Bayón y Gonzalo A. Saraví: «Presentación. Desigualdades: subjetividad, otredad y convivencia social en Latinoamérica» en Desacatos No 59, 2019, y María José Álvarez Rivadulla: «¿‘Los becados con los becados y los ricos con los ricos’? Interacciones entre clases sociales distintas en una universidad de elite» en Desacatos No 59, 2019.). En los últimos años se privilegió más la mirada sobre la segregación que sobre la movilidad y las interacciones, cuando en realidad las clases sociales siempre interactúan, no solo por razones de trabajo, sino también por compartir gran parte de los contenidos culturales en tiempos de masividad. A esto se suma que la mayor extensión del consumo en Latinoamérica ha implicado una presencia creciente de sectores populares y clase media baja o en ascenso en espacios públicos y privados otrora elitistas, y esto habría conllevado nuevas formas de interrelación con otras clases. La pregunta es sobre las interacciones entre clases, que serán diferentes según el escenario, en sociedades profundamente jerárquicas como las nuestras. Es preciso elaborar una fenomenología del encuentro con el otro diferente, puesto que las reacciones no parten solo de una valoración moral, sino a menudo de un juicio estético de la interacción, con base en los sentidos, de ver y escuchar al otro, de su aspecto, de lo que hace y dice en los espacios de interacción y las emociones que esto genera.

¿Qué relación tiene todo esto con la política? Pensamos que es necesario reforzar y, al mismo tiempo, avanzar en los consensos de lucha contra la exclusión que marcaron el tono de las políticas públicas contra la pobreza de la primera década del siglo xxi, para progresar hacia la construcción de consensos en torno de la igualdad social. Estos son, sin lugar a dudas, muy difíciles, puesto que exigen evaluar cada medida pública y privada desde la óptica de la desigualdad: ninguna iniciativa es neutra y toda medida pública o inversión privada puede gravitar en términos de igualdad y desigualdad de clases, género, grupo étnico, grupo etario o territorios. Los consensos en pos de disminuir la desigualdad precisan de una construcción política que ponga las percepciones de la población en un plano de importancia: ningún tipo de intervención estatal se logrará consolidar en el tiempo si no es sobre la base de sólidos pactos distributivos y consensos sociales contra la desigualdad, cuyo impacto sabemos que no alcanza solamente a la esfera económica, sino también a las expectativas, los apoyos y la estabilidad institucional de la democracia en cada uno de los países de nuestra región.

El artículo precedente fué escrito para Nueva Sociedad NUSO Nº 293 / MAYO - JUNIO 2021

Nuestro punto de partida es la utopía...

Luchamos por construir un mundo más justo, más solidario y más humano, por un mundo donde las relaciones sociales no estén regidas por una lógica instrumental sino por una lógica de la afectación y de la búsqueda del bien común. Luchamos contra el capitalismo deshumanizante y su lógica mercantilista de explotación de unos hombres por otros. Luchamos por construir, desde nuestro lugar, y como dicen los zapatistas, un mundo donde quepan muchos mundos. Ese es el horizonte que nos guía, hacia el cual nos dirigimos y a partir del cual hacemos la presente reflexión acerca de las características actuales de la movilización social en América Latina.

Siguiendo a Oliver Costilla (2007) podemos decir que, en la primera década del siglo XXI, ha surgido un nuevo tipo de protestas, luchas ciudadanas y movimientos sociales en diversos países de América Latina. Dichos movimientos registran algunas características distintas a las que presentaban los movimientos populares y sectoriales de la región en las décadas de los ochenta y noventa. Se trata de cualidades que no siempre abarcan a todos los procesos de movilización pero presentan tendencias nuevas que desafían la comprensión y conceptualización de las ciencias sociales de hoy.

En ese sentido, y sin pretender alcanzar una mirada totalizadora del proceso de movilización social en nuestros países, nos proponemos reflexionar acerca de algunas de las características principales de dicho proceso desde el diálogo con algunos autores referentes en esta temática y desde la articulación (Haraway, 1991) que hemos establecido con algunas experiencias de lucha desarrolladas en Argentina a partir de la crisis del 2001 en el marco de nuestra tesis doctoral. Asimismo, incluiremos algunas reflexiones surgidas de la experiencia de nuestro trabajo de maestría realizado en torno al conflicto en Chiapas y al movimiento zapatista.

El aumento de la conflictividad social durante la década del noventa como contrapartida de la implementación de las políticas neoliberales.

Según Seoane y Taddei (2003), nuestra región estuvo caracterizada, durante la segunda mitad de la década del noventa, por un sostenido incremento de la protesta social orientada al cuestionamiento del modelo neoliberal y por la afirmación de movimientos sociales de significación nacional.

En ese sentido, el balance acerca de la década 2000-2010, que en este texto vamos a caracterizar, tiene sus raíces en este proceso de ampliación de los procesos de movilización social producidos en el marco de la crítica a la configuración actual del sistema capitalista.

Para los autores antes mencionados, esta profundización de la conflictividad social expresa la doble crisis que cuestiona al régimen neoliberal: la crisis económica de carácter recesivo que parece extenderse a nivel regional e internacional y la crisis de la legitimidad que dicho régimen neoliberal pareció conquistar –aun de manera inestable– en la primera mitad de la década.

Al mismo tiempo, este incremento de la protesta social no sólo se manifiesta de un modo cuantitativo –que fue sistemáticamente registrado por el Observatorio Social de América Latina (OSAL) en 19 países de la región latinoamericana–, sino que puede ser entendido desde un punto de vista cualitativo y conceptualizado como un ciclo de protesta (Tarrow, 1997) que debe analizarse desde su inscripción en las transformaciones producidas a partir de la implantación del neoliberalismo (Seoane y Taddei, 2003).

Como hitos iniciales de este ciclo puede mencionarse el levantamiento zapatista de inicios de 1994; la “Guerra del agua” cochabambina y las luchas del movimiento cocalero en el Chapare boliviano; los levantamientos indígenas de 1996 y 2000 impulsados por la CONAIE en Ecuador que culminaron con la caída de los respectivos gobiernos; la emergencia y extensión del Movimiento de Trabajadores Desocupados en Argentina; las iniciativas de ocupaciones de tierras masivas de carácter nacional

protagonizadas por el Movimiento de Trabajadores Sin Tierra (MST) en Brasil; las movilizaciones campesinas en Paraguay y su rol en la caída del presidente Cubas Grau; las intensas protestas sociales y la experiencia de los Frentes Cívicos regionales en Perú que signarán el fin del régimen de Fujimori; etcétera (Seoane y Taddei, 2003).

El desarrollo de este ciclo de protestas sociales no ha sido homogéneo ni lineal aunque sí lo suficientemente extendido como para hablar de su magnitud regional y para producir interrogantes acerca de la configuración específica de estas protestas, sobre la naturaleza de las fuerzas que en el enfrentamiento se constituyen y sobre los sujetos colectivos que las encarnan (Seoane y Taddei, 2003).

La emergencia, consolidación y extensión de estos movimientos sociales presenta particularidades tanto por sus características organizativas como por sus formas de lucha, sus inscripciones identitarias, sus conceptualizaciones de la acción colectiva y sus entendimientos en relación al poder, la política y el Estado (Seoane y Taddei, 2003); que marcan continuidades y rupturas con los producidos en décadas anteriores y que marcan la singularidad de los procesos que se vienen dando en esta última década.

Este incremento de la protesta social en América Latina se ha desarrollado de manera casi simultánea al crecimiento de las luchas en otras regiones del planeta (particularmente en Europa y, en menor medida, en América del Norte y Asia), conformando lo que se ha denominado movimiento antiglobalización, globalifóbico, movimiento antimundialización neoliberal (Seoane y Taddei, 2003) o incluso llegándose a hablar de un nuevo internacionalismo (Svampa, 2007).
Momentos cruciales de este proceso han sido las movilizaciones de Seattle en noviembre de 1999, de Praga en el año 2000 y de Génova en el 2001; que posteriormente se han desarrollado como dinámicas del Foro Social Mundial y de rechazo a la formalización del ALCA (Oliver Costilla, 2007).

En ese sentido, según Oliver Costilla (2007), pueden señalarse dos contextos de la movilización social: uno interno, donde se da un incremento de la resistencia social y de la sociedad civil en relación a los efectos de las políticas económicas neoliberales, a la reforma conservadora del Estado, al Estado mínimo y al ajuste estructural; y uno internacional, el cual está marcado por la movilización y la resistencia social a la hegemonía estadounidense y al neoliberalismo.

Sin embargo, vale aclarar que los movimientos producidos en América Latina han tenido características diferenciales respecto a aquéllos producidos en los países centrales. En ese sentido, ya desde la década anterior, Gutiérrez (1989) señalaba que el proceso de lucha de un país dependiente era irreductible a los procesos de lucha que se registran en los países centrales, aún cuando los mismos fueran protagonizados por los pobres, los oprimidos o las juventudes contestatarias.

De este modo, específicamente en América Latina, estos nuevos espacios de coordinación han estado signados particularmente por la evolución de los llamados acuerdos sobre liberalización comercial y se han conformado en resistencia a la iniciativa norteamericana de subsumir a los países de la región bajo un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) (Svampa, 2007).

Al mismo tiempo, mientras que en los países latinoamericanos los movimientos sociales en general han sido protagonizados por sectores populares provenientes sobre todo de la clase trabajadora, la clase media baja y de los campesinos desplazados arrinconados en una sociedad alterna expulsada del marco institucional; en los países centrales dichos movimientos se han conformado a partir de la sumatoria de un gran número de individualidades provenientes en su mayor parte de la clase media que, en el marco de una sociedad de consumo, se articularon como movimientos básicamente de contracultura que se constituyen como alternos pero dentro de la institucionalidad (Gutiérrez, 1989).

Sintetizando lo hasta aquí expuesto, podemos decir que el período 2000-2010 que vamos a analizar en este artículo tiene sus raíces en un incremento de la conflictividad social que se inicia en la década anterior, que se da en el marco de la crítica al neoliberalismo actual y que, si bien se desarrolla en distintos puntos del planeta, adquiere características específicas en América Latina.

Tendencias actuales de los procesos de movilización en América Latina Como dijimos anteriormente, en la primera década del siglo XXI ha surgido un nuevo tipo de protestas, luchas ciudadanas y movimientos sociales en diversos países de América Latina. Estos movimientos registran algunas características distintas a las que presentaban los movimientos populares y sectoriales de la región en las décadas de los ochenta y noventa (Oliver Costilla, 2007).

Dichos movimientos sociales se ubican en oposición radical al neoliberalismo y al estado mínimo siendo que esta oposición es mayor y más clara que en épocas anteriores (Oliver Costilla, 2007).

Distintos autores (entre ellos Gutiérrez, 1989; Zibechi, 2003; Svampa, 2007; Vakaloulis, 1999; Ciuffolini, 2007; Colectivo Situaciones, 2002; Oliver Costilla, 2007; Dávalos, 2006; etc.) han reflexionado sobre las particularidades que los actuales procesos de movilización social adquieren en nuestro continente.

Dichas características, aunque no siempre abarcan a todos los procesos de movilización social (Oliver Costilla, 2007), atravesarían a los nuevos movimientos sociales por encima de sus diferencias nacionales y sectoriales, abarcando movimientos indígenas como el zapatismo; movimientos territoriales urbanos como las organizaciones piqueteras en Argentina, la Fejuve en Bolivia, los Sin Techo en Brasil; movimientos rurales como el MST en Brasil; movimientos socio-ambientales como los movimientos antirepresa en Brasil, los movimientos de resistencia campesino indígena en Perú y Ecuador, las nuevas asambleas ciudadanas contra la minería a cielo abierto en Argentina y Chile; entre otros (Svampa, 2007).

Estas nuevas tendencias desafían la comprensión y conceptualización de las ciencias sociales de hoy (Oliver Costilla, 2007). En ese sentido, sin pretender construir una mirada totalizadora del proceso de movilización social en nuestros países, nos proponemos reflexionar acerca de las características principales de dicho proceso desde el diálogo con autores que han reflexionado acerca de este tema y desde la articulación (Haraway, 1991) que hemos establecido con algunas experiencias de lucha desarrolladas en Argentina (asambleas barriales, fábricas recuperadas, movimientos de desocupados, nodos de trueque) a partir de la crisis del 2001 en el marco de nuestra tesis doctoral.

Fragmentación de las formas de protesta y articulaciones incipientes Según Vakaloulis (1999), si bien la fragmentación de las formas de protesta no constituye un dato ontológico inmodificable, sí señala la dificultad de imaginar un “todos juntos” a la vez que indica que la construcción de nuevas perspectivas de emancipación social es aún muy tenue.

El aspecto positivo de esta fragmentación sería el fin de un cierto vanguardismo de clase que caracterizó históricamente al movimiento obrero. El aspecto negativo referiría a los obstáculos que impiden discernir los lineamientos de un movimiento conjunto en el seno de la conflictividad contemporánea (Vakaloulis, 1999) y al hecho de que dicha fragmentación estaría enmarcada en un proceso de restructuración capitalista que mina las bases de la organización y presencia política de la clase trabajadora, estando esto relacionado con la relativa pérdida del proyecto estratégico emancipador propio de los movimientos obreros y campesinos clásicos (Dávalos, 2006).

Respecto a esto último, siguiendo a Dávalos (2006) podríamos decir que nos encontramos frente un debilitamiento de la capacidad de construir una estructura de dirección organizada con alta capacidad política y con un proyecto de largo alcance, atributos necesarios pero que exigen una calidad diferente a la de los viejos partidos burocráticos y jerárquicos de la izquierda y de los activistas sociales tradicionales (Dávalos, 2006).

En suma, actualmente habría una especie de contradicción entre las fuertes aspiraciones de cambio social y un horizonte histórico limitado (caída del “socialismo real”; fuerza del mercado; etc.), desfase que limitaría el impacto político de los movimientos sociales e inscribiría su empirismo reivindicativo en una temporalidad más bien corta (Vakaloulis, 1999).

No obstante, Oliver Costilla (2007) observa que, si bien después de los grandes e incluyentes movimientos antidictatoriales y por la democratización político electoral (Argentina, 1983; Brasil, 1983-1984; México, 1988; entre otros), la mayor parte de las luchas sociales de los años ochenta y noventa estuvieron ligadas a reivindicaciones y procesos vinculados a intereses sociales sectoriales (vivienda, salud, educación, servicios, regularización de la propiedad, obtención de créditos, etc.) que en general eran enarboladas básicamente por activistas minoritarios; desde finales de los años noventa, y especialmente a partir del año 2000, las protestas, las luchas ciudadanas y los movimientos sociales que se han presentado en América Latina expresan la participación amplia de la sociedad civil y conforman sus demandas y sus políticas a partir de un proceso de debate y unidad ideológico y político.

En este sentido, si bien podemos seguir hablando de cierta fragmentación de los procesos de movilización social, también tendríamos que empezar a pensar en términos de las articulaciones incipientes que entre las distintas luchas sociales se van produciendo, las cuales responderían a lógicas diferentes de aquellas que caracterizaron a los movimientos más clásicos.

Territorialización de las formas de lucha y resignificación de antiguos espacios.

En la actualidad, tanto para los movimientos urbanos como para los rurales, el territorio se ha transformado en un espacio de resistencia, resignificación y creación de nuevas relaciones sociales (Svampa, 2007) a la vez que se ha constituido en un nuevo locus de poder y de confrontación en tanto el centro de la conflictividad se ha trasladado de lo nacional a lo local (Dávalos, 2006).

En ese sentido, el territorio en tanto dimensión material y de autoorganización comunitaria aparece como uno de los rasgos constitutivos de los movimientos sociales en América Latina, sean estos movimientos campesinos, de corte étnico, socioambientales o incluso urbanos (Svampa, 2007).

En nuestro caso, dicha territorialidad emerge reflejada fundamentalmente en las experiencias de las asambleas barriales, los nodos de trueque y los movimientos de desocupados, instancias organizativas todas ellas fundamentalmente ancladas en el espacio territorial de los barrios.

En este marco, desde una de las organizaciones piqueteras con las que nos articulamos en Neuquén, nos comentaban: “la ciudad está dividida en cuatro zonas, la tenemos nosotros dividida en cuatro zonas. La zona norte donde hay dos o tres barrios que están organizados que es para Centenario, la zona sur de la ruta para abajo, la zona oeste que ahí tuvimos que dividir en tres partes porque es muy grande y la zona este que es cerca del centro” (conversación con una de las dirigentes de Barrios de Pie. Neuquén, Argentina, junio de 2005) .

Asimismo, desde una de las experiencias de trueque desarrollada en Córdoba, nos decían: “Córdoba se dividió en cuatro regiones, cuatro zonas: la zona Capital, Sierras Chicas, lo que es Alta Gracia y hay una zona que no me acuerdo cuál es, la zona de... Punilla” (conversación con integrantes del nodo Parque Villa Allende. Córdoba, Argentina, septiembre de 2004).

Esta territorialización no resta importancia a los movimientos nacionales sino que señala que son los movimientos locales los que exacerban la confrontación y la resistencia (Dávalos, 2006). De este modo, por encima de sus diferencias, los movimientos sociales latinoamericanos se constituyen como movimientos territoriales, a partir de una clara defensa y promoción de la vida y la diversidad, reuniendo en un solo haz comunidad, territorio y cultura al tiempo que estos movimientos locales asocian su lucha a la satisfacción de las necesidades más elementales (Svampa, 2007).

Como nos decían desde una de las experiencias de desocupados de Córdoba:

Todo el 2003, por ejemplo, tomamos ejes de laburo en el barrio que por ahí son más lerdos [...]

Acá la luz se cortaba, apenas empezó el invierno, se cortaba la luz porque el barrio que está acá arriba es un asentamiento, no tiene tendido eléctrico, entonces toma la luz de acá del mismo barrio [...] Otro de los ejes que tomamos durante el 2003 fue la del centro de salud de acá al lado, que está muy hecho bosta, no entregaban la leche desde hacía mucho, no había insumos, faltaba una pediatra, no había dinero (conversación con integrantes del Movimiento Teresa Rodríguez. Córdoba, Argentina, septiembre de 2004).

La tierra no se considera sólo como un medio de producción sino que es el espacio en el que se construye colectivamente una nueva organización social, donde los nuevos sujetos se instituyen instituyendo su espacio, apropiándoselo material y simbólicamente (Zibechi, 2003). En ese sentido, territorio no es igual a tierra ya que no remite sólo a un espacio físico sino a una manera de ocuparlo, a una cultura (Zibechi, s/f).

Dichos espacios serían lugares donde cada cual puede reconocerse a sí mismo al tiempo que se identifica con los demás y donde, sin preocuparse por el control del futuro, se prepara el presente. De algún modo, allí se elabora un tipo de libertad intersticial en contacto directo con lo próximo y lo concreto (Zibechi, 2003).

Con esta revalorización del territorio en su sentido más simbólico es posible, también, la recuperación del espacio como factor de sociabilidad y solidaridad.

La vida del barrio se puebla de interacciones minúsculas de las que emerge un conjunto de redes sociales que aseguran a través de su dinámica una gestión de la sobrevivencia (Zibechi, 2003). Así, desde una de las experiencias del movimiento de desocupados de Neuquén, nos decían: “empezamos a gestar pequeños emprendimientos productivos: criaderos de pollos, huertas comunitarias, talleres de reciclado de ropa, fábricas de pastas” (conversación con una de las dirigentes de Barrios de Pie. Neuquén, Argentina, junio de 2005).

En ese sentido, Ciuffolini (2007) señala que las redes sociales son, de algún modo, la resultante inversa y positiva de la disolución del tejido social. Hechas de la vida del barrio, vuelven al territorio el espacio natural de la acción y organización –comedores, cooperativas, iglesias, etc. Ellas reinventan la geografía cotidiana al poblarla de palabras y bienes que se intercambian.

De esta forma, el espacio se caracteriza por la fluidez de los lazos establecidos y por el carácter más o menos palpable, sólido y permanente de las estrategias solidarias en el que se tejen, convirtiéndose en un campo propicio para la politización de lo cotidiano (Zibechi, 2003). En ese sentido, el barrio ha vuelto a ser terreno de subjetivación. Sobre el territorio vecinal se ha operado un proceso de producción de lazo social, operación subjetiva que ha pasado de formas pasivas de ocuparlos a modalidades activas de habitarlos (Colectivo Situaciones, 2002).

En este proceso las condiciones de vida se politizan y el territorio, en tanto expresión de lo compartido, es dotado y dotador de identidad (Zibechi, 2003). En el tráfico de las pequeñas observaciones, informaciones, posiciones, decisiones y maneras de hacer que se da a través de las redes sociales del barrio, se rearticulan lo político y lo económico conforme a estrategias propias que remiten al pasado y refieren al porvenir de ese espacio (Ciuffolini, 2007).

Zibechi (2003) ha señalado que esta territorialización está relacionada con la disolución del mundo fabril que se ha operado a partir de las políticas neoliberales implementadas durante la década del noventa. Los nuevos movimientos sociales se han arraigado en espacios físicos recuperados o conquistados constituyendo ésta una respuesta estratégica de los pobres a la crisis de la vieja territorialidad de la fábrica.

En ese sentido, el significado que adquiere el territorio en la actualidad sólo puede comprenderse en el marco de la transformación del mundo del trabajo (Ciuffolini (2007). El barrio se ha perfilado como el elemento principal de la inscripción social de una masa creciente de individuos y familias que no pueden definir su estatus social ni organizar la reproducción de su vida cotidiana exclusivamente a partir de los frutos de su trabajo (Merklen, 2005).

De este modo, el barrio aparece como la base principal de la estabilización de la experiencia a través del sistema social local que estructura el mundo inmediato de las pertenencias de las personas que en él viven (familia, vecindario, etc.) y el ámbito de la acción colectiva donde se encuadran las organizaciones sociales y políticas a partir de las que se diseñan las formas de movilización (Merklen, 2005).

No obstante, Rebón (2003) advierte que, si bien se ha instalado esta lectura acerca del barrio y numerosas organizaciones de izquierda sostienen que éste es el mejor territorio para el desarrollo de una militancia, los procesos de recuperación de fábrica hacen replantearse este mirada ya que, “si bien el barrio puede ser la fábrica, la fábrica también puede ser la fábrica”.

Al mismo tiempo, es necesario considerar que esta relevancia del territorio como lugar privilegiado de disputa emerge también a partir de la implementación de las nuevas políticas sociales diseñadas desde el poder con vistas al control y la contención de la pobreza y a partir de las nuevas modalidades que adopta la lógica del capital en los espacios considerados estratégicos en términos de recursos naturales (Svampa, 2007).

Así, si bien la superposición de actividades en el espacio barrial lo politiza, también puede transformarlo en una experiencia de confinamiento y exclusión (Ciuffolini, 2007). De esta manera, si bien por un lado las fronteras del barrio contienen la heterogeneidad del “nosotros” compuesto de una diversidad de actores sociales; por otro, ellas señalan el límite que los diferencia e, incluso, los hace ser vistos como una amenaza para el resto de la sociedad (Zibechi, 2003).

Nueva relación entre los movimientos sociales, las instituciones y los partidos desde la búsqueda de autonomía Según Zibechi (2003), otra de las características actuales de los movimientos sociales es la búsqueda de autonomía tanto de los Estados como de los partidos políticos. Búsqueda de autonomía que, en las experiencias con las cuales nos articulamos, aparecía asociada al rechazo de ciertas maneras de “hacer política” y que aparecía en los siguientes términos: “entonces en el 2001 vos decías partido, decías hablar con un funcionario, tocabas la puerta del político y te convertías en un ser sin autonomía, incapaz de dilucidar nada, muy fuerte” (conversación con integrantes de la Asamblea Los Naranjos. Córdoba, Argentina, septiembre de 2004).

En ese sentido, a diferencia de lo que ocurría hace algunas décadas, actualmente los comuneros, los cocaleros, los campesinos sin tierra, los piqueteros argentinos, los desocupados urbanos, etc., están trabajando de forma consciente para construir su autonomía material y simbólica (Zibechi, 2003).

Dicha autonomía aparecería no sólo como un eje organizativo sino también como un planteo estratégico que remite tanto a la autodeterminación –entendida en términos de dotarse de la propia ley– como a la construcción de un horizonte más utópico, de un mundo alternativo (Svampa, 2007).

No obstante, algunas de las personas con las que conversamos también nos advertían que esta autonomía que se ha señalado como una característica de los nuevos movimientos sociales es a veces más una exigencia –desde “otros” hacia los movimientos– que una realidad o una aspiración de las propias experiencias:

en general nosotros vemos que la gente que se ha acercado a trabajar con los piqueteros les exigen una conducta de autonomía que ningún otro sector de la sociedad lo tiene” (conversación con integrantes de la Asamblea Los Naranjos. Córdoba, septiembre 2004).

Simultáneamente, Rebón (2003), refiriéndose al caso concreto de los procesos de recuperación de fábricas, advierte que la autonomía buscada desde estas experiencias es resultado de haber sido ésta la única forma social eficaz que encontraron los trabajadores para enfrentar el desempleo y no un ideal buscado por los trabajadores. Por el contrario, muchos de los obreros que protagonizan las experiencias de recuperación de fábrica no tendrían mayores inconvenientes en retornar a trabajar bajo el mando de un patrón si éste cumpliera el contrato salarial.

En ese sentido, más que de una búsqueda activa de autonomía en relación al Estado y a los partidos políticos como la que enuncia Zibechi (2003), para Rebón (2003) habría un paternalismo dirigido hacia el Estado en la búsqueda de apoyo al mismo tiempo que, si bien en algunos cuadros de los movimientos habría una clara determinación de mantener la autonomía con relación al Estado, dicha determinación no estaría necesariamente dada ni para todos los trabajadores de base ni para todos los dirigentes.

Al mismo tiempo, si bien desde algunas de las experiencias con las que conversamos la autonomía aparecía como un significante simbólico privilegiado (Laclau, 1996) –“estaba tan instalada la discusión ésta de la horizontalidad, de la autonomía, o sea, la discusión metodológica estaba muy, muy fuerte instalada” (conversación con integrantes de Córdobanexo. Córdoba, Argentina, septiembre de 2004) –; dicha búsqueda no aparece en todas las experiencias y, en las que aparece, no es considerada como un valor absoluto sino que más bien es pensada en combinación con distintas estrategias de diálogo y negociación en relación a distintos actores sociales.

Respecto a esto último, algunos integrantes de las asambleas barriales de Córdoba nos decían: “para nosotros hay un derecho ciudadano que hay que defender porque existe el Estado y seguimos pagando impuestos y seguimos perteneciendo a esta sociedad; es un derecho; y por otro lado, tratar de construir prácticas que tengan que ver con la autonomía, con la autogestión” (conversación con integrantes de la Asamblea Los Naranjos. Córdoba, Argentina, septiembre de 2004).

En ese sentido, siguiendo a Vakaloulis (1999), podríamos decir que ser autónomo en relación al sistema partidario y a los gobiernos no significa necesariamente transformarse en una especie de recambio antiinstitucional del descontento social sino, sobre todo, significa cuestionar una concepción antidemocrática de la gobernabilidad que transforma todo en una cuestión técnica, prácticamente fuera de control, y que resulta siempre en perjuicio de los principales interesados.

De esta manera, lo que existiría sería más bien una tendencia a aceptar cierto tipo de relación con los partidos políticos –relación en general externa y de coincidencia más que de articulación permanente o subordinación– y a establecer una nueva relación entre los movimientos sociales, las instituciones y los partidos. Esto implicaría tanto que los movimientos sociales se resistan a aceptar los condicionamientos de la realpolitik (Realpolitik (política de la realidad, en alemán) es la política exterior basada en intereses prácticos más que en la teoría o la ética. La realpolitik aboga por el avance en los intereses nacionales de un país, en lugar de seguir principios éticos o teóricos. Consultado en <http://es.wikipedia.org/wiki/Realpolitik> acceso 23 de diciembre de 2009.) como que las instituciones busquen acentuar las posibilidades de independencia y autonomía de la sociedad civil en la elaboración de sus propias necesidades y demandas (Oliver Costilla, 2007).

A la vez, Oliver Costilla (2007) señala que los movimientos tendrían actualmente una mirada crítica acerca de las posibilidades y los límites de las transformaciones en los parlamentos y en la sociedad política. Esta posición sería contrapuesta a la sostenida en momentos anteriores, donde los objetivos estaban orientados a actuar en la esfera política institucional.

En ese sentido, los movimientos sociales que hoy existen expresan un cierto fortalecimiento de la capacidad de intervención política por parte de la sociedad civil a la vez que demuestran tener una visión más clara de la importancia de desarrollar un trabajo político-ideológico para transformar a la propia sociedad civil.

Ellos han conquistado un espacio de reconocimiento social que los ha conducido a lograr una mayor aceptación por parte de las fuerzas políticas y las instituciones, así como también ha implicado que dichos movimientos asumieran roles políticos constructivos (Oliver Costilla, 2007).

Revalorización de la cultura y afirmación de la identidad Según Zibechi (2003), la afirmación de las diferencias étnicas y de género tiene un papel relevante en los movimientos indígenas y de mujeres a la vez que comienza a ser valorada desde otros procesos de movilización. El hecho de que grandes grupos sociales queden fuera de los derechos ciudadanos parece contribuir a que se busque construir otro mundo posible sin perder las particularidades propias.

Como nos decían desde una de las organizaciones piqueteras con las que nos articulamos, las mujeres “en el barrio son parte activa y debaten mucho y aparte son compañeras que todo el tiempo están planteando su superación a través de la formación, de talleres de historia” (conversación con una de las dirigentes de Barrios de Pie. Neuquén, Argentina, junio de 2005).

En conexión con esto, Gutiérrez (1989) señala que los nuevos movimientos sociales tocan dos aspectos fundamentales: la revalorización de la persona (calidad de vida, autosuficiencia y valorización cultural de tradiciones populares) y el ataque directo al corazón del capitalismo (lucha contra el consumo, movilización contra el industrialismo salvaje y el complejo económico-militar, etcétera).

Relacionado con esto último, integrantes de uno de los nodos de trueque de Córdoba nos decían: “el trueque es un sistema de valores, que atiende a la generación del trabajo y no al lucro, al intercambio justo y equitativo y no a la especulación.

Básicamente era esto como lo más digno, lo más genuino del trabajo que apuntaba a la equidad de poder intercambiar tu esfuerzo de trabajo con el del otro, a eso apuntaba al principio” (conversación en Córdoba, Argentina, septiembre de 2004).

La generación de espacios de educación y la capacidad de formar intelectuales propios.

Para Zibechi (2003), los movimientos están tomando en sus manos la educación y la formación de sus dirigentes, con criterios pedagógicos propios a menudo inspirados en la educación popular, quedando atrás el tiempo en el que intelectuales ajenos al movimiento hablaban en su nombre. Así, agrega este autor, movimientos como el piquetero se plantean la necesidad de tomar la educación en sus manos asumiendo que los Estados nacionales han tendido a desentenderse de la formación.

En ese sentido, una de las dirigentes de Barrios de Pie de Neuquén nos relataba la experiencia de su organización en torno a la alfabetización y la educación popular: Nosotros iniciamos la experiencia a través de este programa “Yo sí puedo”, y el año pasado, a fines del año pasado, el gobierno nacional, el gobierno de Kirchner, instrumenta el programa Encuentro, que es de alfabetización de jóvenes y adultos, donde nosotros nos sumamos a esa campaña y hoy, en Neuquén, tenemos 25 centros de alfabetización de adultos abiertos. Pero por un lado está lo de alfabetización de adultos... ahora, todo lo que es la educación popular atraviesa todo lo que es el funcionamiento de nuestra organización porque nos plantea nuevas formas de construir estas instancias organizativas a través de la organización popular, técnica que nos permite, fundamentalmente, a compañeros que nunca tuvieron lugares de discusión y lugares de decisión, romper con esta cuestión de que ellos no pueden decidir, ellos no pueden opinar, bueno... A partir de algunas técnicas concretas de educación popular nosotros hemos podido estructurar todos los ámbitos organizativos de Barrios de Pie (conversación mantenida en Neuquén, Argentina, junio de 2005).

Experiencias clave en este sentido son las protagonizadas por los indígenas ecuatorianos que han puesto en pie la Universidad Intercultural de los Pueblos y Nacionalidades Indígenas –que recoge la experiencia de la educación intercultural bilingüe en las casi tres mil escuelas dirigidas por indios–, y la de los trabajadores rurales sin tierra de Brasil, que dirigen en sus asentamientos 1.500 escuelas y múltiples espacios de formación de docentes, profesionales y militantes (Caldart, 2000 citado en Zibechi, 2003). Asimismo, cabe mencionar la experiencia de los indígenas zapatistas en Chiapas, México, quienes después del levantamiento de 1994 pusieron en marcha un sistema de educación autónomo (Parra, 2002).

La construcción de un nuevo papel de las mujeres Zibechi (2003) destaca también el fenómeno de que, en la actualidad, mujeres indígenas, campesinas, piqueteras, etc. se desempeñan como diputadas, comandantes y dirigentes sociales y políticas ocupando lugares destacados en sus organizaciones. Este hecho, según el mencionado autor, es la parte visible de un fenómeno mucho más profundo: el establecimiento de nuevas relaciones entre los géneros dentro de las organizaciones sociales y territoriales que emergieron de la reestructuración de las últimas décadas.

No obstante, este hecho no es algo dado sino un proceso en plena construcción que tiene avances y también retrocesos. En ese sentido, desde la experiencia de Barrios de Pie nos decían que, si bien la mayoría de quienes integran el movimiento son mujeres, dicha mayoría no se ve reflejada en los cargos de conducción: Nuestra organización está mayoritariamente compuesta por mujeres, el 80% de Barrios de Pie acá en Neuquén y creo que es un fenómeno general de las piqueteras [...] mujeres que hacen de

todo, o sea, que coordinan los grupos de laburo, que coordinan emprendimientos productivos, que participan en el área de salud, de educación, o sea [...]. [Sin embargo] el primer problema que detectamos es ese, la poca confianza que se tiene en las compañeras para conducir ciertos espacios [...] al momento de coordinar y de conducir el grupo siempre aparece un hombre […] es uno de los grandes déficits que creo tiene que ver con una cuestión cultural ancestral ¿no?

(conversación con una de las dirigentes de Barrios de Pie. Neuquén, Argentina, junio de 2005).

Restructuración de la organización del trabajo y la relación con la naturaleza.

En los movimientos actuales, según Zibechi (2003), se tiende a visualizar la tierra, las fábricas y los asentamientos como espacios en los que se puede producir sin patrones ni capataces y donde se pueden promover relaciones igualitarias y horizontales con escasa división del trabajo.

No obstante, en el caso de las fábricas recuperadas con las que nos hemos articulado, parece haber cierta coexistencia entre las formas de organización más jerárquicas que vienen de antes y las formas más igualitarias y horizontales que se busca generar: Hay una estructura piramidal en cada uno de los niveles, no obstante lo cual, para las cuestiones empresarias y las cuestiones de la empresa en sí y las cuestiones societarias, se deciden, cada socio tiene un voto, se deciden en asamblea... la asamblea tiene que tener un número mínimo de socios y la asamblea decide, la asamblea decide por mayoría de votos (conversación con integrantes de la Cooperativa La Prensa. Córdoba, Argentina, septiembre de 2004).

Estos espacios se asentarían en nuevas relaciones técnicas de producción que buscan cuidar el medioambiente y no generar alienación (Zibechi, 2003).

En relación a este último punto, desde una de las cooperativas nos hablaban de un trabajo más humanizado en el que se establece un vínculo diferente con el producto que se elabora, un trabajo que en alguna medida se contrapone al impuesto desde la lógica capitalista: La organización cooperativa exige al trabajador algo más que no es más trabajo, que es una visión diferente sobre su trabajo. El trabajador de cooperativa es, además de trabajador, dueño de la empresa. Entonces tiene que aplicar una visión diferente y tiene una ligazón diferente con el producto, con lo que produce. Esto hace que el trabajo en sí sea más humanizado. Y hace que haya un mayor involucramiento y un mayor interés de la persona en el producto que trabaja y hace que haya una

mayor coresponsabilidad entre todos y, como te digo, si alguien hace algo que perjudica al diario, te está perjudicando a vos directamente porque vos sos directo beneficiario o directo perjudicado del beneficio o perjuicio de la empresa. No como el sistema capitalista que una empresa te dice “che tiremos todos para adelante que si la empresa anda bien nos va a ir bien a todos”, no es así, es un verso o es algo muy indirecto. En cambio acá es así, está reglamentado por ley que es así (conversación con integrantes de la Cooperativa La Prensa. Córdoba, Argentina, septiembre de 2004).

Continuidades y discontinuidades en los formatos y los sentidos de la acción colectiva Para Zibechi (2003), las formas de acción instrumentales de antaño –cuyo mejor ejemplo es la huelga– tienden actualmente a ser sustituidas por formas autoafirmativas a través de las cuales los nuevos actores se hacen visibles y reafirman sus rasgos y señas de identidad.

Como ejemplo de ello, el mencionado autor coloca a los piqueteros, quienes –dice– sienten que en el único lugar donde la policía los respeta es en el corte de ruta. Al mismo tiempo, menciona a las Madres de Plaza de Mayo, quienes –sostiene– han tomado su nombre del espacio público del cual se apropiaron hace 25 años.

En el mismo sentido, Svampa (2007) sostiene que los movimientos sociales actualmente están desarrollando una respuesta que no es meramente defensiva sino que contiene una dimensión más proactiva que abre la posibilidad de pensar nuevas alternativas emancipatorias a partir de la defensa y promoción de la vida y la diversidad.

Dichos movimientos adoptan una forma de acción directa no convencional y disruptiva con una poderosa capacidad destituyente, como herramienta de lucha generalizada. Esta primacía de la acción no institucional pone de manifiesto la crisis y el agotamiento de las mediaciones institucionales (partidos, sindicatos, etc.) y aparece como la única herramienta eficaz de aquellos que no tienen poder frente a los que tienen poder, en el actual contexto de gran asimetría. Dicha acción directa no desemboca necesariamente en una acción instituyente (Svampa, 2007).

Respecto a esto último, desde algunas de las Asambleas Barriales que se desarrollaron en Córdoba nos decían que una de las características de esta experiencia había sido el tener claro a qué se oponían –“tenemos muy claro lo que no queremos, está muy claro y ahí también se vio, no queríamos tal cosa. Por eso el ‘que se vayan todos’, reflejaba muy bien esa situación” (conversación con integrantes de la Asamblea del Barrio Poeta Lugones. Córdoba, Argentina, septiembre de 2004)–, pero sin tener el mismo grado de claridad respecto a qué querían construir.

No obstante lo anterior, según observa Cotarelo (2007), si bien hay una cierta tendencia a la desinstitucionalización, debe advertirse que, por ejemplo, aunque suela asociarse al movimiento de desocupados la utilización casi exclusiva del corte de ruta o de calle –de ahí el origen del nombre “movimiento piquetero”–, no todos los que utilizan este instrumento son desocupados y éstos a la vez utilizan también otros instrumentos de lucha.

Desde nuestra perspectiva, y en relación con los formatos de las acciones colectivas que se desarrollan actualmente, entendemos que éstas están atravesadas por la tensión que se da entre la dimensión confrontativa de dichas acciones y su carácter alternativo-autónomo –“nosotros decíamos, no es tomar la fábrica sino poner a producir la fábrica” (conversación con integrantes de FaSinPat Barcelona, España, abril de 2005)– prevaleciendo, según el caso y el momento, una u otra de estas dimensiones.

Entendemos por acciones de carácter confrontativo aquellas que se mueven

desafiando las formas y los espacios de poder establecidos: lo que De Certeau

(2000) denomina el espacio de la táctica, lo que Lanzara designa como acciones de exploración o lo que otros autores denominan protesta o conflictividad social (Iñigo Carrera y Cotarelo, 2001; Seoane y Taddei, 2000).

Entendemos por acciones de carácter alternativo-autónomo a aquellas que se

dirigen sobre todo a la construcción de espacios alternativos y autónomos: lo que De Certeau (2000) llama estrategia, lo que Lanzara denomina acciones de exploración o lo que otros autores designan como lo alterno (Gutiérrez, 1989), el contra-poder (Negri, 2003), el antipoder o antipolítica (Holloway, 2002) o la infrapolítica (Scott, 2003).

Por su parte, Dávalos (2006) sostiene que el problema es que los movimientos sociales actuales no han podido deconstruir aún el concepto de democracia liberal e integrar esa deconstrucción dentro de sus prácticas políticas emancipatorias.

Es decir, cuestionan a la democracia liberal, pero al mismo tiempo se adscriben a ella como único horizonte posible en la disputa del poder. A la noción de lucha de clases oponen aquellas de representación política y democracia representativa y procedimental; a la noción de revolución oponen aquella de libertad individual.

Para el mencionado autor, las luchas de los nuevos movimientos sociales se proponen la defensa de una institucionalidad liberal. De esta forma, el mercado se constituye como centro articulador de racionalidades desapareciendo no sólo la planificación como posibilidad humana de controlar la producción y distribución de la propia riqueza, sino desvaneciéndose en el campo analítico la noción de lucha de clases y sometiendo los conflictos por el excedente al arbitrio de leyes naturales de la economía. La hipótesis mistificadora de la “mano invisible” sirve para encubrir de un manto de metafísica las relaciones de poder que son inherentes a la lucha de clases.

En ese sentido, los movimientos sociales entrarían en discusión y disputa con ciertos contenidos del proyecto del Estado mínimo, pero no disputarían la globalidad de la agenda neoliberal, disputarían la política pero no el poder (Dávalos, 2006).

Sin embargo, Oliver Costilla (2007) discrepa un poco con esta postura y señala que los nuevos movimientos sociales están recuperando la concepción de ciudadanía con derechos, la noción de participación y la construcción de espacios públicos no burocráticos con un horizonte que va más allá de la democracia liberal.

Dichos movimientos no estarían caminando en el sentido del reforzamiento de lo que O’Donnell denomina la democracia delegativa sino que, por el contrario, ellos se orientarían al empoderamiento de la sociedad civil disputando la agenda neoliberal tanto en la economía como en la política.

El artículo completo lo puede leer en: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales OSAL Observatorio Social de América Latina Año XII No 30 / publicación semestral / Noviembre de 2011

Editores Emir Sader, Secretario Ejecutivo de CLACSO

Pablo Gentili, Secretario Ejecutivo Adjunto de CLACSO

La Revista Observatorio Social de América Latina OSAL es indizada en Directory of Online Access Journals <www.doaj.org >, Directorio Latindex <www.latindex.unam.mx >, Red de Bibliotecas Virtuales de Ciencias Sociales de América Latina y el Caribe del Área de Información y Documentación del CLACSO <www.clacso.org.ar/area_info_doc/4.php > e Hispanic American Periodicals Index <http://hapi.ucla.edu >.

La pandemia no hizo mas que poner de manifiesto las profundas desigualdades sociales y la inadmisible concentración de riquezas en una pequeña elite que se reserva para si los beneficios de todo el esfuerzo humano en el planeta. Tal estado de cosas torna aún más frágil e inestable el actual sistema de globalización. El neoliberalismo resiste, mientras no hay aún escenarios que puedan ofrecerse como alternativa real, mas allá de las riquísimas experiencias que son sentidos mas solidarios y colaborativos se reproducen en los movimientos sociales y ONG que plantean otras formas de producción y de reparto de los esfuerzos y riquezas y otro orden en las relaciones humanas y en las organizaciones comunitarias que superen los actuales modelos de competencia, propiedad privada y búsqueda del lucro individual fundamentada en una falsa meritocracia que no hace sino encubrir el ejercicio de poderes violentos y egoístas que deciden por las mayorías. Nadie se salva solo. Que cada quién haga su parte.

Daniel Roberto Távora Mac Cormack

Comentarios

Entradas populares de este blog