La Educación en los días de la peste

 


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La pandemia y la crisis sanitaria que puso de manifiesto, desnuda otras precariedades esenciales … Los sistemas educativos, sin duda, son una de estas. En estos tiempos neoliberales aquello de la educación laica, libre y gratuita como elemento dinamizador de la movilidad social, de las ideas de progreso y desarrollo y de la constitución social de la posibilidad de que los hijos superen las precarias condiciones de vida de sus padres, ha entrado en crisis como la sociedad misma. La tecnología y la técnica han reemplazado formas y contenidos. Los sistemas de educación han sido desde siempre “conservadores” y han respondido con lentitud a los cambios sociales. Parece no ser este el caso y el desorden y la confusión de un mundo que esta perdiendo sus certezas impactan de multiples maneras en las formas de entender el conocimiento humano y sus practicas para validarlas socializarlas y distribuirlas. La educación es sin duda un ámbito donde estas cuestiones adquieren escenarios propicios para el debate y las transformaciones urgentes y necesarias a pesar de esa histórica condición conservadora.

En un currículum democrático, los jóvenes aprenden a ser intérpretes críticos de su sociedad. Se les alienta a que, cuando se enfrenten a algún conocimiento o punto de vista, planteen preguntas como éstas: ¿Quién dijo esto? ¿Por qué lo dijeron? ¿Por qué deberíamos creerlo? y ¿Quién se beneficia de que lo creamos y nos guiemos por ello?

Michael W. Apple y James A. Beane. Escuelas democráticas. 1997. p.31

La sociedad del conocimiento ha efectuado una radical transformación de la idea de saber, hasta el punto de que cabría denominarla, con propiedad, la sociedad del desconocimiento, es decir, una sociedad que es cada vez más consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diversas manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre” (Innerarity, 2009, p.43), escribía hace más de una década Daniel Innerarity. Para Fernando Broncano, nuestra sociedad del conocimiento es también una enorme fábrica de ignorancia estratégica y de desinformación sistémica. Hay todo un no-saber que es producido por la ciencia misma (Broncano, 2019). En la sociedad de la información, la ignorancia es un recurso que puede ser producido a conveniencia, sostiene Marina Garcés (Garcés, 2020, p.105).

El avance del conocimiento aumenta proporcionalmente el de los no-saberes. Al mismo tiempo que producimos saber, generamos también incertidumbre, zonas ciegas y mucho no-saber. Nuestra sociedad, compleja y del conocimiento, está condenada a producir constantemente unknown unknowns, incógnitas desconocidas (Broncano, 2019, p.217). Es más, es urgente que tomemos consciencia de que “toda ignorancia lo es respecto de un determinado tipo de conocimiento, y todo conocimiento es la superación de una ignorancia particular. Aprender un determinado conocimiento puede implicar olvidar otros tipos de saberes o, en realidad, ignorarlos” (Meneses, M., Nunes, J., Añón, C., Bonet, A., & Gomes, N. 2019). Nuestra sociedad del conocimiento nos reclama entender que hay al menos dos fuentes de injusticia epistémica y cognitiva. En primer lugar, porque el conocimiento científico no está distribuido de forma equitativa. Segundo porque sistemáticamente hemos ignorado y dejado fuera muchos saberes. Y esto es especialmente relevante en las instituciones educativas.

Cada vez somos más conscientes de que, en muchas situaciones, la ciencia no nos proporciona soluciones seguras. No quiere decir que no la necesitemos. La ciencia, las ciencias, es importante y más necesaria que nunca, pero no es suficiente. “La ciencia no está en condiciones de liberar a la política de la responsabilidad de tener que decidir bajo condiciones de inseguridad” (Innerarity, 2009, p.43). Lo estamos viviendo en primera persona durante esta pandemia. Donde, además, hemos comprobado en nuestra propia piel lo urgente que es tener en cuenta los saberes suprimidos, silenciados y marginados. La importancia de incorporar en nuestro análisis de lo que pasa también lo que nos pasa. La urgencia de incorporar muchos de los saberes que se movilizan en nuestras prácticas sociales.

La verdad es siempre incompleta. Y es siempre una producción situada. La verdad que necesitamos, dice Antonio Lafuente, “no se hace al margen nuestro, sino que es una construcción relacional. Es una forma de relacionarnos y una manera de prometernos convivencia. Y si aspiramos a cambiar nuestros modos de existencia, necesitamos incorporar más detalles, matices o contingencias para que las nuevas prácticas de vida en común no corran riesgo de ser reprimidas, ocultadas o excluidas” (Lafuente, 2018).

Vivimos en una sociedad, dice Innerarity en esta conversación, “caracterizada por una enorme complejidad desde el punto de vista de las múltiples interacciones que están presentes en ella; en la que cada vez hay más acontecimientos imprevistos que irrumpen y que solo en parte podíamos prever; y donde hay una gran cantidad de desconocimiento que no podemos ignorar y que debemos tener en cuenta.” Saber, para Marina Garcés, no es dominar un campo de conocimientos ni controlar el ejercicio de unas capacidades. El saber está vivo cuando incorpora la conciencia de lo que no se sabe (Garcés, 2020, p.104). “No haremos una reflexión adecuada acerca de la función de la escuela en la sociedad actual si no reflexionamos sobre el lugar que el saber ocupa en esa sociedad y el tipo de saber que es más relevante en esa sociedad que yo he definido como sociedad de la incertidumbre, del desconocimiento, de los riesgos”, dice Daniel Innerarity en la conversación.

Han cambiado los problemas y, por tanto, el tipo de saber que se requiere. Cualquier reflexión sobre el sentido de la escuela debe tener en cuenta el tipo de conocimiento que exige el mundo contemporáneo. Un tipo de conocimiento bien distinto de aquel en el que nos formamos muchos. Vivimos, sigue Innerarity, en una sociedad acelerada, con tecnologías muy disruptivas, donde el saber nuevo es el verdaderamente relevante y cuestiona, al menos en buena medida, el saber heredado, el saber no reflexivo y acumulativo. Un saber que siempre es más que información con utilidad inmediata. Un saber que siempre es una forma de apropiación del mundo.

La escuela y lo que allí aprendemos siempre ha tenido una naturaleza paradójica. La que surge de tener que transmitir unos valores y una cultura heredada y, al mismo tiempo, capacitar a las nuevas generaciones para transformar esa misma sociedad. A la escuela, al menos en las últimas décadas, le pedimos que sea un lugar de cambio y transformación, pero también de conservación y transmisión. Que vele por nuestro pasado y que nos ayude a construir nuestro futuro. Que recupere el saber heredado, pero que sea capaz también de traer el futuro al presente para poder pensar un poco mejor en las generaciones que vienen. Le pedimos que eduque para la incertidumbre, pero le exigimos que lo haga con certezas. Que prepare para adaptarse a la vida, pero también, y más importante si cabe, para enfrentarse y cambiar la vida que nos viene dada.

La escuela no sólo nos hace conocer las cosas, sino que nos expone a las cosas, dice Jan Masschelein (Masschelein, 2019). No se trata solo de transmitir saberes acerca de esos mundos sino ofrecer la posibilidad, en primer lugar, de ponernos en relación con esos mundos y, en segundo lugar, de vincularnos con ellos, de sentirse concernido o implicado con ellos. Vamos a la escuela para entender el mundo y poder actuar sobre él. La escuela tuvo que ver, desde su origen, con la apertura de otros mundos posibles. Hoy, para Inés Dussel, “también corresponde plantearse qué otros mundos posibles pueden ofrecerse desde la escuela, en diálogo y en relación con el mundo en el que vivimos (Dussel, 2006)” (ver conversación con Inés Dussel aquí). La escuela es también el lugar “en que se ponen en disputa las diferentes concepciones que hay, dentro de cada sociedad, sobre qué aprender y cómo (Garcés, 2020, p.62).”

Las preguntas que debemos hacernos, para Innerarity serían ¿cómo prestamos cada vez más atención a ese conocimiento más reflexivo frente al conocimiento meramente transmitido? ¿cómo nos interesa, cada vez más, explorar lo que no conocemos en vez de regodearnos en lo que sabemos? ¿cómo gestionamos un mundo donde el problema fundamental no es la carencia de información, sino una sobreabundancia de datos que nos confunden y que no nos orientan? ¿de quién me fío? ¿a quién le doy yo autoridad en un mundo en el que hay tantas autoridades dispersas compitiendo entre sí, tantos medios, tantos científicos, tantos expertos? ¿cómo construyo yo mi propia red de confianza? ¿en qué consiste el verdadero valor del saber?

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La pregunta que tenemos que hacernos es, sostiene Marina Garcés en su último libro (Garcés, 2020, p.103), ¿hasta qué punto los conocimientos que aprendemos nos permiten elaborar conciencia y empezar a pensar por nosotros mismos y con otros?

Tenemos que aprender a vivir en un contexto de incertidumbre. La escuela no puede dejar de transmitir a los niños y jóvenes que van a vivir en un mundo donde va a haber muchas cosas que no van a saber y que no van a poder saber o no sabemos si van a poder saber en un momento determinado. Innerarity considera que el principal objetivo de la educación sería entonces “ayudar a las personas a que tengan una visión general de las cosas, a que sepan interpretar los hechos y no se dediquen simplemente a acumularlos, a que piensen por sí mismas en un mundo en el que estamos referidos a tanto saber de otros”.

Enseñar es dar a pensar. Pero para aprender a pensar hay que aprender a no saber (Garcés, 2020, p.104). La escuela sería así ese lugar que nos enseña a prestar atención al mundo que nos rodea, para entenderlo mejor y poder actuar sobre él. La escuela sería el lugar (tiempo y espacio) en el que se aprende a apaciguar las pulsiones, a respetar la alteridad, a entender el punto de vista del otro, a argumentar, a decidir colectivamente y a tener la palabra (Meirieu, 2018, p.140). El lugar para aprender a pensar. Y para aprender a pensar con otros.

Enseñar es también es “explicar a la gente que no tenemos más remedio que confiar, que, si queremos saber únicamente lo que podemos saber por experiencia propia, eso va a reducir enormemente nuestro mundo”, dice Daniel Innerarity. Sin renunciar al yo pienso, “no podemos renunciar a un elemento de soberanía cognitiva y reflexividad personal, en virtud de las cuales esa confianza no es una confianza ciega, es una confianza provisional, es una confianza reflexiva, es una confianza que se ha acreditado pero que se puede perder en el tiempo, y que necesita ser revisada de cuando en cuando”. Emanciparse y asociarse serían los objetivos prioritarios de toda educación (Meirieu, 2018, p.102).

Si en algún momento la escuela fue la transmisión de un saber seguro, un saber útil, comprobable e indiscutible —y hay una parte del saber que tiene esas características—, probablemente en estos momentos debería transitar hacia una escuela que, sin inquietar excesivamente ni por encima de un determinado nivel, también tiene que enseñar a la gente a vivir en circunstancias en las cuales no se puede saber todo, en las cuales hay que estar dispuestos al ensayo y error, y en las cuales nuestra relación con nuestro propio conocimiento tiene que ser de mayor modestia y, por tanto, de mayor revisabilidad, de menos fanatismo, dice Innerarity.

Tres son, para él, las capacidades que la escuela nos debe proporcionar: construcción de la confianza, pensamiento propio y educación para la incertidumbre.

(https://carlosmagro.wordpress.com/2020/12/13/ensenar-es-dar-a-pensar/ )


Enseñar es intervenir en los mundos personales

El esfuerzo de separar la política de la vida del aula no es nuevo. Enseñar es intervenir en los mundos de quienes aprenden, promover la lectura de la realidad, sus temas y problemas. Cuando la voz de la política solo mira la dimensión instrumental de la enseñanza oculta parte de la historia. Al recuperar, en cambio, las voces de quienes enseñan, reconoce su compromiso por un país con futuro. A falta de compensación material, reconocimiento social para les maestres.

Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… (…) Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se cambió de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció…” (La palabra, 1° parte)

Cada vez que los docentes ocupan la atención de la política, revivo a Pablo Neruda. Será porque este fragmento de su autobiografía refiere a lo más preciado que tenemos quienes nos dedicamos a la enseñanza: la palabra. Y cada vez que aparecen las palabras, vienen las ideas, ideas de libertad y de transformación. El mundo, la vida, los cálculos o la poesía pueden ser así o de otra forma. Y cada vez que esto se evidencia, el aula entra en la escena de la vida pública. Y sucede de todo. Los ciudadanos de a pie evocan los recuerdos más bellos y los más aterradores de su paso por la escuela. Lo vivido conforma una expertiz a la que se recurre cada vez que se requiere una opinión sobre educación, especialmente del aula. Nos convertimos en analistas emitiendo juicio fundado sobre cómo debe ser la enseñanza al afirmar una y otra vez “mi tía Alcira fue hasta 4° grado y tenía una letra bellísima” o “yo estudiaba de memoria y tan mal no me fue”.

Los académicos compartimos todo el conocimiento sistematizado sobre la educación, la formación de los docentes y la vida del aula para poner sobre relieve una y otra vez la trascendente función de la educación. Algunos políticos dejan caer de sus bocas los pensamientos más oscuros, esos que sabemos que están celosamente escondidos pero, impunidad mediante, fluyen y atropellan. Otros, muchos, se indignan. Los docentes reclaman y siguen haciendo lo que tienen que hacer, enseñar para construir una sociedad más justa.

Todas estas expresiones tienen su razón de ser no sólo por las diferentes posiciones que ocupan los sujetos en el campo educativo (docentes, estudiantes, padres, políticos, académicos, asesores, entre otros tantos) sino por las definiciones políticas que estructuraron el sistema desde sus orígenes y especialmente, por ser una práctica social. De esta forma, un recorrido por algunas voces de la política y otras de la enseñanza nos permitirá comprender que no hay caso: si hablamos de política, hablemos de las aulas.

Hablamos de política


“Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… (…) Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo…(…) Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma.” (La palabra, 2° parte)

El esfuerzo de separar la política de la vida del aula no es nuevo. Esta preocupación fundacional del sistema educativo se convirtió en recurrente.



Para el Estado educador del siglo XIX y principios del siglo XX, la formación de docentes estuvo asociada al proceso impulsado y conducido para el desarrollo de las instituciones de la sociedad civil. El Estado organizó un sistema de educación pública en torno al carácter homogeneizador de la escuela para que cumpliera con la misión planteada. En esa tarea, el carácter igualador estuvo por sobre el carácter liberador asignado a la educación en los Estados burgueses: “La instrucción general, destinada a las clases más bajas de la población, tuvo un objetivo claro: transformar, convertir, antes que formar; moralizar antes que a instruir” (Alliaud, 2007, p.62).

La institucionalización de la formación docente fue un proyecto político en sí mismo. A partir de la creación de la Escuela Normal de Paraná en 1870 se inicia la institucionalización de la formación de maestros preparados y competentes para realizar la tarea requerida por el Estado.

Las características que Andrea Allaud reconoce en la conformación y consolidación de ese cuerpo magisterial como grupo social, conformaron una matriz de definiciones políticas y pedagógicas. Hoy podemos reconocer su alcance en la vigencia de sus postulados durante más de un siglo: la modelización de la formación a partir de la creación de las Escuelas Normales en todo el territorio nacional y las características de la profesión docente. Allí se formaron maestros con “idoneidad pedagógica”, dotados de los métodos apropiados para garantizar la efectividad en la enseñanza e “idoneidad moral”, indispensable para su ejercicio.

Esa matriz constituyó un legado que se corresponde con la responsabilidad que le solicitan al docente para ser el modelo de comportamiento, intelectual y moral, y de este modo lograr la misión a la que fue llamado a cumplir en la sociedad. La pedagoga Critina Davini afirma que la utopía sostenida por los proyectos escolares de los maestros normales en pos de un progreso para la población, la creencia de un mundo mejor y la entrega a su tarea a pesar de la escasa compensación material, tuvo un reconocimiento simbólico por parte de la sociedad.

Con el paso del tiempo, sucesivas reformas propusieron otros marcos conceptuales, sin embargo mantuvieron el núcleo duro de la prescripción y la neutralidad de la enseñanza alojado en su interior. Recién promediando la década del 80, las políticas recuperaron ideas superadoras de esas concepciones al sostener que enseñar es una práctica intencionada incorporando enfoques críticos del pensamiento pedagógico vigente.

Dada esa matriz y su valorización social, los principios políticos orientadores para la formación docente dan cuenta de un movimiento a través del tiempo: un pasaje de la idoneidad moral y pedagógica del normalismo, a la preparación científica y técnica enunciada en la década del 70 a la inclusión de la profesionalización como horizonte la formación de los docentes.

Se trata de una amalgama de legados con vigencia diferenciada según los niveles educativos que conforman nuestros habitus. Lo digo en plural porque todos somos sujetos que participamos en la vida con estructuras de pensamiento y acción que nos permiten comprender y actuar de alguna manera. Es imposible intervenir en la vida social creyendo que los datos que arroja un Excel devienen en una medida de gobierno y listo, todo resuelto, no hay consecuencias. Si esto no es así en la economía, en la salud, en la producción, menos aún lo será en la educación.

Desde hace más de cinco décadas, tanto los organismos internacionales como los nacionales con responsabilidades en el sector educación, en algunas épocas, tuvieron como estandartes a la eficiencia del sistema (centrada en el accionar del maestro) y al control ideológico.

En los años de la dictadura cívico militar, la Resolución Ministerial 538/77 sostiene lo siguiente: ““El control del director y de los padres sobre la enseñanza recibida por los alumnos, constituye un eficiente freno al accionar subversivo, por lo que se impone reforzarlo adecuadamente.” (Resolución N° 538, 1977). La delación es una práctica con raíces en un momento muy triste de nuestro país, que debemos recordar como acto de justicia. Nunca mejor ubicada la frase del poeta “se les caían de las barbas, de los yelmos”. Se les caen.

Hay más voces de la política. La recuperación de la democracia en 1983 recompuso tanta atrocidad en el sistema educativo. Los años del neoliberalismo de los 90 dejaron una herida profunda en el sistema y especialmente en la formación docente, un discurso antagónico y perverso que profundizó la pauperización y promovió –en lo formal- la profesionalización de la docencia. A partir del 2003 y especialmente después de la sanción de la Ley de Educación Nacional (Ley 26206) del año 2006, la formación de los docentes tiene un espacio institucional especialmente dedicado a ese fin, el Instituto Nacional de Formación Docent. Sin embargo, a lo largo de los últimos cincuenta años, la continuidad de legados de la instrucción y la neutralidad de la escuela, se sostuvieron de manera más o menos explícita en las normas y sobre todo, en las expectativas respecto de lo que debe suceder en las aulas.

 

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Hablemos del aula


“Salimos perdiendo… Salimos ganando…

Se llevaron el oro y nos dejaron el oro

Se llevaron todo y nos dejaron todo…

Nos dejaron las palabras.” (La palabra, 3° parte)

Pablo Neruda. “Confieso que he vivido”

Nos dejaron las palabras. Así termina el poema de Neruda. Margarita Palacios lo sabe. Las usó siempre desde que se creó La Colmena en 1983, una asociación de mujeres que luchan para recomponer tanta injusticia. No estuvieron solas, formaron parte de una red más amplia para alzar la voz y reconstruir la vida de los barrios de José León Suárez después de la dictadura de la mano de la FM Reconquista. La radio afirma en su sitio web “se pensó en reconquistar la palabra, en recuperar la palabra, por parte de quienes habían estado silenciados”.

Décadas más tarde, la UNSAM y las maestras del Jardín La Colmenita emprendieron un proceso de formación conjunta en el que la palabra cambió la vida de quienes se encontraron en las clases de la Tecnicatura universitaria en socialización y desarrollo de la primera infancia Cambió la vida de ellas y de la universidad.

¿Por qué sucedió eso? Porque eran encuentros en torno al saber académico y al saber de la experiencia. Todas ellas traían al aula el conocimiento generado durante tantos años de trabajo en la promoción de derechos, en el cuidado de la vida, en el trabajo sostenido por la inclusión educativa, política, económica, social y cultural. Los profesores ponían a disposición el saber pedagógico de los contenidos, ese estilo de presentar y trabajar con el conocimiento teórico que hacían de las clases, encuentros únicos, encuentros de enseñanza y aprendizaje, genuino y verdadero. Lo eran porque no necesitaron venir a la Universidad para corroborar su saber, lo tienen desde hace tiempo por la experiencia comprometida con la transformación de la realidad.

Lo que sucedió allí fue un crecimiento en la diversidad de formas para nombrar e intervenir en el mundo. Margarita, las estudiantes y todos los profesores que compartimos su paso por la institución sabemos que en la enseñanza y los aprendizajes de esos tiempos cambiaron la forma de estar en el mundo.

Enseñar es intervenir en los mundos personales de quienes aprenden, con la intencionalidad de promover la lectura del mundo, de sus temas y sus problemas. Las prácticas de enseñanza tienen intención, sentido, contenidos, suponen acciones ordenadas. Se dan en un ambiente, hay colaboración, encuentro entre educadores y educandos, en una dinámica de autonomía y autoridad, de resultados abiertos. Obedecen a una lógica que no es la lógica teórica que intenta explicarlas, están definidas por la incertidumbre y la vaguedad ya que se asientan en principios y sentidos prácticos. La enseñanza es una práctica que sucede en la inmediatez del encuentro con otros, busca incansablemente evidencias, pero la incertidumbre de sus resultados con contundentes. Por eso, cuando se termina una clase, un curso, una carrera, las instituciones, los docentes reunimos un conjunto de certezas para certificar que “los alumnos saben” sin embargo, las huellas de esa formación quedan atrapadas en los sentidos construidos durante tantos años en las aulas. Quien enseña sabe que transforma vidas, que otorga sentidos y eso no puede suceder de cualquier manera.

Valorar la instrucción y la neutralidad de la acción educativa es insostenible. Si hay encuentro entre quienes enseñan y aprenden, hay sentido. Y puede ser un sentido para el olvido, pero sentido al fin. De esta forma, los recuerdos que evocamos de las mejores clases o las peores experiencias se constituyeron en una trama “tejida” en el aula.

Durante varias décadas la tendencia del campo intelectual fue explicar las prácticas de enseñanza en su relación con la teoría, ya sea por entenderla como aplicación o como fundamento indispensable de la acción, diluyendo la potencia de significados que tiene el concepto para la formación docente.

Wilfred Carr, el destacado filósofo de la educación, afirma que definir a la práctica por su relación opuesta a la teoría nos induce a un error. La relación entre la teoría y la práctica debe considerar que los cambios también se derivan del uso de los conceptos, señalando que las estructuras conceptuales no son independientes de la vida social y esa dependencia puede gozar de relativa estabilidad como también lo son las políticas educativas que las incluyen.

Los aportes de Carr son esclarecedores. El autor retoma la obra de Aristóteles señalando que la “práctica” tiene sus raíces en la bios praktikos, una vida dedicada a la búsqueda del bien humano, diferente de la bios theoretikos, que sostiene una forma de vida dedicada a la teoría. En esta distinción, se reconocen la poiesis y la praxis. La poiesis es un tipo de acción material regida por la techne que implica el conocimiento de reglas que anticipan la acción, la praxis también es una acción dirigida a lograr un fin, pero no se produce un objeto material sino un bien moralmente valioso. Los fines de la práctica no pueden fijarse de antemano a modo de una techne que orienta esa acción, sino estarán dados por la posesión de una phronesis “sabiduría práctica” que permitirá la deliberación sobre la naturaleza y orientación de los fines. La enseñanza como práctica es un buen obrar que requiere de un proceso de elección y deliberación sobre el sentido de la acción asentada sobre el juicio práctico para definir el “saber qué” y eso lo deciden los docentes, en el aula y fuera de ella.

Atendiendo a esa complejidad, las prioridades son establecidas por la intención humana del buen obrar que fundamentan las decisiones en el aula en relación a los fines políticos y pedagógicos, como es la construcción de una sociedad más justa; a las personas implicadas, entendidas como sujetos de derechos; a los contenidos, entendiendo que se trata de una selección del conocimiento como bien social; a los recursos, los que se elijan para el trabajo cotidiano; al sentido que cobra en la formación, según surja de los propios procesos reflexivos y devenido de ello, a las posibilidades de transformación de la propias intervenciones y de los otros. Desde esta posición, las prácticas de enseñanza como el buen obrar, distinguidas por la deliberación y la elección del docente, ocupan el centro de la escena de la vida política. Y Telma, educadora comunitaria, lo sabe. En un registro de clase de mayo de 2016, dijo:

“Tratamos que los chicos terminen la escuela, que no abandonen, luchamos para eso (…) a veces luchamos contra ellos mismos, contra las creencias que tienen ellos, de decir no voy a poder, porque no tengo zapatillas, porque no tengo esto, o las excusas que ponen, que por ahí es real, pero si no salen ahora y no terminan de alguna manera, con el envión para mantenerlos, que estén en un sistema, que estén con gente de su edad, que piensen que pueden tener otra realidad que puedan elegir qué quieren para sí mismos y para su vida y lo que van a hacer hacia adelante. Es una forma de hacer que no caigan en las cosas que les ofrece el mismo contexto, que no reproduzcan otra vez los mismos modelos.”

Lo que sucede en las aulas transforma las vidas y el mundo. No da igual hacerlo de cualquier manera. Cuando la voz de la política se ocupa solamente de la dimensión instrumental de la enseñanza y se olvida de las finalidades, oculta parte de la vida, parte de la historia. En cambio, cuando recupera las voces de quienes enseñan, se ocupa de las condiciones materiales del aula, del compromiso de construir una sociedad más justa tal como lo señala la ley, dispuesta a construir un país con futuro.
(
https://www.telam.com.ar/notas/202012/537647-ensenar-es-intervenir-en-los-mundos-personales.html )

Los debates apenas inician. El “parate” de la pandemia ha puesto de relieve la necesidad de repensar los ecosistemas de enseñanza/aprendizaje y la didáctica y la pedagogía influidas por las nuevas tecnociencias y neurociencias proporcionan elementos innovadores para rediseñar los sistemas. Como en todo proceso dentro del neoliberalismo globalizador, el principal asunto estriba en los limites y margenes entre aquello que responde a las decisiones soberanas de los pueblos en sus territorios formando a las nuevas generaciones e instruyendo formas de socialización y gestión de conocimiento y los intereses transnacionales que formalizan una transnacionalidad y una ciudadania global que no distingue el valor de la pequeña aldea y de las culturas nacionales.


Daniel Roberto Távora Mac Cormack 

 

Imágenes: 
(1) "Escuela rural"  Antonio Berni
(2) "Arte para construir escuelas"  GETACHEW BERHANU
(3)  Este Taller de Pintura Mural se realizó en la Escuela Torre Roja, Sant Pere de Vilamajor, Catalunya.

 

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