Pensamiento complejo: La pandemia como oportunidad.

 

Por qué Cuba no tiene un movimiento antivacunas

Marc Vandepitte / Toon Danhieux. Periodistas belgas. Tomado de Gracus y PrensaEcuménica (PE) Traducción Sven Magnus.

Cada vez más, amplios sectores de la población europea expresan abiertamente su desconfianza hacia las políticas para combatir en COVID-19. La reacción de la política tradicional es de pánico y se caracteriza por el paternalismo y la represión: obligación general de vacunarse y restringir la libertad de circulación.

Esa no es la forma de crear apoyo en la población. Para ello será necesario, como mínimo, escuchar los temores y las preocupaciones de las personas no vacunadas. Pero también hay otros elementos en juego. La comparación con Cuba es interesante.

Desconfianza en el gobierno

Muchas personas no vacunadas dudan, con razón, de la competencia y/o de la buena fe de los gobiernos que ahora quieren vacunar lo antes posible. No es tan incomprensible.

Los países europeos están improvisando desde marzo de 2020. No existe ningún tipo de uniformidad o lógica en las políticas para atacar la pandemia de COVID-19. Con índices de contagio similares las medidas difieren mucho de un país a otro.

En Bélgica, donde yo vivo, como en otro países en Europa, la improvisación era incomprensible. El gobierno belga esperó hasta mediados de marzo antes de tomar medidas. Eso fue un mes y medio demasiado tarde. Si hubieran tomado medidas antes, la tasa de propagación habría sido mucho menor y se habrían evitado miles de muertes por COVID-19. Y parece que no aprenden de sus errores. La respuesta a cada nueva ola de COVID-19 llega tarde.

Aunque los expertos llevaban años advirtiéndolo, el gobierno belga no estaba preparado para una pandemia. Al principio decía que las mascarillas no servían, porque (todavía) no se disponía de ellas debido a una mala gestión. Luego, de repente, se convirtieron en obligatorias.

En septiembre de 2021 las medidas se relajaron en Bélgica con cifras peores, mientras que en los Países Bajos se endurecieron con mejores cifras. ¿Cómo explicar eso? En Bélgica se tienen que poner de acuerdo siete ministros de Sanidad para poder implementar una nueva política. Al mismo tiempo, los gobernadores y alcaldes introducen normas más estrictas o más permisivas y los presidentes de los partidos pulen su imagen a costa de la salud pública.

Cuando esa desconfianza llega a las calles y a las redes sociales, la extrema derecha solo tiene que meter el balón de cabeza. Atraen a su lado a quienes están legítimamente descontentos solo con mostrar empatía con su desconfianza en el gobierno. El objetivo, por supuesto, no es exigir más democracia para los que no tienen voz. La historia nos enseña por que el objetivo de la extrema derecha es apresurar la formación de un régimen autoritario que deje completamente fuera a estas personas y lleve al extremo la explotación de todo y de todos por parte del 1%.

Las medidas anti-COVID-19 en muchos países europeos fueron y siguen siendo un enorme caos. Pero, en realidad, la desconfianza es mucho más profunda. En la anterior gran crisis, la bancaria de 2008, los ciudadanos también fuimos los que pagamos el pato. Los bancos que habían especulado con nuestro dinero se salieron con la suya y fueron salvados. Y la gente común pagamos la factura. Es obvio que existe desconfianza en la capacidad de gestión de una crisis por parte del gobierno.

¿Y en Cuba?

Ya en enero de 2020, casi dos meses antes de que los políticos en Europa entraran en acción, el gobierno cubano puso en marcha un plan nacional para combatir el coronavirus. Se lanzaron campañas masivas de información en los barrios obreros y en la televisión. Ni gobiernos contradictorios ni siete ministros de sanidad que se tenían que poner de acuerdo ni discusiones sobre mascarillas obligatorias.

El gobierno actuó con decisión e hizo todo lo posible para cortar el virus de raíz. Nada de promesas fáciles diciendo que íbamos a recuperar el ‘reino de la libertad’ gracias a las vacunas, nada de soltar las riendas demasiado rápido, debido a motivos electorales o a la falta de coraje político, sino medidas firmes. Algunos ejemplos. El turismo, principal fuente de ingresos pero también de contagio, se detuvo inmediatamente. Los niños a partir de seis años están obligados a llevar mascarilla. Cuando quedó claro que las escuelas también eran importantes focos de contagio, se pasó a la educación en casa, con muy buen apoyo de la televisión escolar, entre otras cosas.

Al informar adecuadamente a la población sobre los riesgos sanitarios, los cubanos comprenden la importancia de quedarse en casa. Saben cómo transmitir la enfermedad, y se responsabilizan de su propia salud y de la de sus familiares y vecinos”, dice Aissa Naranjo, médica en La Habana.

La asistencia sanitaria en Cuba se centra principalmente en la prevención y está muy descentralizada. Cada barrio tiene su policlínica y existe un fuerte vínculo de confianza entre la población local y el personal sanitario. Desde marzo de 2020 casi 30.000 ‘rastreadores de contactos’ han ido de puerta en puerta, hasta los rincones más alejados de la isla, para comprobar en cada familia si uno de sus miembros estaba infectado. Se movilizó a los estudiantes universitarios para ayudar en ese rastreo. En Bélgica la detección la realizaron personas anónimas en centros de llamadas, lo que no inspira precisamente confianza.

Mientras tanto, todo se centró en el desarrollo de vacunas contra el coronavirus. En marzo de 2021 tres vacunas estaban ya en fase de prueba. En la actualidad Cuba cuenta con cinco vacunas propias, una de ellas para niños de tan solo dos años.

Las diferencias en las políticas COVID entre Cuba y Bélgica se reflejan también en las cifras. En Cuba hubo 146 muertes por COVID-19 a finales de 2020. En Bélgica, con el mismo número de habitantes, la cifra era de casi 20.000. Eso fue antes de la variante Delta. Cuba no llegó a tiempo. Las vacunas propias recién se terminaron tres meses después de que la variante Delta empezara a proliferar. La rápida vacunación en Bélgica, a partir de finales de 2020, ha permitido reducir significativamente el número de muertes causadas por la variante Delta, al menos en las fases iniciales.

En Cuba la variante Delta en realidad llegó demasiado pronto; no había vacunas en ese momento. El pico de infección se produjo en el mes de julio. Esto causó muchas muertes y sacudió el sistema sanitario. Esta precaria situación sanitaria se sumó a los graves problemas económicos derivados del bloqueo económico de Estados Unidos, la pérdida de turismo y el aumento del precio de los alimentos. Como resultado, hubo mucho descontento entre la gente. A través de las redes sociales se ha intentado desde Estados Unidos agitar ese descontento y canalizarlo en protestas. El intento acabó fracasando.

Una vez iniciada la campaña de vacunación en Cuba los resultados fueron espectaculares. El 20 de septiembre, al inicio de la campaña, todavía había diariamente más de 40.000 nuevas infecciones y 69 muertes. Hoy en día hay 120 nuevas infecciones y una muerte al día. En Cuba también se vacuna a los niños a partir de dos años. El 2 de diciembre el 90% de los cubanos había recibido su primera dosis. Es el segundo porcentaje más alto del mundo, después de los Emiratos Árabes Unidos, y el más alto de América Latina. En Bélgica estamos al 75%.

Desconfianza en las grandes farmacéuticas

A muchas personas no vacunadas en Europa les parece sospechoso que el gobierno proporcione vacunas gratuitamente. Hay que pagar cada vez más por otros medicamentos. La sanidad cuesta cada año más a los pacientes y ahora, de repente, todos “tenemos” que vacunarnos gratuitamente. ¿No hay nada detrás? ¿Se es un teórico de la conspiración si se hace esta pregunta?

La gente sabe que las grandes farmacéuticas sólo miran las ganancias y no siempre se toman en serio la seguridad de las personas. Entre 1940 y 1980 millones de futuras madres tomaron DES (dietilstilbestrol) contra los abortos espontáneos y en los años 60 se les recetó Softenon contra los mareos del embarazo. Esas decisiones produjeron miles de bebés deformes. En Estados Unidos Purdue Pharma, propiedad de la acaudalada familia Sackler, vendía hasta hace poco el potente analgésico OxyContin, sabiendo perfectamente que es altamente adictivo.

Purdue es responsable de la muerte de miles de estadounidenses y de la adicción de millones. El fentanilo, inventado por Paul Janssen, del gigante farmacéutico belga del mismo nombre (que ahora forma parte de Johnson & Johnson), es también un analgésico altamente adictivo que se podía adquirir libremente en Estados Unidos y que se promocionaba con fuerza. Johnson&Johnson fue condenada por su responsabilidad en este caso.

La gente también sabe que las compañías farmacéuticas están cobrando precios demasiado altos por sus vacunas contra el COVID-19 y que muy están subvencionados por el gobierno, pero se les permite quedarse con miles de millones de beneficios. Cuando estas mismas empresas dicen entonces que es necesario otra inyección de refuerzo, esto despierta comprensiblemente la sospecha, aunque la necesidad sea científicamente correcta.

¿Y en Cuba?

En Cuba no existe una industria farmacéutica privada. Todas las vacunas contra el COVID-19 las fabrican laboratorios biomédicos de propiedad gubernamental. El 80% de las vacunas utilizadas en los programas de vacunación del país son de fabricación nacional. Aquí no encontrará precios escandalosos ni beneficios usureros.

Desde la infancia toda a población está vacunada contra una serie de enfermedades, al igual que aquí en Europa. Este es uno de los principales factores del rapidísimo aumento de la esperanza de vida en Cuba en las últimas décadas. En Cuba la esperanza de vida es mayor que en Estados Unidos y la mortalidad infantil menor. En los últimos meses se ha demostrado que las vacunas también son muy eficaces. Por eso no es de extrañar que cualquier persona cubana no solo confíe en sus empresas farmacéuticas nacionales, sino que se sienta orgullosa de ellas.

Desconfianza en la ciencia

La ciencia real y la pseudociencia se utilizan a menudo para hacer publicidad de todo tipo de cosas aquí en Europa: suplementos alimenticios, pañales perfectos, productos para crecimiento de pelo, móviles supersónicos… A consecuencia de ello la ciencia ha perdido gran parte de su estatus para muchas personas. Los frecuentes fraudes de investigación y a gran escala (pensemos en el dieselgate) hacen que la gente sospeche aún más.

Además, muchas personas salen de la enseñanza secundaria o superior sin ser capaces de entender las estadísticas o su representación en los artículos. “Hay tantas personas vacunadas como no vacunadas en el hospital, ¿no?”. Todo esto explica que grandes grupos de personas se sientan atraídos por teorías oscuras o, al menos, quieran tomarlas en serio porque piensan que “ellos” están tratando de hacernos creer algo. Que “ellos” quieren obligarnos a cumplir con una serie de cosas: pasaporte COVID, vacunas, etc. “Ellos” es, entonces, una amalgama de políticos, expertos y medios de comunicación.

¿Y en Cuba?

En Cuba la gente se enfrenta a la publicidad profesional solo muy esporádicamente. La ciencia llega a la gente a través de la educación -de alta calidad- y de medios de comunicación no comerciales. Incluso antes de la primera infección se explicó a todos los cubanos en la televisión qué es el COVID-19, cómo se desarrolló la pandemia en todo el mundo, qué se puede hacer al respecto y, por consiguiente, qué medidas se iban a tomar.

La población cubana sabea que sus científicos trabajan por el bien común de su país. La población lo constata casi todos los años, por ejemplo, en las evacuaciones preventivas de los pueblos y ciudades que se encuentran en las rutas de los huracanes, trazadas por los mejores meteorólogos del mundo. Vió cómo el VIH se contuvo rápidamente con un fuerte compromiso de prevención, cómo el dengue y el zika (1) se tratan de forma científica, eficiente y transparente, lo que tienen como resultado un número mínimo de víctimas.

Desconfianza en la solidaridad

Una gestión eficaz de la pandemia presupone solidaridad. La mayoría de la población, que personalmente tiene poco que temer de la enfermedad, debe solidarizarse con las minorías de personas (muy) mayores y físicamente débiles. La vacunación es importante para un hombre o una mujer normal, y también para los niños, para reducir la circulación del virus en la comunidad lo antes posible en favor de los más débiles. La mayoría de la gente -también en Europa- considera que eso es una razón suficiente para participar. Esto también se aplica al cumplimiento de las medidas de seguridad.

Es realmente sorprendente que no haya más gente en Europa diciendo: “Estoy lo suficientemente sano y fuerte, no necesito una vacuna, el resto tiene que hacer lo suyo”. Toda la cultura comercial y neoliberal de aquí le recuerda a la gente a diario su deber de desarrollarse, de hacerlo cada vez mejor en la vida, entiéndase, ser más rico. El ideal es la autonomía absoluta, no depender de los demás, ni mucho menos del ‘Estado’, pues de lo contrario se es un aprovechado. Los sindicatos son entonces los protectores de esos ‘aprovechados’. Hay que desengrasar el Estado, recortar la asistencia social y sanitaria. Esa no es precisamente una cultura que fomente la solidaridad.

¿Y en Cuba?

Las y los cubanos no están en una situación de competencia o de ‘sálvese quien pueda’. La población cubana sabe por experiencia que solo juntos pueden afrontar los grandes retos del país. Superar los problemas juntos es a lo que están acostumbrados, desgraciadamente hoy más que nunca. Ayudar a los vecinos, limpiar el barrio juntos, celebrar reuniones y tomar decisiones juntos en el lugar de trabajo, etc., es su forma de vida.

La solidaridad forma parte de su ADN. Durante décadas han enviado médicos, enfermeros y profesores al resto del mundo. Un pequeño país de once millones de habitantes, con diez veces menos recursos que Bélgica, envió médicos a luchar contra el COVID en lugares tan lejanos como Italia.

Esta actitud y forma de vida es la cuarta razón por la que hay pocos o ningún antivacunas en Cuba.

Salud, ciencia y creencias en tiempos de pandemia

Verónica Giménez Béliveau, Es investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina, coordinadora del programa Sociedad, Cultura y Religión del Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL) y profesora en la carrera de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (UBA).
 

Ciencia y religión se constituyeron en la modernidad como dos cosmovisiones opuestas. El método racional contra las creencias sin base científica, la razón contra la fe, fueron bandos enfrentados que se consolidaron en el siglo XIX y cuyas polémicas atravesaron el siglo XX. ¿Qué queda de estos viejos clivajes en la pandemia de 2020, que ha venido a sumirnos en mundos aún más inciertos? ¿Cómo se piensan la salud y el bienestar desde las instituciones religiosas? ¿Cuáles son los canales de comunicación entre iglesias y Estado?

Si miráramos algún viejo manual de epistemología de principios del siglo xx, leeríamos que ciencia y religión son dos formas de entender el mundo, dos cosmovisiones que ven la realidad desde posiciones opuestas. Esta perspectiva reconoce su origen en las teorías sociales de la diferenciación. Las esferas de la acción humana (económica, política, estética, erótica, intelectual, religiosa) se separan, funcionan según sus propias reglas y definiciones de autoridad, y son atravesadas por procesos de racionalización interna. (Max Weber: Ensayos sobre sociología de la religión I, Taurus, Madrid, 1998.).

La secularización, es decir el movimiento de desplazamiento de la esfera religiosa como ordenadora de las demás, y la autonomización de la política, la economía, la ciencia y el arte de la religión son relatos fundadores del mundo tal como lo conocemos y constituyen uno de los núcleos de sentido centrales a través de los cuales la modernidad se ha comprendido. Las teorías de la secularización suponen un progresivo eclipsamiento de la religión, desde aquellas más extremas que predijeron su desaparición hasta las más moderadas que proponían su privatización y reducción al mundo privado de las personas. 

Y si bien las controversias entre fe y razón son antiguas y atravesaron el mundo intelectual medieval, las disputas se agudizaron separando de manera aparentemente irreconciliable la ciencia y la religión. Podemos mencionar algunos hitos: el juicio en el que Galileo fue condenado expuso un conflicto abierto, que se vinculaba más con el estatuto reivindicado por la perspectiva científica que con el contenido de las teorías copernicanas. La nueva ciencia disputaba a la Iglesia la potestad de definir la verdad y los métodos para hacerlo (José Casanova: Religiones públicas en el mundo moderno, PPC, Madrid, 1994). La Iglesia condenó a Galileo en 1633, anotándose un triunfo que le costaría infinidad de encendidas críticas y que revertiría en 1992, durante el papado de Juan Pablo ii. El segundo hito es el que podemos observar en el nacimiento de la psiquiatría moderna. Hasta la década de 1870, el tratamiento y la interpretación de la enfermedad mental estaban marcados por agentes religiosos: la recuperación suponía la reintegración moral del sujeto. A partir de los procesos de medicalización de la sociedad y de la difusión de las teorías darwinianas, la psiquiatría naciente produjo una relectura de los estados místicos y las posesiones demoníacas registrados en documentos y en piezas artísticas en términos de patologías y anomalías del cerebro. Con las investigaciones de Jean-Martin Charcot sobre la histeria, fenómenos cuya interpretación hasta esos años había estado marcada por la autoridad de la religión fueron releídos desde la autoridad científica (Roberta Vittoria Grossi: «Demonic Possession and Religious Scientific Debate» en Giuseppe Giordan y Adam Possamai (eds.): The Social Scientific Study of Exorcism in Christianity, Springer, Cham, 2020.). Esta vez ganó la ciencia, que desde entonces señorea como el discurso autorizado para hablar de la salud (física, psíquica, mental) de las personas y poblaciones. 

Las dos instituciones que estructuran a las sociedades occidentales, el mercado y el Estado, funcionan «como si Dios no existiera». Esto no quiere decir que las personas dejen de creer, ni que las instituciones religiosas desaparezcan o que se resignen a eclipsarse detrás de los discursos científicos en temas que consideran de su potestad. Desde la década de 1980, vemos que la religión se hace presente en el espacio público, generando interés en políticos, medios de comunicación y público en general. La presencia pública de la religión es no solo aceptada sino requerida en ciertos debates: especialistas religiosos son convocados por los parlamentos para asesorar sobre legislaciones relativas al aborto y la eutanasia, las iglesias intervienen en los debates sobre la pobreza, la desigualdad y la manera de abordarlas, los religiosos se comprometen en las discusiones sobre ecología y alimentación. 

La pandemia de 2020 fue un escenario privilegiado para registrar estas interacciones. La rapidísima expansión del covid-19 afectó al conjunto del planeta: en esta época, lo que puede moverse se mueve. Es la circulación global del todo: aviones, virus, políticas, discursos, teorías conspirativas, vacunas. Los flujos de distinta velocidad e intensidad dibujan un mundo desigual en bienes, población y recursos. Y, en este contexto, las iglesias y grupos religiosos también hicieron circular discursos y sentidos en la pandemia, escena que por otro lado se prestó para intervenciones espirituales: junto con la enfermedad y la muerte, la epidemia trajo miedos, incertidumbres, aislamiento, soledad. La religión tiene experiencia en ofrecer respuestas en estos escenarios.

Las religiones reaccionan:

el músculo entrenado del diálogo con el Estado

La pandemia de 2020 sorprendió a Argentina con un gobierno que había asumido escasos tres meses antes de la llegada del covid-19. El cambio de signo político trajo nuevos aires y un replanteo general de las políticas públicas, pero algunas cosas permanecieron: la relación entre los grupos religiosos y el Estado es una de ellas. Como tantos procesos en el difícil 2020, la pandemia intensificó situaciones, conflictos o acuerdos ya existentes más que generar otros nuevos. Al inicio de la pandemia, las iglesias buscaron contactarse con el Estado a través de los canales que tan bien conocían: en Argentina existe una Secretaría de Cultos que depende del Ministerio de Relaciones Exteriores y que centraliza las relaciones formales entre el gobierno y las religiones organizadas. El secretario que asumió en 2019, Guillermo Oliveri, es además un viejo conocido, que había ocupado el mismo cargo durante 12 años, en los mandatos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, y tiene una relación fluida con las jerarquías católicas y con las federaciones evangélicas. 

A principios de marzo de 2020 se declaró el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (aspo), el nombre oficial del confinamiento en Argentina. El gobierno en su conjunto desplegó acciones para contener la crisis económica y social, sobre todo en los barrios humildes de los conurbanos: en las economías informales se vive con lo justo, y no salir a trabajar un día puede significar que la familia no coma. Iglesias y templos se movilizaron también: su trabajo asistencial en barrios populares caracteriza la dinámica de estos territorios, en los que sacerdotes, pastores y comunidades religiosas dialogan con los gobiernos municipales. En las primeras semanas del aspo, los contactos se intensificaron en los distintos niveles del Estado. El presidente Alberto Fernández se reunió, previa mediación del secretario de Cultos, con obispos católicos y pastores evangélicos, y con los dos grupos de sacerdotes con más trabajo en barriadas populares: los curas villeros y los sacerdotes en la opción por los pobres (Diego Mauro y Mariano Fabris: «Cristianos ante la pandemia. La intervención no es divina» en Anfibia, 2020, disponible en http://revistaanfibia.com/ensayo/la-intervencion-no-divina/">http://revistaanfibia.com/ensa…) En pocas semanas, se armó un sistema de contención para enfermos leves, al que los grupos religiosos aportaron 2.500 camas a disposición de los alcaldes (Entrevista con el secretario de Cultos (Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto), Guillermo Oliveri, 24/04/2020.), en particular en la periferia de la ciudad de Buenos Aires, una de las zonas más golpeadas por el covid-19, más densamente pobladas y de las más desprovistas de servicios de salud para enfrentar la pandemia. Los alcaldes de Florencio Varela, San Martín y La Matanza se apoyaron en el trabajo de voluntarios y militantes de las iglesias católica y evangélicas, que distribuyeron comida y abrieron sus instituciones para aislar a enfermos asintomáticos; el distrito de Hurlingham se destaca por contar con la mayor cantidad de camas ofrecidas por instituciones evangélicas.

Desde el principio, los grupos religiosos en Argentina acataron las restricciones de circulación y reunión, a diferencia de lo que pasó en otros países latinoamericanos, donde primaron las presiones por abrir los templos y el desconocimiento del confinamiento. Obispos y pastores organizaron celebraciones virtuales y pidieron a su feligresía que respetara el confinamiento, y los imames llamaron a que el Ramadán se celebrara dentro de los hogares. La Secretaría de Cultos autorizó a un grupo de personas de confesión judía a realizar baños rituales con las normas de distanciamiento y cuidado. El obispo de Bahía Blanca grabó homilías de tres minutos diarios dirigidas a distintos sectores sociales, sacerdotes dieron misa diaria a través de sus páginas web y la plataforma YouTube, y los fieles enviaron intenciones para que se orara por ellas. La Iglesia católica celebró incluso eventos masivos significativos en el año ritual de manera virtual: los Via Crucis de Pascua en abril y la 46a peregrinación juvenil a la basílica de Luján, que cada año reúne a miles de personas en el primer fin de semana de octubre, se realizaron online. Las iglesias evangélicas hicieron lo propio. «La religión cumple un rol de ayuda en estos momentos», afirmó en abril el secretario de Culto. 

Avanzado el año, y ante la prolongación de las medidas de aislamiento y la progresiva apertura de diversos rubros de actividad, los dirigentes religiosos comenzaron a reclamar la apertura de los templos. Lo conversaron informalmente con las autoridades, lo expresaron en los medios de comunicación y elaboraron documentos. El pedido se basaba en la gravedad de las consecuencias del aislamiento para la vida interior y la salud mental, y en la necesidad del culto para retomar las relaciones con Dios y sostener los valores espirituales. El rol de la ciencia se reconocía explícitamente, y se pedía para la religión un lugar complementario: la ciencia investiga, la religión ora. 

No olvidemos que el resultado siempre está en manos de Dios. El mismo Dios que ordena ir al médico es el Dios que cura. Hay que utilizar las mayores inteligencias para investigar en la ciencia, analizar todos los datos y plantear las mejores soluciones; pero seguro que no menos energía hay que dedicar a implorar a Dios para que nos asista con Su misericordia y ponga fin a esta pandemia, ya que la salvación está en Sus manos (.

Es interesante notar que, aun en tono de reclamo, se reconoce el vínculo entre comunidades religiosas y Estado en términos de colaboración: «es fundamental el apoyo de las comunidades religiosas para que el Estado pueda aplicar con éxito las medidas para enfrentar la emergencia» («Los derechos del pueblo argentino de relacionarse con Dios y practicar su culto en todo tiempo», comunicación institucional firmada por el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Mario A. Poli, el gran rabino de la República Argentina, Gabriel Davidovich, el arzobispo metropolitano de Buenos Aires primado y exarca de Sudamérica de la Iglesia Ortodoxa Griega, Iosif Bosch, y el eparca de San Gregorio de Narek en Buenos Aires, Pablo Hamikian, 16/7/2020, disponible en http://uca.edu.ar/es/noticias/los-derechos-del-pueblo-argentino-de-relacionarse-con-dios-y-practicar-su-culto-en-todo-tiempo">http://uca.edu.ar/es/noticias/…) .

En Argentina, las instituciones religiosas no difundieron discursos apocalípticos, conspirativos y utópicos sobre la situación que afectaba al mundo. Las causas de la enfermedad, el manejo de la emergencia y el diagnóstico de los problemas sociales se ajustaron a las posiciones públicas que el Estado y los epidemiólogos sostenían. Los dirigentes religiosos en Argentina asumieron los argumentos científicos y políticos, los hicieron suyos y actuaron en consecuencia. Y se comunicaron con el Estado a partir de supuestos comunes, haciendo lo que las instituciones religiosas saben hacer tan bien: desplegar el trabajo asistencial en barriadas desfavorecidas, contener a las personas que sufren y negociar con los poderes políticos en los territorios.

Concepciones de salud en grupos religiosos,

o creer de maneras múltiples

Las instituciones religiosas sostienen posiciones dialoguistas con los poderes públicos, ofreciendo recursos y reclamando espacios de acción: esta característica de la relación entre el Estado y la Iglesia católica se fue extendiendo desde la segunda mitad del siglo xx a las demás iglesias y otras confesiones religiosas. Las religiones aceptan el terreno propuesto por el Estado, organizado en torno de saberes científico-tecnológicos. Especialmente en el ámbito de la gestión de la salud de las poblaciones, la ciencia en su rama médica es reconocida como la voz legítima por la enorme mayoría de los actores religiosos: cuestionar la perspectiva dominante genera rechazo social y desconfianza, y las veces que algún líder religioso critica las acciones médicas para reivindicar la exclusiva primacía de la acción divina es desacreditado desde diversas posiciones, incluidas las religiosas. 

Desde el último cuarto del siglo xx, creció en el cristianismo una ola de revivalismos: formas de entender la fe muy presente en la vida cotidiana, con un fuerte énfasis en las expresiones emocionales y en el contacto directo con lo divino. En el catolicismo llegó de la mano de los diálogos ecuménicos con los evangélicos y se expandió fuertemente, conformando una corriente carismática que atravesó la tradición católica y generó adhesiones intensas y críticas encendidas (.Carlos Alberto Steil: «Os demonios geracionais. A herança dos antepassados na determinaçao das escolhas e das trajetórias pessoais» en Luiz Fernando Duarte, Maria Luiza Heilborn, Myriam Lins de Barros y Clarice Peixoto (eds.): Família e religião, Contra Capa, Río de Janeiro, 2006; Valerie Aubourg: «Les quatre saisons du Renouveau charismatique, 1967-2017» en Social Compass vol. 2 No 66, 2019.) La salud tiene un lugar importante en las prácticas cotidianas de estos grupos, cuyas celebraciones atraen a un público entusiasta que busca un lugar donde procesar y sanar sus malestares. 


Las nociones de salud que los grupos católicos emocionales manejan son amplias: estar bien significa estar libre de problemas corporales, pero también estar equilibrado psíquica y emocionalmente y mantener vínculos sanos con los familiares y el entorno. En diálogo y discusión con las nociones que circulan en la sociedad, los católicos y las católicas emocionales conciben y encarnan representaciones de salud ampliada. Es interesante observar cuán alineadas están estas concepciones con las definiciones de salud de la Organización Mundial de la Salud (oms), que fue progresivamente anexando la dimensión espiritual. Desde 1984, la espiritualidad es uno más de los ejes en los programas de la oms, y en 1988 la incorpora a la definición misma de salud, considerada como bienestar en los planos físico, mental, espiritual y social (Emerson Giumbelli y Rodrigo Toniol: «What Is Spirituality For? New Relations between Religion, Health and Public Spaces» en Ruy Blanes, José Mapril, Emerson Giumbelli y Erik Wilson (eds.): Secularisms in a Postsecular Age? Religiosities and Subjectivities in Comparative Perspective, Palgrave-Macmillan, Nueva York, 2017.)

Las personas católicas que asisten a ceremonias y consultan por procesos de sanación, liberación y exorcismo suelen hacerlo luego de pasar por instancias múltiples de atención médica, psiquiátrica, psicológica y/o espiritual, en las cuales no han encontrado soluciones. Ellas o sus familiares cargan con malestares inespecíficos, con diagnósticos imprecisos o múltiples; en todo caso, con un desajuste importante entre el diagnóstico y la cura. La superación del malestar propuesta por los sistemas médicos suele implicar procesos de cura largos, complicados, difíciles, que requieren un involucramiento de la familia y la comunidad, y a los que la biomedicina no siempre dedica el tiempo que se le reclama. Se recurre entonces a mediadores religiosos. Esta nueva mediación no invalida la legitimidad de las anteriores, sino que la complementa: la religión acepta la prioridad de la biomedicina para ocuparse de los males del cuerpo, pero reclama un espacio de acción frente a los males complejos en que la ciencia fracasa, en un reconocimiento de los límites propios y una interpelación a que la ciencia reconozca los suyos. Las religiones buscan con la ciencia, como buscan con el Estado, «pactos de caballeros», sabiendo que el otro discurso es el que domina el tablero: la religión juega en terreno ajeno y lo reconoce. 

Podemos observar con claridad esta relación entre religión y ciencia desde el catolicismo en la definición del origen del mal y los malestares, y en las maneras de gestionarlos y enfrentarlos. Desde el punto de vista de los católicos revivalistas, las causas de la enfermedad no responden a un solo origen, sino que combinan factores múltiples en distintos planos: desde agentes biológicos como virus y bacterias hasta seres suprahumanos como demonios, pasando por procesos psicológicos como el hecho de no perdonar ofensas, heridas de la infancia y sentimientos negativamente intencionados, como la envidia. Las causalidades biológicas descriptas por la medicina no solo no se niegan, sino que se combinan con causaciones en otros planos: una enfermedad puede tener origen biológico, pero enfermedades sumadas a otro tipo de situaciones negativas como robos, accidentes o desgracias familiares se interpretan desde una perspectiva más abarcativa, que no discute los principios médico-científicos pero los reordena en una escena más global. 

Las interpretaciones genealógicas sobre las causas del mal resultan particularmente interesantes, ya que proponen diálogos en general poco estudiados entre los discursos religiosos y las terapias psicológicas. La búsqueda de antecedentes familiares como el origen de traumas y emociones nocivas, las relaciones familiares y particularmente los vínculos con los padres en los años de la primera infancia como las causas de las conductas dañinas repetidas es un patrón que encuentra un terreno común en las terapias psicológicas ( Nicolás Viotti: «Revisando la psicologización de la religiosidad» en Culturas Psi/Psy Cultures No 2, 2014.) y en los abordajes religiosos de los malestares (.V. Giménez Béliveau: «The Devil Returns: Practices of Catholic Exorcism in Argentina» en G. Giordan y A. Possamai, ob. cit.; G. Giordan: «Diagnosing the Devil: A Case Study on a Protocol between an Exorcist and a Psychiatrist in Italy» en G. Giordan y A. Possamai: ob. cit.) 

El segundo plano donde podemos observar las afinidades es la manera de enfrentar el mal y organizar los procesos de cura. La atención de los sacerdotes y sus equipos se calca del modelo biomédico: las personas con problemas indefinidos que identifican con el mal y recurren a los sacerdotes especialistas en el tratamiento de estas problemáticas aceptan entrar en un sistema en el que piden turno telefónicamente –y los turnos pueden tardar meses–, realizan una primera entrevista en la que se compila una ficha minuciosa que consigna síntomas y tratamientos médicos, psicológicos y espirituales realizados, se diagnostican/disciernen males en distintos órdenes (psicológicos, psiquiátricos, espirituales) y se proponen los pasos rituales y el trabajo sobre sí que el fiel debe llevar a cabo para sanarse. 

El diálogo con la ciencia se cumple aquí no solo en la forma en que los sacerdotes reciben, atienden y diagnostican, sino en los contenidos que circulan ampliamente entre los afectados: la articulación de sentidos múltiples se puede rastrear en las conversaciones con los fieles, en la puesta en escena de los rituales y en los libros, talleres, podcasts y conferencias que consumen y producen las personas católicas. En el discurso y las prácticas hay consensos establecidos sobre una cierta primacía de la biomedicina para ocuparse de las temáticas de salud: fieles y especialistas religiosos (sacerdotes, religiosas) dialogan con ella, y reclaman la oportunidad de tener algo que decir sobre problemas de salud indefinidos ante los cuales la medicina no ofrece soluciones efectivas y esperadas. Para lograr un bienestar integral, los males deben ser comprendidos y enfrentados en diversos planos. 

Señalamos el paralelismo entre las interpretaciones de las causas del malestar de católicos y de especialistas del mundo «psi»: en el tratamiento que ambos mundos proponen es posible identificar más coincidencias. El trabajo sobre sí que el paciente/afectado debe realizar es el núcleo del proceso de cura/sanación. Este trabajo adquiere diferentes características en ambos esquemas interpretativos, pero es interesante constatar que sin el compromiso del sufriente el mal no remite. Correrse del lugar del sufrimiento, cortar con situaciones que lastiman y con hábitos negativos, y reintegrarse a una rutina espiritual son los principios de los procesos de cura y sanación en tratamientos psicológicos y en seminarios y rituales de liberación. No se trata por cierto de los mismos caminos, pero no podemos dejar de identificar las coincidencias, el aire de época que comparten ambos abordajes. 

El diálogo que establecen las religiones con el sistema médico es tan evidente como ineludible, y no debería sorprendernos tanto: los fieles católicos revivalistas son, además de católicos, ciudadanos de Estados en los que las creencias y los imaginarios sobre la salud están formateados según el modelo de las tecnologías biomédicas capitalistas, y reconocen a la institución hospitalaria en el centro del sistema. Entre los católicos revivalistas circula además, al mismo tiempo, la idea de que el sistema biomédico es mayormente eficaz pero insuficiente: le falta algo, una clave interpretativa, un punto ciego que la ciencia no contempla, la dimensión espiritual y emocional. El diálogo admite separación de funciones y a la vez complementariedad de terapéuticas e intervenciones: se va al médico, al psicólogo, al psiquiatra, en la medida de las posibilidades, y paralelamente se asiste a seminarios y celebraciones y se participa de oraciones de sanación física. Desde este punto de vista, la espiritualidad es indispensable para el bienestar integral. Sin la dimensión espiritual, la salud no es completa. 

Las prácticas de sanación, liberación y exorcismo han aumentado en los países occidentales desde la década de 1980. Están asociadas mayormente a una corriente que ha crecido dentro del catolicismo hasta ocupar cada vez más espacios en la liturgia y los modos de entender el mundo. Aun en este corazón de sentido de las creencias de los cristianos, la lucha entre el bien y el mal, se legitima el discurso científico otorgándole la potestad de ocuparse de la salud de los seres humanos.

Postales pandemónicas:

furia, conspiraciones y martillazos a las certezas

Ciencia y religión dialogan: negocian sobre la implementación de políticas públicas y se interpelan mutuamente (Juan Cruz Esquivel y Juan Marco Vaggione: Permeabilidades activas. Religión, política y sexualidad en la Argentina democrática, Biblos, Buenos Aires, 2015.). Además, la religión construye significados sobre la salud asumiendo los límites que la modernidad, con el triunfo del discurso biomédico, le ha impuesto. La pandemia de covid-19, con más intensidad aún que las epidemias anteriores de sars (2002-2003) y de las gripes aviar y porcina (2009-2010), suscitó crisis sanitarias y reavivó el viejo fantasma de la peste: el caldo de cultivo ideal para la vuelta triunfal de discursos apocalípticos y milenaristas, que han activado las imaginerías religiosas a lo largo de la historia. Y, efectivamente, volvió el miedo. Las causas de la enfermedad y la muerte fueron atribuidas a los poderosos del planeta, y la epidemia, a las acciones malvadas e intencionadas de quienes de verdad dominan el mundo: oscuras potencias, sociedades secretas, tecnologías hiperdesarrolladas. Enemigos ocultos que manipulan la vida humana y los tejidos fetales en laboratorios para crear armas biológicas letales. Seres intrínsecamente malvados que además se asocian con los gobiernos para restringir libertades y obtener provecho de ello. 

Pero estos discursos, ampliamente difundidos en videos y mensajes en redes sociales, no provienen de las religiones organizadas ni son difundidos por sus autoridades. Aunque toman la forma de utopías, apocalipsis y profecías, estilos clásicos del decir religioso, las teorías conspirativas expresadas en mensajes y videos tienen orígenes diversos y descentralizados. 

Las teorías conspirativas circulan rápido y lejos en tiempos de confinamiento y redes sociales. Y se mueven en los intersticios de las instituciones, y a pesar de los intentos de control de estas. Pero si las iglesias no aparecen como productoras de estos discursos y han adoptado más bien la función de respaldar a los Estados, ¿cuál es el ámbito en que estas representaciones ganan terreno? Los márgenes de las instituciones (los partidos políticos, la escuela, la familia y también las iglesias, entre otras), esos espacios vastos, alejados de la mirada institucional, que recrean conexiones lábiles, fragmentadas e incluso efímeras entre las personas, son lugares que alimentan representaciones variadas, cosidas con retazos de sentidos legitimados por la ciencia, la religión, la política y otros discursos de autoridad mezclándolos y proponiéndolos en formatos atractivos. 

Estos espacios crecen: si observamos el ámbito religioso, veremos que alrededor de 60% de las personas se relaciona con Dios por su propia cuenta, sin mediaciones institucionales, según la Segunda Encuesta Nacional sobre Creencias y Actitudes Religiosas en Argentina (.Fortunato Mallimaci (dir.): Atlas de las creencias religiosas en la Argentina, Biblos, Buenos Aires, 2013; F. Mallimaci, V. Giménez Béliveau y Juan Cruz Esquivel: «Religiones y creencias en Argentina (2008-2019). Resultados de la Segunda Encuesta Nacional de Creencias y Actitudes Religiosas en Argentina» en Sociedad y Religión No 55, 2020.) Se trata de configuraciones sociales que vemos cada vez más en nuestras investigaciones: personas con sociabilidades reducidas y cada vez menos dadas al encuentro con otros, que se conectan con otras personas a través de la televisión y de las redes sociales, en espacios de soledad, cada vez más desafiliadas y desafiliados. Los discursos y teorías conspirativas proponen respuestas claras para individuos sedientos de certezas, en un contexto de incertidumbre que se volvió omnipresente durante 2020. No se trata de un proceso que comenzó en la pandemia de covid-19, pero sin dudas se ha profundizado y acentuado. 

La propagación de las teorías conspirativas sobre el origen y la gestión de la pandemia del covid-19 es más producto de la fragmentación y las grietas entre los grupos sociales que de instituciones que las elaboren y difundan de manera centralizada y planificada. Su éxito se debe también a la dinámica de las redes sociales, que tienden a formar grupos afines y limitados: las sociabilidades se han reducido, encerradas en grupos pequeños con cada vez menos diálogo con el afuera y cada vez menor apertura hacia argumentos diferentes e intercambios abiertos.

Las teorías complotistas vehiculizadas por los videos como Plandemic, producido en Estados Unidos, o Hold Up, en Francia, combinan discursos científicos, opiniones de expertos, ciertos argumentos de lejanas referencias religiosas, en un esquema que pone en duda tanto unos como otros. Proponen al espectador una clave interpretativa basada en la crítica y en la construcción de nuevas verdades. La religión es acusada de anacrónica, y las características del accionar de la ciencia, ensayo-error, experimento, test, son enunciadas como pruebas de su fracaso. El problema aquí no son los argumentos, sino la capacidad de las instituciones para producir discursos legítimos: se cuestiona la autoridad misma de las instituciones científicas y religiosas, políticas, sociales. 

Desde estas perspectivas se han desencadenado movilizaciones en todo el mundo que muestran la ira de los manifestantes. Berlín, París, Buenos Aires, Nápoles son algunos de los centros urbanos que han visto en los últimos meses manifestaciones «anti» con reivindicaciones profusas: contra las mentiras y la corrupción omnipresente, contra las «dictaduras sanitarias» de los gobiernos, contra el uso de mascarillas, que son quemadas en plazas públicas. La reivindicación de la libertad se reduce al individuo y se concentra en él, volviéndose bandera de discursos egocentrados. Las teorías conspirativas logran canalizar la ira y proponen argumentaciones a la medida de las sospechas y las frustraciones. Encuentran culpables definidos, motivaciones que cierran: es como leer novelas negras o películas policiales, el misterio se resuelve, dejándonos la claridad del conocimiento y eliminando la incertidumbre y la duda. En el quiebre de las seguridades está, precisamente, el problema: religión y ciencia supieron prometer certezas en un mundo que no puede ya mostrarlas. La adhesión a la ciencia y la religión deja de estar basada en dos esquemas de conocimiento distintos fundados en legitimidades diferentes y se desliza hacia el plano de las identificaciones culturales (Rebecca Catto, Stephen Jones, Tom Kaden y Fern Elsdon‐Baker: «Diversification and Internalization in the Sociological Study of Science and Religion» en Sociology Compass, 2019.) . El siglo xxi marca la transición desde una percepción de la ciencia incuestionada imperante desde fines del siglo xix hacia una mirada más distanciada que cuestiona la asociación de progreso indefinido y desarrollo científico sin límites (Cristóbal Torres Albero y Josep Lobera: «El declive de la fe en el progreso. Posmaterialismo, ideología y religiosidad en las representaciones sociales de la tecnociencia» en Revista Internacional de Sociología vol. 75 No 3, 2017.). La ciencia y su desarrollo, asociado al poder y al dinero, son percibidos desde posiciones más ambivalentes: se cuestiona el avance por sobre todo trasfondo ético y se reclaman límites a su intervención. 

El resquebrajamiento de los discursos considerados durante siglos legítimos y el cuestionamiento a las instituciones abonan el terreno pantanoso y fragmentado del que se nutren las teorías conspirativas y los movimientos de ciudadanos iracundos, que proponen respuestas a la incertidumbre. En 2020 los miedos, el aislamiento, la crisis sanitaria y económica los alimentaron. En un año en que la muerte se ha acercado a todos a través de conocidos, amigos, familiares y desde la pantalla de los medios de comunicación, en momentos en que la inquietud y la duda arrasan como vientos el mundo global, estas teorías crecieron engordadas por la soledad y el encierro. En este contexto, la disputa entre ciencia y religión se ve anacrónica y desplazada del centro de la escena. Ciencia y religión parecen ahora dos viejos contendientes que reconocen sus acuerdos viendo crecer nuevas amenazas portadas por sujetos con códigos diferentes. Que además están dispuestos a arrasar con su antiguo y conocido mundo.

(El artículo compartido es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 291 , Enero - Febrero 2021 , ISSN: 0251-3552 )

Todo es cuestión de equilibrios

Si bien es cierto que el neoliberalismo, como etapa de decadencia del capitalismo, centraliza todo postulado, toda acción y todo pensamiento en estructuras y lenguajes que legitiman el poder del dinero, la móneda, o los recursos financieros como fetiches religiosos de esta contemporaneidad, la centralidad de los discursos en torno a optimizaciones económicas y de recursos para obtener los mejores beneficios posibles siempre traducidos muchas veces hasta de modos inconscientes en “beneficios económicos” que se expresan ya en “tener material” “ya en la acumulación de dinero o financiera” tienen su propio límite. Cualquier discurso en estos sentidos, y las prácticas que justifican tiene el limite de su propia credibilidad cuándo se confrontan a la evidencia de los privilegios de los grupos que logran concentraciones obscenas y producen brechas que impactan negativamente en las conciencias de otras minorías menos poderosas o de mayorías. En esos casos el discurso debe cambiar. De lo contrario sostenerlo sería como “matar a la gallina de los huevos de oro”.

Este marco metáforico para interpretar hechos , discursos y relaciones, en estos tiempos neoliberales, vienen a cuento de como, esta pandemia, pone de manifiesto que precisamente se trata siempre de equilibrios y tensiones.

La industria farmaceútica global, la gran ganadora de estos días, encuentra sin embargo su limite en esa tensión conflictiva con el efecto que en la realidad producen sus producciones. No se trata del mero enfrentamiento entre “creyentes” y “no creyentes” de la vacuna, sino de los impactos reales en las sociedades reales. De los accesos reales y de la imposibilidad de acceder a los productos y entonces verse así privados de los “supuestos beneficios” que el negocio pondera.

Mas allá de la genuina eficacia de los productos, los argumentos tambalean no solo porque las producciones no dan a basto, sino porque además los repartos son profundamente desiguales y los estudios e investigaciones de consecuencias secundarias, efectos positivos reales, disminución de contagios y de personas con síntomas o que decididamente mueren por el Covid19, generan muchas y mas crecientes dudas. 

No es culpa de las mayorías que estén alejadas del saber toda vez que parte del negocio es el secreto. Parte de la lógica de “Ganancia/perdida” que sostiene al capitalismo, es precisamente el derecho de “patentes” y “propiedades privadas o corporativas y/o individuales”, respecto a las necesidades comunes y sociales.

El tiempo actual ofrece una riqueza diferente a tiempos anteriores … la complejidad como posibilidad del pensamiento. Esto es el intento de no reducir a equilibrios pensados de forma lineal, “causa/consecuencia”, “Falso/cierto”, sino de producir pensamientos y generar conocimiento por medio de modelos que permitan relaciones múltiples, entre muchos factores pasibles de ser distinguidos entre si y estableciendo sus relaciones entre si y con un todo que resulta incierto, impredecible en su absoluto y solo asequible de modos parciales e imperfectos.

Las crisis se han convertido en una característica definitoria de la gobernanza contemporánea que altera las reglas y patrones que rigen el proceso político. La incertidumbre asociada a las crisis implica que políticos y gobernantes comparten una parte del liderazgo político con diferentes asociaciones que representan las preferencias de colectivos sociales, empresariales y/o profesionales. Para dar respuesta a la crisis, los

representantes políticos necesitan de la información y capacidad técnica de los grupos de interés para definir propuestas e implementarlas. El problema es que no todos los grupos tienen la misma capacidad de interactuar con los poderes públicos en la elaboración de respuestas a la crisis, lo que puede generar importantes desigualdades en la representación política. La desigualdad en el acceso al proceso de elaboración de políticas públicas viene dada por la dificultad de algunos colectivos en constituirse como grupo de interés. Desde la teoría de la acción colectiva de Mancur Olson sabemos que constituirse como grupo es problemático, básicamente porque no todos los ciudadanos son capaces de superar la lógica de la acción colectiva. Del mismo modo, la desigualdad existe porque políticos y gobernantes son más proclives a escuchar y dar acceso a los grupos que presentan preferencias similares a las suyas, especialmente aquellas que no cuestionan el paradigma político dominante (Schattschneider,1960).

Por otro lado, las crisis generan una oportunidad política para impulsar cambios en la agenda política e introducir una mirada crítica a los paradigmas políticos existentes (Kingdon, 1984; Baumgartner y Jones, 1993; Boin y ‘T Hart, 2000; Rinscheid, 2015; Cruz-Castro y Sanz-Menéndez, 2016). Ejemplos recientes de ello son la crisis financiera de 2008 y los daños en la instalación nuclear de Fukushima en 2011 (Watanabe, 2016). La crisis de la COVID-19 no es una excepción. Los grupos de interés han utilizado la pandemia para movilizarse con el fin de que políticos y gobernantes prioricen en la agenda política problemas nuevos o que sistemáticamente han ocupado un papel marginal en la agenda de gobierno.

Del mismo modo, la pandemia genera oportunidades para los defensores del cambio político para abrir el debate y plantear formas nuevas de entender los riesgos asociados a problemas como la aplicación de la robotización en la provisión de servicios públicos, la digitalización de la sociedad y la economía, el modelo turístico o la movilidad y el cuidado del medio ambiente. Una crisis puede ser un momento ideal para introducir argumentos y propuestas que antaño parecían impensables (Edelman,1977; Keeler, 1993; Baumgartner y Jones, 2005). En este proceso, los defensores del cambio adaptan marcos cognitivos y discursos existentes al nuevo contexto. Si antes la eficiencia y austeridad eran potentes argumentos para la planificación de la política sanitaria, ahora comienzan a ganar importancia los argumentos a favor de ampliar el gasto sanitario, medicalizar las residencias de ancianos e invertir en la compra de material de protección sanitaria. En cualquier caso, y de acuerdo con la tesis de la sociedad del riesgo (Beck, 1998; Castel, 2006; Bauman, 2013), la mayoría de estas propuestas políticas van orientadas a primar la seguridad por encima de otros principios, propiciando que de forma transversal las políticas públicas minimicen los riesgos sanitarios.

Ello tiene unas implicaciones importantes no solo en cuanto a la eficiencia de las políticas públicas, sino también sobre el funcionamiento de las democracias liberales tal y como las hemos conocido hasta el momento.

La capacidad de los grupos de interés de aprovechar estas oportunidades e influir en el proceso político es desigual y depende en gran parte de sus atributos como grupo.

Estudios previos elaborados desde la perspectiva de los grupos de interés y el análisis de las políticas públicas (ver McFarland, 2007; Subirats y Gomà, 1998; Pérez-Díaz, 2000; Chaqués-Bonafont, 2004; Dür y Mateo, 2016; Molins et al., 2016) demuestran que la capacidad de los grupos de interés para participar en el proceso de elaboración de las políticas varía en función del grado de monopolio en la representación de intereses. En algunos casos esta representación está concentrada en una única organización, mientras en otros casos la representación está fragmentada entre una pluralidad de grupos que representan las diferentes visiones y puntos de vista respecto a un problema concreto.

Otros autores identifican los recursos económicos y de información como el factor más relevante para garantizar que las propuestas de los grupos de interés sean tenidas en cuenta por parte de los poderes públicos (Beyers et al., 2010; Dür y Mateo, 2016).

LAURA CHAQUÉS-BONAFONT, Universidad de Barcelona e IBEI; IVÁN MEDINA, Universidad de Valencia; LUZ MUÑOZ, Universidad de Barcelona; en el texto “Introducción” del dossier “La representación de intereses en tiempos de crisis” publicado en la :Revista española de ciencia política”, Nº. 57, 2021.

Sin intención alguna de clausurar las controversias, la propuesta de abordar las discusiones y reflexiones desde intentos mas complejos, permite observaciones mas amplias y comprender con mas y mejores marcos conceptuales las diferentes posiciones que asumen los diferentes relatos con mas o menos conocimiento, con mas o menos “mitos” “pre-juicios” o componentes “religiosos”, pero que indudablemente afectan e intervienen en las relaciones que producen las percepciones respecto a la realidad común que producimos. Nadie se salva solo. Que cada quién haga su parte.

Daniel Roberto Távora Mac Cormack

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